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Índice
El Cristo de la calavera ....................... 2
El monte de las ánimas ........................ 7
Los ojos verdes ................................. 11
Maese Pérez el organista ...................... 15
El rayo de luna .................................. 22
La rosa de la pasión ........................... 27
La venta de los gatos ............................ 31
Leyendas
Leyendas
Leyendas
Leyendas
Leyendas
Leyendas
Leyendas
Leyendas
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EL CRISTO DE LA CALAVERA
(Leyenda toledana)
I
El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de la religión
había apelado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles
de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca
puerta de Visagra, ya en la de Valmardón o en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no
pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas anunciando la llegada de algún caballero
que, precedido de su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del
ejército castellano.
El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las huestes reales
discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada, al fin, la
víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del ejército, se dispuso un postrer
sarao, con el que debieran terminar los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios,
alrededor de inmensas hogueras y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada multitud
de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, que estos aderezando sus corceles y sus armas y
disponiéndolos para el combate; aquellos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de
la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo en coro el refrán de un romance
de guerra que entonaba un juglar, acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero
conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los
chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus
señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente
acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto, imposible de pintar con palabras.
Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques,
chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles,
gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a
intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao.
Este, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía, a su vez, un
cuadro, si no tan fantástico y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.
Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos, formando un intricado laberinto de pilastras
esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices,
donde la seda y el oro habían representado con mil colores diversos, escenas de amor, de caza y de
guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz
un sinnúmero de lámparas y de candelabros de bronce, plata y oro, colgadas aquellas de las altísimas
bóvedas y enclavados estos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los
ojos se veían oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas con ricas
vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su
seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de
blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo,
justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza,
puñales con pomo de filigrana y estoques de corte, bruñidos, delgados y ligeros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una sonrisa
de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la atención por su
belleza incomparable una mujer, aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de
amor de la época, cuyos colores habían adoptado por empresa los caballeros más valientes, cuyos
encantos eran asunto de las coplas de los trovadores más versados en la ciencia del gay saber, a la que
se volvían con asombro todas las miradas, por la que suspiraban en secreto todos los corazones;
alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los
más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.
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Los que asistían de continuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que
tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no
desmayaban jamás en sus pretensiones; y este animado con una sonrisa que había creído adivinar en
sus labios, aquel con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una
palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el
preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su
asiduidad y rendimiento, dos, que, al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de
los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles
prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de
Carrillo, el uno, y el otro, Lope de Sandoval.
Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo día, al
encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor por ella,
amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a
dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos.
En los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les había presentado
coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos
caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos, sin duda, por un
mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al
sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron
una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas, epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de ambos
galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa objeto de aquel torneo de palabras
aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que ora salían de
los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían
como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su
amor propio.
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo; las frases
eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera
dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos imposibles de
ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.
La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se disponía a volver
a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se
contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había
dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar
uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos
pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer, todos los caballeros que formaban su brillante
comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento
de cabeza en premio de su galantería.
Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una impecable sonrisa de
vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo
general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y
desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se encontraban Lope y
Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera.
En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían inclinado con
igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual lo tenía asido por un extremo. Al verlos
inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada y decididos ambos a no abandonar el guante que
acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el
murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa que en el
alcázar, y en presencia del rey, podría calificarse de un horrible desacato.
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No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la cabeza a
los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso que
agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre.
Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse en torno
de los actores de escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un
lado a otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en
mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en
voz sorda, y mientras que con la una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya
buscar instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente
el grupo que formaban los espectadores y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.
Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que pasaba. Con
toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como
movidas por un resorte, se abrieron sin dificultad al sentir en contacto de la del monarca y volviéndose
a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña parecía próxima a desmayarse,
exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:
—Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo devuelvan
manchado en sangre.
Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos de la
emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.
Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma
arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron
una mirada tenaz e intensa.
Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, aun desafío a muerte.
II
Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de la
plebe, que aguardaban con impaciencia este momento formando grupos y corrillos en las avenidas de
palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los Miradores y el Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un
movimiento indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles
ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros
vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de
terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las
andas cubiertas de ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo
resplandor podía verse a la multitud que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados,
miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un
fausto y un esplendor fabulosos.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas del
palacio dejaron brillar; atravesó entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su
vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del enmarañado
laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más
que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún curioso que se retiraba el
último o el ruido que producían las albadas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la
escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después de tender la
vista por todos los lados, como buscando a alguien que debía esperarlo, descendió lentamente hacia la
cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su alrededor.
La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz,
no obstante, allá a lo lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como
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de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto de un hombre: sin duda, el mismo a quien
parecía aguardaba con tanta impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse a Zocodover era Alonso Carrillo, que,
en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que
acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de entre las sombras de los arcos que
rodeaban la plaza, vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido
cambiaron algunas frases en voz baja.
—Presumí que me aguardabas —dijo el uno.
—Esperaba que lo presumirías —contestó el otro.
—¿Y adónde iremos?
—A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de
claridad que nos alumbre.
Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las estrechas calles que
desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la noche que,
después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en el seno
de las sombras.
Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a propósito
para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía
imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer
debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y
tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en
torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del
farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.
Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y, apresurando el paso en su dirección, no
tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la
cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la intemperie, y el
pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire,
formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de yedra que habían crecido
entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose los birretes y
murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra
sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal con un leve movimiento
de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes que ninguno de los
combatientes hubiese podido dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle
quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento, y al verse
rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron la suelo las puntas
de sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a
brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.
—Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar —exclamó Carrillo, volviendo a ponerse
en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron
otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no se
separaron los estoques.
—En verdad que esto es extraño —murmuró Lope, mirando al farolillo, que espontáneamente había
vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña
sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.
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—¡Bah! —dijo Alonso—. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los devotos y
escasea el aceite, por la cual la luz, próxima la morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de
agonía.
Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le
imitó; pero esta vez no tan solo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que al
mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos
del vendaval, que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas,
estrechas y tenebrosas calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se
sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les
erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y
descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.
—Ah! —exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo, asombrado
como él, como él pálido e inmóvil—. Dios no quiere permitir este combate, porque es una lucha
fraticida, porque un combate entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos jurado cien veces
una amistad eterna.
Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una
efusión indecibles.
Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de
amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la escena que acabamos de
referir, exclamó, dirigiéndose a su amigo:
—Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo entre
nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en su busca:
que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será respetada
por ambos, y el que no merezca sus favores, mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a buscar el
consuelo del olvido en la agitación de la guerra.
—Pues que tú lo quieres, sea —contestó Lope.
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya plaza, y
en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.
Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos entre ellos,
marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las primeras horas de la mañana
pudiesen penetrar en su palacio.
Animados con esta esperanza, llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel
punto un ruido particular llamó su atención, y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre la
sombra de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el balcón
del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo, al parecer con la ayuda
de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés, sin duda, que, inclinándose sobre el calado
antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su misterioso galán.
El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas; pero,
deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar
con una cara de asombro, tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada
que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el
palacio.
Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas, que se cerraron con
violencia, y todo volvió a quedar en silencio.
III
Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a
la guerra de moros, teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña
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Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella le
parecía advertir, con diversa expresión de la costumbre. Diríase que en todas las curiosas miradas que
a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas
carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza,
cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar aparecer entre las filas de los
combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes
armaduras y envueltos en una nube de polvo los pendones reunidos de las casas de Carrillo y
Sandoval; al ver la significativa sonrisa que al saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales,
que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus
ojos una lágrima de despecho.
EL MONTE DE LAS ÁNIMAS
(Leyenda soriana)
La Noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido monótono y
eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada la imaginación es un caballo que se desboca
y al que no sirve tirarlo de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará mucho
efecto a los lectores de El Contemporáneo. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito
volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón,
estremecidos por el aire de la noche.
Sea de ello lo que quiera, allá va, como el caballo de copas.
I
—Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores y demos la vuelta a
la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
—¡Tan pronto!
—A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han
arrojado de sus madrigueras, pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los
Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
—No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has
venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el
camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los condes de Borges y de Alcudiel montaron
en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían a la
comitiva a bastante distancia. Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida
historia:
—Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la
margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el
rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello
notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla corno solos la
conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó
por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde
reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos
determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos
con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue a parte a detener a los
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unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó
a cabo. No se acordaron de ella las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron
sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó
sembrado de cadáveres. Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por
último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró
abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron
juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de
Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en
jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los
ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos. Y al otro día se han
visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo
llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que
da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de
incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de
Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor
de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del
salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los
ojos, y absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la
hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos temerosos, en que los espectros y los
aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos
con un tañido monótono y triste.
—Hermosa prima exclamó, al fin, Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban, Pronto
vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y
guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales, sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces,
acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa
contracción de sus delgados labios.
—Tal vez por la pompa de la Corte francesa, donde hasta aquí has vivido se apresuró a añadir el joven.
De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una
memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la
salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención.
¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada;
mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
—No sé en el tuyo, contestó la hermosa, pero en mi país una prenda recibida compromete una
voluntad. Solo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún
puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven que, después de
serenarse, dijo con tristeza:
—Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias
y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
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Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y se volvió a oír la cascada voz de las viejas que
hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el
triste y monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a reanudarse de este modo:
—Y antes que concluya el día de Todos los Santos en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes,
sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? —dijo él, clavando una mirada en la de su
prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico:
—¿Por qué no? —exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho, como para buscar alguna cosa
entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro, y después, con una infantil
expresión de sentimiento, añadió:
—¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que no sé qué emblema de su color me
dijiste que era la divisa de tu alma?
—Sí.
—¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
—¡Se ha perdido! ¿Y dónde? —preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una
indescriptible expresión de temor y esperanza.
—No sé... En el monte acaso.
—¡En el Monte de las Ánimas! —murmuró, palideciendo y dejándose caer sobre el sitial. ¡En el
Monte de las Ánimas! —luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda—: Tú lo sabes, porque lo
habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo
aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión,
imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario de mi raza. La alfombra
que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus
costumbres, y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá
que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso
como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche..., ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las
campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán
ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!,
cuya sola vista puede helar de terror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o
arrebatarlo en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa
adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando
hubo concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y
crujía la leña, arrojando chispas de mil colores.
—¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan
oscura, noche de Difuntos y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de
comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte se puso en pie, se pasó la mano por la
frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme
exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar, entreteniéndose en
revolver el fuego:
—Adiós, Beatriz, adiós. Hasta pronto.
—¡Alonso, Alonso! —dijo esta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer
detenerlo, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una
radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó oído a aquel rumor que se
debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios
del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
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III
Había pasado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar, cuando Beatriz se retiró a su
oratorio. Alonso no volvía, no volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
—¡Habrá tenido miedo! —exclamó la joven, cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su
lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra
en el día de Difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con
un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de las campanas,
lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre;
pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
—Será el viento —dijo—, y poniéndose la mano sobre su corazón procuró tranquilizarse.
Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de alerce del oratorio habían crujido
sobre sus goznes con chirrido agudo, prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban
sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y aquellas con un lamento largo y crispador.
Después, un silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos
ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de
ropas que arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas, que casi se siente,
estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se
nota, no obstante, en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil
ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas
las direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad de las sombras
impenetrables.
—¡Bah! —exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho.
¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír
una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos, intentó dormir...: pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto
volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de
brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el
rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir
una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a
la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría, escondió la
cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y
monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de
Soria, unas cerca, y otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin,
despuntó la aurora. Vuelta de su temor entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de
una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas
de seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores
pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez
mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul
que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que
por la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la
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encontraron inmóvil; asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados
los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta, ¡muerta de horror!
IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin
poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió
cosas terribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los
nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito
horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa y
pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba
vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
LOS OJOS VERDES
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha
presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado
a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo
los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las
gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano.
De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que
pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.
I
—Herido va el ciervo..., herido va... no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del
monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por
donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio,
patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta
echar los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige
hacia la fuente de los Álamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría
desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres,
caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar,
señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las
fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco,
perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
—¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! —gritó Iñigo entonces—. Estaba de Dios que había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la
voz de los cazadores.
En aquel momento, se unía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito
de Almenar.
—¿Qué haces? —exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus
facciones, ya ardía la cólera en sus ojos—. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la
primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo
del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
—Señor —murmuró Iñigo entre dientes—, es imposible pasar de este punto.
—¡Imposible! ¿Y por qué?
—Porque esa trocha —prosiguió el montero— conduce a la fuente de los Álamos: la fuente de los
Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su
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atrevimiento. Ya la res, habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra
cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un
tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.
—¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos
de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de
mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí; las
piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo...
¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y
sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de
mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la
maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y
consternados.
El montero exclamó al fin:
—Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerlo.
Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su
ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.
II
—Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre
tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la res herida, diríase que una
mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría,
ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Solo con esas cavilaciones que os persiguen, todas
las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se
esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en valde busco en la
bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de
ébano con un cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que solo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la
pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una
sola de sus palabras:
—Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas
persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre,
dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?
—¡Una mujer! —exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
—Sí —dijo el joven—, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese
secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a
revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, solo
para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.
El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al escaño de su señor,
del que no apartaba un punto los espantados ojos... Este, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:
—Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos, y,
atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma
del deseo de soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose
gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna.
Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un
instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las
abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con
los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren,
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unas veces, con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor
indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando
me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, Para
estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.
Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y
embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de
las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que
reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.
Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para
perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en
sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar
en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una de esas flores que
flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada
que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de
encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas
veces como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que
llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus
cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban
inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo
tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos...
—¡Verdes! —exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en su
asiento.
Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con
una mezcla de ansiedad y de alegría:
—¿La conoces?
—¡Oh, no! —dijo el montero—. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar
hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus
aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la
fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber
encenagado sus ondas.
—¡Por lo que más amo! —murmuró el joven con una triste sonrisa.
—Sí —prosiguió el anciano—; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el
Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.
—¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos
de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una
mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se
resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:
—¡Cúmplase la voluntad del Cielo!
III
—¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo
el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el
misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré
tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa
gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago,
comenzaba a envolver las rocas de su margen.
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Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya
superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa
amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus
hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el
cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras;
pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al
morir entre los juncos.
—¡No me respondes! —exclamó Fernando al ver burlada su esperanza—. ¿Querrás que dé crédito a lo
que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo
amarte, si eres una mujer...
—O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse
con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó
en un arrebato de amor:
—Si lo fueses..., te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá
de esta vida, si hay algo más de ella.
—Fernando —dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música—, yo te amo más aún
que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las
que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en
el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo
con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor,
como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi
caso extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído
como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca.
La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
—¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en
su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré una felicidad sin
nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven; la
niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus
voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven.
La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se
arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que
corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven, ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de
Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba
suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso...
Fernando dio un paso hacia ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su
cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó
al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron
ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.
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MAESE PÉREZ EL ORGANISTA
(Leyenda sevillana)
En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la misa del Gallo oí
esta tradición a una demandadera del convento.
Como era natural, después de oírla aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir
a un prodigio.
Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos
motetes con que nos regaló su organista aquella noche.
Al salir de la misa no pude por menos que decirle a la demandadera con aire de burla:
—¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suene ahora tan mal?
—¡Toma! —me contestó la vieja—, ¡es que ese no es el suyo!
—¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
—Se cayó a pedazos de puro viejo hace una porción de años.
—¿Y el alma del organista?
—No ha vuelto a aparecer desde que colocaron él que ahora lo sustituye.
Si a alguno de mis lectores se le ocurriese hacerme la misma pregunta después de leer esta historia, ya
sabe por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.
I
—¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el
oro de los galeones de Indias; aquel que baja en este momento de su litera para dar la mano a esa otra
señora que, después de dejar la suya, se adelanta hacía aquí, precedida de cuatro pajes con hachas?
Pues ese es el marqués de Moscoso, galán de la duquesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de
poner los ojos sobre esta dama había pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el
padre de la doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calla!, en hablando del ruin
de Roma, cátale que aquí se asoma. ¿Veis aquel que viene por debajo del Arco de San Felipe, a pie,
embozado con una capa oscura y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al
retablo.
¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, en la encomienda que brilla en su pecho? A no
ser por ese noble distintivo, cualquiera lo creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues ése es el
padre en cuestión. Mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y lo saluda. Toda Sevilla lo conoce por
su colosal fortuna. El solo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor
el rey don Felipe, y con sus galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran
Turco...
Mirad, mirad ese grupo de señores graves; esos son los caballeros veinticuatro. ¡Hola, hola! También
está aquí el flamencote, a quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la Cruz Verde
merced a su influjo con los magnates de Madrid... Ese no viene a la iglesia más que a oír música... No,
pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños, bien se puede asegurar que no
tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pedro Botero... ¡Ay, vecina! Malo...,
malo... Presumo que vamos a tener jarana. Yo me refugio en la iglesia. Pues, por lo que veo, aquí van a
andar más de sobra los cintarazos que los paternóster. Mirad, mirad: las gentes del duque de Alcalá
doblan la esquina de la plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he
columbrado a las del de Medina Sidonia. ¿No os lo dije?
Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... Los grupos se disuelven... Los
ministrales, a quienes en estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran... Hasta el señor
asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... Y luego dicen que hay justicia... Para los pobres.
Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista!
Ya comienzan los golpes... ¡Vecina, vecina! Aquí..., antes que cierren las puertas. Pero, ¡calle! ¿Qué es
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eso? Aún no han comenzado cuando lo dejan... ¿Qué resplandor es aquel?... ¡Hachas encendidas!
¡Literas! Es el señor arzobispo.
La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi
ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¿Con cuánta usura me paga las candelillas
que le enciendo los sábados!... Vedlo qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo...
Dios le conserve en su silla tantos siglos como deseo de vida para mí. Si no fuera por él media Sevilla
hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se
acercan ambos a la litera del prelado para besarle el anillo... Cómo lo siguen y lo acompañan
confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de
media hora se encuentran en una calle oscura... Es decir, ¡ellos, ellos!... Líbreme Dios de creerlos
cobardes. Buena muestra han dado de sí peleando en algunas ocasiones contra los enemigos de
Nuestro Señor... Pero es la verdad que si buscaran... Y si se buscaran con ganas de encontrarse, se
encontrarían, poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas, en las cuales los que verdaderamente
baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.
Pero, vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes que se ponga de bote en bote..., que algunas noches
como esta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas
con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De las otras
comunidades puede decirse que le han hecho a maese Pérez proposiciones magníficas. Verdad que
nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarlo a la
catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a
maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón pobre, sí, pero limosnero,
cual no otro... Sin más pariente que su hija, ni más amigos que su órgano, pasa su vida entera en velar
por la inocencia de la una y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues
nada; él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como que lo conoce
de tal modo, que a tientas... Porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre es ciego de nacimiento... ¿Y
con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver, responde:
Mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas. ¿Esperanzas de ver? Sí, y muy pronto —
añade, sonriendo como un ángel—. Ya cuento setenta y seis años. Por muy larga que sea mi vida,
pronto veré a Dios:
¡Pobrecito! Y si lo verá..., porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el
mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de
solfa al mismo maestro de capilla de la Primada. Como que echó los dientes en el oficio... Su padre
tenía la misma profesión que él. Yo no lo conocí, pero mi señora madre que santa gloria haya, dice que
lo llevaba siempre al órgano consigo para darle a los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales
disposiciones que, como era natural, a la muerte de su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene,
Dios se las bendiga! Merecía que se las llevaran a la calle de Chicharreros y se las engarzasen en oro...
Siempre toca bien, siempre; pero en semejante noche como esta es un prodigio... El tiene una gran
devoción por esta ceremonia de la misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma, al punto y hora
de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo..., las voces de su órgano son voces
de ángeles...
En fin, ¿para qué tengo que ponderarle lo que esta noche oirá? Baste ver cómo todo lo más florido de
Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharlo. Y no se crea
que solo la gente sabida, y a la que se le alcanza esto de la solfa, conoce su mérito; sino que hasta el
populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas, entonando villancicos con gritos
desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de
alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano...; y
cuando alzan no se siente una mosca...: de todos los ojos caen lagrimones tamaños, al concluir se oye
como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida
mientras dura la música... Pero vamos, vamos; ya han dejado de tocar las campanas, y va a comenzar
la misa. Vamos adentro... Para todo el mundo es esta noche Nochebuena, mas para nadie mejor que
para nosotros.
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Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina atravesó el atrio del convento
de Santa Inés y, codazo con este, empujón en aquel, se internó en el templo perdiéndose entre la
muchedumbre que se agolpaba en la puerta.
II
La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los
altares para llenar sus ámbitos chispeaba en los ricos joyeles de las damas, que arrodillándose sobre los
cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de sus dueñas,
vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio.
Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con
estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los
tapices; la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los
caballeros veinticuatro, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro
destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe. Esta, que se agitaba en el
fondo de las naves con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una
exclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar
aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor, bajo un solio de grana que
rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.
Era hora de que comenzase la misa. Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el
celebrante apareciese. La multitud comenzaba a rebullirse demostrando su impaciencia; los caballeros
cambiaban entre sí algunas palabras a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus
familiares a inquirir por qué no comenzaba la ceremonia.
—Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo y será imposible que asista esta noche a la misa de
medianoche.
Esta fue la respuesta del familiar.
La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en
todo el mundo sería imposible. Baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo, que el
asistente se puso en pie y los alguaciles entraron a imponer silencio confundiéndose entre las apiadas
olas de la multitud.
En aquel momento, un hombre mal trazado, seco, huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó hasta el
sitio que ocupaba el prelado.
—Maese Pérez está enfermo —dijo—. La ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el
órgano en su ausencia, que si maese Pérez es el primer organista del mundo, ni a su muerte dejará de
usarse este instrumento por falta de inteligente.
El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles, que conocían a
aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaba a
prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.
—¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...
A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba, en efecto, en la iglesia, conducido en un sillón, que todos
se disputaban el honor de llevar en sus hombros.
Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle en el lecho.
—No —había dicho—. Esta es la última, lo conozco. Lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi
órgano, esta noche sobre todo, la Nochebuena. Vamos, lo quiero, lo mando. Vamos a la iglesia.
Sus deseos se habían cumplido. Los concurrentes lo subieron en brazos a la tribuna y comenzó la misa.
En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral. Pasó el Introito, y el Evangelio, y el
Ofertorio; llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la
extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza a elevarla. Una nube de incienso que se
desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia. Las campanas repicaron con un sonido
vibrante y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.
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Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió
poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano
y en un torrente de atronadora armonía. Era la voz de los ángeles que, atravesando los espacios,
llegaba al mundo.
Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines.
Mil himnos a la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, solo era el
acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de acordes
misteriosos, como un jirón de niebla sobre las olas del mar.
Luego fueron perdiéndose unos cuantos; después, otros. La combinación se simplificaba. Ya no eran
más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota
brillante como un hilo de luz. El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana, y como a
través de una gasa azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia a los ojos de los fieles. En
aquel instante, la nota que maese Pérez sostenía tremante se abrió y una explosión de armonía gigante
estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido y cuyos vidrios de colores se
estremecían en sus angostos ajimeces.
De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde se desarrolló un tema, y unos cerca,
otros lejos, estos brillantes, aquellos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas,
los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban, cada cual en su idioma, un himno al
nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los ojos había una lágrima; en todos los
espíritus, un profundo recogimiento. El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquel
que levantaba en ellas, Aquel a quien saludaban hombres y arcángeles, era su Dios, y le parecía haber
visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia.
El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde
de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna, un grito
desgarrador, agudo, un grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.
La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso,
volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.
—¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? —se decían unos a otros, y nadie sabía responder, y todos se
empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando
turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.
—¿Qué ha sido eso? —preguntaron las damas al asistente, que; precedido de los ministriles, fue uno
de los primeros en subir a la tribuna y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al
puesto donde lo esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.
—¿Qué hay?
—Que maese Pérez acaba de morir.
En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna,
vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba
sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, lo lloraba en vano entre suspiros y sollozos.
III
—Buenas noches, mi señora doña Baltasara. ¿También usarced viene esta noche a la misa del Gallo?
Por mi parte, tenía hecha intención de ir a oírla a la parroquia pero, lo que sucede... ¿Dónde va
Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad, desde que murió maese Pérez parece
que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecillo! ¡Era un santo!... Yo
de mi sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece... Pues en Dios y en
ni ánima que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos lo verían en los
altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos no hay amigos... Ahora lo que priva es la
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novedad..., ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe usted nada de lo que pasa? Verdad que nosotras
nos parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo
que se dice o deja de decir... Solo que yo, así..., al vuelo..., una palabra de acá, otra de acullá... sin
ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades.
Pues, sí, señor. Parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo que siempre está
echando pestes de los otros organistas, perdulariote; que más parece jifero de la Puerta de la Carne que
maestro de solfa, va a tocar esta Nochebuena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto
lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni
aun su hija, que es profesora, después de la muerte de su padre entró en un convento de novicia. Y era
natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por
más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que en
honor del difunto, y como muestra de respeto a su memoria, permaneciera callado el órgano en esta
noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre diciendo que él se atreve a tocarlo... No hay nada más
atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta
profanación. Pero así va el mundo... Y digo... No es cosa la gente que acude... Cualquiera diría que
nada ha cambiado de un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en
la puerta, la misma animación en el atrio, la multitud en el templo... ¡Ay, si levantara la cabeza el
muerto! Se volvía a morir por no oír su órgano tocado por manos semejantes.
Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho, las gentes del barrio le preparan una buena al
intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va a comenzar una algarabía de
sonajas, panderos y zambombas que no hay más que oír... Pero, calle, ya entra en la iglesia el héroe de
la función. ¡Jesús!, ¡qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje! Vamos,
vamos, que hace ya rato que llegó el arzobispo y va a comenzar la misa... Vamos, que me parece que
esta noche va a darnos que contar para muchos días.
Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad,
penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, un camino entre la multitud a fuerza de
empellones y codazos.
Ya se había dado principio a la ceremonia. El templo estaba tan brillante como el año anterior. El
nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a besar
el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba, unos tras otros, los registros del órgano
con una gravedad tan afectada como ridícula. Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la
iglesia se oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y
no tardaría mucho en dejarse sentir.
—Es un truhán que, por no hacer nada bien, ni aun mira a la derecha —decían los unos.
—Es un ignorantón que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca;
viene a probar el de maese Pérez —decían los otros.
Y mientras este se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero, y aquel
percibía sus sonajas, y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, solo alguno que otro se
aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pedantesco hacía tan
notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez.
Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y
murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron,
asemejando su repique una lluvia de notas de cristal. Se elevaron las diáfanas ondas de incienso y sonó
el órgano. Una estruendosa algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su
primer acorde.
Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes
voces a la vez; pero la confusión y el estrepito sólo duraron algunos segundos. Todos a la vez, como
habían comenzado, enmudecieron de pronto. El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se
sostenía aún, brotando de los tubos de metal del órgano como una cascada de armonía inagotable y
sonora.
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Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis, cantos que percibe el
espíritu y no los puede repetir el labio, notas sueltas de una melodía lejana que suena a intervalos,
traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo
semejante al de la lluvia, trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una
saeta despedida de las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad;
coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo que solo la imaginación comprende,
himnos alados que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos...,
todo lo expresaban las cien voces del órgano con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más
fantástico color que lo habían expresado nunca.
...
Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y tanto su
afán por verlo y admirarlo, que el asistente, temiendo, no sin razón, que lo ahogaran entre todos,
mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al
altar mayor, donde el prelado lo esperaba.
—Ya veis —le dijo este último cuando lo trajeron a su presencia—. Vengo desde mi palacio aquí solo
por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje tocando la
Nochebuena en la misa de la catedral?
—El año que viene —respondió el organista— prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra
no volvería a tocar este órgano.
—¿Y por qué? —interrumpió el prelado.
—Porque... —añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su
rostro—, porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.
El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron
desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron,
dispersándose los fieles en distintas direcciones, y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas
de la entrada del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres que después de persignarse y murmurar
una oración ante el retablo del Arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón
de las Dueñas.
—¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? —decía la una—. Yo soy de este genial. Cada loco
con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no
puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que
era su parroquia, y de donde tuvo que echarlo el señor cura por malo; y era cosa de taparse los oídos
con algodones... Y luego, si no hay más que mirarlo al rostro, que, según dicen, es el espejo del alma...
Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez cuando,
en semejante noche como ésta, bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus
primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... No
que éste, que ha bajado las escaleras a trompicones, como si le ladrase un perro en la meseta, Y con un
olor de difunto y unas... Vamos, mi señora doña Baltasara, créame usarced, y créame con todas veras:
yo sospecho que aquí hay busilis...
Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.
Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.
IV
Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de Maese Pérez
hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz
herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio, silencioso y
desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un rincón de
las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente a que comenzara la misa
del Gallo.
—Ya lo veis —decía la superiora—: vuestro temor es sobre manera pueril; nadie hay en el templo;
toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano, tocadlo sin desconfianza de
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ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros.
¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
—Tengo... miedo —exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.
—¿Miedo? ¿De qué?
—No sé..., de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en
que tocase el órgano en la misa, y, ufana con esta distinción, pensé arreglar unos registros y templarlo,
a fin de que os sorprendiese... Vine al coro... sola..., abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el
reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora..., no sé cuál..., pero las campanas eran
tristísimas y muchas..., muchas..., estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada
en el umbral, y aquel tiempo me pareció un siglo.
La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella perdida en el
cielo de la noche, una luz moribunda...: la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos
debilísimos, que solo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi..., lo
vi, madre, no lo dudéis; vi a un hombre que, en silencio, y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo
estaba, recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra sus registros..., y el
órgano sonaba, pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo
ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco y reproducía el
tono sordo, casi imperceptible, pero justo.
Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas.
Yo oía hasta su respiración.
El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis
sienes fuego... Entonces quise gritar, quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y
me había mirado...; digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!
—¡Bah! Hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones
débiles... Rezad un paternóster y un avemaría al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales,
para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de
San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano; la
misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles... Vuestro padre está en el cielo, y desde
allí, antes que daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonia solemne, para el objeto de tan
especial devoción.
La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió con
mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la misa.
Comenzó la misa y prosiguió sin que ocurriera nada notable hasta que llegó la consagración. En aquel
momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano, un grito de la hija de maese Pérez. La
superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.
—¡Miradlo! ¡Miradlo! —decía la joven, fijando sus desencajados ojos en el banquillo; de donde se
había levantado, asombrada, para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y, no obstante, el órgano seguía
sonando...; sonando como solo los arcángeles podrían imitarlo... en sus raptos de místico alborozo.
...
—¿No os dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara; no os lo dije yo? ¡Aquí hay busilis! Oídlo.
¡Qué! ¿no estuvisteis anoche en la misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla
no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho, con razón, una furia... Haber dejado de asistir
a Santa Inés, no haber podido presenciar el portento..., ¿y para qué?... Para oír una cencerrada, porque
personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral no
fue otra cosa... Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira...; aquí hay busilis, y el
busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.
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EL RAYO DE LUNA
(Leyenda soriana)
Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir
es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos
en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda,
que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerlos un rato.
I
Era noble; había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra
no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante, ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino
en que leía la última carta de un trovador.
Los que quisieran encontrarlo no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los
palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se
entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su maza contra una piedra.
—¿Dónde está Manrique? ¿Dónde está vuestro señor? —preguntaba algunas veces su madre.
—No sabemos —respondían sus servidores—; acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña;
sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de
los muertos; o en el puente, mirando correr una tras otra las olas del río por debajo de sus arcos; o
acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube
con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas.
En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no
tener sombra por que su sombra no lo siguiese a todas partes.
Amaba la soledad porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo
fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, porque
Manrique era poeta, ¡tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus
pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos!
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían
como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de
chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel, junto a la alta
chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago
vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o
cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio, intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas imaginaba percibir
formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras inteligibles que no
podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a
esta porque era rubia, a aquella porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar,
como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que
flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas, que temblaban a lo lejos como los
cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio exclamaba:
—Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean
mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres
tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas! Y yo no podré verlas, y yo no podré
amarlas... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?
II
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23
Sobre el Duero, que pasa lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un
puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían
a lo largo de la opuesta margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas
fortalezas; pero aún quedaban en pie restos de los anchos torreones de sus muros; aún se veían, como
en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las
prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido,
agitando las altas hierbas.
En los huertos y en los jardines cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los
religiosos, la vegetación, abandonada de sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la
mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla.
Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; y las sombrías
calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los
cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en los trozos de fábrica,
próxima a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las
campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos,
pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una
luna blanca y serena en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde
contempló un momento la negra silueta de la ciudad que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes
blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.
La medianoche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo
más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la
margen del Duero, Manrique exhaló un grito, un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de
temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca que flotó un momento y
desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero
y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles
penetraba en los jardines.
—¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio... ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco —
exclamó Manrique—; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.
III
Llegó al punto en que había visto perderse, entre la espesura de las ramas, a la mujer misteriosa. Había
desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los
árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.
—¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! —dijo, y se precipitó en su
busca, separando con las manos las redes de piedra que se extendían como un tapiz de unos en otros
álamos. Llegó, rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas, hasta una especie de rellano que
iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! ¡Ah!... Por aquí, por aquí va —exclamó entonces—. Oigo sus
pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje, que arrastra por el suelo y roza en los arbustos —
y corría, y corría como un loco, de aquí para allá, y no la veía—. Pero siguen sonando sus pisadas —
murmuró otra vez—; creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento, que suspira entre las
ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay
duda: va por ahí, ha hablado..., ha hablado... ¿En qué idioma? No sé; pero es una lengua extranjera...
Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla: ya notando que
las ramas por entre las cuales había desaparecido se movían, ya imaginando distinguir en la arena la
huella de sus breves pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial, que aspiraba a
intervalos, era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él complaciéndose en huirlo
por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!
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Vagó algunas horas de un lado a otro, fuera de sí, parándose para escuchar, ya deslizándose con las
mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordeaban la margen del río, llegó al fin al
pie de las rocas sobre las que se eleva la ermita de San Saturio.
—Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso
laberinto —exclamó, trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubren la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero, que se
retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo
encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al
cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia. La luz de la luna rielaba chispeando en la estela
que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que
había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se
descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma
podía embarazarlo para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una
exhalación hacía el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando
Manrique llegó, jadeante y cubierto de sudor, a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la
parte de San Saturio entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba
hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.
IV
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio,
no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente
esta idea, penetró en la población y, dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus
calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba
en ellas, silencio que solo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al
cerrarse, ora el relincho de corcel que piafando hacía sonar la cadena que lo sujetaba al pesebre en las
subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de
alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto; otras, voces confusas
de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas
horas corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra; oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus
ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que
pudiéramos llamar palacio se veía un rayo de luz templada y suave, que, pasando a través de unas
ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y agrietado paredón de la casa de
enfrente.
—No cabe duda; aquí vive mi desconocida —murmuró el joven en voz baja y sin apartar un punto sus
ojos de la ventana gótica—; aquí vive... Ella entró por el postigo de San Saturio... Por el postigo de
San Saturio se viene a este barrio... En este barrio hay una casa donde, pasada la medianoche, aún hay
gente en vela... ¿En vela? ¿Quién, sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a
esas horas?... No hay más; esta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó
el alba frente a la ventana gótica; de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un
momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daban entrada al caserón, y sobre cuya clave se
veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido
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prolongado y agudo. Un escudero apareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano,
restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un
cocodrilo.
Verlo Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.
—¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene
esposo? Responde, animal —esta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al
pobre escudero, el cual, después de mirarlo un buen espacio de tiempo con los ojos espantados y
estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
—En esta casa vive el muy honrado señor don Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro
señor el rey, que, herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus
fatigas.
—Pero, ¿y su hija? —interrumpió el joven, impaciente—. ¿Y su hija, o su hermana, o su esposa, o lo
que sea?
—No tiene ninguna mujer consigo.
—¡No tiene ninguna!... Pues, ¿quién duerme allí, en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder
una luz?
—¿Allí? Allí duerme mi señor don Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su
lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron
estas palabras.
V
—Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de
conocerla... ¿En qué? Eso es lo que no podré decir...; pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una
sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me
bastarán para conseguirlo.
Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y
blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el
confuso rumor de sus ininteligibles palabras. ¿Qué dijo?... ¿Qué dijo?... ¡Ah!, si yo pudiera saber lo
que dijo, acaso...; pero aun sin saberlo, la encontraré...; la encontraré; me lo da el corazón, y mi
corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que
he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas
de oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja,
arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata,
una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de
sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa...; yo la he de encontrar, y la gloria
de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan
tanto los ojos de ese color...; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí..., no hay duda: azules
deben de ser, azules son seguramente, y sus cabellos, negros, muy negros y largos para que floten...
Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros...; no me engaño, no, eran
negros.
¡Y qué bien hacen unos ojos azules muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y
oscura, a una mujer alta...; porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de
nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus
doseles de granito!
¡Su voz!... Su voz la he oído...; su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y
su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música. Y esa mujer, que es hermosa
como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta de lo que
yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de
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mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la
amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa
como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por
entre las ruinas en el silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de don Antonio de Valdecuellos desengañó al
iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la
realidad desvanecía con un soplo; dos meses durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer
desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas
imaginaciones, cuando, después de atravesar, absorto en estas ideas, el puente que conduce a los
Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.
VI
La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el
viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de
sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había
penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de
sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.
Corre, corre en su busca; llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los
espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus
miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera
convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos; pero había brillado a sus pies
un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los
árboles cuando el viento movía las ramas.
...
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial, junto a la alta chimenea gótica de su
castillo, inmóvil casi, y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención
ni a las caricias de su madre ni a los consuelos de sus servidores.
—Tú eres joven, tú eres hermoso —le decía aquélla—. ¿Por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué
no buscas una mujer a quien ames, y amándote pueda hacerte feliz?
—¡El amor!... El amor es un rayo de luna —murmuraba el joven.
—¿Por qué no despertáis de ese letargo? —le decía uno de sus escuderos—. Os vestís de hierro de pies
a cabeza; mandáis desplegar al aire vuestro pendón de rico hombre, y marchamos a la guerra. En la
guerra se encuentra la gloria.
—¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
—¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto Mosén Arnaldo, el trovador
provenzal?
—¡No! ¡No! —exclamó el joven, incorporándose colérico en su sitial—. No quiero nada...; es decir, sí
quiero: quiero que me dejéis solo... Cantigas..., mujeres..., glorias..., felicidad..., mentiras todo,
fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y
corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura
que lo que había hecho era recuperar el juicio.
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LA ROSA DE LA PASIÓN
(Leyenda religiosa)
Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy
buena y muy bonita.
Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las hojas y los pistilos que iba
arrancando, uno a uno, de la flor que da nombre a esta leyenda.
Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería
como a mí me conmovió, la historia de la infeliz Sara.
Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa piadosa tradición se me acuerda en este instante.
I
En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre
la alta torre morisca de una antigua parroquia mozárabe y los sombríos y blasonados muros de una
casa solariega, tenía hace muchos años su habitación raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño,
un judío llamado Daniel Leví.
Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador e
hipócrita.
Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, se le veía, no obstante, todo el día
acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos
viejos o guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes de Zocodover, las
revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.
Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto a un
caballero principal o un canónigo de la primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento
bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales
parroquianos sin agobiarlo a fuerza de humildes salutaciones, acompañadas de aduladoras sonrisas.
La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en todo Toledo, y su mansedumbre, a prueba
de las jugarretas más pesadas y las burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocían límites.
Inútilmente los muchachos, para desesperarlo, tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos y
hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirlo, llamándole con los nombres más
injuriosos, o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el umbral de su puerta, como
si viesen al mismo Lucifer en persona.
Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos
se dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho, y aunque de
sus ojos pequeños, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas, brotaba una chispa de mal reprimida
cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil
baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna, de que se componía su tráfico.
Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se abría un
ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas
franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos iguales,
subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de
savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.
En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez, único abierto
en el musgoso y agrietado paredón de la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.
Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío y veían por casualidad a Sara
tras las celosías de su ajimez morisco y a Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en alta
voz, admirados de las perfecciones de la hebrea:
—¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado tan hermoso vástago!
Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un sombrío
cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila como una
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estrella en el cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos parecían recortados hábilmente
de un paño de púrpura por las invisibles manos de un hada. Su tez era blanca, pálida y transparente
como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas dieciséis años, y ya se veía grabada en
su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias precoces, y ya hinchaban su seno y se escapaban de su
boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo.
Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa hermosura, la habían solicitado
para esposa; pero la hebrea, insensible a los homenajes de sus adoradores y a los consejos de su padre,
que instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el mundo, se mantenía encerrada
en un profundo silencio, sin dar más razón de su extraña conducta que el capricho de permanecer libre.
Al fin, un día, cansado de sufrir los desdenes de Sara y sospechando que su eterna tristeza era indicio
cierto de que su corazón abrigaba algún secreto importante, uno de sus adoradores se acercó a Daniel y
dijo:
—¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?
El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su continuo martilleo, y sin mostrar la
menor emoción, preguntó a su interpelante:
—¿Y qué dicen de ella?
—Dicen —prosiguió su interlocutor—, dicen... ¡Qué sé yo! Muchas cosas... Entre ellas, que tu hija
está enamorada de un cristiano.
Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras
hacían en Daniel.
Daniel levantó de nuevo sus ojos, lo miró un rato fijamente, sin decir palabra, y, bajando otra vez la
vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:
—¿Y quién dice que eso no es una calumnia?
—Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto
sanedrín de nuestros rabinos —insistió el joven hebreo, admirado de que sus sospechas primero, y
después sus afirmaciones, no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.
Este, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el que después de dejar a un lado
el martillo se ocupaba en bruñir el broche de metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó
a hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuesen repitiendo sus labios las ideas que
cruzaban por su mente.
—¡Je, je, je! —decía, riéndose de una manera extraña y diabólica—. ¿Con que a mi Sara, al orgullo de
la tribu, al báculo en que se apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano? ¿Y vosotros
creéis que lo hay? ¡Je!, ¡je! —continuaba, siempre hablando para sí y siempre riéndose mientras la
lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo el metal con sus dientes de acero—. ¡Je! ¡Je! Pobre
Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan
hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¿Crees
tú, por ventura, que Daniel duerme? ¿Crees tú, por ventura, que si mi hija tiene un amante..., que bien
pudiera ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla, y la seduce, que todo es posible, y proyecta
huir con ella, que también es fácil, y huye mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano,
crees tú que Daniel se dejara arrebatar su tesoro?... ¿Crees tú que no sabrá vengarse?
—Pero —exclamó interrumpiéndole el joven—, ¿sabéis acaso...?
—Sé —dijo Daniel levantándose y dándole un golpecito en la espalda—, sé más que tú, que nada
sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos
para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!
Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su interlocutor hacia la calle, recogió sus trabajos muy
despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla.
El ruido que produjo esta al encajarse rechinando sobres sus premiosos goznes impidió al que se
alejaba oír el rumor de las celosías sobre el ajimez, que en aquel punto cayeron de golpe, como si la
judía acabara de retirarse de su alféizar.
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II
Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas en su
magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño o referían al amor de la lumbre consejas parecidas
a las del Cristo de la Luz, que, robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió
el crimen, o la historia del Santo Niño de la Guardia, en quien los implacables enemigos de nuestra fe
renovaron la cruel Pasión de Jesús.
Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los
guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del Alcázar, ya por los gemidos del
viento, que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles,
cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que
parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo, y sobre las que se asienta la ciudad, vio
aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de
los muros conducen al río, a una persona a quien, al parecer, aguardaba con impaciencia.
—¡Ella es! —murmuró entre dientes el barquero—. ¡No parece sino que esta noche anda revuelta toda
esa endiablada raza de judíos !... ¿Dónde diantres se tendrán dada cita con Satanás, que todos acuden a
mi barca, teniendo tan cerca el puente?... No, no irán a nada bueno cuando así evitan toparse de manos
a boca con los hombres de armas de San Cervantes, pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a
ganar, y a su alma su palma, que yo en nada entro ni salgo.
Esto diciendo, el buen hombre, sentándose en su barca, aparejó los remos, y cuando Sara, que no era
otra la persona a quien al parecer había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó
la amarra que lo sujetaba y comenzó a bogar en dirección a la orilla opuesta.
—¿Cuántos han pasado esta noche? —preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado de los
molinos y como refiriéndose a algo de que ya habían tratado anteriormente.
—Ni los he podido contar —respondió el interpelado: ¡un enjambre! Parece que esta noche será la
última que se reúnen.
—¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas horas?
—Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe de llegar esta noche. Yo no sé para qué lo
aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.
Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un profundo silencio y
como tratando de ordenar sus ideas. «No hay duda —pensaba entre sí—; mi padre ha sorprendido
nuestro amor y prepara, alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa dónde van, qué hacen, qué
intentan. Un momento de vacilación podría perderlo».
Cuando Sara se puso un instante en pie, y como para alejar las horribles dudas que la preocupaban se
pasó la mano por la frente, que la angustia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la orilla
opuesta.
—Buen hombre —exclamó la hermosa hebrea, arrojando algunas monedas a su conductor y señalando
un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas, ¿es ese el camino que
siguen?
—Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro, desaparecen por la izquierda. Después, el diablo y
ellos sabrán adónde se dirigen —respondió el barquero.
Sara se alejó en la dirección que este le había indicado. Durante algunos minutos se la vio aparecer y
desaparecer alternativamente entre aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas a pico después, y
cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se dibujó un instante
sobre el fondo azul del cielo, y, por último, desapareció entre las sombras de la noche.
IV
Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y como a dos
tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían aún en
aquella época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior a la conquista de los árabes.
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En el atrio, que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo, crecían zarzales y hierbas
parásitas, entre las que yacían, medio ocultas, ya el destrozado capitel de una columna, ya un sillar
groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles o grotescas o informes figuras
humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros laterales y algunos arcos rotos ya y cubiertos de
hiedra.
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al punto que le había señalado su
conductor, vaciló algunos instantes, indecisa acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se
dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía; Daniel, que no era ya el viejo
débil y humilde, sino que, antes bien, respirando cólera de sus pequeños y redondos ojos, parecía
animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud como él, ávida de saciar su sed de odio
en uno de los enemigos de su religión, estaba allí y parecía multiplicarse dando órdenes a los unos,
animando en el trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud los aprestos
necesarios para la consumación de la espantosa obra que había estado meditando días y días, mientras
golpeaba impasible el yunque de su covacha de Toledo.
Sara, que en favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que hacer un
esfuerzo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior con la mirada.
Al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba las sombras de aquel círculo infernal en los muros
del templo, había creído ver que algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz,
mientras otros tejían una corona con las ramas de los zarzales o afilaban sobre una piedra las puntas de
enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó por su mente: recordó que a los de su raza los
habían acusado más de una vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del
Niño Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia inventada por el vulgo
para apostrofar y zaherir a los hebreos.
Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de
martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban a la víctima.
Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe inquebrantable en
el verdadero Dios que su amante le había revelado, no pudo contenerse a la vista de aquel espectáculo
y, rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, se presentó de imprevisto en el umbral del templo.
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa, y Daniel, dando un paso hacia su hija, en
ademán amenazante, le preguntó con voz ronca:
—¿Qué buscas aquí, desdichada?
—Vengo a arrojar sobre vuestras frentes —dijo Sara con voz firme y resuelta— todo el baldón de
vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es
que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre, porque el cristiano a quien aguardáis no vendrá porque
yo lo he prevenido de vuestras asechanzas.
—¿Sara! —exclamó el judío, rugiendo de cólera—. Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos
hecho traición, hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos, y si es verdad que los has revelado,
tú no eres mi hija...
—No; ya no lo soy; he encontrado otro Padre, un Padre todo amor para los suyos, un Padre a quien
vosotros clavasteis en una afrentosa cruz y que murió en ella por redimiros, abriéndonos para una
eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo de mi
origen.
Al oír estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que solo pone el cielo en boca de los
mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea y derribándola en tierra y asiéndola
por los cabellos, la arrastró, como poseído de un espíritu infernal, hasta el pie de la cruz, que parecía
abrir sus descarnados brazos para recibirla, exclamando al dirigirse a los que los rodeaban:
—Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su religión y a sus
hermanos.
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IV
Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral asordaban los aires tocando a gloria, y los
honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar ballestazos a los Judas de paja, ni más ni menos que
como todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenducho,
como tenía por costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó a saludar a los que pasaban,
sin dejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de hierro; pero las celosías del morisco
ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa hebrea recostada en su alféizar de
azulejos de colores.
...
Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en
la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador del mundo, flor extraña y
misteriosa, que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia.
LA VENTA DE LOS GATOS
(Leyenda sevillana)
- I -
En Sevilla, y en mitad del camino que se dirige al convento de San Jerónimo desde la puerta de la
Macarena, hay, entre otros ventorrillos célebres, uno que, por el lugar en que está colocado y las
circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya no lo es, el más neto y
característico de todos los ventorrillos andaluces.
Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas rojizas las unas,
verdinegras las otras, entre las cuales crecen un sinfín de jaramagos y matas de reseda. Un cobertizo de
madera baña en sombras el dintel de la puerta, a cuyos lados hay dos poyos de ladrillos y argamasa.
Empotradas en el muro que rompen varios ventanillos abiertos a capricho para dar luz al interior, y de
los cuales unos son más bajos y otros más altos, éste en forma cuadrangular, aquél imitando un ajimez
o una claraboya, se ven, de trecho en trecho, algunas estacas y anillas de hierro que sirven para atar las
caballerías. Una parra añosísima que retuerce sus negruzcos troncos por entre la armazón de maderas
que la sostiene, vistiéndose de pámpanos y hojas verdes y anchas, cubre como un dosel el estrado, el
cual lo componen tres bancos de pino, media docena de sillas de enea desvencijadas y hasta seis o siete
mesas cojas y hechas de tablas mal unidas. Por uno de los costados de la casa sube una madreselva
agarrándose a las grietas de las paredes hasta llegar al tejado, de cuyo alero penden algunas guías que
se mecen con el aire, semejando flotantes pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de
cañizo, señalando los límites de un pequeño jardín, que parece una canastilla de juncos rebosando
flores. Las copas de dos corpulentos árboles que se levantan a espaldas del ventorrillo forman el fondo
obscuro sobre el cual se destacan sus blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las
huertas llenos de pitas y zarzamoras, los retamares que crecen a la orilla del agua, y el Guadalquivir,
que se aleja arrastrando con lentitud su torcida corriente por entre aquellas agrestes márgenes hasta
llegar al pie del antiguo convento de San Jerónimo, el cual asoma por encima de los espesos olivares
que lo rodean y dibuja por obscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul transparente.
Imaginaos este paisaje animado por una multitud de figuras, de hombres, mujeres, chiquillos y
animales formando grupos a cuál más pintoresco y característico: aquí, el ventero, rechoncho y
colorarote, sentado al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un
cigarrillo y con el papel en la boca; allí, un regatón de la Macarena, que canta entornando los ojos y
acompañándose con una guitarrilla mientras otros le llevan el compás con las palmas o golpeando las
mesas con los vasos; más allá, una turba de muchachas, con su pañuelo de espumilla de mil colores y
toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y hablan a voces en
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tanto que impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles, y los mozos del ventorrillo que
van y vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas, y las bandas de gentes del pueblo que
hormiguean en el camino; dos borrachos que disputan con un majo que requiebra al pasar a una buena
moza; un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral; un perro que ladra a los
chiquillos que le hostigan con palos y piedras; el aceite que hierve y salta en la sartén donde fríen el
pescado; el chasquear de los látigos de los caleseros que llegan levantando una nube de polvo; ruido de
cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras, y golpes en las mesas, y
palmadas, y estallidos de jarros que se rompen, y mil y mil rumores extraños y discordes que forman
una alegre algarabía imposible de describir. Figuraos todo esto en una tarde templada y serena, en la
tarde de uno de los días más hermosos de Andalucía, donde tan hermosos son siempre, y tendréis una
idea del espectáculo que se ofreció a mis ojos la primera vez que, guiado por su farsa, fui a visitar
aquel célebre ventorrillo.
De esto ya hace muchos años: diez o doce lo menos. Yo estaba allí como fuera de mi centro natural:
comenzando por mi traje y acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi persona
disonaba en aquel cuadro de franca y bulliciosa alegría. Pareciome que las gentes, al pasar, volvían la
cara a mirarme con el desagrado que se mira a un importuno.
No queriendo llamar la atención ni que mi presenciase hiciese objeto de burlas más o menos
embozadas, me senté a un lado de la puerta del ventorrillo, pedí algo de beber, que no bebí, y cuando
todos se olvidaron de mi extraña aparición saqué un papel de la cartera de dibujo que llevaba conmigo,
afilé un lápiz y comencé a buscar con la vista un tipo característico para copiarlo y conservarlo como
un recuerdo de aquella escena y de aquel día.
Desde luego, mis ojos se fijaron en una de las muchachas que formaban alegre corro alrededor del
columpio. Era alta, delgada, levemente morena, con unos ojos adormidos, grandes y negros y un pelo
más negro que los ojos. Mientras yo hacía el dibujo un grupo de hombres, entre los cuales había uno
que rasgueaba la guitarra con mucho aire, entonaban a coro cantares alusivos a las prendas personales,
los secretillos de amor, las inclinaciones o las historias de celos y desdenes de las muchachas que se
entretenían alrededor del columpio, cantares a los que a su vez respondían éstas con otros no menos
graciosos, picantes y ligeros.
La muchacha morena, esbelta y decidora que había escogido por modelo llevaba la voz entre las
mujeres y componía las coplas y las decía, acompañada del ruido de las palmas y las risas de sus
compañeras, mientras el tocador parecía ser el jefe de los mozos y el que entre todos ellos despuntaba
por su gracia y sus desenfadado ingenio.
Por mi parte, no necesité mucho tiempo para conocer que entre ambos existía algún sentimiento de
afección que se revelaba en sus cantares, llenos de alusiones transparentes y frases enamoradas.
Cuando terminé mi obra comenzaba a hacerse de noche. Y en la torre de la catedral se habían
encendido los dos faroles del retablo de las campanas y sus luces parecías los ojos de fuego de aquel
gigante de argamasa y ladrillo que domina toda la ciudad. Los grupos se iban disolviendo poco a poco
y perdiéndose a lo largo del camino entre la bruma del crepúsculo, plateada por la luna, que empezaba
a dibujarse sobre el fondo violado y obscuro del cielo. Las muchachas se alejaban juntas y cantando, y
sus voces argentinas se debilitaban gradualmente hasta confundirse con los otros rumores indistintos y
lejanos que temblaban en el aire. Todo acababa a la vez: el día, el bullicio, la animación y la fiesta, y
de todo no quedaba sino un eco en el oído y en el alma, como una vibración suavísima, como un dulce
sopor parecido al que se experimenta al despertar de un sueño agradable.
Luego que hubieron desaparecido las últimas personas doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera, llamé
con una palmada al mozo, pagué el pequeño gasto que había hecho y ya me disponía a alejarme
cuando sentí que me detenían suavemente por el brazo. Era el muchacho de la guitarra que ya noté
antes y que mientras dibujaba me miraba mucho y con cierto aire de curiosidad. Yo no había reparado
que, después de concluida la broma, se acercó disimuladamente hasta el sitio en que me encontraba
con el objeto de ver qué hacía yo mirando con tanta insistencia a la mujer por quien él parecía
interesarse.
-Señorito -me dijo con un acento que él procuró suavizar todo lo posible-, voy a pedirle a usted un
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favor.
-¡Un favor! -exclamé yo, sin comprender cuáles podrían ser sus pretensiones-. Diga usted; que si está
en mi mano es cosa hecha.
-¿Me quiere usted dar esa pintura que ha hecho?
Al oír sus últimas palabras no pude menos de quedarme un rato perplejo; extrañaba, por una parte, la
petición, que no dejaba de ser bastante rara, y por otra, el tono, que no podía decirse a punto fijo si era
de amenaza o de súplica. El hubo de comprender mi duda y se apresuró en el momento a añadir:
-Se lo pido a usted por la salud de su madre, por la mujer que más quiera en este mundo, si quiere a
alguna; pídame usted en cambio todo lo que yo pueda hacer en mi pobreza.
No supe qué contestar para eludir el compromiso. Casi, casi, hubiera preferido que viniese en son de
quimera, a trueque de conservar el bosquejo de aquella mujer que tanto me había impresionado; pero
sea por sorpresa del momento, sea que yo a nada sé decir que no, ello es que abrí mi cartera, saqué el
papel y se lo alargué sin decir una palabra.
Referir las frases de agradecimiento del muchacho, sus exclamaciones al mirar nuevamente el dibujo a
la luz del reverbero de la venta, el cuidado con que lo dobló para guardárselo en la faja, los
ofrecimientos que me hizo y las alabanzas hiperbólicas con que ponderó la suerte de haber encontrado
lo que él llamaba un señorito templao y neto sería tarea dificilísima, por no decir imposible. Sólo diré
que como entre unas y otras se había hecho completamente de noche, que quise que no, se empeñó en
acompañarme hasta la puerta de la Macarena, y tanto dio en ello que por fin me determiné a que
emprendiésemos el camino juntos. El camino es bien corto, pero mientras duró encontró forma de
contarme de pe a pa toda la historia de sus amores.
La venta donde se había celebrado la función era de su padre, quien le tenía prometido, para cuando se
casase, una huerta que lindaba con la casa y que también le pertenecía. En cuanto a la muchacha objeto
de su cariño, que me describió con los más vivos colores y las frases más pintorescas, me dijo que se
llamaba Amparo, que se había criado en su casa desde muy pequeñita y se ignoraba quiénes fuesen sus
padres. Todo esto y cien otros detalles de más escaso interés me refirió durante el camino. Cuando
llegamos a las puertas de la ciudad me dio un fuerte apretón de manos, tornó a ofrecérseme y se
marchó entonando un cantar cuyos ecos se dilataban a lo lejos en el silencio de la noche. Yo permanecí
un rato viéndolo ir. Su felicidad parecía contagiosa, y me sentí alegre, con una alegría extraña y sin
nombre, con una alegría, por decirlo así, de reflejo.
El siguió cantando a más no poder; uno de sus cantares decía así:
Compañerillo del alma
mira qué bonita era:
se parecía a la Virgen
de Consolación de Utrera.
Cuando su voz comenzaba a perderse oí en las ráfagas de la brisa otra delgada y vibrante que sonaba
más lejos aún. Era ella, que lo aguardaba impaciente.
Pocos días después abandoné a Sevilla, y pasaron muchos años sin que volviese a ella y olvidé muchas
cosas que allí me habían sucedido; pero el recuerdo de tanta y tan ignorada y tranquila felicidad no se
me borró nunca de la memoria.
- II -
Como he dicho, transcurrieron muchos años después que abandoné a Sevilla, sin que olvidase del todo
aquella tarde, cuyo recuerdo pasaba algunas veces por mi imaginación como una brisa bienhechora
que refresca el ardor de la frente.
Cuando el azar me condujo de nuevo a la gran ciudad que con tanta razón es llamada reina de
Andalucía una de las cosas que más llamaron mi atención fue el notable cambio verificado durante mi
ausencia. Edificios, manzanas de casas y barrios enteros habían surgido al contacto mágico de la
industria y el capital: por todas partes fábricas, jardines, posesiones de recreo, frondosas alamedas;
pero, por desgracia, muchas venerables antiguallas habían desaparecido.
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Visité nuevamente muchos soberbios edificios, llenos de recuerdos históricos y artísticos; torné a vagar
y a perderme entre las mil y mil revueltas del curioso barrio de Santa Cruz; extrañé en el curso de mis
paseos muchas cosas nuevas que se han levantado no sé cómo; eché de menos muchas cosas viejas que
han desaparecido no sé por qué y, por último, me dirigí a la orilla del río. La orilla del río ha sido
siempre en Sevilla, el lugar predilecto de mis excursiones.
Después que hube admirado el magnífico panorama que ofrece en el punto por donde une sus opuestas
márgenes el puente de hierro; después que hube recorrido con la mirada absorta los mil detalles,
palacios y blancos caseríos; después que pasé revista a los innumerables buques surtos en sus aguas,
que desplegaban al aire los ligeros gallardetes de mil colores, y oí el confuso hervidero del muelle,
donde todo respira actividad y movimiento, remontando con la imaginación la corriente del río, me
trasladé hasta San Jerónimo.
Me acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado y luminoso en que la rica vegetación de Andalucía
despliega sin aliño sus galas naturales. Como si hubiera ido en un bote corriente arriba, vi desfilar otra
vez, con ayuda de la memoria, por un lado la Cartuja con sus arboledas y sus altas y delgadas torres;
por otro, el barrio de los Humeros, los antiguos murallones de la ciudad, mitad árabes, mitad romanos;
las huertas con sus vallados cubiertos de zarzas y las norias que sombrean algunos árboles aislados y
corpulentos, y, por último, San Jerónimo... Al llegar aquí con la imaginación se me representaron con
más viveza que nunca los recuerdos que aun conservaba de la famosa venta, y me figuré que asistía de
nuevo a aquellas fiestas populares y oía cantar a las muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los
corrillos de gentes del pueblo vagar por los prados, merendar unos, disputar los otros, reír éstos, bailar
aquéllos, y todos agitarse, rebosando juventud, animación y alegría. Allí estaba ella, rodeada de sus
hijos, lejos ya del grupo de las mozuelas, que reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho
de su felicidad, mirando con ternura, reunidas a su alrededor y felices, a todas las personas que más
amaba en el mundo: su mujer, sus hijos, su padre, que estaba entonces como hacía diez años, sentado a
la puerta de su venta, liando impasible su cigarro de papel, sin más variación que tener blanca como la
nieve la cabeza, que antes era gris.
Un amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que estuve abstraído con
esas ideas durante algunos minutos me sacudió al fin del brazo; preguntándome:
-¿En qué piensas?
-Pensaba -le contesté- en la Venta de los Gatos, y revolvía aquí, dentro de la imaginación, todos los
agradables recuerdos que guardo de una tarde que estuve en San Jerónimo... En este instante concluía
una historia que dejé empezada allí y la concluía tan a mi gusto que creo no puede tener otro final que
el que yo le he hecho. Y a propósito de la Venta de los Gatos -proseguí, dirigiéndome a mi amigo-,
¿cuándo nos vamos allí una tarde a merendar y a tener un rato de jarana?
-¡Un rato de jarana! -exclamó mi interlocutor, con una expresión de asombro que yo no acertaba a
explicarme entonces-; ¡un rato de jarana! Pues digo que el sitio es aparente para el caso.
-¿Y por qué no? -le repliqué admirándome a mi vez de sus admiraciones.
-La razón es muy sencilla -me dijo, por último-: porque a cien pasos de la venta han hecho el nuevo
cementerio.
Entonces fui yo el que lo miré con ojos asombrados y permanecí algunos instantes en silencio antes de
añadir una sola palabra.
Volvimos a la ciudad y pasó aquel día y pasaron algunos otros más sin que yo pudiese desechar del
todo la impresión que me había causado una noticia tan inesperada. Por más vueltas que le daba, mi
historia de la muchacha morena no tenía ya fin, pues el inventado no podía concebirla, antojándoseme
inverosímil un cuadro de felicidad y alegría con un cementerio por fondo.
Una tarde, resuelto a salir de dudas, pretexté una ligera indisposición para no acompañar a mi amigo
en nuestros acostumbrados paseos y emprendí solo el camino de la venta. Cuando dejé a mis espaldas
la Macarena y su pintoresco arrabal y comencé a cruzar por un estrecho sendero aquel laberinto de
huertas ya me parecía advertir algo extraño en cuanto me rodeaba.
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Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la disposición de mi ánimo me inclinaba a
las ideas melancólicas, lo cierto es que sentí frío y tristeza y noté un silencio que me recordaba la
completa soledad como el sueño recuerda la muerte.
Anduve un rato sin detenerme, acabé por cruzar las huertas para abreviar la distancia y entré en el
camino de San Lázaro, desde donde ya se divisa en lontananza el convento de San Jerónimo.
Tal vez será una ilusión; pero a mí me parece que por el camino que pasan los muertos hasta los
árboles y las hierbas toman al cabo un color diferente. Por lo menos allí se me antojó que faltaban
tonos calurosos y armónicos, frescura en la arboleda, ambiente en el espacio y luz en el terreno. El
paisaje era monótono, las figuras negras y aisladas.
Por aquí un carro que marchaba pausadamente, cubierto de luto, sin levantar polvo, sin chasquidos de
látigo, sin algazara, sin movimiento casi; más allá un hombre de mala catadura con un azadón en el
hombro, o un sacerdote con su hábito talar y oscuro, o un grupo de ancianos mal vestidos o de aspecto
repugnante, con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja y los ojos
fijos en la tierra. Yo me creía transportado no sé adónde, pues todo lo que veía me recordaba un
paisaje cuyos contornos eran los mismos de siempre, pero cuyos colores se habían borrado, por decirlo
así, no quedando de ellos sino una media tinta dudosa. La impresión que experimentaba sólo puede
compararse a la que sentimos en esos sueños en que, por un fenómeno inexplicable, las cosas son y no
son a la vez, y los sitios en que creemos hallarnos se transforman, en parte, de una manera
estrambótica e imposible.
Por último, llegué al ventorrillo; lo recordé más por el rótulo, que aun conservaba escrito con grandes
letras en una de sus paredes, que por nada; pues en cuanto al caserío, se me figuró que hasta había
cambiado de forma y proporciones. Desde luego puedo asegurar que estaba mucho más ruinoso,
abandonado y triste. La sombra del cementerio, que se alzaba en el fondo, parecía extenderse hacia él,
envolviéndolo en una oscura proyección como en un sudario. El ventero estaba solo, completamente
solo. Conocí que era el mismo de hacía diez años; y lo conocí por no sé qué, pues en este tiempo había
envejecido hasta el punto de aparentar un viejo decrépito y moribundo, mientras que cuando lo vi no
representaba apenas cincuenta años, y rebosaba salud, satisfacción y vida.
Senteme en una de las desiertas mesas; pedí algo de beber, que me sirvió el ventero, y de una en otra
palabra suelta, vinimos al cabo a entrar en una conversación tirada acerca de la historia de amores,
cuyo último capítulo ignoraba todavía, a pesar de haber intentado adivinarlo varias veces.
-Todo -me dijo el pobre viejo-, todo parece que se ha conjurado contra nosotros desde la época que
usted me recuerda. Ya lo sabe usted: Amparo era la niña de nuestros ojos, se había criado aquí desde
que nació, casi era la alegría de la casa; nunca pudo echar de menos el suyo, porque yo la quería como
un padre; mi hijo se acostumbró también a quererla desde niño, primero como un hermano, después
con un cariño más grande todavía. Ya estaba en vísperas de casarse; yo les había ofrecido lo mejor de
mi poca hacienda, pues con el producto de mi tráfico me parecía tener más que suficiente para vivir
con desahogo, cuando no sé qué diablo malo tuvo envidia de nuestra felicidad y la deshizo en un
momento. Primero comenzó a susurrarse que iban a colocar un cementerio por esta parte de San
Jerónimo: unos decían que más acá, otros que más allá; y mientras todos estábamos inquietos y
temerosos, temblando de que se realizase este proyecto, una desgracia mayor y más cierta cayó sobre
nosotros.
Un día llegaron aquí en un carruaje dos señores. Me hicieron mil y mil preguntas acerca de Amparo, a
la cual saqué yo cuando pequeña de la casa de expósitos; me pidieron los envoltorios con que la
abandonaron y que yo conservaba, resultando al fin que Amparo era hija de un señor muy rico, el cual
trabajó con la justicia para arrancárnosla, y trabajó tanto, que logró conseguirlo. No quiero recordar
siquiera el día que se la llevaron. Ella lloraba como una Magdalena; mi hijo quería hacer una locura;
yo estaba como atontado, sin comprender lo que me sucedía... ¡Se fue! Es decir, no se fue, porque nos
quería mucho para irse; pero se la llevaron, y una maldición cayó sobre esta casa. Mi hijo, después de
un arrebato de desesperación espantosa, cayó como en un letargo; yo no sé decir qué me pasó; creí que
se me había acabado el mundo.
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Mientras esto sucedía, comenzose a levantar el cementerio; la gente huyó de estos contornos, se
acabaron las fiestas, los cantares y la música, y se acabó toda la alegría de estos campos, como se había
acabado toda la de nuestras almas.
Y Amparo no era más feliz que nosotros: criada aquí al aire libre, entre el bullicio y la animación de la
venta, educada para ser dichosa en la pobreza, la sacaron de esta vida y se secó como se secan las
flores arrancadas de un huerto para llevarlas a un estrado. Mi hijo hizo esfuerzos increíbles por verla
otra vez, para hablarle un momento. Todo fue inútil; su familia no quería. Al cabo la vio, pero la vio
muerta. Por aquí paso el entierro. Yo no sabía nada, y no sé por qué me eché a llorar cuando vi el
ataúd. El corazón, que es muy leal, me decía a voces
-Esa es joven como Amparo; como ella, sería también hermosa; ¿quién sabe si será la misma? Y era;
mi hijo siguió el entierro, entró en el patio, y al abrirse la caja, dio un grito, cayó sin sentido en tierra, y
así me lo trajeron. Después se volvió loco, y loco está.
Cuando el pobre viejo llegaba a este punto de su narración, entraron en la venta dos enterradores, de
siniestra figura y aspecto repugnante. Acabada su tarea, venían a echar un trago «a la salud de los
muertos», como dijo uno de ellos, acompañando el chiste con una estúpida sonrisa. El ventero se
enjugó una lágrima con el dorso de la mano, y fue a servirles.
La noche comenzaba a cerrar, oscura y tristísima. El cielo estaba negro, y el campo lo mismo. De los
árboles pendía aún, medio podrida, la soga del columpio agitada por el aire; me pareció la cuerda de
una horca, oscilando todavía después de haber descolgado a un reo. Sólo llegaban a mis oídos algunos
rumores confusos: el ladrido lejano de los perros de las huertas, el chirrido de una noria, largo,
quejumbroso y agudo como un lamento; las palabras sueltas y horribles de los sepultureros, que
concertaban en voz baja un robo sacrílego... No sé; en mi memoria no ha quedado, lo mismo de esta
escena fantástica de desolación, que de la otra escena de alegría, más que un recuerdo confuso,
imposible de reproducir. Lo que me parece escuchar tal como lo escuché entonces es este cantar que
entonó una voz plañidera, turbando de repente el silencio de aquellos lugares
En el carro de los muertos
ha pasado por aquí;
llevaba una mano fuera,
por ella la conocí.
Era el pobre muchacho, que estaba encerrado en una de las habitaciones de la venta, donde pasaba los
días contemplando inmóvil el retrato de su amante sin pronunciar una palabra, sin comer apenas, sin
llorar, sin que se abriesen sus labios más que para cantar esa copla tan sencilla y tan tierna, que
encierra un poema de dolor que yo aprendí a descifrar entonces.
FIN