LOS COWBOYS - "El pequeño Nicolás" de René Goscinny
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Los cow-boys
Invité a mis compañeros a venir esta tarde a casa para jugar a los cow-boys. Llegaron con todas sus cosas. Rufo se había puesto el traje de agente de policía que le había regalado su papá, con el kepis, las esposas, el revólver, la porra blanca y el silbato; Eudes llevaba un viejo sombrero de boy-scout de su hermano y un cinturón con montones de cartuchos de madera y dos fundas, en las que había unos revólveres terribles con las culatas hechas de la misma clase de hueso que la polvera que papá le compró a mamá después de que discutieron por culpa del asado que estaba demasiado hecho, pero mamá decía que era porque papá había llegado tarde. Alcestes iba de indio, tenía un hacha de madera y plumas en la cabeza, parecía un enorme pollo; Godofredo, a quien le encantaba disfrazarse y que tiene un padre muy rico que le da todo lo que quiere, estaba vestido completamente de cowboy, con pantalones de borrego, un chaleco de cuero, una camisa de cuadros, un gran sombrero, revólveres de pistones y espuelas con unas puntas terribles. Yo tenía una máscara negra que me habían regalado en Carnaval, mi fusil de flechas y un pañuelo rojo alrededor del cuello, que es un viejo pañuelo de mi mamá. ¡Molábamos en cantidad!
Estábamos en el jardín y mamá nos había dicho que nos llamaría para merendar.
—Bueno —dije yo—, vamos a ver: yo soy el bueno y tengo un caballo blanco, y vosotros sois los bandidos, pero al final gano yo.
Los otros no estaban de acuerdo, lo cual es un rollo; cuando uno juega solo no se divierte, y cuando no se está solo, los demás arman un montón de discusiones.
—¿Por qué no voy a ser yo el bueno? —dijo Eudes—, y, además, ¿por qué no voy a tener un caballo blanco también yo?
—Con una cabeza como la tuya no puedes ser el bueno —dijo Alcestes.
—¡Tú, indio, cállate o te pego una patada en la rabadilla! —dijo Eudes, que es muy fuerte y al que le gusta mucho dar puñetazos en la nariz de los compañeros, y lo de la rabadilla me extrañó; pero es cierto que Alcestes parecía un gran pollo.
—En todo caso, yo —dijo Rufo— seré el sheriff.
—¿El sheriff! —dijo Godofredo—. ¿Dónde has visto tú un sheriff con kepis? ¡No me hagas reír! Eso no le gustó nada a Rufo, cuyo padre es agente de policía.
—Mí papá —dijo— lleva kepis y no hace reír a nadie...
—¡Haría reír a todo el mundo si se vistiera así en Tejas! —dijo Godofredo. Y Rufo le pegó una bofetada, y entonces Godofredo sacó un revólver de la funda y le dijo:
—¡Lo lamentarás, Joe!
Y Rufo le dio otra bofetada y Godofredo se cayó sentado al suelo, haciendo ¡pan! con su revólver; entonces Rufo se agarró el vientre con las manos, hizo un montón de muecas, y cayó, diciendo:
—¡Me has matado, coyote! ¡Pero me vengarán!
Yo galopaba por el jardín y me daba palmadas en el pantalón para avanzar más rápido y Eudes se me acercó.
—¡Baja de ese caballo! —dijo—. ¡El caballo blanco sólo lo tengo yo!
—¡No, señor! —le dije—. Aquí estoy en mi casa y soy yo quien tiene un caballo blanco.
Y Eudes me dio un puñetazo en la nariz. Rufo soltó un gran silbido con su silbato.
—¡Eres un ladrón de caballos! —le dijo a Eudes—. Y en Kansas City a los ladrones de caballos los colgamos...
Entonces Alcestes llegó corriendo y dijo:
—¡Poco a poco! ¡No puedes colgarlo, el sheriff soy yo!
—¿Desde cuándo, patoso? —preguntó Rufo.
Alcestes, al que no le gustan las peleas, cogió su hacha de madera y con el mango, ¡toc!, le dio un golpe en la cabeza a Rufo, que no se lo esperaba. Afortunadamente estaba el kepis en la cabeza de Rufo.
—¡Mi kepis! ¡Me has roto mi kepis! —gritó Rufo, y echó a correr detrás de Alcestes, mientras yo galopaba de nuevo alrededor del jardín.
—¡Eh, chicos! —dijo Eudes—. ¡Estaos quietos! He tenido una idea. Nosotros seremos los buenos, y Alcestes, la tribu de indios, y él trata de capturarnos y después coge un prisionero, pero llegamos y liberamos al prisionero y después Alcestes es vencido.
Todos estábamos a favor de esta idea, que era realmente formidable, pero Alcestes no estaba de acuerdo.
—¿Por qué voy a hacer el indio? —dijo Alcestes.
—¡Porque tienes plumas en la cabeza, idiota! —respondió Godofredo—. Y, además, si no te gusta, no juegues; la verdad es que al final ya nos estás fastidiando.
—Muy bien. Ya que os ponéis así, no juego más —dijo Alcestes, y se fue a un rincón a enfurruñarse y a comerse unas galletas de chocolate que llevaba en el bolsillo.
—Tiene que jugar —dijo Eudes—, es el único indio que tenemos y, además, si no juega, lo desplumo.
Alcestes dijo que bueno, que sí que quería, pero a condición de ser al final un indio bueno.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Godofredo—; pero, de todas formas, ¡cómo te gusta llevar la contraria!
—¿Y quién será el prisionero? —pregunté yo. —Bueno, será Godofredo —dijo Eudes—; vamos a atarlo al árbol con la cuerda de tender la ropa.
—¡Eso no está bien! —dijo Godofredo—. ¿Por qué yo? No quiero ser el prisionero; ¡soy el mejor vestido de todos!
—¡A qué viene eso! —dijo Eudes—. ¡Yo no me niego a jugar aunque tengo un caballo blanco!
—¡Quien tiene el caballo blanco soy yo! —dije.
Eudes se enfadó, dijo que el caballo blanco era de él y que si no me gustaba me daría otro puñetazo en la nariz.
—¡Prueba! —le dije, y lo consiguió.
—¡No te muevas, Oklahoma Kid! —gritaba Godofredo, y disparaba sin parar sus revólveres.
Rufo silbaba a todo silbar y decía:
—Síiii, soy el sheriff, síiii, y os detengo a todos.
Y Alcestes le dio un hachazo en el kepis, diciendo que lo hacía prisionero, y Rufo se enfadó porque su silbato había caído en la hierba; yo lloraba y le decía a Eudes que estaba en mi casa y que no quería volver a verlo; todos gritaban, era estupendo; nos lo pasábamos fenómeno, terrible.
Y después papá salió de casa. No tenía una pinta muy satisfecha.
—¡Eh, chicos! ¿Qué es todo este barullo? ¿Es que no sabéis divertiros tranquilamente?
—La culpa es de Godofredo, señor; no quiere ser el prisionero —dijo Eudes.
—¿Quieres que te pegue una torta? — preguntó Godofredo, y empezaron a pegarse, pero papá los separó.
—Vamos, niños, voy a enseñaros cómo hay que jugar —dijo—. ¡Yo seré el prisionero! ¡Estábamos realmente encantados! ¡Es estupendo mi papá! Atamos a papá al árbol con la cuerda de la ropa y en cuanto acabamos vimos al señor Blédurt saltar el seto del jardín.
El señor Blédurt es nuestro vecino y le encanta tomarle el pelo a papá.
—Yo también quiero jugar, ¡seré el piel roja! ¡Toro de Pie!
—¡Sal de aquí, Blédurt, nadie te ha llamado!
El señor Blédurt era formidable; se puso delante de papá con los brazos cruzados y dijo:
—¡Que el rostro pálido contenga su lengua!
Papá hacía esfuerzos graciosísimos para soltarse del árbol y el señor Blédurt se puso a bailar alrededor del árbol lanzando gritos. Nos habría gustado quedarnos para ver a papá y al señor Blédurt divertirse y hacer el payaso; pero no pudimos, porque mamá nos llamó a merendar, y después fuimos a mi cuarto a jugar con el tren eléctrico. Lo que yo no sabía es que a papá le gustase tanto jugar a los cow-boys. Cuando bajamos, por la noche, el señor Blédurt se había marchado hacía un buen rato, pero papá seguía atado al árbol, gritando y haciendo muecas.
¡Es formidable saber divertirse así, uno solo!