Cipriano, el vampiro vegetariano.                             Capítulo 5.

"Cipriano y el vampiro vegetariano" de César García Muñoz.
Novela juvenil "libre" que podéis conseguir en todas las plataformas de libros electrónicos. Así podréis seguir todas sus aventuras.

Capítulo 5

—¿Pero qué es esto? —rugió el conde Ciprianstain al ver lo que había debajo de la sábana—. ¿De quién son estos calcetines sucios?
     De Irene y Sofía no había ni rastro. Cipriano, el vampiro vegetariano, se quedó unos segundos callado, alucinando y sin saber qué había pasado. ¿Dónde estaban las dos hermanas?
—¡Eh! Los calcetines son míos, tío —dijo Cipriano.
—¿Tú usas calcetines con florecitas, ositos y corazones? ¡Menudo regalito de sobrino que tengo! Pero… ¡un momento! Estos calcetines huelen a niña humana.
—Esto… verás… Es que se los he quitado a unas niñas porque los necesito para uno de mis inventos. Quiero conseguir unos calcetines-bolsa que me permitan meter dentro cosas grandes, como un piano de cola o un frigorífico —dijo Cipriano—. Imagínate que fáciles serían las mudanzas.
—Entonces, ¿eran los calcetines los que olían a niña? —preguntó el Conde.
     Cipriano miró a su alrededor desconcertado. Lo último que sabía era que Irene y Sofía estaban debajo de aquella manta, pero cuando su tío la levantó no estaban allí. En su lugar había dos sacos de garbanzos de los que usaba para los cocidos y, encima de los sacos, dos pares de calcetines con florecitas, corazones y ositos dibujados.
—Sí. Se me olvidó decírtelo antes, el olor viene de esos calcetines —dijo Cipriano.
—¡Qué lástima! Me apetecía una buena comida. Bueno, voy a ver un rato la tele. Ponen el programa Callejeros Vampiros y no me lo quiero perder. ¡Hoy echan “Castillos y cementerios de los Cárpatos”!
     (Para los que no lo sepáis, los Cárpatos son una zona montañosa que hay en Rumanía, donde existen un montón de castillos antiguos, entre ellos, el del auténtico conde Drácula).
     Su tío se fue del laboratorio dando un portazo. No es que estuviera cabreado, sino que tenía mucha fuerza y no la controlaba demasiado bien. Cipriano suspiró aliviado. Pero ¿dónde estaban sus amigas? No podían haber desaparecido así como así.
     Un ruido a su derecha le dio la respuesta. Irene y Sofía salieron de detrás de unas cajas, con el pelo lleno de una sustancia amarilla y pringosa. Cipriano olfateó.
—Ughhh. Eso es… ¡Mermelada de queso de cabrales a las hierbas pochas!
—No había más remedio —explicó Sofía—. Tu tío tenía muy buen olfato y estaba a punto de pillarnos, así que nos echamos por encima lo más asqueroso que encontramos y nos escondimos detrás de las cajas. Dejamos los calcetines bajo la manta para que el olor le atrajese hasta allí.
—¡Buena idea! Aunque un poco… fétida —se rio Cipriano.
—¡Oye, que tu tío ha estado a punto de mordernos! —se quejó Irene.
—No ha sido para tanto, chicas. Además, si mi tío os hubiese encontrado, habría tenido que utilizar el bolígrafo del sueño.
—¿Y eso qué es?
—Es uno de mis inventos más útiles. Si escribes en un post-it el nombre de alguien que esté cerca, se queda dormido y olvida todo lo que ha pasado justo antes de dormirse. Lo malo es que al despertarse, la persona se levanta de muy mal humor, y aguantar a mi tío cabreado es un rollo.
     Además, esa mascarilla de queso os sentará fenomenal para el pelo. A lo mejor la patenta Llongueras —dijo el vampiro vegetariano.
     Las niñas se rieron con él, pero en voz baja. No era cuestión de que el conde Ciprianstain bajase de nuevo al laboratorio y se liase a mordiscos. Sofía miró el reloj y soltó un grito.
—¡Es muy tarde! Habíamos quedado en encontrarnos con nuestros padres en una hora.
—Es verdad. Tenemos que irnos ya —dijo Irene.
—¿Qué vas a hacer con lo del alcalde y la demolición de la torre? —preguntó Irene.
—Se lo voy a contar a mi tío, pero os aseguro que no nos vamos a quedar quietos. ¡No es justo! — dijo Cipriano.
—Nosotras y todo el pueblo os apoyaremos —dijo Sofía—. Bueno…, si no se enteran de que sois vampiros.
—Por cierto, ¿qué vais a hacer esta noche? —preguntó Cipriano.
—Pues cenar, ver un poco la televisión e irnos a dormir —contestó Sofía.
—¿Qué os parece si os hago una visita nocturna y nos divertimos un rato? Podemos ir a por el trébol orejudo de cinco hojas.
     Las dos niñas se miraron y chocaron las manos.
—¡Genial! —contestaron a la vez.
—Lavaos un poco antes de iros o vais a intoxicar a vuestros padres con ese olor a queso pocho. Por cierto, este calcetín tiene unos cuantos agujeros, si quieres te lo voy remendando —dijo Cipriano sacando el kit de costura supersónica, el mismo con el que había reparado la pelota de baloncesto en tiempo récord.
     Sofía e Irene pasaron el domingo esperando con ganas a que llegase la noche. No sabían exactamente qué iban a hacer, pero la idea de ayudar a un vampiro, y encima vegetariano, sonaba muy divertida. Estuvieron jugando con su hermana Elena, que les ganó varias partidas a la consola, y dieron un paseo por el barrio. Cenaron sopas de ajo y se fueron pronto a la piltra, porque al día siguiente tocaba ir al colegio temprano.
     Después de que sus padres les dieran las buenas noches, las niñas se quedaron con los ojos abiertos en la oscuridad, esperando a que llegase Cipriano. Pero el tiempo pasaba y no había ni rastro del vampiro. Cuando los ojos les pesaban más que una estatua de Obélix hecha de cemento armado, oyeron un ruido en la ventana.
     Cipriano estaba encaramado en el poyete de la ventana y golpeaba el cristal con los nudillos.
—¡Dejadme entrar chicas, que hace un poco de fresquete!
     Las niñas abrieron la ventana y el vampiro entró en su habitación, portando una bolsa grande de plástico.
—¡Cómo mola vuestro cuarto! —dijo Cipriano, mirándolo todo atentamente.
     El pobre vampiro no estaba acostumbrado a ver una habitación de una casa normal. La suya era húmeda y fría, y estaba toda llena de musgo y liquen, no tenía pósteres ni peluches.
—¿Y ese quién es? Se parece a mí, pero un poco más feo —dijo Cipriano, señalando un cartel de Justin Bieber.
—¡No seas creído, Cipriano! —dijo Irene, riendo.
—¿Qué es eso que llevas en la bolsa? —preguntó Sofía.
—Vuestras capas para volar —contestó Cipriano, sacando dos capas rojas muy chulas. Cada una llevaba bordada una pequeña letra S en amarillo.
—¡Son como las capas de Superman! —dijo Irene.
—¿Son mágicas? ¿De verdad pueden volar? —preguntó Irene.
—Bueno, en realidad las capas no son mágicas. Vuelan gracias a las pegatinas amarillas con forma de letra S. Tienen dentro un pequeño dispositivo trifásico, alimentado por un condensador de fluzo protónico. Tecnología punta alemana, vaya. Si coses una de estas S a cualquier cosa, unas zapatillas, unos pantalones, o incluso unos calzoncillos, y luego te los pones, podrás volar. Pero usar la capa mola más, es más del rollo vampiro ¿no? —explicó Cipriano—. Tomad, probáoslas.
—¡Nos quedan perfectas! —dijo Sofía, presumiendo de capa delante del espejo.
—Pues venga, que tenemos que irnos. El chalé de Urdangandrón está muy lejos de aquí y aunque las capas son muy rápidas tardaremos un poco en llegar —dijo Cipriano.
—¡Estamos listas! —contestaron las niñas, ansiosas por volar.
—Pues, tomad, guardaos esto muy bien en algún bolsillo. Es muy importante —dijo Cipriano, dándole a cada niña una canica de goma roja y muy pequeña.
—¿Para qué vale esta canica? ¿Es un chicle? —preguntó Sofía.
—No es un chicle. Es importantísima para que po…
     Antes de que Cipriano acabase de explicarles para qué valía la canija roja, se oyó un ruido en el pasillo. Era Manu, acercándose a la habitación. Las niñas se metieron en la cama a toda prisa y Cipriano se subió a la lámpara de un salto. Manu abrió la puerta y echó un vistazo al cuarto en penumbra. La capa de Cipriano colgaba desde lo alto, pero con la oscuridad, su padre no se dio cuenta. Al ver a las niñas en la cama, sonrió.
—Dormid bien, gordinflonas —dijo su padre en voz baja, para no despertarlas, y volvió a cerrar la puerta.
—¡Uff! casi nos pilla —dijo Irene.
—No os preocupéis. Tengo otro invento por si vuestro padre vuelve —dijo Cipriano, sacando dos globos hinchables de color rosa—. Tomad, soplad con fuerza.
     Las niñas comenzaron a soplar y soplar muy fuerte, y los globos se fueron haciendo enormes, tan grandes como ellas. Sofía e Irene hacían tanto deporte que tenían los pulmones como los de un elefante africano. A esas alturas, ya se habían guardado la canica roja y se habían olvidado por completo de ella, sin haberse enterado de para qué servía.
—Ya basta, que los vais a reventar —dijo Cipriano, después de unos cuantos soplidos más—. Bueno, ¿qué os parecen los globos?
     Sofía e Irene estaban alucinando. Los globos se habían hinchado hasta tener el tamaño de una niña de nueve años y de otra de ocho. De hecho eran exactamente iguales que ellas, la misma cara, los mismos ojos, incluso tenían su pelo.
—¡Qué guay! Son clavadas a nosotras —dijo Sofía.
—Es un invento muy útil. Los he llamado los muñecos Globo-Chavala —explicó Cipriano—. Cuando alguien sopla un Globo-Chavala, el globo crece hasta convertirse en una copia casi exacta de la persona que lo está hinchando.
—Genial. Vamos a meterlos en las camas, por si papá o mamá vuelven —dijo Irene.
     Cuando acabaron de colocar los muñecos en las camas los tres amigos se acercaron a la ventana del cuarto.
—Es hora de volar —dijo Cipriano, abriendo la ventana—. ¿Quién quiere empezar?
—Yo misma —dijo Sofía. La niña se encaramó al alfeizar y miró hacia abajo. Vivían en un quinto piso —se habían mudado
hacía poco, antes vivían en un primero—, pero las niñas no tenían vértigo y confiaban en Cipriano, el vampiro vegetariano.
—Es muy fácil, solo tienes que saltar y mover los brazos suavemente, como si fueses un pájaro — dijo Cipriano—. Para cambiar de dirección o subir y bajar, basta con que lo pienses. La pegatina en forma de S te leerá el pensamiento y obedecerá al instante.
     Sofía dio un saltito y… ¡comenzó a volar! Era genial y muy sencillo, como le había dicho el vampiro. Flotaba en el aire cómodamente, como una pluma, y veía todo el pueblo a sus pies. Era precioso, todo lleno de luces. ¡Increíble!
—Vamos, Irene, es tu turno.
     Irene se subió a la ventana y saltó con los brazos extendidos y una sonrisa en los labios. Pero, en vez de mantenerse flotando en el aire cual gorrioncillo, comenzó a caer a toda velocidad, como una piedra de diez toneladas. La sonrisa se le borró de la cara e Irene gritó mientras el suelo se acercaba cada vez más rápido.

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