"La historia del difunto míster Elvesham" de H. G. Wells
     "La historia del difunto míster Elvesham"

     Autor: H. G. Wells

     Escribo esta historia, no con la esperanza de que sea creída, sino para prepararle, en la medida de lo posible, una escapatoria a la próxima víctima. Tal vez ésta pueda beneficiarse de mi infortunio.
     Me llamo Edward George Eden. Nací en Trentham, en Staffordshire, pues mi padre era un empleado de los jardines de aquella ciudad. Perdí a mi madre cuando tenía tres años y a mi padre cuando tenía cinco; mi tío George Eden me adoptó entonces como hijo suyo. Era soltero, autodidacta y muy conocido en Birmingham como periodista emprendedor; él me educó generosamente y estimuló mi ambición de triunfar en el mundo y, a su muerte, que acaeció hace cuatro años, me dejó toda su fortuna, que ascendía a unas quinientas libras después de pagar todos los gastos pertinentes. Yo tenía entonces dieciocho años. En su testamento me aconsejaba que invirtiera el dinero en completar mi educación. Yo ya había elegido la carrera de medicina y, gracias a su generosidad y a mi buena estrella al serme concedida una beca, me convertí en estudiante de medicina en la Universidad de Londres. Cuando comienza mi relato, me alojaba en el 110 de la University Street, en una pequeña buhardilla, de mobiliario muy zarrapastroso y muy expuesta a las corrientes, que daba a la parte posterior del local de Schoolbred. En este cuartito vivía y dormía, pues deseaba aprovechar los recursos de que disponía hasta el último chelín.
     Llevaba yo un par de botas a arreglar a una zapatería de Tottenham Court Road cuando me encontré por primera vez con el viejecito de cara amarillenta con el que mi vida se ha enmarañado tan inextricablemente en este momento. El viejo estaba de pie, en la acera, contemplando el número de la puerta de mi casa en actitud vacilante, cuando yo la abrí. Sus ojos, unos ojos grises inexpresivos y enrojecidos en los bordes de los párpados, se posaron sobre mi cara, y su semblante adquirió inmediatamente una expresión de arrugada afabilidad.
—Aparece usted en el momento oportuno —dijo—; había olvidado el número de su casa. ¿Cómo está usted, señor Eden?
     Me quedé un poco sorprendido ante la familiaridad de su tono, puesto que yo jamás había visto a ese hombre. También estaba un poco irritado de que me hubiera pillado con las botas bajo el brazo. Él reparó en mi falta de cordialidad.
—Se estará usted preguntando quién diablos soy, ¿verdad? Un amigo, se lo aseguro. Lo he visto a usted antes, aunque usted no me haya visto a mí. ¿Puedo hablar con usted en alguna parte?
     Yo vacilé. El desaliño de mi buhardilla no era cosa que se pudiera enseñar a cualquier desconocido.
—Tal vez podríamos hablar mientras paseamos —dije yo—. Lamentablemente, esto me impide… —mi gesto explicó la frase antes de que pudiera terminarla.
—Como guste —dijo, y se volvió primero hacia un lado y luego hacia otro—. ¿En qué dirección quiere que paseemos—añadió, mientras yo deslizaba mis botas en el zaguán—. ¡Mire! —dijo bruscamente—, este asunto es un galimatías. Venga a almorzar conmigo, señor Eden. Yo soy viejo, muy viejo, y las explicaciones no se me dan bien, y con mi voz atiplada y el estrépito del tráfico…
     Y posó una mano enjuta y persuasiva que tembló un poco sobre mi brazo.
     Yo no era tan mayor como para que un viejo no pudiera invitarme a almorzar. Y sin embargo, su repentina invitación no terminaba de agradarme.
—Yo preferiría… —empecé a decir.
—Ande, no se haga de rogar —me interrumpió—; acepte mi invitación aunque no sea más que por el respeto que merecen mis canas.
     De modo que acabé por aceptar y me marché con él.
     Me llevó al Blativiski y tuve que andar despacio para acomodarme a su paso. Durante el almuerzo, que resultó ser el mejor de toda mi vida, él se resistió a contestar a mi principal pregunta y yo tomé nota de su aspecto. Tenía la cara afeitada, flaca y llena de arrugas, sus labios ajados medio ocultaban una dentadura postiza y su pelo cano era fino y bastante largo; era pequeño de estatura, aunque la verdad es que a mí me parecía pequeña mucha gente, y tenía los hombros redondeados y la espalda encorvada. Al mirarle, no pude dejar de observar que él también estaba tomando buena nota de mí, recorriéndome con la vista con una curiosa mirada de codicia, desde mis anchas espaldas hasta mis manos tostadas por el sol, volviendo otra vez hasta mi cara pecosa.
—Y ahora —dijo mientras encendíamos nuestros cigarrillos— debo hablarle del asunto que me traigo entre manos. Debo decirle, pues, que soy viejo, muy viejo… —se detuvo un instante—, y sucede que tengo dinero que pronto deberé dejar en herencia y no tengo ningún hijo a quien legárselo.
     Me acordé del truco de la confidencia y resolví permanecer alerta para conservar el resto de mis quinientas libras. Él prosiguió haciendo hincapié en su soledad y en los problemas con que se había enfrentado para hallar un destino adecuado para su dinero.
—He tomado en consideración un plan tras otro: beneficencia, instituciones de caridad, becas de estudio y biblioteca, y por fin he llegado a esta conclusión —dijo mirándome fijamente—: quiero encontrar a un joven ambicioso, de mente pura, que sea pobre, sano de cuerpo y alma, para, en breve, convertirlo en mi heredero y darle todo cuanto poseo —y repitió—: darle todo cuanto poseo, de modo que, repentinamente aliviado de todos los problemas y esfuerzos en los que su sensibilidad haya sido educada, se haga un hombre libre e influyente.
     Traté de mostrarme desinteresado. Con no disimulada hipocresía, dije:
—Y usted quiere mi ayuda, mis servicios profesionales quizá, para encontrar a esa persona.
     Él sonrió y me miró por encima de su cigarrillo, y yo me reí ante su tranquila reacción a mi modesta pretensión.
—¡Qué carrera podría hacer este hombre! —dijo—. Me llena de envidia pensar que otro puede gastar lo que yo he acumulado… Pero hay algunas condiciones, naturalmente, unas cargas que le impondré. Por ejemplo, deberá adoptar mi nombre. No se puede esperar todo a cambio de nada. Y además debo estar al corriente de todas las circunstancias de su vida, antes de poder aceptarlo. Debe ser intachable. Debo conocer sus antecedentes, cómo murieron sus padres y sus abuelos, y llevar a cabo la más estricta investigación sobre su moral privada.
     Esto alteró un tanto mi naciente y secreto júbilo.
—Y, ¿he de entender —dije— que yo…?
—Sí —dijo casi impetuosamente—. Usted. Usted.
     No contesté ni una sola palabra. Mi imaginación se encontraba en plena efervescencia, mi escepticismo innato resultaba inútil para reprimir el paroxismo que me embargaba. No había en mi cabeza ni un asomo de gratitud…, no sabía ni qué decir, ni cómo decirlo.
—Pero, ¿por qué yo precisamente? —logré decir por fin.
     Dijo que por casualidad había oído hablar de mí al profesor Haslar, quien me había descrito como un típico joven sano y honesto, y él deseaba, en la medida de lo posible, dejarle su dinero a alguien cuya salud e integridad estuvieran garantizadas. Ése fue mi primer encuentro con el viejecito. Se mostró misterioso con respecto a sí mismo, no quiso desvelarme todavía su nombre y, después de contestarle algunas de sus preguntas, me dejó en el vestíbulo del Blativiski. Reparé en que había sacado un puñado de monedas de oro del bolsillo cuando llegó el momento de pagar la cuenta. Su insistencia sobre mi salud física resultaba curiosa. De acuerdo con el trato que hicimos, aquel mismo día solicité una póliza de seguro de vida por una gran suma en la Royal Insurance Company, y durante la semana siguiente tuve que soportar los exhaustivos reconocimientos de los asesores médicos de aquella compañía. Ni siquiera eso le satisfizo e insistió que debía pasar un nuevo reconocimiento médico efectuado por el gran doctor Henderson.
     Hasta el viernes de la semana de Pentecostés no llegamos a un acuerdo. Me llamó para que bajara a última hora de la tarde, hacia las nueve, haciéndome abandonar el atracón que me estaba dando de ecuaciones de química para mi examen preliminar de Ciencias. Estaba en pie en el zaguán bajo la débil luz de una lámpara de gas y su rostro era una grotesca interacción de sombras. Me pareció más encorvado que el primer día que lo había visto y tenía las mejillas un poco más hundidas.
     Su voz tembló de emoción.
—Todo ha resultado satisfactorio, señor Eden —dijo—. Todo ha resultado muy, pero que muy satisfactorio. Y esta noche más que nunca debe usted cenar conmigo para celebrar su… ascenso —le sobrevino un ataque de tos—. Además, tampoco tendrá que esperar mucho —añadió, secándose los labios con su pañuelo y asiéndome la mano con su larga y huesuda garra que parecía tener una extraña vida propia—. Ciertamente, no será una larga espera.
     Salimos a la calle y llamamos un coche. Recuerdo con mucha claridad cada uno de los incidentes de ese trayecto, la ligereza y la comodidad de aquel vaivén, el vívido contraste entre la luz de gas, la de petróleo y la luz eléctrica, la multitud de personas que había en las calles, el lugar de Regent Street adonde fuimos, y la suntuosa cena que allí nos sirvieron. Al principio me sentí desconcertado por las miradas que el camarero, bien uniformado, lanzaba a mi raída indumentaria; pero a medida que el champán me caldeaba la sangre, sentí revivir mi confianza. El anciano comenzó por hablar de sí mismo. Ya me había revelado su nombre en el coche: era Egbert Elvesham, el gran filósofo, cuyo nombre conocía yo desde que era niño en el colegio. Me parecía increíble que este hombre, cuya inteligencia había dominado la mía en época tan temprana, esta gran abstracción, se manifestara repentinamente en la forma de esta figura familiar y decrépita. Me atrevería a decir que todo joven que se haya visto rodeado de improviso por celebridades habrá experimentado una sensación de decepción parecida a la que yo experimenté. Me contaba ahora el futuro que se abriría ante mí al secarse el débil flujo de su vida: fincas, derechos de autor, inversiones. jamás había sospechado que los filósofos pudieran ser tan ricos. Me contemplaba, mientras bebía y comía, con una punta de envidia.
—¡Qué vitalidad desprende usted! —me dijo. Y luego, con un suspiro, con lo que me pareció un suspiro de alivio, añadió—: No tardará mucho.
—¡Ay! —dije, con la cabeza ya embotada por el champán—. Tal vez el futuro… me depare alguna alegría pasajera, gracias a usted. A partir de ahora tendré el honor de llevar su apellido. Pero usted tiene un pasado y semejante pasado vale tanto como mi futuro.
     Negó con la cabeza sonriendo, dando muestras, pensé entonces, de apreciar mi aduladora admiración con una sombra de tristeza.
—Sinceramente —dijo—, ¿cambiaría usted ese futuro por mi pasado? —en ese momento se acercó el camarero con los licores—. Tal vez no le importe adoptar mi nombre, asumir mi posición, ¿pero estaría dispuesto de veras a cargar con mis años voluntariamente?
—Con su prestigio, sí —dije galantemente.
     Volvió a sonreír.
—Kummel para los dos —le dijo al camarero y dirigió su atención a un paquetito envuelto en papel que había sacado del bolsillo.
—Este momento —dijo—, este momento de la sobremesa es el de las pequeñas cosas. Éste es un fragmento de mi sabiduría inédita —abrió el paquete con sus dedos amarillos y temblorosos, y dejó entrever un poco de polvo rosáceo en el papel—. Bien —añadió—, ahora debe usted adivinar lo que es esto. Póngale usted al Kummel una pizca… de este polvo: es Himmel.
     Sus grandes ojos grises se fijaron en los míos con una expresión inescrutable.
     Me resultó un poco chocante constatar que este gran maestro le concediera importancia al sabor de los licores. No obstante, fingí interés por su debilidad, porque estaba lo bastante ebrio como para hacerle esa pequeña lisonja.
     Dividió el polvo entre las dos copitas y, levantándose súbitamente con extraña e inesperada solemnidad, alargó la mano hacia mí. Yo imité su gesto, y las copas tintinearon.
—Por una rápida sucesión —dijo, y se llevó la copa a los labios.
—No, eso no —dije apresuradamente— Por eso, no.
     Detuvo su copa a la altura de la barbilla y sus ojos centellearon en los míos.
—Por una larga vida —dije.
     Él vaciló.
—Por una larga vida —dijo por fin, con una carcajada repentina, y, con los ojos fijos el uno en el otro, vaciamos las copitas. Su mirada se clavó en la mía, y mientras apuraba mi bebida noté una sensación particularmente intensa. Su primer efecto fue el de organizar un furioso tumulto en mi cerebro; me parecía sentir una auténtica agitación física en el cráneo y un zumbido ensordecedor en los oídos, que me los humedeció por completo. No noté el sabor en la boca, ni la fragancia que llenaba mi garganta; tan sólo percibía la intensidad grisácea de la mirada del anciano que ardía en la mía. La bebida, la confusión mental, el ruido y la agitación en mi cabeza parecieron durar una eternidad. Unas imágenes curiosas y vagas de hechos semiolvidados bailaron y se desvanecieron en el borde de mi consciencia. Por fin él rompió el hechizo. Con un suspiro repentino y explosivo apoyó la copa sobre la mesa.
—¿Qué le parece? —dijo.
—Es excelente —dije, aunque no había paladeado el sabor.
     Como la cabeza me daba vueltas, tomé asiento. Mi cerebro estaba sumido en el caos. Entonces mi poder de percepción se volvió más claro y minucioso, como si estuviera viendo las cosas en un espejo cóncavo. El viejo parecía ahora inquieto y nervioso. Sacó el reloj e hizo una mueca al ver la hora.
—¡Las once y siete! Y esta noche debo…, a las once y treinta y dos. ¡Waterloo! Debo irme inmediatamente.
     Pidió la cuenta y pugnó por ponerse el abrigo. Solícitos camareros acudieron en nuestra ayuda. Al instante me estaba despidiendo de él, ante la portezuela del coche, y aún con aquella absurda sensación de minuciosa transparencia, como si…, ¿cómo podría expresarlo… ?, no sólo estuviera viendo, sino palpando a través de unos gemelos de teatro.
—No debí darle esos polvos —dijo llevándose la mano a la frente—. Mañana le dolerá la cabeza. Un momento. Tenga —y me tendió un sobrecito con algo que semejaba polvos de seidlitz�. Tómelos diluidos en agua cuando se vaya a la cama. Lo otro era una droga. Pero cuidado, tómelos justo cuando vaya a acostarse. Le despejarán la cabeza. Eso es todo. Otro apretón de manos… ¡por el futuro!
     Apreté su contraída garra.
—Adiós —dijo, y por la caída de sus párpados juzgué que él también se hallaba un poco bajo el influjo de ese cordial perturbador.
     Luego, con sobresalto, recordó algo más, se palpó el bolsillo del interior de la chaqueta y sacó otro paquete, esta vez un cilindro de la forma y el tamaño del jabón de afeitar.
—Tenga —dijo—. Casi se me olvida. Pero no lo abra hasta que yo regrese mañana.
     Era tan pesado que casi se me cae.
—¡De acuerdo! —contesté, y él me sonrió enseñando los dientes por la ventanilla del coche mientras el cochero fustigaba ligeramente a su caballo adormilado.
     Me había dado un paquete blanco, lacrado en los dos extremos y a media altura. «Si no es dinero», me dije sopesándolo, «debe de ser platino o plomo.»
     Me lo metí en el bolsillo con cuidado y, con la cabeza dándome vueltas, me fui andando a casa, vagando por Regent Street y por las oscuras calles a espaldas de Portland Roadl. Recuerdo aún muy vívidamente las sensaciones de aquel paseo, por muy extrañas que fueran. Aún conservaba el dominio de mí mismo, puesto que me daba cuenta de mi extraño estado mental, y me preguntaba si aquel polvo que había tomado era opio, droga que jamás había experimentado. Me resulta difícil describir ahora la peculiaridad de mi extrañamiento mental, si bien podría decirse que era como una vaga sensación de tener un desdoblamiento mental. Mientras subía por Regent Street, me asaltó la extravagante convicción de que se trataba de la estación de Waterloo, y sentí un extraño impulso de meterme en el Politécnico, como si fuese un tren al que debiera subir. Me froté los ojos, y sin duda estaba en Regent Street. ¿Cómo podría expresarlo? Es como un actor consumado que os mira en silencio, luego hace una mueca y ¡hete aquí que es otra persona! Resultaría demasiado extravagante si os dijera que me parecía que Regent Street hubiera hecho todo eso en un instante. Luego, persuadido de que volvía a ser Regent Street, me sentí estrambóticamente confuso al aflorar a mi mente unas reminiscencias fantásticas.
     «Hace treinta años», pensé, «me peleé en este mismo jugar con mi hermano». Luego estallé en una carcajada, ante el asombro y el estímulo de un grupo de noctámbulos Hace treinta años yo no existía y en modo alguno tenía un hermano. Aquella substancia debía de ser seguramente una insensatez en forma líquida, ya que el agudo pesar por la pérdida de mi hermano aún persistía en mi memoria. Bajando por Portland Road, aquella locura adquirió un nuevo giro. Empecé a recordar tiendas inexistentes y a comparar el aspecto de la calle con el que antaño tuvo. Las ideas confusas, trastornadas, resultan bastante comprensibles después de lo que había bebido, pero lo que me dejaba perplejo eran estos recuerdos fantasmales curiosamente vívidos, que se habían insinuado en mi mente de forma tan clara que hasta me parecía estar presenciándolos. Me detuve frente a Steven’s, los comerciantes de historia natural, y me devané los sesos tratando de recordar algo relacionado con ellos. Pasó un ómnibus, pero hizo exactamente el mismo ruido que un tren. Me pareció estar buceando en algún oscuro y remoto pozo de recuerdos.
—Claro —dije por fin—, me prometió tres ranas para mañana. Es sorprendente que lo haya olvidado.
     ¿Se les sigue enseñando a los niños imágenes en disolvencia? En ellas recuerdo que una imagen empezaba como una aparición espectral que iba creciendo hasta desalojar a otra. Y exactamente de la misma manera luchaban en mí una serie de sensaciones espectrales con las mías propias…
     Proseguí por Euston Road hasta alcanzar Tottenham Court Road, perplejo y un poco asustado, sin reparar apenas en el camino insólito que había escogido, ya que, generalmente, solía acortar por la maraña de callejuelas secundarias intermedias. Doblé por University Street para descubrir que había olvidado el número de mi casa. Sólo mediante un tenaz esfuerzo pude recordar el número 110, e incluso entonces me pareció que se trataba de algo que me había contado alguna persona ya olvidada. Intenté ordenar mi mente recordando las incidencias de la cena y a fe mía que no logré conjurar ninguna imagen de mi anfitrión; lo veía únicamente como un perfil indefinido, tal y como uno mismo puede verse reflejado en una ventana por la que está mirando. Sin embargo, en su lugar tuve una curiosa visión de mí mismo, sentado a la mesa, arrebolado, con los ojos brillantes y locuaz.
     «Debo tomar estos otros polvos», me dije. «Esto es insoportable.»
     Intenté buscar la bujía y las cerillas en el lado opuesto del vestíbulo al que solía dejarlas, y me entró la duda de en qué descansillo se encontraría mi cuarto.
     «Estoy ebrio», me dije, «no cabe duda», y di un traspié en la escalera que confirmó mi sospecha.
     A primera vista mi cuarto me pareció poco familiar.
—¡Qué sandez! —dije mirando a mi alrededor.
     Creí recuperarme del esfuerzo y la extraña sensación fantasmagórica dejó paso a la realidad concreta y familiar. Allí estaban mis notas en papeles pegados con albúmina� en una esquina del marco y mi viejo traje de diario tirado por el suelo. Y sin embargo, no resultaba tan real después de todo. Sentí una especie de absurda sensación que trataba de insinuarse en mi cerebro, y era que me hallaba en un vagón de tren que acababa de detenerse, y yo me asomaba por la ventanilla escudriñando el nombre de alguna estación desconocida. Me agarré firmemente a la barandilla de la cama para tranquilizarme.
—Tal vez sea clarividencia —dije—. Debo escribir a la Physical Research Society�.
     Puse el cartucho sobre el tocador, me senté en la cama y empecé a quitarme las botas. Era como si la imagen de mis sensaciones actuales estuviera pintada sobre alguna otra imagen que intentara abrirse paso.
—¡Maldita sea! —dije— ¿Estoy perdiendo el juicio o es que estoy en dos lugares a la vez?
     Medio desvestido, agité los polvos en un vaso y me los tomé de un trago. Antes de meterme en la cama, mi cerebro ya se había tranquilizado, sentí la blandura de la almohada sobre la mejilla y a partir de entonces debí quedarme dormido.
     Me desperté sobresaltado de un sueño en el que aparecían extrañas bestias y me encontré tumbado boca arriba. Probablemente todo el mundo ha tenido ese sueño lúgubre e impresionante del que uno escapa al despertar, pero extrañamente acobardado. Tenía un sabor raro en la boca, una sensación de cansancio en los miembros y una especie de molestia cutánea. Me quedé inmóvil con la cabeza sobre la almohada, esperando que mi sensación de extrañeza y de terror se disipara y que fuera pronto vencida por el sopor. Pero en vez de eso, mis misteriosas sensaciones se incrementaron. Al principio no pude percibir nada preocupante a mi alrededor. Había una débil luz en la habitación, tan débil que era lo que más se aproximaba a las tinieblas, y los muebles resaltaban en ella como vagas manchas de oscuridad absoluta. Miré fijamente por encima de las mantas.
     Me sobrevino la idea de que alguien había entrado en la habitación para arrebatarme el paquete con dinero, pero, después de permanecer tumbado unos momentos, respirando rítmicamente para simular estar dormido, me di cuenta de que esto era mera fantasía. No obstante, la inquietante seguridad de que algo no iba bien se apoderó fuertemente de mí. Haciendo un esfuerzo, levanté la cabeza de la almohada y escudriñé la oscuridad a mi alrededor. No podía concebir de qué se trataba. Contemplé las formas borrosas que me rodeaban, los oscuros bultos más o menos voluminosos que sugerían cortinas, mesa, chimenea, estanterías y demás. Entonces comencé a percibir algo poco familiar en las formas que se insinuaban en las tinieblas. ¿Había girado en redondo la cama? Allí debería estar la estantería, pero en su lugar se levantaba algo pálido y amortajado, algo que, tras una atenta observación, no se asemejaba en absoluto a una estantería. Tampoco podía tratarse de mi camisa arrojada sobre la silla, pues era muchísimo más grande.
     Sobreponiéndome a un terror infantil, eché a un lado las mantas y saqué una pierna de la cama. Me incorporé, pero, al intentar apoyar los pies en el suelo, me percaté de que apenas alcanzaban el borde del colchón. Di otro paso, por así decirlo, y me senté en el borde de la cama. junto a ella debía estar la bujía, y las cerillas sobre la silla rota. Alargué la mano, pero no toqué nada. Agité la mano en las tinieblas y tropezó contra un pesado cortinaje, grueso y de suave textura, que produjo como un crujido ante mi contacto. Lo agarré y tiré de él, y resultó ser una cortina suspendida sobre la cabecera de mi cama.
     Ahora ya me encontraba totalmente despierto y empezaba a darme cuenta de que me hallaba en una habitación extraña. Estaba anonadado. Intenté recordar las circunstancias de la noche anterior y, curiosamente, ahora las tenía muy vívidas en la memoria: la cena, la entrega de los paquetitos, mis interrogantes sobre si estaría intoxicado, mi lenta manera de desvestirme, la frialdad de la almohada contra mi cara arrebolada… Sentí una súbita inquietud. ¿Había sido anoche o la noche anterior? En cualquier caso esta habitación me resultaba extraña y no se me ocurría cómo había podido ir a parar hasta ella. Un pálido y borroso perfil cobraba poco a poco consistencia y yo me percaté de que se trataba de una ventana (junto a la que se percibía la oscura forma de un espejo ovalado de tocador) contra la tenue insinuación del alba, que se filtraba a través de la persiana. Al levantarme me sorprendió una curiosa sensación de debilidad y falta de equilibrio. Extendiendo unas manos temblorosas, caminé hacia la ventana lentamente, a pesar de lo cual me lastimé en una rodilla al tropezar con .una silla que se interponía en mi camino. Busqué a tientas alrededor del espejo, que era grande y con elegantes candelabros de bronce, intentando localizar el cordón de la persiana. No lograba encontrar ninguno. Por azar topé con la borla y, con el chasquido de un resorte, la persiana se levantó.
     Apareció ante mis ojos una escena que me resultaba absolutamente extraña. El cielo estaba encapotado y, a través del gris aterciopelado del cúmulo de nubes, se filtraba la débil penumbra del alba. En un extremo del cielo el dosel de nubes tenía los bordes tintados de un rojo sangriento.
     Todo estaba oscuro e indistinto: colinas borrosas a lo lejos, una vaga masa de edificios que se levantaban como pináculos, árboles como tinta derramada y, bajo la ventana, una tracería� de arbustos negros y de senderos de un gris pálido. Todo me resultaba tan poco familiar que por un momento pensé que aún estaba soñando. Palpé la mesa del tocador. Parecía estar hecha de alguna madera barnizada y estaba trabajada con gran esmero; encima había varios frasquitos de cristal tallado y un cepillo. Sobre un platito, había también un pequeño objeto extraño que, al tacto, me pareció que tenía forma de herradura, con relieves duros y lisos. No pude encontrar ni cerillas ni palmatoria.
     Dirigí los ojos de nuevo hacia la habitación. Ahora que la persiana estaba subida, los tenues espectros de su mobiliario empezaron a cobrar consistencia. Había una enorme cama con cortinajes, y la chimenea situada a sus pies tenía una gran repisa blanca con un brillo marmóreo.
     Me apoyé en la mesa del tocador, cerré los ojos, volví a abrirlos de nuevo e intenté pensar. Todo resultaba demasiado real para ser un sueño. Me inclinaba a pensar que aún había ciertas lagunas en mi memoria como consecuencia de la ingestión de aquel extraño licor; que quizás había pasado a disfrutar de mi herencia y que de improviso había perdido la noción de todo desde que me había sido anunciada mi buena suerte. Tal vez, si esperaba un poco, volvería a ver claramente las cosas. Sin embargo, la cena con el viejo Elvesham me resultaba ahora singularmente nítida y reciente: el champán, los obsequiosos camareros, los polvos y los licores. Hubiera apostado mi alma a que eso había sucedido hacía pocas horas.
     Y luego me sucedió algo tan trivial y, sin embargo, tan terrible que un escalofrío me recorre al pensar en aquel momento. Hablé en voz alta y dije:
—¿Cómo diablos he venido a parar aquí?…
     Y la voz que habló no era la mía.
     No, no era la mía, pues ésta era fina y farfullaba al articular las palabras; la resonancia de mis huesos faciales era, además, diferente. Entonces, para tranquilizarme, puse una mano encima de la otra, y percibí unos pliegues de piel caída, con la laxitud propia de la edad.
—Sin duda —dije con aquella horrible voz que de alguna manera se había instalado en mi garganta—, ¡sin duda, esto es un sueño!
     Inmediatamente, y de forma involuntaria, me metí los dedos en la boca. Mi dentadura había desaparecido. Las yemas de mis dedos recorrieron la fláccida superficie de una hilera uniforme de encías encogidas. La congoja y la repugnancia me produjeron náuseas.
     Experimenté entonces un apasionado deseo de verme, de comprobar enseguida en todo su horror la horripilante transformación que se había operado en mí. Fui tambaleándome hacia la repisa de la chimenea y la tanteé buscando las cerillas. Mientras lo hacía, una tos aguda brotó de mi garganta y me apreté contra un grueso camisón de franela en el que descubrí que estaba envuelto. Allí no había cerillas, y súbitamente me percaté de que tenía frío en las extremidades. Moqueando y tosiendo, gimoteando un poco tal vez, regresé a tientas hacia la cama. «Seguro que es un sueño», me susurré a mí mismo mientras me arrastraba, «seguro que es un sueño». Era una repetición senil. Me subí las mantas por encima de los hombros y hasta las orejas, metí la mano enjuta bajo la almohada resuelto a conciliar el sueño. Claro que se trataba de un sueño: por la mañana todo habría terminado y yo volvería a despertar con la fuerza y el vigor de mi juventud y regresaría a mis estudios. Cerré los ojos, respiré con regularidad y, hallándome desvelado, repetí lentamente la tabla de multiplicar.
     Pero el ansiado sueño no acababa de llegar. No lograba dormir. Y la persuasión de la inexorable realidad de la transformación que había sufrido iba creciendo en mí progresivamente. Abandonada la tabla de multiplicar, me encontré con los ojos abiertos de par en par y los dedos huesudos en mis encogidas encías. Me había convertido repentina y bruscamente en un viejo. De una manera inexplicable había malogrado mi vida y había llegado a la vejez, de algún extraño modo me habían robado lo mejor de mi vida, el amor, la fuerza y el ardor vitales, la esperanza. Me debatí en la almohada intentando persuadirme de que semejante alucinación no era posible. Imperceptiblemente, sin pausa, avanzaba el clarear del alba.
     Por fin, perdida toda esperanza de conciliar el sueño, me incorporé en la cama y miré a mi alrededor. Una fría y tenue penumbra hacía visible toda la habitación. Era espaciosa y estaba bien amueblada, mejor amueblada que cualquier habitación en la que yo hubiera dormido. Distinguí débilmente una bujía y unas cerillas sobre un pequeño pedestal en un nicho. Aparté las mantas y, tiritando por la crudeza del amanecer, aunque era verano, salí de la cama y encendí la bujía. Entonces, temblando horriblemente, avancé tambaleándome hacia el espejo y vi… ¡la cara de Elvesham! Y no resultó menos horrible porque yo ya lo hubiera presentido vagamente. Él ya me había parecido físicamente débil y digno de lástima, pero al verlo ahora, vestido solamente con un camisón de basta franela, que se abría revelando el correoso pescuezo, y encarnado en mi propio cuerpo, me resulta difícil describir su desolada decrepitud: las mejillas hundidas, los dispersos mechones de sucio pelo gris, los nublados ojos catarrosos, los labios temblorosos y encogidos, el inferior con el viso rosáceo de la parte interna, y aquellas espantosas encías negras. Vosotros, que tenéis un cuerpo y un alma formando una sola unidad, a vuestra edad natural, no podéis imaginar lo que significó para mí este diabólico encarcelamiento. Ser joven y estar lleno del deseo y de la energía de un joven y encontrarse atrapado y poco después aplastado en este cuerpo ruinoso y tambaleante…
     Pero me estoy desviando del rumbo de mi relato. Durante algún tiempo debí quedar aturdido por esta transformación que me había sobrevenido. Era ya de día cuando logré por fin estar en condiciones de pensar. De alguna forma inexplicable había sido transformado, si bien no alcanzaba a comprender cómo y mediante qué mágico ardid lo habían llevado a cabo. Y mientras pensaba, la diabólica inventiva de Elvesham se fue perfilando cada vez más en mente. Me pareció evidente que, puesto que yo me encontraba en el suyo, él debía estar en posesión de mi cuerpo, de mi fuerza y de mi futuro. ¿Pero cómo demostrarlo?
     Entonces, mientras pensaba, el hecho me pareció tan increíble que mi mente flaqueó y tuve que pellizcarme, palpar mis desdentadas encías, mirarme al espejo y tocar los objetos que me rodeaban, antes de calmarme y poder volver a enfrentarme con los hechos. ¿Acaso toda la vida era una alucinación? ¿Era yo realmente Elvesham y él yo? ¿Había estado yo soñando con Eden la noche pasada? ¿Acaso existía algún Eden? Pero si yo era Elvesham, debería recordar donde había estado la mañana anterior, el nombre de la ciudad en la que vivía, qué había sucedido antes de que empezara el sueño. Luché denodadamente con mis pensamientos. Rememoré la estrambótica duplicidad de mis recuerdos la noche pasada. Pero ahora tenía la mente lúcida. podía evocar no el espectro de unos recuerdos sino aquellos propios de Eden.
—¡Estoy al borde la locura! —grité con mi voz aguda. Me puse de pie tambaleándome, arrastré mis endebles y pesados miembros hasta el palanganero y zambullí mi canosa cabeza en una palangana de agua fría. Luego, secándome con una toalla, volví a intentarlo. Fue inútil. Sentía, fuera de toda duda, que yo era realmente Eden, no Elvesham. Pero ¡Eden en el cuerpo de Elvesham!
     Si hubiera sido un hombre de cualquier otra época, me habría entregado a mi sino como una persona hechizada, Pero en estos tiempos de escepticismo los milagros no son nada corrientes. Aquí había algún truco psicológico. Lo que podía hacerse con una droga y una mirada fija, podía sin duda deshacerse con otra droga u otra mirada fija o con algún tratamiento similar. No sería la primera vez que algún hombre pierde la memoria. Pero ¡intercambiar memorias como quien intercambia paraguas! Reí. Aunque, ¡ay de mí!, no con una risa saludable, sino con una risita dificultosa y senil. Podía imaginarme al viejo Elvesham riéndose ante mi súplica, y un regusto de rabia petulante, insólito en mí, pasó arrasando mis sentimientos. Empecé a vestirme afanosamente con la ropa que encontré diseminada por el suelo, y sólo cuando me hube vestido me percaté de que me había puesto un traje de etiqueta. Abrí el armario ropero y encontré más trajes de diario, un par de pantalones de cuadros y una bata anticuada. Me puse una venerable chistera sobre mi venerable cabeza, y, tosiendo un poco a causa del esfuerzo realizado, salí tambaleándome al descansillo.
     Eran entonces, quizás, las seis menos cuarto, y las persianas estaban cuidadosamente cerradas y la casa muy silenciosa. El descansillo era espacioso, y una ancha y alfombrada escalera bajaba hasta perderse en las tinieblas del vestíbulo y, ante mí, una puerta entornada me mostraba un escritorio, una estantería de libros giratoria, el respaldo de un sillón del despacho y una espléndida colección de libros encuadernados, estante sobre estante.
—Mi despacho —refunfuñé cruzando el descansillo. Entonces, el sonido de mi voz suscitó en mí un recuerdo. Volví al dormitorio y me puse la dentadura postiza, que se deslizó en mi boca con la naturalidad de un antiguo hábito—. Eso está mejor —dije, haciéndola rechinar mientras regresaba al despacho.
     Los cajones del escritorio estaban cerrados con llave. La estantería giratoria también estaba cerrada con llave.
     Pero no vi llave alguna por ningún lado y tampoco las encontré en los bolsillos de mis pantalones. Regresé inmediatamente al dormitorio y registré el traje de etiqueta y después los bolsillos de todas las prendas que pude encontrar. Estaba muy impaciente, tanto que, cualquiera que hubiera visto el estado en que quedó mi habitación cuando hube terminado, habría dicho que allí habían entrado ladrones. No sólo no había llaves, sino ni siquiera una moneda o un papel viejo, excepto el recibo de la cuenta de la cena de la noche anterior.
     Entonces sentí una curiosa laxitud. Me senté y contemplé las prendas diseminadas aquí y allá, con los bolsillos vueltos hacia afuera. Mi frenesí inicial ya se había desvanecido. Comenzaba a darme cuenta por momentos de la inmensa sagacidad de los planes de mi enemigo, al ver con una claridad creciente lo desesperado de mi situación. Me levanté con esfuerzo y, cojeando, regresé apresuradamente al despacho. En la escalera se encontraba ya una criada subiendo las persianas. Se quedó mirándome fijamente a causa quizá de la expresión que debía tener mi cara. Cerré la puerta del despacho tras de mi y, agarrando un atizador, empecé a arremeter contra el escritorio. Así es como me encontraron. El tablero del escritorio se hallaba resquebrajado, la cerradura destrozada, las cartas rasgadas y diseminadas por toda la habitación. En mi furor senil había arrojado al suelo las plumas y otros pequeños útiles de escritorio, además de derramar la tinta. Más aún, se había roto un gran jarrón encima de la repisa de la chimenea, sin que yo supiera cómo. No pude encontrar ni el talonario de cheques, ni dinero, ni la menor pista para la recuperación de mi cuerpo. Estaba golpeando frenéticamente los cajones cuando el mayordomo, con la ayuda de dos criadas, me agarró fuertemente y me contuvo.
     Ésa es, en suma, la historia de mi transformación. Pero nadie cree mis agónicas palabras. Me tratan como a un demente e incluso en este momento estoy bajo vigilancia. Pero yo estoy cuerdo, absolutamente cuerdo, y para demostrarlo me he sentado a escribir esta historia minuciosamente, tal y como me sucedió. Apelo al lector, para que él diga si hay indicios de demencia en el estilo o en el método de la historia que ha estado leyendo. Soy un hombre joven encerrado en el cuerpo de un viejo. Pero a todo el mundo le resulta increíble la innegable realidad de este hecho. Naturalmente, yo les pareceré demente a aquellos que no crean esto; naturalmente, no conozco el nombre de mis secretarios, ni el de los doctores que vienen a verme, ni el de mis criados, ni el de mis vecinos, ni el de esta ciudad (dondequiera que esté) en la que ahora me encuentro. Naturalmente, me pierdo en mi propia casa y sufro incomodidades de toda índole. Naturalmente, formulo las preguntas más extravagantes. Naturalmente, lloro y grito y padezco paroxismos de desesperación. No tengo ni dinero ni talonario cheques. El banco no quiere reconocer mi firma porque supongo que, a pesar de la endeblez de mis músculos, mi letra sigue siendo la de Eden. La gente que me rodea no me permite ir al banco personalmente. Parece como si no hubiera ningún banco en esta ciudad y que yo tengo una cuenta en alguna parte de Londres. Al parecer, Elvesham le ocultó el nombre de su abogado a todos los suyos. No puedo indagar nada. Elvesham era, por supuesto, un profundo estudioso de las ciencias mentales y todas mis declaraciones de los hechos del caso no hacen sino confirmar la teoría de que mi demencia es la consecuencia de una cavilación excesiva sobre la Psicología. ¡Desvaríos sobre la identidad personal, no cabe duda! Hace dos días yo era un joven sano con toda la vida por delante. Ahora soy un viejo furioso, desgreñado, desesperado y lastimoso, que merodea por una gran mansión, lujosa y extraña, vigilado, temido y evitado como un lunático por todos cuantos me rodean. Y en Londres está Elvesham comenzando una nueva vida en cuerpo vigoroso y con todos los conocimientos y la sabiduría acumulada durante setenta años. Me ha robado la vida.
     Lo que ha sucedido, no lo sé con claridad. En el despacho hay volúmenes de notas manuscritas referentes principalmente a la psicología de la memoria y fragmentos de lo que podrían ser bien cálculos o bien cifras en símbolos que me resultan absolutamente extraños. En algunos pasajes hay indicios de que también se ocupaba de la filosofía de las matemáticas. Deduzco que ha transferido la totalidad de sus recuerdos, la acumulación que conforma su personalidad, desde su marchitado cerebro al mío y, de un modo similar, que ha transferido mi personalidad a su desechada envoltura. Es decir, que prácticamente ha intercambiado los cuerpos. Pero cómo puede ser posible semejante intercambio, está fuera del alcance de mi entendimiento. Yo he sido un materialista a lo largo de toda mi vida, pero he aquí, de pronto, un caso claro de un hombre separado de la materia
     Estoy a punto de intentar un experimento desesperado. Estoy aquí sentado escribiendo antes de llevar a cabo mi propósito. Esta mañana, con la ayuda de un cuchillo de mesa del que me había apoderado en secreto durante el desayuno, logré forzar un cajón secreto, aunque bastante evidente, de este escritorio destrozado. No descubrí nada excepto un pequeño vial” de cristal verde que contenía un polvo blanco. Alrededor del cuello del vial había una etiqueta sobre la que estaba escrita esta palabra: Liberación. Puede que esto, con toda probabilidad, sea veneno. Comprendo que Elvesham haya puesto veneno a mi alcance y estoy seguro de que su intención era la de desembarazarse del único ser viviente que podría atestiguar en su contra, de no haber sido por este cauteloso ocultamiento. Ese hombre ha resuelto prácticamente el problema de la inmortalidad. A no ser por los avatares del azar, vivirá en mi cuerpo hasta que envejezca y entonces lo desechará y asumirá la juventud y la fuerza de alguna otra víctima. Cuando uno se para a cavilar sobre su crueldad, resulta terrible pensar en la experiencia que va acumulando… ¿Cuánto tiempo lleva saltando de un cuerpo a otro?.. . Pero estoy cansado de escribir. El polvo parece soluble en agua… El sabor no es desagradable…

               * * *

     Ahí termina la narración hallada sobre el escritorio del señor Elvesham. Su cadáver yace entre el escritorio y el sillón. Este último había sido desplazado hacia atrás, probablemente debido a sus postreras convulsiones. La historia estaba escrita a lápiz con letra de demente, muy distinta de sus minuciosos caracteres. Sólo quedan dos hechos curiosos por registrar. Indiscutiblemente existió alguna relación entre Eden y Elvesham, puesto que todas las propiedades de Elvesham fueron legadas al joven. Pero jamás las heredó. Cuando Elvesham se suicidó, Eden, por muy extraño que parezca, ya había muerto. Veinticuatro horas antes fue atropellado por un coche y murió en el acto, en el cruce atestado de gente en la intersección de Gower Street con Euston Road. Así, la única persona que podría haber arrojado luz sobre esta fantástica narración no puede ya contestar pregunta alguna. Sin más comentarios, someto este extraordinario asunto al juicio personal del lector.

    Sobre el autor.
    Herbert George Wells, más conocido como H. G. Wells (21 de septiembre de 1866 en Bromley, Kent — 13 de agosto de 1946 en Londres),1 fue un escritor, novelista, historiador y filósofo británico.
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¿Qué aspectos de la personalidad de Eden, según su propia descripción, interesan a Elvesham? Explícalo. *
Al plantear un intercambio de cuerpos, el autor del relato asume que en el ser humano coexiste cuerpo y alma, y de que estos son separables. Por esto último, puede entenderse la metamorfosis que experimenta Eden. ¿Cuáles son los pasos de esa transformación? ¿Cuándo se percatan el lector y personaje del proceso que está sufriendo este último? ¿Cuál es el momento álgido de ese proceso? *
¿Qué impulsa a Elvesham a buscar la eterna juventud? *
¿Por qué no consigue Elvesham la inmortalidad? ¿Hay alguna implicación ética en su infortunado final? *
¿Qué propiedades deduces que tienen los polvos rosáceos? ¿Por qué se aluden de forma tan fugaz a un elemento tan importante? *
¿Para qué sirven los polvos mágicos? ¿Tendrán alguna simbología el color rosáceos y blanco de los polvos con su utilidad? *
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