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EL ARTE DE VIVIR
J. Krishnamurti
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INTRODUCCIÓN
Me parece que una clase completamente distinta de moralidad y de conducta, y una acción que surja de la
comprensión de todo el proceso del vivir, se han vuelto una necesidad urgente en nuestro mundo de crisis y de
problemas en constante aumento. Tratamos de abordar estos problemas mediante métodos políticos y de
organización, mediante reajustes económicos y diversas reformas; pero ninguna de estas cosas resolverá
jamás las complejas dificultades de la existencia humana, aun cuando puedan ofrecer un alivio transitorio.
Todas las reformas, por extensas y aparentemente duraderas que sean, son en sí mismas causa de ulterior
confusión y nueva necesidad de reformas. Sin comprender todo el complejo ser del hombre, las meras
reformas producirán sólo la confusa exigencia de más reformas. Las reformas no terminan nunca y, a lo largo
de estas mismas líneas, no existe una solución fundamental.
Las revoluciones políticas, económicas o sociales tampoco son la respuesta, porque han producido tiranías
espantosas o la mera transferencia de poder y autoridad a manos de un grupo diferente. Tales revoluciones
jamás son la salida para nuestra confusión y para el conflicto en que vivimos.
Pero hay una revolución que es por completo diferente y tiene que ocurrir si hemos de emerger de la
inacabable serie de ansiedades, conflictos y frustraciones en que estamos atrapados. Esta revolución tiene
que comenzar no con teorías e ideaciones que, a la larga, demuestran ser inútiles, sino con una transformación
radical en la mente misma. Una transformación semejante sólo puede tener lugar mediante una educación
correcta y el total desarrollo del ser humano. Es una revolución que ha de ocurrir en la totalidad de la mente, y
no sólo en el pensamiento. El pensamiento, después de todo, es sólo un resultado y no la fuente , el origen.
Tiene que haber una transformación radical en el origen mismo y no una mera modificación del resultado. Al
presente, nos entretenemos con los resultados, con los síntomas. No producimos un cambio vital
desarraigando los viejos métodos de pensamiento, liberando a la mente de las tradiciones y los hábitos. Es en
este cambio vital en el que estamos interesados, el cual sólo puede originarse en una correcta educación.
La función de la mente es investigar y aprender. Por aprender no entiendo el mero cultivo de la memoria o la
acumulación de conocimientos, sino la capacidad de pensar clara y sensatamente sin ilusión, partiendo de
hechos y no de creencias e ideales. No existe el aprender, si el pensamiento se origina en conclusiones
previas. Adquirir meramente información o conocimiento, no es aprender. Aprender implica amar la
comprensión y amar hacer una cosa por sí misma. El aprender sólo es posible cuando no hay coacción de
ninguna clase. Y la coacción adopta muchas formas, ¿no es así? Hay coacción a través de la influencia, a
través del apego o la amenaza, mediante la estimulación persuasiva o las sutiles formas de recompensa.
La mayoría de la gente piensa que el aprendizaje es favorecido por la comparación, mientras que en realidad
es lo contrario. La comparación genera frustración y fomenta meramente la envidia, la cual es llamada
competencia. Como otras formas de persuasión, la comparación impide el aprender y engendra el temor.
También la ambición engendra temor. La ambición, ya sea personal o identificada con lo colectivo, es siempre
antisocial. La así llamada ambición noble es fundamentalmente destructivo en la relación.
Es necesario alentar el desarrollo de una buena mente, una mente capaz de habérselas con múltiples
problemas de la vida como una totalidad, y que no trate de escapar de ellos volviéndose de ese modo
contradictoria en sí misma, frustrada, amarga o cínica. Y es esencial que la mente se percate de su propio
condicionamiento, de sus propios motivos y de sus búsquedas.
Puesto que el desarrollo de una buena mente constituye uno de nuestros intereses fundamentales, es muy
importante el modo como uno enseña. Tiene que haber un cultivo de la totalidad de la mente y no sólo la
transmisión de informaciones. En el proceso de impartir conocimiento, el educador ha de invitar a la discusión
y alentará a los estudiantes para que investiguen y piensen de una manera independiente.
La autoridad, "el que sabe", no tiene cabida en el aprender. El educador y el estudiante están ambos
aprendiendo, a través de la especial relación mutua que han establecido; pero esto no quiere decir que el
educador descuide el sentido de orden en el pensar. Ese orden no es producido por la disciplina en la forma
de enunciaciones afirmativas del conocimiento, sino que surje naturalmente cuando el educador comprende
que en el cultivo de la inteligencia tiene que haber un sentido de libertad. Esto no significa libertad para hacer
lo que a uno le plazca o para pensar con espíritu de mera contradicción. Es la libertad en la que al estudiante
se le ayuda a darse cuenta de sus propios impulsos y motivos, los que se revelan a través de su cotidiano
pensar y actuar.
Una mente disciplinada nunca es libre, ni puede ser libre jamás una mente que ha reprimido el deseo. Es
sólo mediante la comprensión de todo el proceso del deseo como la mente puede alcanzar la libertad. La
disciplina limita siempre a la mente a un movimiento dentro de la estructura de un sistema particular de
pensamiento o de creencia, ¿no es así? Y una mente semejante jamás está libre para ser inteligente. La
disciplina genera sumisión a la autoridad. Provee la capacidad para desempeñarse dentro del patrón de una
sociedad que requiere habilidad funcional, pero no despierta la inteligencia, la cual posee su capacidad propia.
La mente que no ha cultivado otra cosa que la capacidad por medio de la memoria es como la moderna
computadora electrónica la cual, si bien funciona con habilidad y exactitud asombrosas, sigue siendo
solamente una máquina. La autoridad puede persuadir a la mente para que piense en una dirección particular.
Pero ser guiada para pensar a lo largo de ciertas líneas o en los términos de una conclusión previa, no es
pensar en absoluto; es funcionar meramente como una máquina humana, lo cual engendra descontento
irreflexivo que acarrea frustración y otras desdichas.
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Estamos interesados en el desarrollo total de cada ser humano, en ayudarlo a realizar su más alta y plena
capacidad propia -no alguna capacidad ficticia que el educador tiene en vista como un concepto o un ideal-.
Cualquier espíritu de comparación impide el florecimiento pleno del individuo, ya sea que se trate de un
científico o de un jardinero. La más plena capacidad de un jardinero es igual a la más plena capacidad de un
científico, cuando no hay comparación; pero cuando la comparación interviene, surgen el menosprecio y las
relaciones envidiosas que crean conflicto entre hombre y hombre. Como sucede con el dolor, el amor no es
comparativo; no puede ser comparado con lo más grande o lo más pequeño. El dolor es dolor, como el amor
es amor, ya sea que exista en el rico o en el pobre.
El más pleno desarrollo de todos los individuos crea una sociedad de iguales. La actual lucha para producir
igualdad en el nivel económico o en algún nivel espiritual, no tiene ningún sentido. Las reformas sociales que
apuntan a establecer la igualdad engendran otras formas de actividad antisocial; pero con la educación
correcta no es necesario buscar la igualdad mediante reformas sociales o de otra especie, porque la envidia -
con su comparación de capacidades- cesa.
Debemos diferenciar aquí entre función y nivel social. El nivel social, con todo su prestigio emocional y
jerárquico, surge sólo a través de la comparación de funciones, al considerarlas como función superior e
inferior. Cuando cada individuo está floreciendo a su más plena capacidad, no hay comparación de funciones;
sólo existe la expresión de la capacidad como maestro o primer ministro o jardinero, y entonces el nivel social
pierde su aguijón de envidia.
La capacidad funcional o técnica se reconoce, hoy en día, cuando poseemos un título a continuación de
nuestro nombre; pero si estamos verdaderamente interesados en el desarrollo total del ser humano, nuestro
enfoque es por completo diferente. Un individuo que posee la capacidad necesaria puede graduarse
académicamente y agregar letras a su nombre, o puede no hacerlo, como le plazca. Pero conocerá por sí
mismo sus propias aptitudes profundas, que no serán formuladas por un título y cuya expresión no habrá de
producir esa confianza egocéntrico que habitualmente engendra la capacidad técnica. Una confianza
semejante es comparativa y, por lo tanto, antisocial. La comparación puede existir para propósitos utilitarios,
pero no es la tarea del educador comparar las capacidades de sus estudiantes y producir evaluaciones más
altas o más bajas.
Puesto que estamos interesados en el desarrollo total del individuo, al estudiante no debe dejársela que al
principio elija sus propias materias, porque su elección probablemente esté basada en prejuicios y estados de
ánimo pasajeros o en encontrar lo que resulta más fácil de hacer; o puede que elija de acuerdo con los
requerimientos inmediatos de una necesidad particular. Pero si se le ayuda a descubrir por sí mismo y a
cultivar sus capacidades innatas, entonces elegirá naturalmente no las materias más fáciles, sino aquéllas por
las que puede expresar sus capacidades hasta su más pleno y alto nivel. Si al estudiante se le ayuda, desde
el principio mismo, a mirar la vida como una totalidad con todos sus problemas psicológicos, intelectuales y
emocionales, no se sentirá atemorizado por ella.
La inteligencia es la capacidad de abordar la vida como una totalidad; y el hecho de otorgar calificaciones al
estudiante no asegura la inteligencia. Por el contrario, degrada la dignidad humana. Esta evaluación
comparativa mutila la mente -lo cual no quiere decir que el maestro no deba observar el progreso de cada
estudiante y llevar un registro de ello-. Los padres, naturalmente ansiosos por conocer el progreso de sus
hijos, querrán un informe; pero si, desafortunadamente, no comprenden lo que el maestro está tratando de
hacer, el informe se convertirá en un instrumento de coacción para producir los resultados que ellos desean, y
de ese modo desvirtuarán la tarea del educador.
Los padres deben comprender la clase de educación que la escuela se propone impartir. Por lo general, se
satisfacen con ver que sus hijos se preparan para obtener algún título que les asegure buenos medios de vida.
Muy pocos se interesan en algo más que esto. Desde luego, desean ver a sus hijos felices, pero más allá de
este vago anhelo, muy pocos piensan en el desarrollo total de los niños. Como casi todos los padres ansían,
por encima de cualquier otra cosa, que sus hijos tengan una carrera de éxito, los fuerzan con amenazas o les
intimidan afectuosamente para que adquieran conocimientos, y así es como el libro se vuelve tan importante;
esto va acompañado por el mero cultivo de la memoria, por la mera repetición, sin que tras ello exista la
calidad de un verdadero pensar.
Tal vez, la mayor dificultad que debe afrontar el educador es la indiferencia de los padres a una educación
más amplia y profunda. La mayoría de ellos se interesa solamente en el cultivo de algún conocimiento
superficial que asegure a sus hijos posiciones respetables en una sociedad corrupta. Así que el educador no
sólo ha de educar a los niños del modo correcto, sino también ha de ver que los padres no deshagan lo que de
bueno pueda haberse hecho en la escuela. En realidad, la escuela y el hogar deben ser centros
mancomunados de educación correcta; de ninguna manera han de oponerse entre sí, con los padres
deseando una cosa y el educador haciendo algo por completo diferente. Es muy importante que los padres
sean plenamente informados de lo que el educador está haciendo y se interesen vitalmente en el desarrollo
total de sus hijos. Es tanto responsabilidad de los padres ver que esta clase de educación sea llevada a la
práctica, como de los maestros, cuya carga ya es suficientemente pesada. Un desarrollo total del niño sólo
puede producirse cuando existe la correcta relación entre el maestro, el estudiante y los padres. Como el
educador no puede ceder a las fantasías pasajeras o las obstinadas exigencias de los padres, es necesario
que éstos comprendan al educador y cooperen con él, sin generar conflicto y confusión en sus hijos.