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“El camino”, Miguel Delibes, capítulo III

El valle... Aquel valle significaba mucho para Daniel, el

Mochuelo. Bien mirado, significaba todo para él. En el valle había nacido

y, en once años, jamás franqueó la cadena de altas montañas que lo

circundan. Ni experimentó la necesidad de hacerlo siquiera.

A veces, Daniel, el Mochuelo, pensaba que su padre, y el cura, y

el materno, tenían razón, que su valle era como una gran olla

independiente, absolutamente aislada del exterior. Y, sin embargo, no

era así; el valle tenía su cordón umbilical, un doble cordón umbilical,

mejor dicho, que le vitalizaba al mismo tiempo que le maleaba: la vía

férrea y la carretea. Ambas vías atravesaban el valle del sur a norte,

provenían de la parda y reseca llanura de Castilla y buscaban la llanura

azul del mar. Constituían, pue4s, el enlace de dos inmensos mundos

contrapuestos.

En su trayecto por el valle, la vía, la carretera y el río –que se

unía a ellas después de lanzarse en un frenesí de rápidos y torrentes

desde lo alto del Pico Rando- se entrecruzaban una y mil veces, creando

una inquietante topografía de puentes, túneles, pasos a nivel y

viaductos..

En primavera y verano, Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mocuelo,

solían sentarse, al caer la tarde, en cualquier leve prominencia y desde

allí contemplaban, agobiados por una unción casi religiosa, la lánguida

e ininterrumpida vitalidad del valle. La vía del tren y la carretera

dibujaban, en la hondonada, violentos y frecuentes zigzags; a veces, se

buscaban, otras se repelían, pero siempre, en la perspectiva, eran como

dos blancas estelas abiertas entre el verdor compacto de los prados y

los maizales. En la distancia, los trenes, los automóviles y los blancos

caseríos tomaban proporciones de diminutas figuras de nacimiento

increíblemente lejanas y, al propio tiempo, incomprensiblemente

próximas y manejables. En ocasiones se divisaban dos y tres trenes

simultáneamente, cada cual con su negro penacho de humo colgado de

la atmósfera, quebrando la hiriente uniformidad vegetal de la pradera.

¡Era gozoso ver surgir las locomotoras de las bocas de los túneles!.

Surgían como los grillos cuando el Moñigo o él orinaban, hasta

anegarlas, en las huras del campo. Locomotora y grillo evidenciaban, al

salir de sus agujeros, una misma expresión de jadeo, amedrentamiento

y ahogo.

Le gustaba al Mochuelo, sentir sobre sí la quietud serena y

reposada del valle, contemplar el conglomerado de prados, divididos en

parcelas y salpicados de caseríos dispersos. Y, de vez en cuando, las

machas oscuras y espesas de los bosques de castaños o la tonalidad

clara y mate de las aglomeraciones de eucaliptos. A lo lejos, por todas

partes, las montañas, que, según la estación y el clima, alteraban su

contextura, pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez

densa, mineral y plomiza en los días oscuros.

Al Mochuelo le agradaba aquello más que nada, quizá, también,

porque no conocía otra cosa. Le agradaba constatar el paralizado

estupor de los campos y el verdor frenético del valle y las rachas de

ruido y velocidad que la civilización enviaba de cuando en cuando, con

una exactitud casi cronométrica.

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Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la Naturaleza,

perdían el sentido del tiempo y la noche se les echaba encima. La

bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas y Roque, el Moñigo,

se sobrecogía bajo una especie de pánico astral. Era en estos casos, de

noche y lejos del mundo, cuando a Roque, el Moñigo, se le ocurrían

ideas inverosímiles, pensamientos que normalmente no le inquietaban.

Dijo una vez:

- Mochuelo, ¿es posible que si cae una estrella de ésas no llegue

nunca al fondo?

Daniel, el Mochuelo, miró a su amigo, sin comprenderle.

- No sé lo que me quieres decir –respondió.

El Moñigo luchaba con su deficiencia de expresión. Accionó

rápidamente con las manos y, al fin, dijo:

- Las estrellas están en el aire, ¿no es eso?

- Eso.

- Y la Tierra esté en el aire también como otra estrella, ¿verdad?

–añadió.

- Sí; al menos eso dice el maestro.

- Bueno, pues eso es lo que te digo. Si una estrella se cae y no

choca con la Tierra ni con otra estrella, ¿no llega nunca al fondo? ¿Es

que ese aire que las rodea no se acaba nunca?.

Daniel, el Mochuelo, se quedó pensativo un instante. Empezaba

a dominarle también a él un indefinible desasosiego cósmico. Lo voz

surgió de su garganta indecisa y aguda como un lamento.

- Moñigo.

- ¿Qué?

- No me hagas esas preguntas; me mareo.

- ¿Te mareas o te asustas?

- Puede que las dos cosas –admitió.

Río entrecortadamente, el Moñigo.

- Voy a decirte una cosa –dijo luego.

- ¿Qué?

- También a mi me dan miedo las estrellas y todas esas cosas

que no se abarcan o no se acaban nunca. Pero no se lo digas a nadie

¿oyes? Por nada del mundo querría que se enterase de ello mi hermana

Sara.

El Moñigo escogía siempre estos momentos de reposo solitario

para sus confidencias. Las ingentes montañas, con sus recias crestas

recortadas sobre el horizonte, imbuían al Moñigo una irritante impresión

de insignificancia. Si la Sara, pensaba Daniela, el Mochuelo, conociera el

flaco del Moñigo, podría, fácilmente, meterlo en un puño. Pero,

naturalmente, pos su parte, no lo sabría nunca. Sara era una muchacha

antipática y cruel y Roque su mejor amigo. ¡Que adivinase ella el terror

indefinible que al Moñigo le inspiraban las estrellas!.

Al regresar, ya de noche, al pueblo, se hacía más notoria y

perceptible la vibración vital del valle. Los trenes pitaban en las

estaciones diseminadas y sus silbidos rasgaban la atmósfera como

cuchilladas. La tierra exhalaba un agradable vaho a humedad ya a

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excremento de vaca. También olía, con más o menos fuerza, la hierba

según el estado del cielo o la frecuencia de las lluvias.

A Daniel, el Mochuelo, le placían estos olores, como le placía oír

en la quietud de la noche el mugido soñoliento de una vaca o el lamento

chirriante e iterativo de una carreta de bueyes avanzando a trompicones

por una cambera.

En verano, con el cambio de hora, regresaban al pueblo de día.

Solían hacerlo por encima del túnel, escogiendo la hora del paso del

tranvía interprovincial. Tumbados sobre el montículo, asomando la nariz

al precipicio, los dos rapaces aguardaban impacientes la llegada del

tren. La hueca resonancia del valle aportaba a sus oídos, con tiempo

suficiente, la proximidad del convoy. Y, cuando el tren surgía del túnel,

envuelto en una nube densa de humo,. Les hacía estornudar y reír con

espasmódicas carcajadas. Y el tren se deslizaba bajo sus ojos, lento y

traqueteante, monótono, casi al alcance de la mano.

Desde allí, por un senderillo de cabras, descendían ala carretera.

El río cruzaba bajo el puente, con una sonoridad adusta de catarata. Era

una corriente de montaña que discurría con fuerza entre grandes

piedras reacias a la erosión. El murmullo oscuro de las aguas ser

remansaba, veinte metros más abajo, en la Poza del Inglés, donde ellos

se bañaban en las tardes calurosas del estío.

En la confluencia del río y la carretera, a un kilómetro largo del

pueblo, estaba la taberna de Quino, el Manco. Daniel, el Mochuelo,

recordaba los buenos tiempos, los tiempos de las transacciones fáciles

y baratas. En ellos, el Manco, por una perra chica les servía un gran

vaso de sidra de barril y, encima les daba conversación. Pero los

tiempos habían cambiado últimamente y, ahora, Quino, el manco, por

cinco céntimos, no les daba más que conversación.

La tasca de Quino, el Manco, se hallaba casi siempre vacía. El

Manco era generoso hasta la prodigalidad y en los tiempos que corrían

resultaba arriesgado ser generoso. En la taberna de Quino, por unas

causas o por otras, sólo se despachaba ya un pésimo vino tinto con el

que mataban la sed obreros y empleadas de la fábrica de clavos,

ubicada quinientos metros río abajo.

Más allá de la taberna, a la izquierda, doblando la última curva,

se hallaba la quesería del padre del Mochuelo. Frente por frente, un

poco internada en los prados, la estación, y junto a ella, la casita alegre,

blanca y roja de cuco, el factor. Luego, en plena varga ya empezaba el

pueblo propiamente dicho.

Era, el suyo, un pueblecito pequeño y retraído y vulgar. Las

casas eran de piedra, con galerías abiertas y colgantes de madera,

generalmente pintadas de azul. Esta tonalidad contrastaba, en

primavera y verano, con el verde y rojo de los geranios que infestaban

galerías y balcones.

La primera casa, a mano izquierda, era la botica. Anexas estaban

las cuadras, las magníficas cuadras de Don Ramón, el boticario-alcalde,

llenas e orondas, pacientes y saludables vacas. A la izquierda de la

farmacia existía una campanilla , cuyo repiqueteo distraía a Don Manuel

de sus afanes municipales para reintegrarle, durante unos minutos, a su

profesión.