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Walter Benjamin
La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica
Publicado en BENJAMIN, Walter Discursos Interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989.
«En un tiempo muy distinto del nuestro, y por hombres cuyo poder de acción sobre las cosas era insignificante
comparado con el que nosotros poseemos, fueron instituidas nuestras Bellas Artes y fijados sus tipos y usos. Pero el
acrecentamiento sorprendente de nuestros medios, la flexibilidad y la precisión que éstos alcanzan, las ideas y cos- tumbres que introducen, nos aseguran respecto de cambios próximos y profundos en la antigua industria de lo Be- llo. En todas las artes hay una parte física que no puede ser tratada como antaño, que no puede sustraerse a la aco- metividad del conocimiento y la fuerza modernos. Ni la materia, ni el espacio, ni el tiempo son, desde hace veinte
años, lo que han venido siendo desde siempre. Es preciso contar con que novedades tan grandes transformen toda la
técnica de las artes y operen por tanto sobre la inventiva, llegando quizás hasta a modificar de una manera maravi- llosa la noción misma del arte.»
PAUL VALÉRY, Pièces sur l'art ( «La conquête de l'ubiquité»).
Prólogo
Cuando Marx emprendió el análisis de la producción capitalista estaba ésta en sus comienzos.
Marx orientaba su empeño de modo que cobrase valor de pronóstico. Se remontó hasta las relaciones
fundamentales de dicha producción y las expuso de tal guisa que resultara de ellas lo que en el futuro
pudiera esperarse del capitalismo. Y resultó que no sólo cabía esperar de él una explotación creciente- mente agudizada de los proletarios, sino además el establecimiento de condiciones que posibilitan su
propia abolición.
La transformación de la superestructura, que ocurre mucho más lentamente que la de la infraes- tructura, ha necesitado más de medio siglo para hacer vigente en todos los campos de la cultura el cam- bio de las condiciones de producción. En qué forma sucedió, es algo que sólo hoy puede indicarse. Pero
de esas indicaciones debemos requerir determinados pronósticos. Poco corresponderán a tales requisi- tos las tesis sobre el arte del proletariado después de su toma del poder; mucho menos todavía algunas
sobre el de la sociedad sin clases; más en cambio unas tesis acerca de las tendencias evolutivas del arte
bajo las actuales condiciones de producción. Su dialéctica no es menos perceptible en la superestructura
que en la economía. Por eso sería un error menospreciar su valor combativo. Dichas tesis dejan de lado
una serie de conceptos heredados (como creación y genialidad, perennidad y misterio), cuya aplicación
incontrolada, y por el momento difícilmente controlable, lleva a la elaboración del material fáctico en el
sentido fascista. Los conceptos que seguidamente introducimos por vez primera en la teoría del arte se
distinguen de los usuales en que resultan por completo inútiles para los fines del fascismo. Por el con- trario son utilizables para la formación de exigencias revolucionarias en la política artística.
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La obra de arte ha sido siempre fundamentalmente susceptible de reproducción. Lo que los
hombres habían hecho, podía ser imitado por los hombres. Los alumnos han hecho copias como ejerci- cio artístico, los maestros las hacen para difundir las obras, y finalmente copian también terceros ansio-
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sos de ganancias. Frente a todo ello, la reproducción técnica de la obra de arte es algo nuevo que se
impone en la historia intermitentemente, a empellones muy distantes unos de otros, pero con intensidad
creciente. Los griegos sólo conocían dos procedimientos de reproducción técnica: fundir y acuñar.
Bronces, terracotas y monedas eran las únicas obras artísticas que pudieron reproducir en masa. Todas
las restantes eran irrepetibles y no se prestaban a reproducción técnica alguna. La xilografía hizo que
por primera vez se reprodujese técnicamente el dibujo, mucho tiempo antes de que por medio de la im- prenta se hiciese lo mismo con la escritura. Son conocidas las modificaciones enormes que en la litera- tura provocó la imprenta, esto es, la reproductibilidad técnica de la escritura. Pero a pesar de su impor- tancia, no representan más que un caso especial del fenómeno que aquí consideramos a escala de histo- ria universal. En el curso de la Edad Media se añaden a la xilografía el grabado en cobre y el aguafuer- te, así como la litografía a comienzos del siglo diecinueve.
Con la litografía, la técnica de la reproducción alcanza un grado fundamentalmente nuevo. E1
procedimiento, mucho más preciso, que distingue la transposición del dibujo sobre una piedra de su
incisión en taco de madera o de su grabado al aguafuerte en una plancha de cobre, dio por primera vez
al arte gráfico no sólo la posibilidad de poner masivamente (como antes) sus productos en el mercado,
sino además la de ponerlos en figuraciones cada día nuevas. La litografía capacitó al dibujo para acom- pañar, ilustrándola, la vida diaria. Comenzó entonces a ir al paso con la imprenta. Pero en estos co- mienzos fue aventajado por la fotografía pocos decenios después de que se inventara la impresión lito- gráfica. En el proceso de la reproducción plástica, la mano se descarga por primera vez de las incum- bencias artísticas más importantes que en adelante van a concernir únicamente al ojo que mira por el
objetivo. El ojo es más rápido captando que la mano dibujando; por eso se ha apresurado tantísimo el
proceso de la reproducción plástica que ya puede ir a paso con la palabra hablada. A1 rodar en el estu- dio, el operador de cine fija las imágenes con la misma velocidad con la que el actor habla. En la lito- grafía se escondía virtualmente el periódico ilustrado y en la fotografía el cine sonoro. La reproducción
técnica del sonido fue empresa acometida a finales del siglo pasado. Todos estos esfuerzos convergen- tes hicieron previsible una situación que Paul Valéry caracteriza con la frase siguiente: «Igual que el
agua, el gas y la corriente eléctrica vienen a nuestras casas, para servirnos, desde lejos y por medio de
una manipulación casi imperceptible, así estamos también provistos de imágenes y de series de sonidos
que acuden a un pequeño toque, casi a un signo, y que del mismo modo nos abandonan»
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. Hacia 1900
la reproducción técnica había alcanzado un standard en el que no sólo comenzaba a convertir en tema
propio la totalidad de las obras de arte heredadas (sometiendo además su función a modificaciones
hondísimas), sino que también conquistaba un puesto específico entre los procedimientos artísticos.
Nada resulta más instructivo para el estudio de ese standard que referir dos manifestaciones distintas, la
reproducción de la obra artística y el cine, al arte en su figura tradicional.
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Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su exis- tencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. En dicha existencia singular, y en ninguna otra cosa,
se realizó la historia a la que ha estado sometida en el curso de su perduración. También cuentan las
alteraciones que haya padecido en su estructura física a lo largo del tiempo, así como sus eventuales
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Paul Valery, Pièces sur l'art, París, 1934.
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cambios de propietario2
. No podemos seguir el rastro de las primeras más que por medio de análisis
físicos o químicos impracticables sobre una reproducción; el de los segundos es tema de una tradición
cuya búsqueda ha de partir del lugar de origen de la obra.
El aquí y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad. Los análisis químicos de
la pátina de un bronce favorecerán que se fije si es auténtico; correspondientemente, la comprobación
de que un determinado manuscrito medieval procede de un archivo del siglo XV favorecerá la fijación
de su autenticidad. El ámbito entero de la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad técnica —y des- de luego que no sólo a la técnica—3
. Cara a la reproducción manual, que normalmente es catalogada
como falsificación, lo auténtico conserva su autoridad plena, mientras que no ocurre lo mismo cara a la
reproducción técnica. La razón es doble. En primer lugar, la reproducción técnica se acredita como más
independiente que la manual respecto del original. En la fotografía, por ejemplo, pueden resaltar aspec- tos del original accesibles únicamente a una lente manejada a propio antojo con el fin de seleccionar
diversos puntos de vista, inaccesibles en cambio para el ojo humano. O con ayuda de ciertos procedi- mientos, como la ampliación o el retardador, retendrá imágenes que se le escapan sin más a la óptica
humana. Además, puede poner la copia del original en situaciones inasequibles para éste. Sobre todo le
posibilita salir al encuentro de su destinatario, ya sea en forna de fotografía o en la de disco gramofóni- co. La catedral deja su emplazamiento para encontrar acogida en el estudio de un aficionado al arte; la
obra coral, que fue ejecutada en una sala o al aire libre, puede escucharse en una habitación.
Las circunstancias en que se ponga al producto de la reproducción de una obra de arte, quizás
dejen intacta la consistencia de ésta, pero en cualquier caso deprecian su aquí y ahora. Aunque en modo
alguno valga esto sólo para una obra artística, sino que parejamente vale también, por ejemplo, para un
paisaje que en el cine transcurre ante el espectador. Sin embargo, el proceso aqueja en el objeto de arte
una médula sensibilísima que ningún objeto natural posee en grado tan vulnerable. Se trata de su auten- ticidad. La autenticidad de una cosa es la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella
desde su duración material hasta su testificación histórica. Como esta última se funda en la primera, que
a su vez se le escapa al hombre en la reproducción, por eso se tambalea en ésta la testificación histórica
de la cosa. Claro que sólo ella; pero lo que se tambalea de tal suerte es su propia autoridad 4
.
Resumiendo todas estas deficiencias en el concepto de aura, podremos decir: en la época de la
reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de ésta. E1 proceso es sintomático; su
significación señala por encima del ámbito artístico. Conforme a una formulación general: la técnica
reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones
pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a lo reproduci- do al permitirle salir, desde su situación respectiva, al encuentro de cada destinatario. Ambos procesos
conducen a una fuerte conmoción de lo transmitido, a una conmoción de la tradición, que es el reverso
de la actual crisis y de la renovación de la humanidad. Están además en estrecha relación con los mo-
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Claro que la historia de una obra de arte abarca más elementos: la historia de Mona Lisa por ejemplo, abarca el tipo y nú- mero de copias que se han hecho de ella en los siglos diecisiete, dieciocho y diecinueve.
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Precisamente porque la autenticidad no es susceptible de que se la reproduzca, determinados procedimientos reproductivos
técnicos por cierto han permitido al infiltrarse intensamente, diferenciar y graduar la autenticidad misma. Elaborar esas
distinciones ha sido una función importante del comercio del arte. Podríamos decir que el invento de la xilografía atacó en
su raíz la cualidad de lo auténtico, antes desde luego de que hubiese desarrollado su último esplendor. La imagen de una
virgen medieval no era auténtica en el tiempo en que fue hecha; lo fue siendo en el curso de los siglos siguientes, y más
exuberantemente que nunca en el siglo pasado.
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La representación de Fausto más provinciana y pobretona aventajará siempre a una película sobre la misma obra, porque
en cualquier caso le hace la competencia ideal al estreno en Weimar. Toda la sustancia tradicional que nos recuerdan las
candilejas (que en Mefistófeles se esconde Johann Heinrich Merck, un amigo de juventud de Goethe, y otras cosas pareci- das), resulta inútil en la pantalla.
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vimientos de masas de nuestros días. Su agente más poderoso es el cine. La importancia social de éste
no es imaginable incluso en su forma más positiva, y precisamente en ella, sin este otro lado suyo des- tructivo, catártico: la liquidación del valor de la tradición en la herencia cultural. Este fenómeno es so- bre todo perceptible en las grandes películas históricas. Es éste un terreno en el que constantemente
toma posiciones. Y cuando Abel Gance proclamó con entusiasmo en 1927: «Shakespeare, Rembrandt,
Beethoven, harán cine... Todas las leyendas, toda la mitología y todos los mitos, todos los fundadores
de religiones y todas las religiones incluso... esperan su resurrección luminosa, y los héroes se apeloto- nan, para entrar, ante nuestras puertas»5
, nos estaba invitando, sin saberlo, a una liquidación general.
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Dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican, junto con toda la existencia de
las colectividades humanas, el modo y manera de su percepción sensorial. Dichos modo y manera en
que esa percepción se organiza, el medio en el que acontecen, están condicionados no solo natural, sino
también históricamente. El tiempo de la Invasión de los Bárbaros, en el cual surgieron la industria artís- tica del Bajo Imperio y el Génesis de Viena,
*
trajo consigo además de un arte distinto del antiguo una
percepci6n también distinta. Los eruditos de la escuela vienesa, Riegel y Wickhoff, hostiles al peso de
la tradición clásica que sepultó aquel arte, son los primeros en dar con la ocurrencia de sacar de él con- clusiones acerca de la organización de la percepción en el tiempo en que tuvo vigencia. Por sobresalien- tes que fueran sus conocimientos, su limitación estuvo en que nuestros investigadores se contentaron
con indicar la signatura formal propia de la percepción en la época del Bajo Imperio. No intentaron
(quizás ni siquiera podían esperarlo) poner de manifiesto las transformaciones sociales que hallaron
expresión en esos cambios de la sensibilidad. En la actualidad son más favorables las condiciones para
un atisbo correspondiente. Y si las modificaciones en el medio de la percepción son susceptibles de que
nosotros, sus coetáneos, las entendamos como desmoronamiento del aura, sí que podremos poner de
bulto sus condicionamientos sociales.
Conviene ilustrar el concepto de aura, que más arriba hemos propuesto para temas históricos, en
el concepto de un aura de objetos naturales. Definiremos esta última como la manifestación irrepetible
de una lejanía (por cercana que pueda estar). Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mira- da una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es aspirar el
aura de esas montañas, de esa rama. De la mano de esta descripción es fácil hacer una cala en los con- dicionamientos sociales del actual desmoronamiento del aura. Estriba éste en dos circunstancias que a
su vez dependen de la importancia creciente de las masas en la vida de hoy. A saber: acercar espacial y
humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales6
tan apasionada como su tendencia a
superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irre- cusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías, en la imagen, más
bien en la copia, en la reproducción. Y la reproducción, tal y como la aprestan los periódicos ilustrados
y los noticiarios, se distingue inequívocamente de la imagen. En ésta, la singularidad y la perduración
están imbricadas una en otra de manera tan estrecha como lo están en aquélla la fugacidad y la posible
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Abel Gance, «Le temps de l'image est venu» (L'art cinématographique, II), París, 1927. *
El Wiener Genesis es una glosa poética del Génesis bíblico, compuesta por un monje austríaco hacia 1070 (N. del T.). 6
Acercar las cosas humanamente a las masas, puede significar que se hace caso omiso de su función social. Nada garantiza
que un retratista actual, al pintar a un cirujano célebre desayunando en el circulo familiar, acierte su función social con
mayor precisi6n que un pintor del siglo dieciséis que expone al público los médicos de su tiempo representativamente, tal
y como lo hace, por ejemplo, Rembrandt en La lección de anatomía.
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repetición. Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo
sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana
terreno a lo irrepetible. Se denota así en el ámbito plástico lo que en el ámbito de la teoría advertimos
como un aumento de la importancia de la estadística. La orientación de la realidad a las masas y de és- tas a la realidad es un proceso de alcance ilimitado tanto para el pensamiento como para la contempla- ción.
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La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblamiento en el contexto de la tradi- ción. Esa tradición es desde luego algo muy vivo, algo extraordinariamente cambiante. Una estatua an- tigua de Venus, por ejemplo, estaba en un contexto tradicional entre los griegos, que hacían de ella ob- jeto de culto, y en otro entre los clérigos medievales que la miraban como un ídolo maléfico. Pero a
unos y a otros se les enfrentaba de igual modo su unicidad, o dicho con otro término: su aura. La índole
original del ensamblamiento de la obra de arte en el contexto de la tradición encontró su expresión en el
culto. Las obras artísticas más antiguas sabemos que surgieron al servicio de un ritual primero mágico,
luego religioso. Es de decisiva importancia que el modo aurá-tico de existencia de la obra de arte jamás
se desligue de la función ritual7
. Con otras palabras: el valor único de la auténtica obra artística se funda
en el ritual en el que tuvo su primer y original valor útil. Dicha fundamentación estará todo lo mediada
que se quiera, pero incluso en las formas más profanas del servicio a la belleza resulta perceptible en
cuanto ritual secularizado8
. Este servicio profano, que se formó en el Renacimiento para seguir vigente
por tres siglos, ha permitido, al transcurrir ese plazo y a la primera conmoción grave que le alcanzara,
reconocer con toda claridad tales fundamentos. Al irrumpir el primer medio de reproducción de veras
revolucionario, a saber la fotografía (a un tiempo con el despunte del socialismo), el arte sintió la pro- ximidad de la crisis (que después de otros cien años resulta innegable), y reaccionó con la teoría de
«l'art pour l'art», esto es, con una teología del arte. De ella procedió ulteriormente ni más ni menos que
una teología negativa en figura de la idea de un arte «puro» que rechaza no sólo cualquier función so- cial, sino además toda determinación por medio de un contenido objetual. (En la poesía, Mallarmé ha
sido el primero en alcanzar esa posición.)
Hacer justicia a esta serie de hechos resulta indispensable para una cavilación que tiene que
habérselas con la obra de arte en la época de su reproducción técnica. Esos hechos preparan un atisbo
decisivo en nuestro tema: por primera vez en la historia universal, la reproductibilidad técnica emancipa
a la obra artística de su existencia parasitaria en un ritual. La obra de arte reproducida se convierte, en
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La definición del aura como «la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)» no representa otra
cosa que la formulación del valor cultual de la obra artística en categorías de percepción espacial–temporal. Lejanía es lo
contrario que cercanía. Lo esencialmente lejano es lo inapro-ximable. Y serlo es de hecho una cualidad capital de la ima- gen cultual. Por propia naturaleza sigue siendo «lejanía, por cercana que pueda estar». Una vez aparecida conserva su leja- nía a la cual en nada perjudica la cercanía que pueda lograrse de su materia. 8
A medida que se seculariza el valor cultual de la imagen nos representaremos con mayor indeterminaci6n el sustrato dé su
singularidad. La singularidad empírica del artista o de su actividad artística desplaza cada vez más en la mente del espec- tador a la singularidad de las manifestaciones que imperan en la imagen cultual. Claro que nunca enteramente; el concepto
de autenticidad jamás deja de tender a ser más que una adjudicación de origen. (Lo cual se pone especialmente en claro en
el coleccionista, que siempre tiene algo de adorador de fetiches y que por la posesión de la obra de arte participa de su vir- tud cultual.) Pero a pesar de todo la función del concepto de lo auténtico sigue siendo terminante en la teoría del arte: con
la secularización de este último la autenticidad (en el sentido de adjudicación de origen) sustituye al valor cultual.