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“La escuela moderna” de Francisco Ferrer Guardia

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LA ESCUELA MODERNA*

Francisco Ferrer Guardia

CAPÍTULO I

EXPLICACIÓN PRELIMINAR

Mi participación en las luchas de fines del pasado siglo sometieron a prueba mis convicciones.

Revolucionario inspirado en el ideal de justicia, pensando que la libertad, la igualdad y la

fraternidad eran el corolario lógico y positivo de la República, y, dominado por el prejuicio

generalmente admitido, no viendo otro camino para la consecución de aquel ideal que la acción

política, precursora de la transformación del régimen gubernamental, a la política republicana

dediqué mis afanes.

Mi relación con D. Manuel Ruiz Zorrilla, que podía considerarse como centro de acción

revolucionaria, me puso en contacto con muchos revolucionarios españoles y con muchos y

notables republicanos franceses, y su frecuentación me causó gran desengaño: en muchos vi

egoísmos hipócritamente disimulados; en otros que reconocí como más sinceros sólo hallé

ideales insuficientes, en ninguno reconocí el propósito de realizar una transformación radical

que, descendiendo hasta lo profundo de las causas, fuera garantía de una perfecta

regeneración social.

La experiencia adquirida durante mis quince años de residencia en París, en que presencié las

crisis del boulangismo, el dreyfusismo y del nacionalismo, que constituyeron un peligro para la

República, me convencieron de que el problema de la educación popular no se hallaba resuelto,

y no estándolo en Francia, no podía esperar que lo resolviera el republicanismo español, toda

vez que siempre había demostrado deplorable desconocimiento de la capital importancia que

para un pueblo tiene el sistema de educación.

Imagínese lo que sería la presente generación si el partido republicano español, después del

destierro de Ruiz Zorrilla, se hubiera dedicado a fundar escuelas racionalistas al lado de cada

comité, de cada núcleo librepensador o de cada logia masónica; si en lugar de preocuparse los

presidentes, secretarios y vocales de los comités del empleo que habrían de ocupar en la futura

república hubieran trabajado activamente por la instrucción popular, cuánto se hubiera

adelantado durante treinta años en las escuelas diurnas para niños y en las nocturnas para

adultos.

¿Se contentaría en ese caso el pueblo enviando diputados al Parlamento que aceptan una ley

de Asociaciones presentada por los monárquicos?

¿Se limitaría el pueblo a promover motines por la subida del precio del pan, sin rebelarse contra

las privaciones impuestas al trabajador a causa de la abundancia de lo superfluo de que gozan

los enriquecidos con el trabajo ajeno?

*

Digitalización: KCL.

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¿Haría el pueblo raquítico motines contra los consumos en vez de organizarse para la

supresión de todo privilegio tiránico?

Mi situación como profesor de idioma español en la Asociación Filotécnica y en el G. O. de

Francia me puso en contacto con personas de todas clases, tanto en concepto de carácter

propio como en le de su posición social, y examinadas con la idea de ver que prometían

respecto de influir en el gran conjunto, sólo vi gente dispuesta a sacar el mejor partido posible

de la vida en sentido individual: unos estudiaban el idioma español para proporcionarse un

avance en su profesión, otros para estudiar la literatura española y perfeccionarse en su

carrera, algunos hasta para proporcionarse mayor intensidad en sus placeres viajando por los

países en que se habla el idioma.

A nadie chocaba el absurdo dominante por la incongruencia que existe entre lo que se cree y lo

que se sabe, ni nadie apenas se preocupaba de dar una forma racional y justa a la solidaridad

humana, que diera a todos los vivientes en cada generación la participación correspondiente en

el patrimonio creado por las generaciones anteriores.

Vi el progreso entregado a una especie de fatalidad, independiente del conocimiento y de la

bondad de los hombres, y sujeto a vaivenes y accidentes en que no tiene participación la acción

de la conciencia ni de la energía humanas. El individuo, formado en la familia con sus

desenfrenados atavismos, con los errores tradicionales perpetuados por la ignorancia de las

madres, y en la escuela con algo peor que el error, que es la mentira sacramental impuesta por

los que dogmatizan en nombre de una supuesta revelación divina, entraba en la sociedad

deformado y degenerado, y no podía exigirse de él, por lógica relación de causa a efecto, más

que resultados irracionales y perniciosos.

Mi trato con las personas de mi relación, inspirado siempre en la idea de proselitismo, se dirigía

a juzgar la utilizad de cada una desde el punto de vista de mi ideal, y no tardé en convencerme

de que con los políticos que rodeaban a D. Manuel no se podía contar para nada; a mi juicio,

perdónenme las honrosas excepciones, eran arrivistas impenitentes. Esto dio lugar a cierta

expresión que, circunstancias graves y tristes para mí, quiso explotar en mi perjuicio la

autoridad judicial. D. Manuel, hombre de alteza de miras y no suficientemente prevenido contra

las miserias humanas, solía calificarme de «anarquista» cada vez que me veía exponer una

solución lógica, y por tanto radical siempre, opuesta a los arbitrios oportunistas y a los

radicalismos de oropel que presentaban los revolucionarios españoles que le asediaban y aun

explotaban, lo mismo que a los republicanos franceses, que seguían una política de beneficio

positivo para la burguesía y que huían de lo que pudiera beneficiar al proletariado desheredado,

pretextando mantenerse a distancia de toda utopía.

Resumiendo y concretando: durante los primeros años de la restauración conspiración con Ruiz

Zorrilla hombres que después se han manifestado convencidos monárquicos desde el banco

azul; y aquel hombre digno que mantenía viva la protesta contra el golpe de Estado del 3 de

enero de 1874, cándido por demasiado honrado, se confió a aquellos falsos enemigos,

resultando lo que con harta frecuencia resulta entre políticos, que la mayoría abandonó al

caudillo republicano para aceptar una cartera o un puesto elevado, y sólo pudo contar con la

adhesión de los que por dignidad no se venden, pero que por preocupaciones carecen de lógica

para elevar su pensamiento y su energía para activar su acción.

A no haber sido por Asensio Vega, Cebrián, Mangado, Villacampa y pocos más, D. Manuel

hubiera sido juguete durante muchos años de ambiciones y especuladores disfrazados de

patriotas.

En su consecuencia limité mi acción a mis alumnos, escogiendo para mis experimentos a

aquellos que me parecieron más apropiados y mejor dispuestos.

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Con la percepción clara del fin que me proponía, y en posesión de cierto prestigio que me daba

mi posición de maestro y mi carácter expansivo, cumplidos mis deberes profesionales, hablaba

con mis alumnos de diversos asuntos; unas veces sobre costumbres españolas, otras sobre

política, religión, arte, filosofía, y siempre procuraba rectificar los juicios emitidos en lo que

pudieran tener de exagerados o de mal fundados, o bien hacía resaltar el inconveniente que

existe en someter el criterio propio al dogma de secta, de escuela o de partido, lo que por

desgracia está tan generalizado, y de ese modo obtenía con cierta frecuencia que individuos

distanciados por su credo particular, después de discutir, se acercaran y concordaran, saltando

sobre creencias antes indiscutidas, y aceptadas por fe, por obediencia o por simple acatamiento

servil, y por ello mis amigos y alumnos se sentían dichosos por haber abandonado un error

vergonzoso y haber aceptado una verdad cuya posesión eleva y dignifica.

La severidad de la lógica, aplicada sin censura y con oportunidad, limó asperezas fanáticas,

estableció concordias intelectuales y quién sabe hasta qué punto determinó voluntades en

sentido progresivo.

Librepensadores opuestos a la Iglesia y que transigían con las aberraciones del Génesis, con la

inadecuada moral del Evangelio y hasta con las ceremonias eclesiásticas; republicanos más o

menos oportunistas o radicales que se contentaban con la menguada igualdad democrática que

contiene el título de ciudadanía, sin afectar lo más mínimo a la diferencia de clases; filósofos

que pretendían haber descubierto la causa primordial entre laberintos metafísicos, fundando la

verdad sobre una vana fraseología, todos pudieron ver el error ajeno y el propio; todos o la

mayor parte se orientaron hacia el sentido común.

Llevado por las alternativas de mi vida lejos de aquellos amigos, algunos me enviaron la

expresión de su amistad al fondo del calabozo donde esperaba la libertad confiado en mi

inculpabilidad; de todos espero buena y eficaz acción progresiva, satisfecho por haber sido la

causa determinante de su racional orientación.

CAPÍTULO II

LA SEÑORITA MEUNIÉ

Entre mis alumnos se contaba la señorita Meunié, dama rica, sin familia, muy aficionada a los

viajes, que estudiaba el español con la idea de realizar un viaje a España.

Católica convencida y observante escrupulosamente nimia, para ella la religión y la moral eran

una misma cosa, y la incredulidad, o la impiedad, como se dice entre creyentes, era señal

evidente de inmoralidad, libertinaje y crimen.

Odiaba a los revolucionarios, confundida con el mismo inconsciente e irreflexivo sentimiento

todas las manifestaciones de la incultura popular, debido entre otras causas de educación y de

posición social, debido entre otras causas de educación y de posición social, a que recordaba

rencorosamente que en los tiempos de la Commune había sido insultada por los pilluelos de

París yendo a la Iglesia en compañía de su mamá.