Todos los días mi abuelo y yo nos situábamos cerca del pórtico de san Cosme. Mi abuelo era alto, era enjuto: entre la orla de sus barbas enmarañadas, la roja nariz semejaba un grueso goterón de sangre a punto de resbalar de la frente hasta el pecho; sus ojos sin luz estaban siempre abiertos. Cuando entraban los fieles en la iglesia, los niños lo miraban temerosos y se apretaban contra sus madres. A veces aún sueño yo con él y lo veo tal como era, encorvado ya por la edad, envuelto en su sucia zamarra, apresando aquel grueso garrote con que tanteaba el suelo al andar. Siento aún, entonces, la presión de su enorme mano nudosa en mi hombro de lazarillo. Cuando la desdicha me amarga, aquella presión parece hacerse amistosa y decirme:
_ ¡Eh, pequeño Esteban, acuérdate de aquellos tiempos nuestros!... ¿No te parece que, por mal que te vaya ahora, eres feliz?...
Vivíamos en la boardilla de todos los cuentos de mendigos. La conocéis bien para que os hable yo, una vez más, de las puertas mal ajustadas por las que el viento helado penetra, y del roto colchón tendido sobre las tablas del piso y de la estrecha ventana donde un vidrio quebrado no había sido sustituido jamás. Mis hermanos se arrastraban como vermes entre los destartalados cachivaches, con las piernas rojas al aire. En las noches de lluvia, una gotera simulaba en la estancia un apagado ruido de reloj: “tac-tac”, “tac-tac...” Os digo en verdad que era una vida miserable. La costumbre llega a atenuar los sufrimientos; pero aún así, cuando yo pude izarme por la cadena de un buque y esconderme en la sentina, cuando sentí la trepidación de las máquinas que nos impulsaban hacia América, tuve la más grande alegría de mi vida.
En aquellos tiempos, ya tenía el vicio de soñar. En nuestras largas esperas contra el pórtico, ¡pensaba yo en tantas buenas cosas...! Así cuando la mano del abuelo me sacaba de mi abstracción, nacía en mí un sordo rencor contra el anciano. Pensaba...¡oh...! mis sueños de entonces son como las cartas de los primeros amores, que no se enseñan jamás, que tienen para uno el secreto y sutil encanto de la ingenuidad, inapreciable para las demás gentes; tengo ese triste tesoros de recuerdos guardados muy dentro de mí; alguna vez, en las noches de mis meditaciones se levanta en puntillas mi memoria, y va a abrir la arquilla de los remotos recuerdos, con la cautela de un avaro; mejor aún, con el sigilo de una mujer que sacase de su escondrijo las reliquias de un amor desgraciado.
Yo no contaré esos sueños; os reiríais... ¡Oh, aquel mi primer cariño!...Vivía ella en una casa cercana a la nuestra. Frecuentemente la veía yo desde nuestra boardilla jugar en la terraza o asomarse a sus balcones y mirar a la calle largo tiempo, con una gravedad de mujer. Tendría mi edad: unos diez años. Ahora, cuando ya hay canas en nuestra cabeza, nos olvidamos de nuestros sentimientos de niños y creemos que a los diez años no se puede querer. La adoraba. Más de un día bajé a brincos la escalera para verla salir. Llegaba jadeante al portal, guardaba bajo la gorra el mechón rebelde que casi me tapaba los ojos, me escondía un poco, amparado en la jamba de mi puerta. Y ella pasaba, espigadita, seria, con aquella extraña seriedad suya, ocultas las manos en el blanco manguito, aumentando el brillo de los ojos enormes en la sombra que hacía l ala del sombrero. La institutriz, alta, grave, oculto el rostro bajo un velo tupido, iba a su lado. Yo las veía pasar: latía mi pequeño corazón más aprisa. Luego quedaba largo tiempo mirando sin ver, soñando, soñando...
Cuando en la humilde escuela, a la que iba alguna vez, nos hacían leer el cuento aquel en que el niño pobre y bueno salva a la señorita que le negó un trozo de pan, yo sentía una emoción recogida y dulce. Después, en los harapos de mi lecho yo glosaba el relato con nuevas imaginaciones. De pronto - pensaba- un resplandor rojo entra por el tragaluz de nuestro cuarto: es la casa frontera que arde, la casa donde ella vive. Yo corro y la salvo también, como el niño bueno despreciado...
Es grotesco, ¿verdad...? Me veía apartando a la gente, desnuda la cabeza, avanzando hacia la casa incendiada. El público gritaba:
_ ¡No dejarle pasar...! ¡Todo está ardiendo!
Y yo me zambullía entre el fuego y el humo, tal como había visto en la portada de una novela hallada sobre las losas de la calle. Entonces gritaba unánimemente la multitud. Entre el fuego, yo reaparecía con el dulce cuerpecito en mis brazos. ¿Debo decir que me desmayaba después...? Cuando volvía en mí, ella me miraba con sus grandes ojos oscuros llenos de amor. Y venía el padre, grueso, enchisterado, con la enorme cadena de oro cruzada sobre el vientre, y me decía, como en el cuento leído en la escuela:
-Tienes un alma de oro, hijo mío, y las riquezas del espíritu valen más que las terrenales, porque son gratas a Dios.
Como en el cuento; lo mismo que en el cuento. Pero a mí -¡sacrilegio-! me importaba más la gratitud de mi pequeña amada.
* * *
Aquel día --el de Nochebuena era—los devotos pasaban aprisa. Caía una lluvia tenaz; las gárgolas de la iglesia vomitaban el agua en gruesos chorros. Mis pobres pies estaban ateridos en los charcos. Habían venido al pórtico muchos mendigos. La caridad tiene sus ambientes propicios. En días como aquel, es más fácil hallar un corazón generoso junto a la puerta de una iglesia que cerca de los brillantes escaparates. En presencia de la imagen de Cristo, los fieles se creen mirados por Él y se inclinan a ejercer sus prácticas. Los mendigos deben buscar esos ambientes. En tal día zumbaban sus voces pedigüeñas acosando a los que entraban y salían del templo. ¡Tantos éramos...! Los pobres que teníamos sitio habitual en el atrio protestábamos contra aquella intrusión. Mi abuelo gruñía:
-¡Ladrones...! ¡Vienen a quitarle a uno su pan...!
Era muy tarde ya. De las profundidades de la iglesia salían algunas mujerucas rezagadas. Llegaban sin ruido hasta la puerta y marchaban silenciosas también, moviendo los labios como si acabasen el rezo. Pasaban sin mirarnos. Mi abuelo había callado, sombrío. Se acercaba la noche. Habíanse oído voces infantiles que cantaban los villancicos en el templo. Yo hubiera querido ir, de buen grado. “Antes de marcharnos –me decía- iré a ver a los tres Magos y a la vaca que tiene los cuernos de oro...”
Entre las sombras del pórtico surgieron dos personas. Avanzaron. Quedé inmóvil como uno de los santos de las hornacinas. “Ella” se acercaba a nosotros, al lado de la institutriz, grave y seria. Al sentir las pisadas, el clamoreo de los mendigos se volvió a alzar. Detuviéronse ellas. Mi pequeña amada dio varios pasos hacia nosotros; buscó en su monedero... Lucía la blanca piel de su manguito en la oscuridad creciente... Acercóse más. Me ofreció una moneda; yo vi brillar una moneda de plata en sus manos.
Y yo retrocedí un poco, enrojecido, ocultas las manos a la espalda, con un dolor sutil en el ánimo, con un desmayo de todos mis amores ingenuos. Me miró. Balbucí, entonces:
-Gracias...; no pedimos limosna...; nosotros, no...
* * *
Y aquella noche no hubo pan en nuestra casa.
La limosna, cuento de Wenceslao Fernández Flórez incluido en Tragedias de la vida vulgar.