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Ocaña contra Merckx

Ander Izagirre

Ocaña contra Merckx, contra los Alpes, contra Ocaña

A Eddy Merckx no le gustaba perder ni al parchís. Para enumerar los triunfos del belga -sólo los principales- hay que controlar la respiración: cinco Tours de Francia, cinco Giros de Italia, una Vuelta a España, una Vuelta a Suiza, siete Milán-San Remo, tres París-Roubaix, cinco Lieja-Bastoña-Lieja, dos Tours de Flandes, tres Flecha-Valona, dos Giros de Lombardía, tres Campeonatos del Mundo, el récord de la hora y un reguero de vueltas por etapas y victorias parciales hasta sumar 525. En su primera participación en el Tour, en 1969, Merckx ganó cinco etapas más la crono por equipos, dejó a Pingeon y Poulidor a veinte minutos, y en París se vistió el maillot amarillo, el verde de la regularidad, el blanco de la combinada, ganó el premio de la montaña y el de la combatividad. En la etapa reina de los Pirineos, cuando ya marchaba de líder con más de ocho minutos de ventaja, emprendió una escapada solitaria de 140 kilómetros, digna de las gestas locas de Coppi. En la cima del Aubisque sumaba quince minutos de ventaja sobre sus perseguidores, un escándalo, pero hasta la meta faltaban 70 kilómetros llanos y en ese tramo Merckx sufrió uno de los mayores desfallecimientos de su vida. Su director, Guillaume Driessens, le pasó un bidón con champaña y zumo de naranja para intentar reanimarlo. El belga perdió la mitad de su ventaja, pero aun así en la meta de Mourenx sacó siete minutos a sus rivales. Allí los periodistas lo bautizaron para siempre: El Caníbal. Porque Merckx disputaba hasta las metas volantes, esa clasificación secundaria establecida como aliciente para los modestos. En un Giro de Italia, el pelotón atravesaba la calle principal de un pueblo cuando al fondo apareció una pancarta. Merckx arrancó, esprintó como si le fuera la vida y pasó con ventaja, seguro de que se había anotado los puntos correspondientes. Sólo en los últimos diez metros levantó la cabeza del manillar y leyó lo que ponía en la pancarta: “Vota Partido Comunista”.

El segundo Tour de Merckx, en 1970, no tuvo ninguna historia: El Caníbal devoró siete etapas, sacó un cuarto de hora a Zoetemelk y Petterson, ganó la montaña, la regularidad, la combatividad y las metas volantes. Los diarios franceses repitieron un juego de palabras en los titulares: “Tout Eddy”, que significa “todo Eddy” pero que se pronuncia igual que “tout est dit”, “todo está dicho”.

Luis Ocaña también tenía algo que decir. Se hizo profesional en 1968 y apareció en el panorama ciclista como un tifón, como un corredor extraordinario que se fugaba temprano, ignoraba a sus rivales, se exprimía al máximo durante horas y cruzaba las metas solo. Ocaña, el ciclista más trágico y desgarrado, vivió en permanente lucha contra sí mismo. Cuando era niño, emigró de Cuenca a Francia con su familia. Allí le llamaban “el español de Mont-de-Marsan”. En España le tachaban de comunista -todo un delito- y de francés -casi un pecado-. Fue uno de los corredores con más talento de la historia, pero él en realidad prefería ser albañil o carpintero. Se convirtió en ciclista, decía, porque cuando trabajaba en una carpintería su jefe le insultó y él le lanzó un hacha. El hacha voló, pasó a pocos centímetros del jefe y se clavó contra una puerta. A Ocaña lo despidieron. Y él pensó que podría ganarse la vida con la bicicleta.

Ganó un Tour, una Vuelta, dos campeonatos de España, tres Dauphine-Libere, dos Vueltas al País Vasco, una Volta a Cataluña, una Midi Libre. Después de retirarse, se hizo con un viñedo para producir licor Armagnac y también compró un Jaguar blanco, con el que recorría las autopistas francesas a doscientos por hora. Cuentan sus escasos amigos que limpiaba los cristales de ese Jaguar con uno de los maillots amarillos que consiguió en el Tour. En la jornada de descanso de la ronda francesa de 1979, un Ocaña ya retirado participó en una carrera de coches, se salió en una curva y cayó dando vueltas de campana por un barranco de doscientos metros. Lo rescataron bañado en sangre por un corte profundo en la cabeza, con los antebrazos rotos y la pelvis fracturada. En otro accidente perdió un ojo y le pusieron uno de cristal. Un amigo calculaba que destrozó unas tres docenas de coches. Ocaña vivía en una permanente y angustiosa carrera, una fuga solitaria en la que iba dejando en la cuneta a compañeros, amigos y familia, un descenso en picado. Cada vez soportaba a menos gente; procuraba comer y cenar solo y se marchaba a su habitación a leer a los románticos españoles, autores desgarrados como Bécquer, Larra o Espronceda. En los años noventa, el mercado del licor Armagnac se desplomó y el negocio de Ocaña entró en números rojos. Le aconsejaron que arrancara las doscientas mil cepas que tenía y plantara otras variedades para producir champaña. En uno de sus accidentes automovilísticos, una transfusión urgente le salvó la vida pero le contagió la hepatitis C. La enfermedad degeneró en cirrosis. El tratamiento le debilitó tanto que en 1994 abandonó sus tareas de comentarista para la cadena Cope en la Vuelta a España, a mitad de carrera, y se volvió a la soledad de su casa en Caupenne d’Armagnac. Se sumergió en una depresión sin fondo. Las broncas con su mujer Josiane se habían agravado hacía tiempo. Estaba solo. Y el 19 de mayo de 1994, con 48 años, se pegó un tiro.

La fuerza descomunal y el espíritu atormentado de Ocaña necesitaban chocar con un rival grandioso, con un monstruo. Y ahí estaba Merckx. El castellano luchó contra el belga con furia, con un empeño quijotesco; algunas veces derribó al gigante con estrépito, y otras veces las aspas de los molinos lo alancearon, lo tiraron por los aires y lo dejaron hecho un guiñapo sanguinolento. Las fotos más famosas de Ocaña se dividen en dos tipos: aquellas en las que pedalea sentado, con la mirada firme y el gesto concentrado, mientras sus rivales se retuercen, y aquellas en las que aúlla de dolor, tirado en una cuneta o cubierto de sangre. Y una curiosidad significativa: apenas hay fotos de Ocaña y Merckx juntos. Componían una mezcla explosiva: si se juntaban, el pelotón estallaba en pedazos y uno de los dos quedaba fuera de combate.

Los dos primeros Tours de Ocaña, dos desastres, coincidieron con los primeros Tours triunfales de Merckx. En 1969, en las rampas del Ballon de Alsacia, mientras el belga fulminaba a sus rivales, el español se enganchó con la rueda de otro corredor, cayó a plomo y compuso la imagen dramática de su primera foto famosa: los ciclistas del equipo Fagor -Perurena, Gabika, Mendiburu, Galera, Santamarina- empujan a un Ocaña con la cabeza hundida, noqueado, mientras una regata de sangre mana de su barbilla y le empapa el maillot y los muslos. Ocaña resistió una etapa más y luego se retiró. En el Tour de 1970, mientras Merckx acumulaba su botín de siete etapas, unas hemorroides dejaron a Ocaña fuera de combate. Al menos, se recuperó a tiempo para pasar fugado por Mont-de-Marsan, su pueblo, y ganar ese mismo día su primera etapa en el Tour.

La gran colisión entre Ocaña y Merckx ocurrió en 1971. Ese año, el castellano contaba con otro ingrediente para reventar el Tour: José Manuel Fuente, El Tarangu (en bable, despreocupado), un corredor con el que no compartía equipo pero sí una manera extrema de entender el ciclismo. A Fuente, del equipo Kas, no le valían las tácticas bien medidas, él lo reducía todo a una cuestión de fuerza bruta y capacidad de sufrimiento: arrancaba a muerte en cuanto veía un repecho y destrozaba la carrera. Y a menudo se destrozaba él mismo. Fuente, un fenómeno de la naturaleza, ganó dos Vueltas a España y machacó al mismísimo Merckx una y otra vez en las montañas del Giro de Italia, pero se hizo famoso sobre todo por las pájaras que agarraba. No sabía medirse, se entregaba a la batalla con tanta pasión que olvidaba comer y además tenía un riñón estropeado desde niño que no daba abasto para filtrar las toxinas de un cuerpo tan revolucionado. Entre una cosa y otra, Fuente era capaz de atacar en el primer puerto de una etapa, sacar de rueda a todos sus rivales, alcanzar una ventaja de escándalo, y de pronto hundirse, ciego, con las rodillas temblando, y bajarse de la bici o llegar a meta empujado por sus compañeros y fuera de control. Era un ciclista pasional, un locoide atrabiliario, un tiroloco, emperrado en dormir con su bicicleta al lado de la cama y capaz de fumarse una cajetilla de Marlboro para calmar los nervios en vísperas de una contrarreloj o de una etapa decisiva. Como Ocaña, Fuente tenía clavado a Merckx entre ceja y ceja. Y creía poseer la receta para batirle: “Para ganar a Merckx, hay que atacarle todo el tiempo”. Ocaña coincidía: “Merckx es muy superior a todos, así que hay que atacarle en un terreno muy duro”.

El Tour de 1971 comenzó de cara para el belga, con un triunfo en la crono por equipos del primer día y otro más en Estrasburgo, con la subida al Ballon de Alsacia de por medio. Luego, en la ascensión al Puy de Dome, Ocaña dejó atrás a Merckx y ganó la etapa, pero sólo le sacó quince segundos. Aquello no tenía relevancia para la general; sin embargo, fue un momento clave para Ocaña: la confirmación de que Merckx cedía antes que él. Ya sólo faltaba esperar a una jornada con varios puertos, para atacar desde el primer repecho y esperar a que el belga flaqueara lejos de meta. Ocaña necesitaba dinamiteros y los encontró muy cerca: charló con Fuente y los ciclistas del Kas, y todos subrayaron en rojo la etapa entre Grenoble y Orcieres-Merlette, de apenas 134 kilómetros pero trazada a través de un tobogán de puertos alpinos.

Aquella etapa se disputó bajo un sol abrasador, ideal para fundir piernas, corazones y cerebros. En cuanto el pelotón dejo atrás Grenoble y empezó a subir el col de Laffrey, Fuente lanzó un ataque fuerte y sostenido, de pie, bailando sobre los pedales, sin mirar hacia atrás. Cuando por fin se sentó y giró el cuello para observar los resultados, vio que a su rueda marchaban Ocaña, Agostinho, Van Impe y Zoetemelk. El resto del pelotón, Merckx entre ellos, había desaparecido. Feliz por la escabechina, Fuente siguió tirando de los escapados como un poseso. Pero esta vez le tocaba día malo: poco antes de coronar ese primer puerto, al asturiano se le bloquearon los muslos y se descolgó. Sus compañeros del equipo Kas lo encontraron perdido en la carretera, grogui, y lo llevaron a rastras hasta la meta, donde entraron fuera de control. Fuente acabó destrozado, pero su ataque sirvió para dejar a Merckx sin equipo. Después de bajar Laffrey, el grupo de Ocaña llevaba cuatro minutos de ventaja al pelotón, y a Merckx sólo le quedaban dos compañeros derretidos, Wagtmans y Huysmans, para perseguir a los fugados. Estos gregarios daban relevos con voluntad pero sin fuerza, por lo que Merckx decidió ponerse en cabeza y tirar a bloque, con ochenta ciclistas a su rueda en fila india.

Pero ese día Ocaña tenía las mejores piernas de su vida y una ambición voraz. En la subida al col de Noyers, descolgó a sus compañeros de fuga y aumentó la ventaja sobre Merckx hasta los seis minutos. Voló en la bajada y subió como un cohete hasta la estación de esquí de Orcieres-Merlette: en meta, sacó 6’30” a Van Impe, segundo, y 8’42” a Eddy Merckx, tercero. La mitad del pelotón llegó fuera de control, incluidos Fuente y los del Kas, pero la organización los repescó como medida excepcional, teniendo en cuenta la exhibición de Ocaña. Jacques Goddet, director del Tour, escribió su crónica en el diario L’Equipe: “El emperador, fusilado. Jornada de ejecución. Jornada de consagración. Cuatro horas de drama y grandeza”. Louison Bobet, que siguió en coche la escapada de Ocaña, se rindió a los pies del conquense: “Qué etapa más formidable. Por primera vez en muchos años, he sentido nostalgia del Tour. Estábamos desesperados, no había más corredor que Merckx, y he aquí que todo ha cambiado. La cabalgada de Ocaña me ha recordado las grandes escapadas de nuestros tiempos, como la de Coppi o las mías en el Izoard”.

Ocaña, líder con 8’43” sobre Zoetemelk y 9’46” sobre Merckx, tenía el Tour en la mano. O eso parecía. Porque aquella diferencia aparentemente insuperable era un reto digno del gran Merckx. Y al día siguiente, jornada de descanso en la estación de Orcieres-Merlette, los ciclistas del Molteni, la escuadra de Merckx, se entrenaron detrás de un coche a toda velocidad, a sesenta y setenta kilómetros por hora. Los ciclistas de otras equipos intuyeron que estaban preparando algo, pero no les inquietó demasiado porque la siguiente etapa no presentaba dificultades: desde la cima de Orcieres-Merlette hasta el nivel del mar en Marsella.

En la salida de esa etapa, Nemesio Jiménez, corredor del Kas, observó un detalle curioso. “Me fijé por casualidad en la bicicleta de Wagtmans, el compañero de Merckx, que tenía fama de ser el mejor bajador del pelotón”, contó Jiménez al periodista Arribas. “En el tubo vertical de la bici de Wagtmans había una marca, la señal de las arandelas del desviador. Se notaba que había subido el desviador de los platos. Lo había tenido que hacer para colocar un plato más grande de lo normal, uno de 54 o 55 dientes, y eso significaba que pensaban atacar desde la salida, cuesta abajo. Intenté avisar a los míos, pero ya era tarde, porque estábamos colocados en la primera línea de la salida y no podíamos movernos. Los del equipo de Merckx aparecieron tarde, pero en cuanto dieron la salida, sin respetar ni siquiera el recorrido neutralizado, salieron corriendo a pie, con la bicicleta en la mano, para tomar impulso y mover desde el principio el desarrollo más grande”.

Los corredores del Molteni, con Wagtmans a la cabeza y Merckx a rueda, se lanzaron esprintando cuesta abajo, ante el desconcierto del pelotón: faltaban 250 kilómetros hasta la meta. La patada al avispero resultó efectiva. Muchos de los favoritos, Ocaña incluido, habían salido a mitad de pelotón, incluso en cola, y ahora trataban de remontar posiciones en una desbandada histérica cuesta abajo, acompañados por sus gregarios, que trataban de abrirles paso. Y sucedió lo inevitable: un corredor nervioso que intenta colarse por una esquina, dos manillares que se enganchan, una rueda que toca a otra, y varios montones de ciclistas que ruedan por los suelos. La carrera estaba rota. Por delante, el equipo de Merckx tirando a muerte. Después, el grupo de Ocaña, intentando cazarlos, con el propio Ocaña pasando a los relevos con todas sus fuerzas. Y más atrás, otro grupo con los ciclistas del Kas, rezagados por esperar a Zubero, que contaba para los primeros puestos de la general y se había caído en la bajada.

Fue una locura de etapa: los ciclistas rodaron a casi cincuenta kilómetros por hora durante más de cinco horas. “Nunca olvidaré el día de Marsella”, dice Nemesio Jiménez, del Kas. “No comimos nada. Hicimos los primeros cien kilómetros a tope, a tope, a relevos sin parar y llegamos a tenerlos muy cerca. Íbamos tirando todos los del Kas, incluido Fuente. En un repecho, Fuente se puso a tirar como un cosaco. Y gastó tanto que se vació, le entró la pájara. Quería bajarse de la bici. Yo le animaba: ‘Vamos, Tarangu, que en los Pirineos tienes dos etapas a tu medida y las vas a ganar’. Fuente se agarraba a mí para no caerse. En un momento, me soltó y se bajó. Me enfadé de veras y le pegué un pescozón. Conseguí que volviera a subirse, se agarró a mi culote, Uribezubía lo empujaba por detrás, y así recorrimos los últimos 70 kilómetros de la etapa”.

En Marsella, el alcalde Gaston Deferre se presentó en la zona de llegada a media tarde y observó que la carretera estaba desierta y las tribunas metálicas desmontadas. Deferre se acercó a los obreros municipales y les montó una bronca: “¡Todavía tenéis las tribunas y las vallas a medio montar!”. “Señor alcalde”, le contestó uno de los empleados, “las estamos desmontando. Los ciclistas han llegado hace casi dos horas. Venían con fuego en el culo, con perdón”. El equipo locomotora de Merckx había cruzado la meta con 2’12” de ventaja sobre el grupo en el que llegó Ocaña. Fuente, arrastrado otra vez por sus compañeros del Kas, había llegado a la meta de Marsella fuera de control, como en la etapa anterior. Pero la organización, teniendo en cuenta que el grupo de Merckx había completado la etapa con dos horas de adelanto, y que incluso los últimos habían entrado antes del horario previsto, decidió ampliar el cierre del control: Fuente fue repescado por segunda vez consecutiva. Y en los Pirineos cumplió el pronóstico de Nemesio Jiménez: ganó dos etapas.

La diferencia que obtuvo Merckx en Marsella no resultó demasiado grande, pero era la advertencia de El Caníbal: no pensaba rendirse. Ocaña, enfadado porque había caído en la emboscada, criticó al belga nada más cruzar la meta: “No es de valientes atacar en un descenso”. Luego, con la cabeza un poco más fría, aceptó que en la tarea de derrotar a Merckx no podía pedir ninguna tregua. Lo reconoció, años después: “Merckx y yo habíamos decidido atacarnos en cada metro de la carrera. Y sabíamos que uno de los dos no iba a terminar el Tour”.

En vísperas de las etapas pirenaicas, después de que el belga robara otro puñado de segundos en una contrarreloj corta, el español contaba con 7’23” de ventaja, una diferencia holgada, pero en la etapa Revel-Luchon le esperaban un Merckx desbocado y una tormenta de granizo. En el Portet d’Aspet, primera ascensión del día, cuajó la escapada en la que Fuente se coló para ganar la etapa. Por detrás, el grupo marchaba a tren, con Ocaña soldado a la rueda de Merckx. No quería dejarle ni un metro de ventaja. Después subieron el col de Mente bajo un bochorno asfixiante, envueltos en electricidad estática y amenazados por unos nubarrones de color petróleo que se iban acumulando sobre la cordillera. Allí comenzó Merckx sus demarrajes, cada uno más brutal que el anterior, pero Ocaña respondía bien, siempre pegado a rueda, y los demás rivales cedían terreno.

Poco antes de cruzar la cima del puerto, estalló un trueno, el cielo se rasgó y una oleada de granizo cayó sobre los ciclistas. Se hizo de noche. Merckx aprovechó el diluvio y la oscuridad para tensar la cuerda y atacó en las primeras curvas del descenso: pensaba que Ocaña, con un colchón de siete minutos, tomaría precauciones y quizá cedería terreno en la bajada. Pero la carretera desapareció bajo una riada furiosa de agua, hielo y barro, y en una curva de herradura a la izquierda Merckx no pudo controlar la bici, siguió recto y chocó contra la ladera. Por detrás llegó Ocaña, con su bici ultraligera de titanio diseñada para etapas de montaña, incapaz de gobernarla en un descenso así, y cayó al lado de Merckx. Al español le criticaron que arriesgara para seguir al belga bajo aquella granizada, pero él se defendía: “Yo no quería seguirle, es que no podía parar, iba sin frenos. Los ciclistas sabemos bajar con lluvia, sabemos cómo secar la llanta con frenadas cortas y seguidas, pero allí íbamos sobre un río de barro y los frenos no servían para nada”.

Merckx se levantó rápido, vio que se le había salido la cadena, la colocó y reanudó el descenso. Ocaña intentaba sacar la rueda delantera, que con el golpe se le había doblado, cuando entre el manto de granizo apareció Zoetemelk a toda velocidad, con la rueda delantera pinchada, gritando, sin poder frenar ni cambiar su trayectoria. Zoetemelk embistió a Ocaña y lo empotró contra unas rocas. El español se golpeó la cabeza y quedó en el suelo, medio inconsciente. Entonces llegó Agostinho derrapando y también cayó sobre él. Algunos espectadores corrieron para socorrerles, pero fueron arrollados por otros dos ciclistas que bajaban descontrolados. Y para rematar, una moto de la televisión francesa no pudo esquivar la montonera y cayó sobre el revoltijo de cuerpos y bicicletas.

Se levantaron todos, menos Ocaña, encogido en el suelo, gritando de dolor. Aparecieron los médicos, lo subieron a una camilla y pidieron un helicóptero para trasladarlo al hospital de Saint Gaudens, precisamente la ciudad donde el conquense había ganado su primera etapa el año anterior. Allí le quitaron el maillot amarillo, rasgado y cubierto de barro.

Fuente, ganador de aquella etapa trágica, se cayó dos veces en esa bajada del col de Mente. También Merckx, después de caer con Ocaña, se fue al suelo otras dos veces más, se despellejó las rodillas y terminó el descenso con muchos dolores pero sobre la bicicleta. Después del terrible paso por el col de Mente, los favoritos, maltrechos, se agruparon de nuevo. Cuando Merckx vio que Ocaña no venía, renunció a tirar del grupo y se quedó a cola: quería ganar en buena lid, sin aprovecharse de un accidente de su rival. A pesar de su nobleza, el belga sufrió las iras de algunos espectadores españoles que esperaban en el Portillon, último puerto de la jornada, y que se habían enterado por la radio de la caída y el abandono de Ocaña: le insultaron, le escupieron, incluso le tiraron piedras.

En meta, un periodista risueño se acercó a Merckx con un micrófono: “Bueno, Eddy, el Tour ya está ganado”. El belga calló unos segundos, le miró con desprecio y le contestó cinco palabras: “No, el Tour está perdido”. El locutor del podio llamó varias veces a Merckx para que subiera a por el maillot amarillo, pero él se negó. No quería ponérselo. Su masajista lo sacó de la zona de meta llorando, y lo llevó a una de las aulas del instituto de enseñanza de Luchon, donde un médico le inspeccionó las rodillas dañadas y le diagnosticó una distensión de ligamentos. “No es grave”, dijo el médico, “puede continuar en carrera sin problemas”. “No quiero seguir”, contestó Merckx.

En el hotel, el director deportivo y los compañeros del equipo Molteni trataron de convencerle para que continuara: “Tienes que seguir, Eddy, no puedes dejar tirados a tus compañeros, se perderán el dinero de los premios. Y no querrás que ganen el Tour Zoetemelk o Van Impe, ese par de chuparruedas...”. Albani, patrón del equipo Molteni, se reunió a solas con Merckx y apeló de nuevo a su responsabilidad: de él dependían los premios de sus gregarios, la rentabilidad publicitaria del equipo, las ilusiones de los aficionados belgas.

Al día siguiente, en la minietapa de 19 kilómetros hasta la cumbre de Superbagneres, que también ganaría Fuente, el belga se presentó en la salida sin el maillot amarillo. Permaneció sentado en un rincón, rodeado por sus compañeros de equipo y tratando de ocultarse. Lloraba en silencio. Se le acercó una nube de periodistas y le empezaron a hacer preguntas, pero Merckx no podía hablar. Le temblaba el rostro. Se tapó la boca con la mano un par de veces, para sofocar los sollozos. Y al final, con la voz rota, pronunció dos frases: “Habría preferido quedar segundo antes que ganar en estas circunstancias. Será una victoria manchada para siempre”. La organización emitió un comunicado para explicar por qué no multaba a un líder que se negaba a vestir el jersey amarillo, como preveía el reglamento: “El corredor Eddy Merckx ha informado a los directores de la carrera que desea abstenerse de vestir el maillot amarillo en la etapa de hoy, para rendir un homenaje al valor desafortunado de Luis Ocaña, a quien una grave caída ha obligado a abandonar siendo líder del Tour. El jurado de comisarios, comprendiendo la caballerosidad del gesto, ha decidido derogar las disposiciones del artículo 14 del reglamento y autoriza al corredor Merckx a no portar hoy el maillot amarillo de líder”.

El patrón Albani conocía bien el corazón de Merckx. Sabía que seguiría corriendo por su afilado sentido del deber y su amor por la profesión: el belga se consideraba siempre en deuda con el sacrificio de sus gregarios y también sentía un respeto profundo por sus rivales, a los que jamás menospreciaba. Unos años después, en 1975, El Caníbal perdió el maillot amarillo y las posibilidades de ganar un sexto Tour, batido por el francés Thevenet. “En el ciclismo no existen los milagros”, dijo entonces Merckx. “Me he encontrado con un Thevenet demasiado fuerte para mí y no hay nada más que decir”. Jamás ponía excusas. Y las tenía. En sus inicios como ciclista profesional, en 1969, mientras corría tras moto en un velódromo, sufrió una caída terrible: el piloto, que era su entrenador y amigo íntimo Fernand Wambst, murió sobre la pista. A Merckx se le torció la columna vertebral, y este problema le ocasionó muchos dolores musculares en los años siguientes. Para los aficionados, el belga era un ciclista curiosamente obsesionado por medir al milímetro la posición del sillín, el manillar y los pedales, pero él nunca contó que lo hacía por buscar la postura que no le reavivara los dolores de la espalda, la zona lumbar y las piernas. Los problemas se le agravaron en los últimos años de su carrera: el declive le llegó muy pronto, con 31 años, pero en su primer Tour fracasado, el de 1975, no puso ni media excusa. Ni siquiera cuando después de perder el liderato sufrió una caída tonta que le produjo una fractura abierta en la cara con hundimiento de maxilar y pómulo. Tenía el rostro aplastado y no podía comer; los médicos le ordenaron que abandonase pero él se negó y exigió que no se divulgara nada sobre la gravedad de sus heridas. “Durante cuatro días sólo bebió zumos de naranja o de arroz que yo le trituraba en un aparato para bebés que compramos a toda prisa”, contó su masajista. “Todo el mundo le decía que abandonara, para preparar el final de la temporada y los Campeonatos del Mundo. Pero Eddy pensaba que sus compañeros merecían el dinero del segundo puesto y que él debía estar en el podio, un escalón por debajo de Thevenet, como homenaje al triunfo merecido del francés”. Merckx terminó el Tour en segunda posición, tras un sacrificio atroz, y en un gesto de grandeza intentó una última escapada en las calles de París. “Nunca jamás Eddy sufrió tanto”, dijo el masajista.

En el invierno de 1971, Ocaña confesó en una entrevista que después de la caída en el col de Mente sufrió una crisis muy aguda: “Estoy totalmente convencido de que habría ganado el Tour. Ya había pasado lo más duro, sólo faltaban seis etapas, quedaba poco terreno peligroso. Cuando volví del hospital a casa, me hundí. Cualquier carrera se puede ganar otro año, pero el Tour...”. El pequeño Jean-Louis, hijo de Ocaña, posaba montado en un triciclo, respondía a los periodistas y tomaba el pelo a su padre: “Quiero ser Eddy Merckx, porque gana siempre”.

En 1972, Eddy Merckx siguió ganando, como siempre. En el Tour, Ocaña sufrió una bronquitis y corrió varias etapas con fiebre, tosiendo y escupiendo sangre, hasta que los médicos le obligaron a retirarse. Merckx obtuvo su cuarto triunfo consecutivo sin oposición: cinco etapas más la crono por equipos, Gimondi y Poulidor a once minutos, y Van Impe y Zoetemelk a veinte.

En 1973, Merckx siguió ganando, como siempre. Pero cambió el escenario: decidió correr la Vuelta a España, que le faltaba en el palmarés -y la ganó, desde luego- y también se apuntó otra vez el Giro de Italia. Luego renunció al Tour. La sombra de su ausencia eclipsaba la carrera: los periódicos hablaban de una edición descafeinada. Ocaña, enrabietado por el desprecio, decidió que ese año no le bastaba con derrotar a los demás aspirantes al trono vacío de Merckx (Poulidor, Zoetemelk, Van Impe, Thevenet): quería demostrar que él era el mejor ciclista, con Merckx o sin Merckx, quería poner de rodillas al Tour, devorar etapas, comerse todas las montañas juntas.

Y le pusieron todos los Alpes juntos. Para el 7 de julio, San Fermín, los organizadores dispusieron un peculiar encierro de 237 kilómetros con las cornadas de Madeleine, Telegraphe, Galibier, Izoard y Les Orres. Ocaña ya era líder, después de vencer en la cima de Aspro-Gaillard dos días antes, y además contaba con la colaboración pactada de los equipos españoles: antes del Tour, el Kas aceptó echar una mano a Ocaña en la clasificación general, a cambio de que Fuente ganara la montaña y alguna etapa, y el más modesto La Casera también se apuntó al trato a cambio de que le facilitaran un triunfo de etapa. Pero a Fuente se le cruzaron los cables una vez más: “Voy a romper el pacto. Quiero ganar el Tour”, le dijo un día a su compañero González Linares. Éste intentó disuadirle, pero el 7 de julio Fuente se despertó con las piernas efervescentes.

El pelotón, asustado ante el correcalles alpino de más de doscientos kilómetros y cinco puertos colosales, subió la Madeleine con un ritmo tranquilo. Salvo los primeros diez o doce de la clasificación, el resto de los corredores sólo aspiraba a sufrir lo menos posible. Pero en el primer repecho de la subida al Telegraphe, Fuente salió disparado. Algunos ciclistas, bravucones pero incapaces de seguirle, le lanzaron una colección de insultos y maldiciones. Fuente ya se había esfumado. Al principio, sus rivales quizá pensaron que El Tarangu sólo buscaba los puntos de la montaña, pero pronto vieron que el asturiano no se andaba con cálculos mezquinos: había salido a reventar la etapa. Y a reventar a Ocaña, si podía.

El conquense se dio cuenta y atacó a por Fuente. Nueve ciclistas se pusieron a su rueda, pero a Ocaña ese día no le importaban los figurantes. Porque Ocaña, en realidad, no saltó a por Fuente: saltó a por el Tour. Decidió pedalear al límite de sus fuerzas durante siete horas, vestido de amarillo y a través de cuatro puertos fuera de categoría. Si fallaba, reventaría hasta dejarse las entrañas en la carretera. Si vencía de semejante manera, los aficionados, los periodistas, los Alpes y el Tour no tendrían más remedio que olvidarse de Merckx y arrodillarse ante él.

Ocaña, quijotesco siempre, aceptaba la compañía de un escudero para su hazaña. Así que cuando alcanzaron a Fuente, le propuso que se marchara con él hasta la meta, porque así el asturiano podría ganar todos los puntos de la montaña, la etapa y el segundo puesto en París. Pero El Tarangu, que esa mañana se había propuesto ganar el Tour, sólo le dio una respuesta: bajó dos piñones y esprintó con rabia, como si la meta estuviera doscientos metros más allá. Faltaban 170 kilómetros.

Ocaña saltó a la rueda de Fuente. También le siguieron Zoetemelk, Thevenet y el francés Mariano Martínez. Se reagruparon los cinco y Fuente se puso a cola, pero unos metros más adelante volvió a atacar. Esta vez sólo le siguió Ocaña, quien trató de calmar al asturiano para que no continuara con ese derroche absurdo. Fuente no contestaba. Aquello era ya un pulso entre dos testarudos. Un asunto de honor, innegociable. El Tarangu soltó un nuevo hachazo, y otro, y otro más, y una docena más. Ocaña resistió hasta que el asturiano empezó a flaquear, y entonces se tomó su venganza: “Sígueme ahora, si puedes”. Aceleró de manera progresiva y Fuente, doblado sobre la bici, asfixiado y con la boca abierta, le siguió como pudo. Por la cima del Galibier, a 140 kilómetros de meta, Thevenet, Martínez y López Carril pasaron a un minuto de los dos españoles; Zoetemelk, Van Impe, Poulidor y Perin, a cuatro. Después, el rosario de la aurora.

Ocaña recorrió el resto de la etapa con Fuente a su rueda. No le importaba la compañía, él pedaleaba concentrado para soportar el dolor y obsesionado en derrotar a las montañas. Bajaron el Galibier, subieron el Izoard, volaron por los valles hacia Les Orres. Y a falta de treinta kilómetros, Fuente pinchó. Ocaña siguió, con la cabeza metida en el manillar, subió hasta Les Orres bañado en agonía, cruzó la meta, dejó por fin de pedalear, cerró los ojos y se derrumbó.

Mientras sus auxiliares le atendían en el suelo, llegó Fuente, a un minuto. Ocaña se levantó, bebió unos tragos y contestó a dos o tres preguntas de los periodistas: “No había sufrido tanto en mi vida”, repetía. Entonces entraron Thevenet y Martínez, a siete minutos. El conquense subió al podio, recibió las flores, los besos, el maillot amarillo, y vio aparecer al italiano Perin, a doce minutos. Luego se metió en el coche del equipo para volver al hotel y escuchó que llegaban Zoetemelk y Van Impe, a quince minutos. Cuando Ocaña abría la puerta de su habitación, Poulidor, Agostinho, Van Springel, Ovion y Gandarias terminaron la etapa, a veintiún minutos. Se duchó, recibió el masaje y merendó. Había pasado una hora y la mayoría de los corredores aún no había aparecido por Les Orres.

Ocaña, ganador de seis etapas, había devorado el Tour. En la clasificación final, Thevenet, segundo, acabó a dieciséis minutos, y Fuente, tercero, a dieciocho. Durante mucho tiempo, los periodistas le siguieron preguntando por aquella escapada heroica camino de Les Orres: “Aquel día nos hiciste recordar a Coppi, a Bobet, a Koblet”, le decían. Y él contestaba: “Yo soy Luis Ocaña”.