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Textos 'Que están respirando amor'TEATRO.doc
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16

1. EL LIBRO DE BUEN AMOR

Aristóteles dijo, y es cosa verdadera,

que el hombre por dos cosas trabaja: la primera,

por el sustentamiento, y la segunda era

por conseguir unión con hembra placentera.

Si lo dijera yo, se podría tachar,

mas lo dice un filósofo, no se me ha de culpar.

De lo que dice el sabio no debemos dudar,

pues con hechos se prueba su sabio razonar.

Que dice verdad el sabio claramente se prueba;

hombres, aves y bestias, todo animal de cueva

desea, por natura, siempre compaña nueva

siempre que quiere y puede hace esa locura.

Yo, como soy humano y, por tal, pecador,

sentí por las mujeres, a veces, gran amor.

Que probemos las cosas no siempre es lo peor;

el bien y el mal sabed y escoged lo mejor.

el hombre, en todo tiempo, sin seso y sin mesura,

2. EL LIBRO DE BUEN AMOR

A la mujer que gusta de mirar y es risueña,

sin que te dé vergüenza tu sentimiento enseña;

Si, entre diez, nueve niegan, su repulsa desdeña:

te amará la mujer que en amor piensa y sueña.

La roca más pesada de la cumbre mayor

con arte y con maestría se arrancará mejor;

emplea, pues, tu astucia, estando alrededor:

se rendirá la dama al sagaz seguidor.

Así te será fácil a tu amiga ablandar,

la que era tu enemiga mucho te habrá de amar;

por allí donde suele cada día pasar

es por donde tú debes muy a menudo andar.

Si ella te sigue el juego, dile cuentos graciosos

y mensajes muy suaves con gestos amorosos;

con palabras muy dulces, con decires sabrosos,

aumentan los amores y son más deseosos.

La alegría hace al hombre más apuesto y hermoso,

más sutil, más osado, más franco e ingenioso;

no olvides los suspiros, en esto sé engañoso,

mas no hables demasiado: te creerán mentiroso.

Por muy pequeña cosa pierde amor la mujer,

y por pequeña tacha que en ti pudiera haber

tomará gran enojo, llegará a aborrecer;

lo que una vez pasó otra pudiera ser.

Cuando hablares con ella, si vieres que hay lugar,

cual sin querer queriendo, no dejes de jugar;

muchas veces desea lo que te ha de negar

y será generosa si sabes listo andar.

No hagas que tu aventura vaya precipitada,

no hagas nada que deje a la dama asustada;

sin su gusto no sea ni cogida ni atada,

echándole buen cebo vendrá tranquilizada.

3. POESÍA DE CANCIONERO.

No te enoje servirla; cortejando, amor crece;

El servicio hecho al bueno, no muere ni perece:

tarde o temprano, gana; amor no empequeñece

y la constancia siempre todas las cosas vence.

y mucho más el hombre que otro ser que se mueva.

Digo que más el hombre, pues otras criaturas

tan sólo en una época se juntan, por natura;

¡Oh quién pudiese deciros

lo que no puedo decir!

¡Que me hagáis vos despedir,

muriendo yo por serviros!

Con este dolor que siento

ningún sentido me queda

para que deciros pueda

cuánto puede mi tormento.

 

     Y pues mandáis apartarme,

dadme pies para partirme,

lengua para despedirme

y manos para matarme;

porque a la hora que os vi

os di cuanto en mí tenía,

así que no estoy en mí

sino en vos, señora mía.

 

     Devolved mi libertad

para que pueda partirme,

que de buena voluntad

la daréis por despedirme:

mi corazón os quedáis;

yo os lo di, y tan entero,

que ahora que no me amáis,

tal está que no lo quiero.

4. La Celestina.

Calisto - En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.

Melibea - ¿En qué, Calisto?

Calisto - En el poder que dio a la Naturaleza, ya que ésta te hizo con tan perfecta hermosura. Sin duda poder hablarte es el mayor premio. ¿Quién vio en esta vida cuerpo tan feliz de ningún hombre, como ahora el mío? Los santos del cielo, que se deleitan en la visión divina, no gozan más que yo ahora al cumplir tus deseos.

Melibea - ¿A qué te refieres?

Calisto - ¡Oh afortunados oídos míos! ¡Qué indignamente habéis oído palabras tan maravillosas!

Melibea – Muy desafortunada me haces tú a mí. ¡Vete, vete, torpe! ¡No quiero que mi belleza sea el motivo de que un corazón humano pueda engendrar un amor tan sucio!  

Calisto - ¡Sempronio, Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este maldito?

Sempronio - Aquí estoy, señor.

Calisto - Cierra la ventana y deja que las tinieblas acompañen a mi tristeza, que no es digna de luz. ¡Oh deseada muerte, oh piedad de silencio, oh plebérico corazón! Sempronio - ¿Pero qué tonterías estás diciendo?

Calisto - ¡No me hables! Si no, quizás antes de que llegue el momento de mi desdichada muerte, mis manos causarán tu arrebatado fin.

Sempronio - ¿Qué le ha pasado a este hombre, que tan rápidamente se ha quedado sin alegría, y, lo que es peor, sin sentido común? ¿Qué hago? ¿Le dejo solo o voy a buscarle? Si le dejo, es capaz de matarse. Si voy a verle, es capaz de matarme a mí. Pues hala, me quedo. Que más vale que se muera él, a quien no le gusta la vida, que no yo, que disfruto con ella. Pero, si se mata sin otro testigo, me pueden detener por sospechoso. Voy entonces. No, no. Que se calme un poco, que madure. Dejemos llorar al que dolor tiene. Y si resulta que se mata, pues que se muera. Pero por otra parte dicen los sabios que es gran descanso para los tristes tener con quien puedan desahogarse. De este modo, lo más sano es entrar y buscarle y consolarle.

Calisto - Sempronio.

Sempronio - Señor.

Calisto - Yo no puedo vivir en un mundo donde Melibea no exista. Si todo desapareciera y ella se salvara, yo podría seguir existiendo; y si todo lo demás permaneciera y ella fuera aniquilada, el universo entero se convertiría en un desconocido totalmente extraño para mí.

Sempronio - ¡Este hombre es tonto! ¡A más ha de ir este hecho! No es solo loco, sino hereje.

Calisto - ¿Qué dices?

Sempronio - ¿Tú no eres cristiano?

Calisto - ¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro y en Melibea creo y a Melibea amo.

Sempronio – Mira qué bien. Eso debe ser que Melibea es grande y gorda, y como no cabe en el corazón de mi amo, por la boca le sale a borbotones.

Calisto – Sempronio.

Sempronio – Señor.

Calisto - ¿Qué opinas de mi dolor?

Sempronio - Que amas a Melibea.

Calisto - ¿Y nada más?

Sempronio – Es muy malo tener la voluntad pendiente de una sola cosa. ¿Qué vas a hacer? ¿Llorar toda la vida?

Calisto - Sí.

Sempronio - ¿Por qué?

Calisto - Porque amo a aquella, ante quien tan indigno me hallo, que no la espero alcanzar.

Sempronio - ¡Qué pusilánime! ¡Qué hijo de puta!

Calisto - ¿Qué es lo que dices?

Sempronio - Digo que tú, que tienes tanto corazón como cualquier otro hombre, desesperas de alcanzar una mujer; y muchas de ellas, aún siendo bellísimas, alguna vez se sometieron a los deseos de viles hombres e incluso a los de algunos animales. ¿No has leído lo de Pasifae con el toro, o lo de Leda con el cisne?

Calisto - No me lo creo. Eso son leyendas.

Sempronio - Lo de tu abuela con el burro, ¿también fue una leyenda? Testigo es el cuchillo de tu abuelo.

Calisto - ¡Maldito sea este necio! ¡Y qué tonterías dice!

5. Garcilaso.

SONETO XXXVIII

Estoy continuo en lágrimas bañado,

rompiendo el aire siempre con suspiros;

y más me duele el no osar yo deciros

que he llegado por vos a tal estado;

y viendo donde estoy, y lo que he andado

por el camino estrecho de seguiros,

si me quiero volver para rehuiros,

desmayo, viendo atrás lo que he dejado;

y si quiero subir a la alta cumbre,

a cada paso espántanme en la vía

ejemplos tristes de los que han caído.

Sobre todo, me falta ya la lumbre

de la esperanza, con que andar solía

por la oscura región de vuestro olvido.

SONETO V

Escrito está en mi alma vuestro gesto,

y cuanto yo escribir de vos deseo:

vos sola lo escribisteis; yo lo leo

tan solo que aun de vos me escondo en esto.

En esto estoy y estaré siempre puesto;

que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,

de tanto bien lo que no entiendo creo,

tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para quereros;

mi alma os ha cortado a su medida;

por hábito del alma misma os quiero.

Cuanto tengo confieso yo deberos;

por vos nací, por vos tengo la vida,

por vos he de morir, y por vos muero.

6. Don Quijote. Monólogo de Marcela.

No vengo a ninguna cosa de las que habéis dicho, sino a volver por mí misma y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan. Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que a que me améis os mueve mi hermosura. ¿Y por el amor que me mostráis decís y aun queréis que esté yo obligada a amaros? Yo entiendo, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es digno de ser amado; pero no comprendo que, sólo por ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. ¿Qué sucedería pues, si el que ama no es hermoso, o no se lo parece al que es amado? E incluso aun siéndolo, no por eso han de ser iguales los deseos, que no todas las hermosuras enamoran: que algunas sólo alegran la vista pero no rinden la voluntad.

¿Acaso no ha de ser el amor voluntario, y no forzoso? ¿Por qué queréis entonces que os ame? ¿Es mi deber, sólo por que me queréis bien? Decidme entonces: si el cielo me hubiera hecho fea, ¿sería entonces justo que yo me quejara de vosotros porque no me amáis? Recordad que yo no escogí la hermosura que tengo, y así como la víbora no puede ser culpada por tener en su cuerpo el veneno con el que mata a otros, tampoco merezco yo ser reprehendida por ser hermosa. La hermosura en la mujer honesta es como el fuego o como la espada, que sólo queman o matan a quienes se acercan demasiado.

Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles de estas montañas son mi única compañía; las claras aguas de estos arroyos, mis espejos; Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni a ningún otro, bien se puede decir que antes le mató su capricho que mi crueldad. Cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su deseo, le dije yo que el mío era vivir en perpetua soledad; Fue él, entonces, quien decidió insistir, navegar contra el viento, y lógico por tanto que se ahogara en la mitad de su desesperación.

Puede quejarse el engañado, puede desesperarse aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito. El que me llame fiera, que no me busque. El que me llame ingrata, que no me sirva; El que embustera, que no me siga. El que cruel, que no me llame. Que esta fiera, esta ingrata, esta embustera y esta cruel ni los buscará, ni los servirá, ni los conocerá ni los llamará en ninguna manera.

7. Tirso de Molina – El vergonzoso en palacio.

Madalena             ¡Que declare sus antojos,         

que callar un hombre es mengua!

¡Que diga por fin su lengua         

lo que me dicen sus ojos!

    Si teme mi calidad         

su bajo y humilde estado,         

bastante ocasión le ha dado         

mi atrevida libertad,

    ya abrió el camino que pudo         

mi amor. Cupido malvado,          

ya que amante me habéis dado,         

¿para qué me lo dais mudo?         

       De suerte me trata amor         

que mi pena no consiente         

más silencio; abiertamente         

le declararé mi amor

    contra el común orden y uso;         

pero habrá de ser de modo

que diciéndoselo todo,         

le he de dejar más confuso.         

 

(Se sienta en una silla y finge que duerme. Entra Mireno.)

 

Mireno                     ¿Qué manda vuestra excelencia?         

¿Es hora de la lección?         

 (Aparte.)                 Ya comienza el corazón         

a temblar en su presencia.         

    Si calla, es que no me ha visto;         

sentada sobre la silla,         

con la mano en la mejilla         

está.

Madalena          (Ap.)         En vano me resisto:

            yo quiero dar a entenderme         

como que dormida estoy.         

Mireno                 Don Dionís, señora, soy.         

¿No me responde? Si duerme,         

    durmiendo está. Atrevimiento,         

ahora es tiempo; llegad         

a contemplar la beldad         

que altera mi entendimiento.         

    ¿Hizo el Autor soberano         

de nuestra naturaleza         

más acabada belleza?         

Besarla quiero una mano.         

    ¿Llegaré? Sí; pero no;         

porque su mano es divina,         

y mi humilde boca, indigna         

de tocarla. ¿Pero yo..?

    El temor al amor venza:         

afuera quiero esperar.         

Madalena         ¡Que no se atrevió a llegar!         

¡Mal haya tanta vergüenza!         

Mireno                    No esta bien estar aquí         

solo, pues durmiendo está.         

Yo me voy.

Madalena                 ¿Que al fin se va?

(Finge dormir)         Don Dionís...

Mireno                                 ¿Me llamó? ¿Sí?

 Duerme. En sueños ahora acierta         

mi esperanza entretenida;         

y quien me llama dormida,         

no me quiere mal despierta.         

    ¿Si acaso soñando está         

en mí? ¡Ay, cielos! ¿quién supiera         

qué dice?

Madalena  (Id.)                      No os vayáis fuera;

        llegaos, don Dionís, acá.         

    Decidme: ¿tenéis amor?

¿Por qué os ponéis colorado?         

¿Qué vergüenza os ha turbado?         

Responded, fuera el temor;         

     Si esto es verdad, ¿para qué         

os avergonzáis así?         

¿Queréis bien? Señora: sí.

¡Gracias a Dios que os saqué         

    una palabra siquiera!         

Mireno                       ¿Hay sueño más amoroso?         

¡Oh, mil veces venturoso         

quien le escucha y considera!         

Madalena (Id.)            ¿Ya habéis dicho a vuestra dama         

vuestro amor? No me he atrevido.         

¿Luego nunca lo ha sabido?         

Como el amor siempre es llama…        

    bien lo habrá echado de ver         

    por los ojos lisonjeros,         

que son mudos pregoneros.

Pero esto no puede ser.         

    ¿No os ha dado ella ocasión         

para declararos? Tanta,         

que mi timidez me espanta.         

Decid ¿cuál es la razón?         

    Pues que la desigualdad         

que hay, señora, entre los dos         

me acobarda. Amor, ¿no es dios?         

Sí, señora. Pues hablad,         

que desde el día en que os vi         

sólo os quiero estar besando.         

Mireno                 ¡Cielos, qué estoy escuchando!         

 

(Da un grito Mireno y Madalena hace que despierta.)

 

Madalena         ¡Ay, Jesús! ¿Quién está aquí?         

    ¿Quién os trajo a mi presencia,         

don Dionís?

Mireno                                 Señora mía...

Madalena         ¿Qué hacéis aquí?

Mireno                                 Yo venía

a dar a vuestra excelencia         

    lección; estábais durmiendo,         

y mientras que despertaba,         

aquí, señora, aguardaba.         

Madalena         Me dormí, es verdad. No entiendo

    cómo pudo sucederme,         

que es gran novedad en mí         

quedarme dormida así.         

Mireno                 Si sueña siempre que duerme         

vuestra excelencia del modo

que ahora, ¡dichoso yo!         

Madalena          (Ap.) ¡Gracias al cielo que habló         

este mudo!

Mireno         (Ap.)                      Tiemblo todo.

Madalena         ¿Sabéis vos lo que he soñado?         

                        ¿Sueños leéis? ¡Rara ciencia!

Mireno                     Durmiendo, vuestra excelencia,         

con palabras lo ha explicado.         

Madalena         Contádmelo; podrá ser

que me acuerde de algo ahora.         

Mireno                 No me atrevo, gran señora.         

Madalena         Muy malo debe de ser,         

pues no lo queréis decir.         

Mireno                 No tiene cosa peor

que haber sido en mi favor.         

Madalena         Mucho lo deseo oír;         

    acabad ya, por mi vida.         

Mireno                 Es tan grande el juramento,         

que anima mi atrevimiento,         

Vuestra excelencia dormida...         

    Tengo vergüenza.

Madalena                                 Acabad,

que estáis, don Dionís, pesado.         

Mireno                 Abiertamente ha mostrado         

que me tiene voluntad.         

   Mire si en esta ocasión         

son los favores pequeños.         

Madalena         Don Dionís, no creáis en sueños,         

que los sueños, sueños son.         (Vase.)

Mireno                      No he de hablar más en mi vida,         

pues mi desdicha concierta         

que me desprecie despierta         

quien me quiere bien dormida.         

    Calle el alma su pasión

y sirva a mejores dueños,         

sin dar crédito a más sueños,         

que los sueños, sueños son.

8. Poesía barroca – Lope y Quevedo.

Desmayarse, atreverse, estar furioso,

áspero, tierno, liberal, esquivo,

alentado, mortal, difunto, vivo,

leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,

mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,

enojado, valiente, fugitivo,

satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,

beber veneno por licor süave,

olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,

dar la vida y el alma a un desengaño;

esto es amor, quien lo probó lo sabe.

Estaba una muchacha por enero

Metida hasta los muslos en el río

Fregando paños con tal aire y brío

Que a mil necios traía al retortero.

Un cierto conde, alegre y zalamero

Le preguntó con gracia: ¿tenéis frío?

Ella le respondió: “No, señor mío:

Siempre traigo conmigo yo un brasero”.

El conde, que era listo y supo dónde,

Le pidió, con un poco de diablura

Que encendiese una vela que él traía.

Y dijo entonces la muchacha al conde

Subiéndose la falda a la cintura:

“Pues sople este tizón su señoría”.

9. “Hombres necios que acusais”, de Sor Juana Inés de la Cruz.

Hombres necios que acusáis

a la mujer sin razón,

sin ver que sois la ocasión

de lo mismo que culpáis;

si con ansia sin igual

solicitáis su desdén,

¿por qué queréis que obren bien

si las incitáis al mal?

Combatís su resistencia

y luego, con gravedad,

decís que fue liviandad

lo que hizo la diligencia.

¿Es que no os parece raro

el hombre que, sin consejo,

tras empañar el espejo

lamenta que no esté claro?

Con el favor y el desdén

siempre os comportáis igual:

quejándoos, si os tratan mal;

burlándoos, si os quieren bien.

Siendo así ninguna gana,

pues la que más se recata

si no os admite es ingrata,

y si os admite es liviana.

Siempre tan necios andáis

que, con desigual nivel,

a una culpáis por cruel

y a otra por fácil culpáis.

¿Qué ha de hacer la enamorada,

la que vuestro amor pretende,

si la que es ingrata ofende

y la que es fácil enfada?

Entre el enfado y la pena

que vuestro gusto refiere,

mejor hace quien no os quiere

y quejaos en hora buena.

Dan vuestras quejosas penas

a sus libertades alas,

y después de hacerlas malas

las queréis hallar muy buenas.

¿Cómo es que no os espantáis

de la culpa que tenéis?

Queredlas cual las hacéis

o hacedlas cual las buscáis.


10. Siglo XVIII – El sí de las niñas.

Don Diego - Lo que es natural es que usted esté llena de miedo y no se atreva a decir una palabra en contra de lo que su madre quiere que diga...

Doña Paquita - No, señor; yo digo lo que usted quiera que diga. Lo mismo. Porque mi madre me lo ha mandado así.

Don Diego - ¡Mandar, hija mía! En estas materias tan delicadas los padres no deben mandar. Insinuar, proponer, aconsejar… eso sí, todo eso sí; ¡Pero mandar…! ¿Y cómo podríamos evitar entonces los malos resultados de lo que mandaron? ¿Cuántas veces vemos matrimonios infelices solo porque un padre tonto se metió a mandar en lo que no tenía que mandar? No, señor; eso no va bien... Mire usted, Doña Paquita, yo no soy de aquellos hombres que esconden sus defectos. Yo sé que ni mi figura ni mi edad son para enamorar perdidamente a nadie; pero creo que una muchacha normal y corriente podría llegar a quererme con ese amor tranquilo y constante que tanto se parece a la amistad, y que, al final, es el único que puede hacer los matrimonios felices. Lleno de estas ideas me pareció que tal vez hallaría en usted todo cuanto deseaba. Pero si, a pesar de todo esto, sucediera que usted ha puesto sus ojos y su corazón en algún sujeto más digno, sepa usted que yo no quiero nada con violencia. Mi corazón y mi lengua no se contradicen jamás. Y esto es lo mismo que le pido a usted, Paquita: sinceridad. El cariño que a usted le tengo no la debe hacer infeliz... Si usted no halla en mí chispa que prenda su corazón, créame usted que la falta de sinceridad nos haría a los dos sufrir muchísimo.

Doña Paquita - Haré lo que mi madre me manda, y me casaré con usted.

Don Diego - ¿Y después, Paquita?

Doña Paquita - Después... y mientras me dure la vida, seré mujer de bien.

Don Diego – Eso no lo dudo... Pero si usted me elige como marido, y, como tal, considera que yo he de ser hasta la muerte su compañero y su amigo, dígame usted: ¿no debería usted tener más confianza en mí? ¿No he de conseguir que usted me diga la causa de su dolor? Lo único que yo busco es su felicidad.

Doña Paquita - ¡Felicidad para mí!... Ya se acabó.

Don Diego - ¿Por qué?

Doña Paquita - Nunca diré por qué.

Don Diego - Pero ¡qué obstinado, qué silencio tan tonto!... Cuando usted misma sabe que sé muy bien lo que no me quiere decir.

Doña Paquita - Si usted lo ignora, señor Don Diego, por Dios, no finja que lo sabe; y si en efecto lo sabe usted, no me lo pregunte.

Don Diego – Muy bien. Pues como no hay nada que decir, dentro de una semana será usted mi mujer.

Doña Paquita - Y daré gusto a mi madre.

Don Diego - Y vivirá usted infeliz.

Doña Paquita - Ya lo sé.

Don Diego – Estos son los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que oculte los sentimientos más puros e inocentes con una malvada disimulación. Una vez que ya han aprendido el arte de callar y mentir, es cuando la sociedad opina que son honestas. Piensan que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se le permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo mandan, un “sí” desleal y sucio, ya están bien criadas. De este modo, llamamos excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo.

Doña Paquita - Es verdad... Todo eso es cierto... Eso exigen de nosotras, eso aprendemos desde niñas... Pero el motivo de mi tristeza es mucho más grande.

Don Diego - Sea cual sea, hija mía, es necesario que usted se anime...

11. Siglo XIX. Bécquer.

Volverán las oscuras golondrinas

en tu balcón sus nidos a colgar,

y otra vez con el ala a sus cristales

  jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban

tu hermosura y mi dicha a contemplar,

aquellas que aprendieron nuestros nombres...

  ¡esas... no volverán!.

 Volverán las tupidas madreselvas

de tu jardín las tapias a escalar,

y otra vez a la tarde, aún más hermosas,

  sus flores abrirán.

 Pero aquellas, cuajadas de rocío

cuyas gotas mirábamos temblar

y caer como lágrimas del día...

  ¡esas... no volverán!

 Volverán del amor en tus oídos

las palabras ardientes a sonar;

tu corazón de su profundo sueño

  tal vez despertará.

 Pero mudo y absorto y de rodillas

como se adora a Dios ante su altar,

como yo te he querido...; desengáñate,

      ¡así... no te querrán!

De lo poco de vida que me resta

diera con gusto los mejores años

  por saber lo que a otros

  de mí has hablado.

 Y esta vida mortal, y de la eterna

lo que me toque, si me toca algo,

  por saber lo que a solas

  de mí has pensado.

12. Pardo Bazán – Insolación.

Pardo - ¡Ay, amiga mía! No hay explicación que valga para los fenómenos del corazón. En esto de la simpatía sexual, o del amor, o como usted guste llamarle, es en lo que se ven mayores contradicciones… Luego, a todo esto sume usted la influencia tan negativa que a veces conlleva la sociedad.

Asís – ¿Qué pasa? ¿Acaso es usted de esos que le echan a la sociedad todas las culpas?

Pardo - ¿No se asusta usted si lo expreso claramente?

Asís - No, no me asusto... Vamos a hablar como dos amigos... francamente.

Pardo – Pues bien… Lo que quiero decirle es que, para mí, aquello que ustedes juzgan irreparable, para mí sólo es accesorio.... ¿Lo pongo más claro aún?

Asís – (Meditabunda) ¿Qué quiere usted decir?

Pardo - Imagíne que no nos conocemos y que, en vez de estar aquí, nos encontramos ahora en un lugar más apartado. Es de noche, no hay gente alrededor… suponga usted que yo no abuso de la fuerza ni ese es el camino. Lo que hago es explotar con maña la situación y despertar en usted ese germen que existe en todo ser humano... Yo soy hábil, tengo experiencia en estos asuntos, y provoco en usted un momento de flaqueza... y sucede algo entre nosotros. ¿Hay entre nosotros, unos minutos después, algún vínculo que no existía unos minutos antes? No. Lo mismo que si se golpea usted con una puerta, pues se hace daño, procura apartarse y andar con más cuidado otra vez... y ya está.

Asís – Contado así...

Pardo – Contado así, se dirá del hombre que es un macho, y a nadie le extraña ni le importa un bledo. Pero tratándose de ustedes, por lo más insignificante se arma un escándalo de mil diablos. Los hombres, cuando una mujer resbala, nos arrojamos a ella como perros, y, o se casa con el seductor, o la incluimos en el gremio de las mujeres sucias y fáciles hasta el día de su muerte. Ya puede después llevar una vida más ejemplar que la de una monja: ya ha fallado..., ya es una cualquiera. ¡Bonita lógica!

Asís - ¿Me quiere usted igualar la moral de los hombres con la de las mujeres?

Pardo – Ustedes respiran el mismo aire que respiramos nosotros. Es una hipocresía detestable eso de acusarlas a ustedes con tal rigor por lo que en nosotros nada significa.

Asís – ¿Y qué me dice usted de la opinión propia? ¿De los remordimientos?

Pardo – Pues que en gran parte depende del criterio social. La mujer se cree sucia después de una de esas caídas ante su propia conciencia, porque le han hecho concebir desde niña que lo más malo, lo más infamante, lo irreparable, es eso; que es como el infierno, donde no sale el que entra. A nosotros nos enseñan lo contrario; que es vergonzoso para el hombre no tener aventuras, e incluso si las rehuye es un cobarde y un don nadie. De modo que lo mismo que a nosotros nos hace sentirnos importantes y grandes, a ustedes las envilece. A los hombres, en cambio, se nos exige que no tengamos sentimientos. Que no lloremos. Que no demostremos el amor que sentimos. Llorar es de débiles, dicen. Cuando todos sabemos que la verdadera fuerza se demuestra mostrando tus propios sentimientos delante de quien sabes que puede burlarse o aprovecharse de ellos.

Asís - Es un extravagante este hombre. Decir, me está diciendo cosas estupendas... Porque la verdad es que tiene su parte de razón. ¿Va una a creerse sucia por unos instantes de error? Su teoría es que ciertas cosas que suceden así..., qué sé yo cómo, sin iniciativa ni premeditación por parte de uno, no han de mirarse como manchas de esas que ya nunca se limpian... La sociedad se muestra hipócrita… ¡Ay Dios mío!... Ya estoy como él, echándole a la sociedad la culpa de todo.

13. Rubén Darío

Vamos por partes:

comenzará muy puro,

pero, al fin... ¡carne!

Mía: Así te llamas.

¿Qué más armonía?

Mía: luz del día.

Mía: rosas, llamas.

¡Qué aromas derramas

en el alma mía,

si sé que me amas!

¡Oh Mía! ¡Oh Mía!

Tu sexo fundiste

Con mi sexo fuerte,

Fundiendo dos bronces.

Yo triste, tú triste…

¿No has de ser entonces

mía hasta la muerte?

14. Zorrilla – Don Juan Tenorio.

Relación en la Hostería

Pues señor, yo, desde aquí,         

buscando mayor espacio         

para mis hazañas, di         

sobre Italia, porque allí         

tiene el placer un palacio.         

 De la guerra y del amor         

antigua y clásica tierra,         

y en ella el Emperador,         

con ella y con Francia en guerra,

me dije: «¿Dónde mejor?         

 Donde hay soldados, hay juego,

hay pendencias y amoríos».         

Dí, pues, sobre Italia luego,         

buscando a sangre y a fuego         

amores y desafíos.         

 En Roma, a mi apuesta fiel,         

fijé entre hostil y amatorio         

en mi puerta este cartel:         

«Aquí está don Juan Tenorio         

para quien quiera algo de él».         

  Las romanas caprichosas,         

las costumbres licenciosas,         

yo gallardo y calavera,         

¿quién demonios redujera         

mis empresas amorosas?

 Salí de Roma por fin         

como os podéis figurar,         

con un disfraz harto ruin,         

y a lomos de un mal rocín,         

pues me querían ahorcar.         

  Nápoles, rico vergel         

de amor, de placer emporio,         

vio en mi segundo cartel:         

«Aquí está don Juan Tenorio,         

y no hay hombre para él.         

 Desde la princesa altiva         

a la que pesca en ruin barca,         

no hay hembra a quien no suscriba,

y cualquiera empresa abarca         

si en oro o valor estriba.         

 Búsquenle los reñidores;         

cérquenle los jugadores;         

quien se precie, que le ataje;         

a ver si hay quien le aventaje         

en juego, lucha o amores».         

 Esto escribí; y en medio año         

que mi presencia gozó         

Nápoles, no hay lance extraño,         

no hubo escándalo ni engaño         

en que no me hallara yo.         

 Por dondequiera que fui        

la razón atropellé,         

a la virtud ofendí,         

a la justicia burlé         

y a las mujeres vendí.         

 Yo a las cabañas bajé,         

yo a los palacios subí,         

yo los claustros escalé,         

y en todas partes dejé         

memoria amarga de mí.         

Ni reconocí sagrado,

ni hubo ocasión ni lugar

por mi audacia respetado,

ni a distinguir me he parado

al clérigo del seglar.

  A quien quise provoqué,         

con quien quiso me batí,         

y nunca consideré         

que pudo matarme a mí         

aquel a quien yo maté.         

 A esto don Juan se arrojó,         

y escrito en este papel         

está cuanto consiguió,         

y lo que él aquí escribió,         

mantenido está por él.

Escena del diván

DON JUAN

¿No es verdad, ángel de amor,

que en esta apartada orilla         

más pura la luna brilla         

y se respira mejor?         

 La brisa que vaga llena         

de los sencillos olores         

de las campesinas flores         

que brota esa orilla amena;         

ese agua limpia y serena         

que atraviesa sin temor         

la barca del pescador         

que espera cantando el día,         

¿no es verdad, paloma mía,         

que están respirando amor?         

 Esa armonía que el viento         

recoge entre esos millares         

de floridos olivares        

que agita con manso aliento,         

ese dulcísimo acento         

con que trina el ruiseñor         

de sus copas morador         

llamando al cercano día,         

¿no es verdad, gacela mía,         

que están respirando amor?         

 Y estas palabras que están         

filtrando insensiblemente         

tu corazón, ya pendiente         

de los labios de don Juan,         

y cuyas ideas van         

inflamando en su interior         

un fuego germinador         

no encendido todavía,         

¿no es verdad, estrella mía,         

que están respirando amor?         

 Y esas dos líquidas perlas         

que se desprenden tranquilas         

de tus radiantes pupilas         

convidándome a beberlas,         

evaporarse a no verlas         

de sí mismas al calor,         

y ese encendido color         

que en tu semblante no había,         

¿no es verdad, hermosa mía,         

que están respirando amor?         

 ¡Oh! sí, bellísima Inés,         

espejo y luz de mis ojos;         

escucharme sin enojos         

como lo haces, amor es;         

mira aquí a tus plantas, pues,         

todo el altivo rigor         

de este corazón traidor         

que rendirse no creía,         

adorando, vida mía,         

la esclavitud de tu amor.         

DOÑA INÉS

Callad, por Dios ¡oh don Juan!,         

que no podré resistir         

mucho tiempo sin morir         

tan nunca sentido afán.         

 ¡Ah! Callad, por compasión,         

que oyéndoos me parece         

que mi cerebro enloquece         

y se arde mi corazón.         

 ¡Ah! Me habéis dado a beber         

un filtro infernal sin duda,         

que a rendiros os ayuda         

la virtud de la mujer.         

 Tal vez poseéis, don Juan,         

un misterioso amuleto,         

que a vos me atrae en secreto         

como irresistible imán.         

 Tal vez Satán puso en vos         

su vista fascinadora,         

su palabra seductora         

y el amor que negó a Dios.         

 ¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!,         

sino caer en vuestros brazos,         

si el corazón en pedazos         

me vais robando de aquí?         

 No, don Juan; en poder mío         

resistirte no está ya;         

yo voy a ti, como va         

sorbido al mar ese río.         

 Tu presencia me enajena,         

tus palabras me alucinan,         

y tus ojos me fascinan,         

y tu aliento me envenena.         

 ¡Don Juan! ¡Don Juan! Yo lo imploro

de tu hidalga compasión:         

o arráncame el corazón,         

o ámame, porque te adoro.