El Entierro. (The Burial, 1819)
Lord Byron.
En el año de 17..., cuando llevaba cierto tiempo decidido a efectuar un viaje por países hasta entonces no muy frecuentados por viajeros, partí acompañado de un amigo, a quien designaré con el nombre de Augustus Darvell. Era algunos años mayor que yo, y hombre de fortuna considerable y familia antigua, ventajas que su gran talento le impedían por igual infravalorar o sobrestimar. Ciertas circunstancias peculiares de su vida privada le habían hecho objeto de mi atención, de interés e incluso de una consideración que ni la reserva de sus modales ni las indicaciones ocasionales de una inquietud que a veces se aproximaba a la alienación mental, podían extinguir.
Yo había empezado a vivir pronto y todavía era joven, pero mi intimidad con aquel hombre era reciente. Nos habíamos educado en las mismas escuelas y universidad, pero su progreso a través de estos centros había precedido al mío, y se había iniciado bien en lo que se llama el mundo, mientras que yo estaba todavía en mi noviciado. En tales circunstancias había oído hablar mucho de su vida pasada y presente, y si bien esos relatos presentaban numerosas e irreconciliables contradicciones, de todos modos podía reducir del conjunto que era un ser fuera de lo común y que, por mucho que se empeñara en pasar desapercibido, seguiría destacando. Posteriormente cultivé su trato y me esforcé por trabar amistad con él, pero esto último parecía inalcanzable. En cuando a los afectos que pudiera haber poseído, unos parecían haberse extinguido y otros estar concentrados. Tuve suficientes ocasiones de observar que sus sentimientos era intensos,pues, aunque los dominara, no podía ocultarlos del todo, pero tenía el poder de dar a una pasión el aspecto de otra, de tal manera que era difícil definir la naturaleza de lo que sucedía en su interior, y las expresiones de su semblante variaban con tal rapidez, aunque ligeramente, que era inútil seguirlas hasta sus orígenes. No había duda de que era presa de cierta inquietud irremediable, pero no pude descubrir si se debía a la ambición, el amor, el remordimiento, la aflicción, a una de estas cosas o a todas ellas juntas, o simplemente a un temperamento mórbido afín a la enfermedad. Había supuestas circunstancias que podrían haber justificado la aplicación a cada una de esas causas pero, como he dicho, éstas eran tan contradictorias y contradichas que no era posible determinar ninguna con precisión. Allí donde hay misterio, generalmente se supone que debe haber mal. Ignoro cómo puede ser así, pero en Darvell ya se daba ciertamente el primero, si bien no podía cerciorarme de la extensión del segundo y, por lo que a él respectaba, me sentía reacio a creer en su existencia. Él respondía con bastante frialdad a mis tanteos, pero yo era joven, no me desalentaba fácilmente y al final logré obtener, hasta ciento punto, esa relación trivial y esa confidencia moderada de cuestiones corrientes y cotidianas, creadas y cimentadas por la similitud de los intereses y la frecuencia de los encuentros, que se llama intimidad o amistad, según las ideas de quien emplea tales palabras para expresarlas.
Darvell ya había viajado extensamente, y yo le había pedido información a fin de organizar mi proyecto viaje. Albergaba el deseo de poder convencerle de que me acompañara. Era también una probable esperanza, fundada en la sombría inquietud que observaba en él, y a la que renovaba la animación que parecía experimentar ante tales temas y su aparente indiferencia a su entorno inmediato. Primero le di a entender ese deseo y luego se lo expresé. Su respuesta, aunque en parte yo la había esperado, me proporcionó todo el placer de la sorpresa: consistió, y, una vez tomadas las disposiciones necesarias, dimos comienzo a nuestro viaje. Tras recorrer varios países del sur de Europa, dirigimos nuestra atención a Oriente, de acuerdo con el destino inicial que nos habíamos fijado, y cuando recorría esas regiones tuvo lugar el incidente sobre el que girará lo que puede que deba relatar.
La constitución de Darvell, que a juzgar por su aspecto debió de ser en su primera juventud más que normalmente robusta, llevaba algún tiempo deteriorándose sin la intervención, en apariencia, de ninguna enfermedad: no tenía ni tos ni fiebre, pero cada día estaba más debilitado. Sus hábitos eran moderados y ni decaía ni se quejaba de fatiga, pero era evidente que se estaba consumiendo. Se volvía cada vez más silencioso e insomne, y al final de su alteración fue tan grande que mi alarma creció en proporción al peligro que, a mi modo de ver, corría.
Habíamos decidido que, al llegar a Esmirna, haríamos una excursión a las ruinas de Éfeso y Sardis, de la que intenté disuadirle en aquel estado de indisposición. Pero fue en vano. Parecía haber una opresión en su mente y una solemnidad en sus ademanes que se correspondían con su afán de emprender lo que yo consideraba un simple viaje de placer poco apropiado para una persona enfermiza, pero no me opuse más a sus deseos, y al cabo de unos días partimos juntos, acompañados tan sólo por un guarnicionero y un jenízaro.
Llévabamos recorrida la mitad del camino hacia las ruinas de Éfeso, dejando a nuestras espaldas las cercanías más fértiles de Esmirna, y entrábamos en una extensión agreste y deshabitada, a través de los marjales y los desfiladeros que conducían a las pocas chozas que aún quedaban por encima de las rotas columnas de Diana (los muros sin techo de los cristianos expulsados y la desolación, todavía más reciente pero completa, de las mezquitas abandonadas), cuando la repentina y rápida enfermedad de mi compañero nos obligó a detenernos en un cementerio turco, cuyas lápidas enturbadas eran la sola indicación de que seres humanos había habitado aquellas soledades. La única caravanera que habíamos visto estaba ya muy lejos, no había ningún vestigio de población ni esperanza de encontrarlo, y aquella <<ciudad de los muertos>> parecía ser el único refugio de mi infortunado amigo, el cual daba la impresión de que estaba a punto de convertirse en el último de sus habitantes.
En esta situación, miré a mi alrededor en busca del lugar más conveniente donde él pudiera reposar. Contrariamente al aspecto habitual de los cementerios mahometanos, allí había pocos cipreses y muy esparcidos en el recinto. La mayor parte de las lápidas habían caído y estaban desgastadas por el tiempo. Sobre una de las más grandes, y bajo uno de los árboles de ramaje más expandido, Darvell se colocó en una postura semiyacente, con gran dificultad, y pidió agua. Tuve ciertas dudas de que fuese posible encontrarla, y me dispuse a ir a en su busca con titubeante pesimismo, pero él deseó que me quedara y, volviéndose a Solimán, nuestro jenízaro, que estaba junto a nosotros fumando con tranquilidad, le dijo: <<Solimán, verbana su>> (es decir, <<trae un poco de agua>>), y siguió describiendo el lugar donde la encontraría con gran minuciosidad, en un pequeño pozo para los camellos, a pocos centenares de varas a la derecha. El jenízaro le obedeció.
-¿Cómo lo sabías? -le pregunté a Darvell.
-Por nuestra situación -respondió él-. Fíjate en que este lugar estuve habitado en otro tiempo, y ell no habría sido posible sin manantiales. Además, ya había estado aquí.
-¡Ya habías estado aquí! ¿Cómo es que nunca me lo mencionaste? ¿Y qué podrías hacer en un lugar donde nadie permanecería un momento más de lo necesario?
No recibí respuesta a estas preguntas. Entrentanto, Solimán regresó con el agua, tras haber dejado al guarnicionero y los caballos al lado de la fuente. Cuando Darvell sació su sed pareció revivir un momento, y concebí esperanzas de que fuese capaz de seguir adelante, o por lo menos de regresar. Le insté a que lo intentara. Él guardó silencio y pareció hacer acopio de fuerzas para hablar.
-Éste es el fin de mi viaje y de mi vida -me dijo-. He venido aquí a morir, pero tengo que hacerte una petición, darte una orden, pues tales deben ser mis últimas palabras. ¿Me obedecerás?
-Con toda certeza, pero no pierdo la esperanza de que no sea como dices.
-Yo no tengo esperanzas ni deseos, salvo éste: que ocultes mi muerte a todo ser humano.
-Espero que no haya ocasión, que te recuperes y...
-¡Silencio! Debe ser así. Prométemelo.
-Te lo prometo.
-Júralo, por todo lo que...-y me dictó un juramento muy solemne.
-No es necesario llegar a esto. Haré lo que me pides, y dudar de mí es...
-No hay remedio, debes jurar.
Hice el juramento y pareció aliviado. Se quitó del dedo una sortija de sello, que tenía inscritos unos caracteres árabes, y me la ofreció. Entonces siguió diciendo:
-El noveno día del mes, exactamente a mediodía (el mes que te plazca, pero debe ser ese día), has de arrojar este anillo a los manantiales salinos cuyas aguas se pierden en la bahía de Eleusis. El día siguiente, a la misma hora, debes ir a las ruinas del templo de Ceres y aguardar una hora.
-¿Por qué?
-Ya lo verás.
-¿El noveno día del mes, dices?
-El noveno.
Cuando observé que aquel día era el noveno del mes, la expresión de su semblante sufrió un cambio, y vaciló. Mientras se sentaba, volviéndose con toda evidencia más débil, una cigüeña, con una serpiente en el pico, se posó en una lápida cerca de nosotros y, sin devorar a su presa, pareció contemplarnos resueltamente. No sé qué fue lo que me impulsó a ahuyentarla, pero el intento fue inútil. El ave trazó unos círculos en el aire y regresó exactamente al mismo lugar. Darvell la señaló, sonriente y, habló, no sé si dirigiéndose a mí o a sí mismo, pero lo único que dijo fue:
-¡Está bien!
-¿Qué es lo que está bien? ¿Qué quieres decir?
-No importa. Esta noche debes enterrarme aquí, exactamente donde se ha posado esa ave. Ya conoces el resto de las órdenes.
Entonces me dio varias instrucciones sobre la mejor manera de ocultar su muerte. Cuando hubo terminado, me preguntó:
-¿Ves a esa ave?
-Desde luego.
-¿Y la serpiente que se retuerce en su pico?
-Sin duda, no hay nada extraño en ello, ya que es su presa natural, pero lo extraño es que no la devora.
Él sonrió de un modo horrible y dijo débilmente:
-¡Aún no es la hora!
Mientras hablaba, la cigüeña emprendió el vuelo. Mis ojos la siguieron durante un momento, no mucho más de lo que se tarda en contar hasta diez. Noté el peso de Darvell, por así decirlo, que aumentaba sobre mi hombro, ¡y cuando me volví para mirarle el rostro, me di cuenta de que había muerto!
Me sobresaltó la súbita certeza inequívoca: en pocos minutos su semblante se volvió casi negro. Habría atribuido un cambio tan rápido a un veneno, de no haber sido que no había tenido oportunidad de recibirlo sin que yo lo viera. El día declinaba, el cádaver se alteraba con rapidez y no quedaba más que llevar a cabo lo que me había pedido. Con la ayuda del yatagán de Solimán y mi propio sable, cavamos una fosa somenra en el lugar que Darvell había indicado. La tierra cedió fácilmente, pues ya había recibido a un ocupante mahometano. Cavamos tan profundamente como nos lo permitió el tiempo y, arrojando la tierra seca sobre lo que quedaba del singular que había partido tan recientemente, cortamos unos terrones de turba cubierta de hierba, del suelo menos agostado que nos rodeaba, y los colocamos sobre su sepulcro.
Entre el asombro y la aflicción, las lágrimas no acudían a mis ojos.
Procedencia: VV.AA. Fantasmagoriana, Jordi Fibla (trad.). Barcelona, Península, 1998
Extraído de: Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos. Edición de Javier Pérez Andújar
Transcrito por: Ewigkeit Para: labatametalica.blogspot.com