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La Diligencia Fantasma
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La Diligencia Fantasma (The Phantom Coach, 1864)

Amelia B. Edwards

Los incidentes que voy a relatarle merecen la pena porque son verdaderos. Me ocurrieron a mí y mi recuerdo es tan vívido como si hubiesen sucedido ayer. Sin embargo, han transcurrido veinte años desde aquella noche. Durante estos veinte años sólo le he contado la historia a otra persona. La cuento ahora con una repugnancia que se me hace difícil superar. Lo único que ruego, por de pronto, es que se abstenga usted de imponerme sus conclusiones. No quiero explicaciones de nada. No deseo discutir. Mi opinión sobre el asunto está más que hecha y, disponiendo del testimonio de mis propios sentimientos, prefiero guiarme de él.

                    Bueno, sucedió hace exactamente veinte años, a un día o dos del final de la temporada del urogallo. Había estado todo el día en el campo, con la escopeta, y no había cazado una sola pieza. El viento soplaba directamente del este y era el mes de diciembre; el lugar, un gran páramo desolado en el extremo septentrional de Inglaterra. Me había perdido. No era un lugar agradable para extraviarse, con los primeros copos plumosos de la inminente nevada revoloteando sobre los brezos y la noche plomiza cerrándose a mi alrededor. Me puse la mano por visera sobre los ojos y escruté ansiosamente la creciente oscuridad, donde el color morado de la paramera se confundía con el de una cadena de montes bajos, a unas diez o doce millas de distancia. En ninguna dirección encontraron mis ojos el más leve rastro de humo, ni la menor parcela de terreno cultivado, ni una valla, ni un sendero de ovejas. De modo que no quedaba más que seguir andando y confiar en que la suerte me deparase algún refugio, por casualidad. Así que volví a cargarme la escopeta al hombro y tiré cansinamente adelante, pues llevaba de pie desde una hora después de romper el día y no había comido nada desde el desayuno.

                    Mientras, comenzó a caer la nieve con ominosa regularidad y el viento se calmó. Luego, el frío se hizo más intenso y rápidamente se cerró la noche. En cuanto a mí, mis perspectivas se ennegrecieron al oscurecerse el cielo y se me oprimía el corazón al pensar en que mi esposa ya estaría intentando atisbarme por la ventana de nuestro saloncito del albergue, y al pensar en todo el sufrimiento que la aguardaba a lo largo de aquella penosa noche. Llevábamos casados cuatro meses y, después de haber pasado el otoño en las Tierras Altas de Escocia, nos habíamos instalado en una pequeña aldea situada al borde de los grandes páramos ingleses. Estábamos muy enamorados y, claro está, éramos felices. Aquella mañana, al separarnos, ella me había rogado que regresara antes de anochecer y yo se lo había prometido. ¡Qué no hubiese dado yo por haber mantenido mi palabra!

                    Incluso antes, fatigado como estaba, tenía la sensación de que con cenar, tomarme una hora de descanso y disponer de un guía, podría estar de vuelta con ella antes de medianoche; siempre y cuando encontrara un guía y un refugio.

                    Durante todo este tiempo, la nieve caía y se iba espesando la noche. Me detenía y gritaba de vez en cuando, pero mis voces no parecían sino ahondar el silencio. Después se apoderó de mí una vaga sensación de malestar y comencé a recordar historias de viajeros que había caminado y caminado bajo la nieve hasta que, agotados, se vieron obligados a dejarse caer y a dejar escapárseles la vida mientras dormían. ¿Sería posible, me preguntaba, aguantar andando durante toda la negra noche? ¿No llegaría un momento en el que me fallarían las piernas y me abandonaría el tesón? Entonces yo también dormiría el sueño de la muerte. ¡La muerte! Me estremecí. ¡Qué cruel era morir precisamente en aquel momento, cuando la vida se me presentaba tan prometedora! ¡Qué cruel para mi esposa, cuyo corazón rebosante de amor...! Pero esa idea era impensable. Para disiparla, volví a gritar, aún más fuerte y durante más tiempo, y luego escuché lleno de ansiedad. ¿Había habido respuesta a mis gritos o era yo quien se imaginaba haber oído una voz remota? Repetí los gritos y de nuevo me respondió un eco. Luego brotó de la oscuridad un punto de luz vacilante, que desaparecía y aumentaba por momentos, cada vez más próxima y brillante. Corriendo hacia él tan deprisa como pude, me encontré con inmenso júbilo frente a un anciano con una linterna.

                    -¡Gracias a Dios! -fue la exclamación que salió involuntariamente de mis labios.

                    Guiñando los ojos y frunciendo el entrecejo, él alzó la linterna y me escrutó el rostro.

                    - ¿Y por qué? -rezongó de mal humor.

                    - Pues... por usted. Comenzaba a temer que me había perdido en la nieve.

                    - La gente se pierde por estos andurriales de vez en cuando, pero ¿qué más le daría perderse si Dios está tan vigilante?

                    - Si Dios quiere que usted y yo nos perdamos juntos, debemos conformarnos -repliqué-; pero no me gustaría estar perdido sin usted. ¿A qué distancia estoy de Dwolding?

                    - A sus buenas veinte millas, más o menos.

                    - ¿Y de la aldea más cercana?

                    - La aldea más cercana es Wyke y está a doce millas hacia el otro lado.

                    - Entonces, ¿dónde vive usted?

                    - Por allí -dijo él, señalando con un impreciso movimiento de linterna.

                    - Supongo que va hacia casa.

                    - Puede ser.

                    - Entonces me voy con usted.

                    El viejo denegó con la cabeza y se restregó la nariz pensativamente con la mano que sostenía la linterna.

                    - Yo no le serviré de nada -farfulló-. Él no le dejará entrar; no le dejará.

                    - Ya lo veremos -repliqué yo, animado-. ¿Quién es él?

                    - El amo

                    - ¿Quién es el amo?

- Usted no lo conoce -fue la respuesta sin cumplidos.

                    - Buenos, bueno; usted me enseña el camino y ya me ocuparé yo de que el amo me dé cobijo y cena por esta noche.

                    - ¡No logrará convencerlo! -murmuró mi renuente guía.

                    Y sin parar de negar con la cabeza, echó a andar cojeando, como un gnomo, entre la nieve que caía. Enseguida apareció en medio de la oscuridad una gran mole, de donde salió a todo correr un inmenso perro, ladrando como una fiera.

                    - ¿Ésta es la casa? -pregunté-

                    - Sí, ésta es la casa. ¡Calla, Bey! -Y el viejo buscó la llave en los bolsillos.

                                        Yo me pegué mucho a él, decidido a no perder la oportunidad de entrar, y vi, en el centro del círculo de luz de la linterna, que la puerta estaba profusamente tachonada con clavos de hierro, como la puerta de una prisión. Poco después hizo girar la llave y yo me metí en la casa tras sus pasos.

                    Una vez en el interior, miré a mi alrededor con curiosidad y vi que estaba en una gran estancia con vigas que, por lo que parecía, se utilizaba para muy distintas cosas. En un extremo, se apilaba el grano hasta el techo, como si fuese un granero. El otro estaba ocupado por sacos de harina, aperos de labranza, toneles y toda clase de trastos de madera; y de las vigas colgaban hileras de jamones, lonjas de tocino y manojos de hierbas secas, almacenado todo para el invierno. En el centro del suelo se alzaba un enorme objeto, cubierto con una sucia tela de saco, que alcanzaba hasta la mitad de la altura del local. Al levantar una esquina de la tela, vi, para mi sorpresa, un telescopio de considerable tamaño montado sobre una tosca plataforma móvil con cuatro ruedecillas. El tubo, de madera pintada, estaba envuelto en flejes torpemente ajustados; la lente, en la medida en que pude calcular su tamaño a la escasa luz, medía por lo menos quince pulgadas de diámetro. Mientras examinaba el instrumento, preguntándome si no sería obra de algún óptico autodidacta, se oyó el sonido agudo de una campanilla.

                    - Es para usted -dijo mi guía, con un mohín malicioso-. Pasando este cuarto.

                    Me señalaba una puerta negra y baja que había al otro lado del local. Crucé hasta allí, di unos golpes bastante fuertes y entré sin aguardar respuesta. Un anciano gigantesco y canoso se levantó de una mesa llena de libros y papeles y me plantó cara con expresión hosca.

                    - ¿Quién es usted? -dijo-. ¿Cómo ha venido aquí? ¿Qué quiere?

                    - Soy James Murray, abogado en ejercicio. He venido andando por el páramo. Quiero comida, bebida y dormir.

                    Sus cejas se plegaron en un fruncido prodigioso.

                    - Mi casa no es una fonda -dijo con altivez-. Jacob, ¿cómo has osado admitir a este desconocido?

                    - Yo no lo admití -rezongó el viejo-. Él me siguió por el páramo y se metió a codazos antes que yo. Yo no puedo contra seis pies y dos pulgadas.

                    - Y ahora, dígame, señor, ¿con qué derecho ha allanado usted mi casa?

                    - Con el mismo con que me hubiese agarrado a su embarcación de estar ahogándome. Con el derecho de autoconservación.

                    - ¿Autoconservación?

                    - Hay una pulgada de nieve sobre la tierra -repliqué concisamente-, y tendrá la suficiente profundidad para cubrirme el cuerpo antes de que amanezca.

                    Se dirigió a zancadas a la ventana, apartó una pesada cortina negra y miró al exterior.

                    - Es cierto -dijo-. Puede quedarse, si gusta, hasta la mañana. Jacob, sirve la cena.

                    Al hablar, hizo una seña para que me sentase, recuperó su sitio e inmediatamente se sumió en los estudios que yo le había interrumpido.

                    Coloqué la escopeta en un rincón, acerqué una silla a la chimenea y examiné sin prisas el cuarto. Aunque más pequeña y menos incongruente en su disposición que el vestíbulo, había en esta estancia muchas cosas que despertaron en mi curiosidad. El suelo no estaba alfombrado. Las paredes enjalbegadas tenían garabateados en algunas partes extraños diagramas y en otras estaban cubiertas de estanterías donde se apelotonaban instrumentos científicos, muchos de los cuales yo no sabía para qué se usaban. A un lado del hogar había una librería repleta de folios manchados; al otro, un pequeño órgano con una fantástica decoración a base de grabados polícromos de santos y diablos medievales. A través de la puerta entreabierta del armario más lejano del cuarto, distinguí una colección de muestras geológicas, preparaciones quirúrgicas, crisoles, retortas y frascos de productos químicos; en la repisa de la chimenea, entre cierto número de objetos menudos, había una maqueta del sistema solar, una pila galvánica y un microscopio. Todas las sillas estaban llenas de cosas. En todos los rincones se apilaban libros. Incluso por el suelo había esparcidos mapas, moldes, papeles, calcos y todos los útiles científicos imaginables.

                    Yo lo repasaba todo a mi alrededor, con un asombro que crecía con cada nuevo objeto sobre el que posaba los ojos. Nunca había visto un sitio tan extraño; pero lo que resultaba aún más extraño era encontrarlo en una casa de campo perdida en medio de aquellos páramos agrestes y desiertos. Una y otra vez, pasaba la vista de mi anfitrión a lo que lo rodeaba y volvía del entorno a mi anfitrión, preguntándome quién y qué podría ser. Tenía la cabeza singularmente hermosa, pero era más bien cabeza de poeta que de filósofo: amplia en las sienes, prominente sobre los ojos y adornada con una abundante melena desordenada y totalmente blanca. Compartía toda la idealidad y muchos de los caracteres abruptos de la testa de Ludwig van Beethoven. Las mismas arrugas profundas alrededor de la boca y los mismos surcos firmes en el entrecejo. La misma concentración en el gesto. Mientras todavía estaba observándolo, se abrió la puerta y entró Jacob con la cena. Entonces su amo cerró el libro, se puso en pie y, con mayor cortesía de la manifestada hasta entonces, me invitó a la mesa.

                    Me hallé ante un plato con jamón y huevos, una rebanada de pan moreno y una botella de admirable jerez.

                    - Sólo puedo ofrecerle un menú muy casero de la tierra, señor -dijo mi anfitrión-. Espero que su apetito supla las deficiencias de nuestra despensa.

                    Yo la había emprendido ya con las viandas y ahora protesté, con entusiasmo de cazador hambriento, diciendo que nunca había comido nada tan delicioso.

                    Él hizo una fugaz reverencia y se dedicó a su propia cena, que consistió, primordialmente, en una jarra de leche y un cuenco de gachas. Comimos en silencio y, cuando hubimos terminado, Jacob retiró la bandeja. Entonces, volví a colocar mi silla ante el fuego. Sorprendiéndome un poco, mi anfitrión hizo lo mismo y, volviéndose inesperadamente hacia mí, dijo:

                    - Señor, he vivido aquí en riguroso retiro durante veintitrés años. En todo ese tiempo no he visto ni una sola cara extraña ni he leído un solo periódico. Usted es el primer desconocido que traspasa mi umbral en más de cuatro años. ¿Tendría la amabilidad de decirme unas palabras sobre el mundo exterior del que tanto tiempo llevo aislado?

                    - Le ruego que me pregunte -repliqué-. Estoy a su entera disposición.

                    Inclinó la cabeza en señal de reconocimiento; se echó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas y el mentón sujeto entre las palmas de las manos; miró fijamente al fuego y procedió a interrogarme.

                    Sus preguntas giraban sobre todo alrededor de cuestiones científicas, cuyos recientes progresos, en la medida en que se aplicaban a usos de la vida práctica, desconocía casi por completo. No siendo una persona dedicada a las ciencias, le contesté tan bien como me permitía mi parca información; pero el interrogatorio estaba lejos de resultarme fácil y sentí un gran alivio cuando, pasando de las preguntas a la conversación, comenzó a explayarse en sus propias conclusiones sobre los datos que yo me había esforzado en comunicarle. Él habló y yo escuché embelesado. Habló hasta hacerme pensar que se había olvidado de mi presencia y se limitaba a reflexionar en voz alta. Hasta entonces nunca había oído nada semejante; desde entonces nunca he vuelto a oír nada parecido. Familiarizado con todos los sistemas de todas las filosofías, sutil en sus análisis, audaz en las generalizaciones, fue dando salida a sus pensamientos en un discurso fluido, manteniendo siempre la cabeza adelantada en la misma actitud taciturna y los ojos fijos en el fuego, pasando de un tema a otro, de una especulación a otra, como un soñador inspirado. De las ciencias prácticas a la filosofía del entendimiento; de la electricidad de los cables a la electricidad de los nervios; de Watt a Mesmer, de Mesmer a Reichenbach, de Reichenbach a Swedenborg, a Spinoza, a Condillac, a Descartes, a Berkeley, a Aristóleles, a Platón y a los magos y místicos orientales, haciendo transiciones que, pese a confundir por su diversidad y amplitud, parecían fáciles y armoniosas en su labios, como secuencias musicales. Con el tiempo he olvidado mediante qué nexo conjetural, o ejemplo, saltó a ese terreno que está más allá de la frontera incluso de la filosofía especulativa y entró en aquello que ningún hombre conoce. Habló del alma y de sus aspiraciones; del espíritu y de sus poderes; de la segunda visión; de las profecías; de esos fenómenos que, bajo el nombre de fantasmas, espectros y apariciones sobrenaturales, han sido negados por los escépticos y atestiguados por los crédulos en todas las épocas.

                    - El mundo -dijo- se vuelve más escéptico por momentos respecto de todo lo que está más allá de su estrecho radio de acción; y nuestros hombres de ciencia fomentan esa fatal tendencia. Condenan como fábulas todo lo que se resiste a la experimentación. Rechazan como falso todo lo que no se puede comprobar en el laboratorio o en la mesa de disección. ¿Contra qué superstición se ha emprendido una guerra tan larga y tan obstinada como contra la creencia en las apariciones? Y sin embargo, ¿qué superstición ha pervivido más tiempo y con mayor arraigo al ánimo de los hombres? Señáleme algún hecho de la física, de la historia, de la arqueología, que cuente con tan extensos y diversos testimonios. Atestiguado por todos los pueblos, en todas las épocas y en todos los climas, por los más juiciosos sabios de la Antigüedad, por los más burdos salvajes de la actualidad, por los cristianos, por los paganos, por los panteístas y por los materialistas, este fenómeno es considerado un cuento de niños por los filósofos de nuestro siglo. Las pruebas circunstanciales pesan para ellos tanto como una pluma en la balanza. Las comparaciones entre causas y efectos, por valiosa que sea en las ciencias físicas, se deja de lado como inválida e indigna de confianza. Las pruebas aportadas por testigos competentes, aun siendo concluyentes ante los tribunales de justicia, no cuentan para nada. A quien vacila ante lo que tiene que decir se le condena por frívolo. Quien cree es un soñador o un loco.

                    Hablaba con amargura y, tras estas palabras, se sumió durante algunos minutos en silencio. Luego separó la cabeza de las manos y, con la voz y la pose alteradas, agregó:

                    - Yo, señor, he vacilado, he investigado, he creído y no he sentido vergüenza de afirmar mis convicciones ante el mundo. Yo también fui calificado de visionario, puesto en ridículo por mis contemporáneos y expulsado entre abucheos de la especialidad científica en que había trabajado honradamente durante los mejores años de mi vida. Desde entonces he vivido como me ve usted vivir ahora, y el mundo se ha olvidado de mí como yo me he olvidado del mundo. Ya conoce mi historia.

                    - Es una historia muy triste -murmuré yo, sin saber muy bien qué decir.

                    - Es muy vulgar -replicó él-. Sólo he padecido en nombre de la verdad, como otros muchos hombres mejores y más sabios padecieron antes que yo.

                    Se puso en pie, como si deseara acabar la conversación, y se acercó a la ventana.

                    - Ya no nieva -observó, dejando que se cerrara la cortina y regresando junto a la lumbre.

                    -¡Ya no nieva! -exclamé yo, poniéndome de pie a toda prisa-. Ay, si hubiese la menor posibilidad..., pero no hay ninguna. Aunque me fuese posible orientarme en el páramo, tampoco sería capaz de recorrer veinte millas esta noche.

                    -¡Recorrer veinte millas esta noche! -repitió mi anfitrión-. ¿En qué está pensando?

                    - En mi esposa -respondí con impaciencia-. En mi joven esposa, que no sabe que me he extraviado y que en este momento tendrá el alma estremecida de ansiedad y de terror.

                    -¿Dónde está?

                    - En Dwolding, a veinte millas de distancia.

                    - En Dwolding -repitió él como un eco, pensativo-. Sí, es cierto, está a veinte millas de aquí; pero ¿tanto le importa ganar las próximas seis u ocho horas?

                    - Mucho, tantísimo que ahora mismo pagaría diez guineas por un guía y un caballo.

                    - Su deseo puede satisfacerse a un precio mucho menor -dijo sonriendo-. El correo nocturno del norte, que cambia los caballos en Dwolding, pasa a unas cinco millas de este lugar y estará en un determinado cruce dentro de una hora y cuarto. Si Jacob pudiera acompañarle por el páramo hasta el antiguo camino de la diligencia, supongo que usted solo se bastaría para encontrar el cruce de la carretera nueva.

                    - Iría... con sumo gusto.

                                        Él volvió a sonreír, tiró de la campanilla, dio instrucciones al viejo criado y, tomando una botella de whisky y un vaso de vino del armario donde guardaba los productos químicos, dijo:

                    - Hay mucha nieve y será difícil andar por el páramo esta noche. ¿Qué le parece una copa de nuestra cosecha antes de ponerse en camino?

                    Yo hubiese rechazado el lico, pero él me lo alargó y lo bebí. Me cayó en la garganta como fuego líquido y casi me cortó la respiración.

                    - Es fuerte -dijo-, pero ayuda a combatir el frío. Y ahora ya no tiene un momento que perder. ¡Buenas noches!

                    Le agradecí su hospitalidad y le habría estrechado la mano pero me dio la espalda antes de que yo hubiera terminado de hablar. Un minuto después había cruzado el vestíbulo, Jacob había cerrado con llave la puerta de la calle una vez fuera y estábamos al raso en el inmenso páramo blanco.

                    Aunque el invierno había menguado, el frío seguía siendo intenso. No brillaba ni una estrella en la bóveda negra del firmamento. Ni un ruido, salvo el crujido de la nieve bajo nuestros pies, perturbaba el profundo silencio de la noche. Jabob, que no estaba muy contento con el encargo, arrastraba los pies delante de mí en taciturno silencio, con la linterna en la mano y la sombra cayéndole sobre los pies. Yo lo seguía, con la escopeta al hombro, tan poco propenso como él a conversar. Mis pensamientos volvían sobre mi anfitrión. Aún me resonaba su voz en los oídos. Su elocuencia aún cautivaba mi imaginación. Recuerdo hasta el día de hoy, con sorpresa, cómo mi sobreexcitado cerebro retenía frases enteras y fragmentos de frases, docenas de imágenes brillantes y extractos de espléndidos razonamientos, con las mismas palabras con que él las había pronunciado. Meditando de este modo sobre lo que había oído y esforzándome por recordar algún que otro nexo perdido, andaba a zancadas pegado a los talones de mi guía, absorto y sin prestar atención. Enseguida -al cabo de muy pocos minutos, según me pareció a mí- se detuvo de improviso y dijo:

                    - Ya está usted en el camino. Mantenga la valla de piedra a su derecha y no se perderá.

                    - ¿Así que éste es el antiguo camino de la diligencia?

                    - Sí, éste es el antiguo camino de la diligencia.

                    - ¿Y cuánto he de avanzar hasta encontrar el cruce?

                    - Casi tres millas.

                    Eché mano a la bolsa y él se volvió más comunicativo.

                    - El camino es bastante bueno -dijo- para quienes van a pie; pero resulta demasiado pendiente y estrecho para el tráfico del norte. Fíjese en donde el pretil se interrumpe, que está muy cerca del poste indicador. Nunca lo han reparado desde el accidente.

                    - ¿Qué accidente?

 

                    - El correo nocturno se despeñó de cabeza al valle, por lo menos unos cincuenta pies, justamente en el peor tramo de carretera de todo el condado.

                    -¡Qué horrible! ¿Cuántas vidas costó?

                    - Todas. Cuatro aparecieron muertos y otros dos murieron al día siguiente.

                    - ¿Cuándo tiempo hace que ocurrió?

                    - Nueve años, exactamente.

                    - ¿Cerca del poste indicador, dice usted? Lo tendré presente. Buenas noches.

                    - Buenas noches, señor, y gracias,

                    Jacob se echó al bolsillo la media corona, hizo un amago de tocarse el sombrero y emprendió penosamente el regreso por donde habíamos venido.

                                        Estuve observando la luz de la linterna hasta casi su absoluta desaparición y luego di la vuelta para proseguir mi camino en solitario, que no parecía presentar la menor dificultad, pues, pese a la negrura, la línea de la valla de piedra destacaba con sobrada claridad contra el lívido brillo de la nieve. Pero ¡qué silencio, en el que únicamente se oían mis pasos, qué silencio y qué soledad! Me embargó la extraña y desagradable sensación de estar completamente solo. Anduve más deprisa. Iba tarareando un fragmento de tonada. Mentalmente, fui contando enormes cifras y calculando lo que supondrían a interés compuesto. En suma, hice todo lo posible por olvidar las especulaciones alarmantes que acababa de escuchar y, en cierta medida, conseguí mi propósito.

                    Mientras el aire de la noche parecía ir tornándose cada vez más frío y, aunque caminaba rápido, no conseguía mantenerme caliente. Tenía los pies como el hielo. Había perdido la sensibilidad en las manos y, mecánimente, llevaba empuñada la escopeta. Incluso me costaba respirar, como si en lugar de ir recorriendo un camino real del norte estuviese escalando las más altas cumbres de unos gigantescos Alpes. Este último síntoma se volvió pronto tan inquietante que me vi obligado a detenerme unos minutos y apoyarme contra la valla de piedra. Al hacerlo, volví la vista por casualidad hacia el camino recorrido y allí, para mi infinito alivio, vi un lejano punto luminoso, algo así como el resplendor de una linterna que se acercaba. Al principio pensé que Jacob había vuelto sobre sus pasos y me seguía; pero no había hecho sino vislumbrar este pensamiento cuando se hizo visible una segunda luz, una luz sin duda paralela a la primera y que se acercaba a la misma velocidad. No tuve necesidad de pensarlo dos veces para entender que debían de ser los faroles de algún vehículo particular, aunque era extraño que circulara por una carretera reconocidamente peligrosa y en desuso.

                    No obstante, no cabía duda de este hecho, pues los faroles se volvían más grandes y luminosos a cada instante, e incluso imaginé que ya distinguía la silueta oscura del carruaje entre ambos. Se acercaba más deprisa y casi sin hacer ruido, pues rodaba casi sobre un palmo de nieve.

                    Pronto la masa del vehículo se hizo netamente visible detrás de los faroles. Resultaba llamativamente alto. Me pasó por la mente una fugaz sospecha: ¿sería posible que hubiese pasado de largo el cruce en medio de la oscuridad, sin haber reparado en el poste indicador, y que se tratase de la diligencia que buscaba?

                    No tuve necesidad de formularme la pregunta dos veces, pues, torciendo ya en la curva del camino, llegaron el guarda y el mayoral, con un pasajero en el pescante y cuatro caballos tordos bufando vaho, envueltos todos en una leve neblina de luz, dentro de la cual resplandecían los faroles, como un par de meteoritos ardientes.

                    Me adelanté dando un salto, hice señas con el sombrero y grité. El correo siguió a toda velocidad y me sobrepasó. Por un instante, temí no haber sido visto ni oído, pero fue sólo eso: un instante. El cochero se irguió; el guarda, embozado hasta las cejas con capas y bufandas, y al parecer profundamente dormido en medio del estrépito, no respondió a mi saludo ni hizo el menor esfuerzo por apearse; el pasajero que iba en el pescante ni siquiera volvió la cara. Yo mismo abrí la puerta y miré dentro. Sólo había tres pasajeros en el interior, de modo que subí, cerré la portezuela, ocupé el rincón vacío y me felicité por mi buena fortuna.

                    La atmósfera de la diligencia me pareció, si cabía, más gélidad que la de la intemperie e impregnada de un olor especialmente húmedo y desagradable. Repasé a mis compañeros de viaje. Los tres eran hombres y los tres guardaban absoluto silencio. No parecían estar dormidos, pero los tres se retrepaban en las esquinas del vehículo, como absortos en íntimas reflexiones. Yo intenté iniciar una conversación.

                    - Vaya frío que hace esta noche -dije, dirigiéndome al de enfrente.

                    Alzó la cara y me miró sin responderme.

                    - Parece ser que el invierno ha comenzado bien fuerte -agregué.

                    Aunque su rincón estaba tan oscuro que no le distinguía las facciones con ninguna nitidez, vi que me apuntaba con los ojos. Y no obstante, no respondió ni una sola palabra.

                    En otra ocasión cualquiera me habría sentido incómodo y tal vez lo hubiera manifestado, pero en aquellos momentos me encontraba demasiado débil para una cosa así. El frío helado del aire nocturno se me había metido en los tuétanos y el extraño olor del interior de la diligencia me estaba provocando unas insoportables náuseas. Me estremecí de pies a cabeza y, volviéndome hacia el vecino de la izquierda, le pregunté si le molestaría que abriese la ventanilla.

                    No dijo nada ni se movió.

                    Repetí la pregunta en voz algo más alta, pero con idéntico resultado. Entonces perdí la paciencia y solté el marco corredizo de la ventana. Al hacerlo, el tirante de cuero se partió, quedándoseme en la mano, y observé que el cristal estaba cubierto por una fina capa de moho, acumulado, se diría, en el curso de años. Interesado por el estado de la diligencia, la examiné con mayor atención y, a la luz incierta de los faroles de fuera, vi que estaba absolutamente ruinosa. No sólo necesitaba reparaciones por todas partes, sino que se estaba pudriendo. Las ventanillas se rajaban al tocarlas. Los accesorios de cuero estaban enmohecidos y literalmente putrefactas las juntas de las molduras. El suelo casi se quebraja bajo mis pies. En pocas palabras, todo el vehículo estaba muy dañado por la humedad y pensé que sin duda había sido rescatado del almacén, donde llevaría años descomponiéndose, para rodar un par de días más por las carreteras.

                    Me dirigí al tercer pasajero, al que aún no había hablado, y le hice un nuevo comentario de circunstancias.

                    -Esta diligencia -dije- se encuentra en un estado deplorable. Supongo que estarán reparando el vehículo en activo.

                    Él movió lentamente la cabeza y me miro a la cara, sin decir palabra. Nunca olvidaré mientras viva aquella mirada. Se me heló el corazón al verla. Se me sigue helando el corazón ahora, cuando la recuerdo. Le brillaban los ojos con un fulgor increíblemente ardiente. Tenía el rostro blanco como el de un muerto. Los labios sin sangre estaban contraídos como en la agonía y en medio le brillaban los dientes.

                    Las palabras que yo iba a pronunciar perecieron entre mis labios y un extraño horror, horror terrorífico, se apoderó de mí. Para entonces me había habituado a la oscuridad de la diligencia y veía con aceptable claridad. Me volví hacia el pasajero de enfrente. Éste también me miraba con la misma alarmante palidez en el rostro y el mismo lustre pétreo en los ojos. Me pasé la mano por la frente. Me volví hacia el tercer pasajero, el que se sentaba a mi lado, y vi... ¡Santo cielo, cómo describiría lo que vi! Vi que no era un hombre vivo, que ninguno de ellos estaba vivo como yo. Una luz lívida y fosforecente, la luz de la putrefacción, salía de sus horrorosas caras; de sus cabellos mojados por la humedad de las tumbas; de las ropas manchadas de tierra y cayéndose a jirones; de las manos, que eran como las de los cadáveres que llevan mucho tiempo enterrados. Sólo los ojos, aquellos ojos terribles, tenían vida; ¡y todos aquellos ojos apuntaban amenazadoramente hacia mí!

                    Al volcarme hacia la puerta y tratar en vano de abrirla, brotó de mis labios un alarido de terror, un grito salvaje e incomprensible en demanda de ayuda y piedad.

                    En aquel singular instante, breve y vívido como un paisaje visto en el resplandor de un relámpago de verano, distinguí, a la luz de la luna que se colaba por un hueco entre las nubes tormentosas, el fantasmal poste indicador que alzaba su dedo de advertencia al borde del camino, el parapeto soto, los caballos que se despeñaban, el negro vacío... Entonces la diligencia cabeceó como un barco en el mar. Después hubo un fuerte golpe, una aplastante sensación de dolor, y luego la oscuridad.

                    

 

Tuve la impresión de que habían pasado años cuando desperté una mañana de un sueño profundo y encontré a mi esposa contemplándome junto a la cabecera. Paso por alto la escena que siguió y, en media docena de palabras, le repetiré a usted la historia que ella me contó entre lágrimas de agradecimiento a la providencia. Me había caído por un precipicio, cerca del cruce del viejo y el nuevo camino de la diligencia, y sólo me había salvado de una muerte segura gracias a que caí sobre un ventisquero que se había acumulado a los pies de las rocas del fondo. En ese ventisquero fui descubierto al amanecer por un par de pastores, que me trasladaron al refugio más cercano y buscaron un médico para que me atendiese. El médico me encontró en estado delirante con un brazo roto y una fractura grave de cráneo. Los documentos de mi billetero lo informaron de mi nombre y dirección; se requirió a mi esposa para que me sirviera de enfermera; y gracias a ser joven y de constitución fuerte, acabé por salir sano y salvo. El lugar donde ocurrió mi caída, casi no es menester que lo diga, fue exactamente el mismo en el que el correo del norte había sufrido un terrible accidente nueve años antes.

                    Nunca conté a mi esposa los terroríficos hechos que acabo de relatarle. Al médico que me asistió sí se los conté; pero él consideró toda aquella peripecia como una mera pesadilla debida a la fiebre que me abrasaba el cerebro. Lo hablamos una y otra vez, hasta convencernos de que éramos incapaces de hablar del asunto con calma, y entonces lo dejamos. Otros podrán sacar las conclusiones que quieran, pero yo sé que hace veinte años fui el cuarto pasajero que iba en el interior de aquella diligencia fantasma.

Procedencia: Historias de fantasmas de la literatura inglesa, vol. I, Antonio Desmonts (trad.), Barcelona, Edhasa, 1989.

Extraído de: Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos. Edición de Javier Pérez Andújar

Transcrito por: Ewigkeit Para: labatametalica.blogspot.com