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Walko

Extracto de Plomo en los bolsillos (Ander Izagirre)

“Ojalá nunca hubiera ganado el Tour”

Después de cuarenta años de silencio, Roger Walkowiak aceptó hablar de nuevo ante una cámara. En el salón de su casa, aquel anciano menudo repasaba anécdotas ciclistas, y la cámara recordaba, a pesar de las canas y las arrugas, aquella cara redonda de niño tímido -pelo ensortijado, orejas desplegadas y una sonrisa apenas esbozada-, aquella cara infantil que a mediados de los años cincuenta se asomó, asustada por una fama repentina, a todos los diarios, las revistas y los cines franceses. Tras un buen rato de charla y rodeos cautelosos, el periodista arrimó una pregunta a la llaga de Walkowiak: su Tour victorioso de 1956. “Nunca hablo de aquel Tour, ni siquiera con mi mujer”. En el silencio angustioso que siguió a esta declaración, la cámara se acercó al rostro de Walkowiak, que enrojecía por momentos. Le temblaron las mejillas, escondió la cara en la palma de su mano izquierda y rompió a llorar. “Nadie sabe cuánto sufrí”.

    Cuarenta años antes, la misma cara de niño temeroso apareció en la televisión: en la octava etapa de aquel Tour, al desconocido Walkowiak le acababan de vestir su primer maillot amarillo y se le acercó la cámara. El ciclista, incómodo, escondió la mirada entre los radios de su bicicleta y asentía con la cabeza gacha a las preguntas. El periodista, impaciente porque Walkowiak apenas pronunciaba monosílabos, le recalcó la importancia del momento como quien regaña a un chaval: “Roger, eres líder del Tour de Francia. Miles de personas te están viendo y quieren saber qué sientes con el maillot amarillo puesto”. Walkowiak se llevó las manos a la cara y balbuceó unas palabras: “Es increíble, no puedo creerme lo que ha pasado, es increíble...”. De pronto, ante un sollozo incontenible, el periodista tuvo que dejar el micrófono para recibir el abrazo de Walkowiak, quien lloraba sin parar de repetir “es increíble, es increíble...”.

    Muchos pensaron que aquel espíritu derrumbado por la emoción no soportaría la presión del liderato. Pero detrás de esa timidez temblorosa, aquel francés, hijo de inmigrantes polacos, guardaba una capacidad agonística impresionante y se aferró al amarillo con pasión desesperada.

Walkowiak aprovechó un vacío de poder. En el Tour de 1956 faltaban los dueños del primer lustro de los cincuenta: Coppi, Bartali, Bobet, Kubler, Koblet, Geminiani, Magni. Y aún no había aparecido Anquetil, quien al año siguiente comenzaría su ristra de cinco victorias en el Tour. En 1956, los pronósticos apuntaban a escaladores como Gaul, Bahamontes o Nencini, pero sin mucha convicción. Como no había favorito claro, ninguna selección potente -Francia, Bélgica, Italia- se encargó de controlar el pelotón. Y de eso se aprovecharon corredores de equipos menores, como los de las selecciones regionales francesas, que participaban reunidos en conglomerados extraños: en uno de esos equipos formado por retales, la selección Norte-Este-Centro, corría un tal Roger Walkowiak, un ciclista que en sus comienzos apuntó algún detalle brillante pero con el que nadie contaba.

     Los modestos aprovecharon la anarquía: en la etapa Lorient-Angers, 31 corredores de tercera fila se fugaron y llegaron a meta con dieciocho minutos de ventaja. Entre ellos, Walkowiak, que al día siguiente, entre Angers y La Rochelle, se coló en otra fuga similar y sumó un cuarto de hora más: ya tenía media hora de ventaja sobre todos los favoritos, y un maillot amarillo que le hizo llorar como un niño ante miles de espectadores.

     A partir de entonces, Walkowiak padeció un calvario. Por los ataques en tromba de los favoritos, que veían que se les escapaba el Tour, pero también por el desprecio que sufrió su liderato: los periodistas escribían que Walkowiak, indigno para llevar el maillot, se había encontrado con el mayor golpe de suerte de la historia del Tour, y no disimulaban las ganas de que un nombre con más prestigio lo desbancara. El líder, es cierto, se topó con un recorrido favorable para resistir, con muchas etapas cortas y los principales puertos situados lejos de la meta. Pero en todas las jornadas montañosas se repitió el mismo esquema: Gaul y Bahamontes atacaban desde el primer puerto para intentar desfondar al líder, montaban un zafarrancho al que se sumaban otros rivales, y Walkowiak, descolgado, apretaba los dientes y sufría durante horas para perder el menor tiempo posible. En las etapas llanas, las selecciones más potentes organizaban emboscadas para sorprender a Walkowiak y hacerle trabajar hasta la extenuación. Y en las cronos, cruzaba la meta al borde del desmayo, intentando frenar una hemorragia de minutos angustiosa. Al final, salvó el Tour por un puñado de segundos: en el podio le escoltaron Bauvin, a 1’25”, y Adriaenssens, a 3’44” (ambos se infiltraron en la primera escapada con Walkowiak, pero no en la segunda), y Bahamontes, el primero de los favoritos, terminó cuarto a 10’14”.

   

     Nadie reconoció la habilidad de Walkowiak para aprovechar dos veces el marcaje de los favoritos ni su sufrimiento para mantener el maillot. La prensa repudió sin más aquel triunfo de un corredor de tercera, decepcionante para el historial del Tour, y su nombre pasó al argot ciclista como un sinónimo denigrante: una “escapada a lo Walkowiak” es una fuga de segundones que aprovechan el despiste de los favoritos para ganar minutos, y un “Tour a lo Walkowiak”, cualquier edición sin grandes nombres.

     Antes de ese Tour Walkowiak logró algunas victorias y actuaciones destacadas. Podría haber sido un buen ciclista, pero el estigma de su triunfo en el Tour le pudrió la carrera y le amargó la vida. Walkowiak se retiró pronto, montó un taller de bicis en su ciudad y se sacó licencia de corredor amateur para competir discretamente en las carreras locales. Se refugió de un desprecio demasiado doloroso y nunca más habló en público, hasta que las lágrimas se le desbordaron cuarenta años más tarde, cuando ante una cámara y en voz alta deseó no haber ganado nunca aquel Tour de 1956.