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El pie de momia
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El pie de momia (Le pied de momie, 1840)

                                                   Théophile Gautier

Un día de ocio, entré en una de esas tiendas de curiosidades llamadas de bric-à-brac en el argot parisino, palabra perfectamente ininteligible en el resto de Francia.

                Sin duda habéis ojeado, a través de la ventana, alguna de esas tiendas, que tanto han proliferado desde que está de moda comprar muebles antiguos, de manera que el más insignificante agente de cambio y bolsa se cree obligado a tener una habitación de estilo medieval.

                Son tiendas que amalgaman el obrador del chatarrero, el almacén del tapicero, el laboratorio del alquimista y el estudio del pintor. En esos misteriosos antros, donde los prostigos filtran una prudente media luz, lo que hay más notoriamente antiguo es el polvo; las telarañas son más auténticas que los encajes, y el viejo peral es más joven que la caoba recién llegada de América.

                La tienda de mi marchante de bric-à-brac era un verdadero Cafarnaúm. Todos los siglos y todos los países parecían haberse dado cita allí; una lámpara etrusca de arcilla descansando sobre un armario de Boule de madera de ébano severamente estríada por filamentos de cobre; un canapé e la época de Luis XV estiraba languidamente sus patas encorvadas hacia fuera bajo una gruesa mesa del reinado de Luis XIII, de pesadas espirales de madera de roble, con realces de follajes y de quimeras entremezclados.

                Una armadura damasquinada de Milán hacía brillar en un rincón el vientre marcado con rayas longitudinales de su coraza. Amorcillos y ninfas de porcelana, jarrones de China, cuernos de esmalte oriental, tazas de Sajonia y de Sèvres atestaban las estanterías y los rincones.

                En las repisas denticuladas de los aparadores brillaban inmensas bandejas de Japón, dibujos rojos y azules, realzados con trazos de oro, al lado de esmaltes de Bernard Palissy, que representaban culebras, ranas y lagartos en relieve.

                De armarios abiertos se escapaban cascadas de seda con ribetes de plata, un mar de brocados, que un oblicuo rayo de sol llenaba de puntos luminosos. Retratos de todas las épocas sonreían a través de su amarillento barniz en marcos más o menos ajados.

                El marchante me seguía con precaución por el tortuoso paso abierto entre las pilas de muebles, frenando con la mano el vuelo aventurado de los faldones de mi traje, vigilando mis codos con la atención inquieta del anticuario y el usurero.

                El marchante tenía una cara singular: un cráneo inmenso, pulido como una rodilla, rodeado por una escasa aureola de cabellos blancos, que hacían resaltar más vivamente el tono salmón claro de la piel, le daba un falso aire de bondad pratiarcal, corregido, por otra parte, por el brillo de dos ojitos amarillos, que titilaban en sus órbitas como dos luises sobre el azogue. La curvatura de la nariz tenia una silueta aguileña que recordaba el tipo oriental o judío. Sus manos, pequeñas, enjutas, venosas, llenas de nervios tensados como las cuerdas de un violín, armadas con unas uñas semejantes a las que terminan las alas membranosas de los murciélagos, mostraban un movimiento de oscilación senil, muy inquietante para el que lo percibía; pero estas manos agitadas por tics febriles se volvían más que firmes que tenazas de acero o pinzas de cangrejo cuando levantaban algún objeto precioso, una copa de ónice, un jarrón de Venecia o una bandeja de cristal de Bohemia. Ese viejo extravagante tenía un aspecto tan profundamente rabínico y cabalístico que hace tres siglos le hubieran condenado en el hoguera.

                -¿No me comprará nada hoy, señor? Fíjese en este puñal malayo, cuya hoja se ondula como una llama; mire estos canales para escurrir la sangre, estos bordes dentados en sentido inverso para arrancar las entrañas al retirar el arma; es un arma feroz, de bella factura y que luciría mucho entre los adornos de su casa. Esta espada de dos empuñaduras es exquisita, es de José de la Hera, ¡qué magnífico trabajo!

                -No, ya tengo bastantes armas e instrumentos de masacre. Querría una figurita, un objeto cualquiera que pudiera servirme de pisapapeles, porque no puedo soportar esos bronces de pacotilla que venden los papeleros y que se encuentran invariablemente en todos los despachos.

                El viejo gnomo, escudriñando sus antiguallas, me mostró bronces antiguos o que tenía por tales, fragmentos de malaquita, pequeños ídolos hindúes o chinos, unas figuras de jade, encarnación de Brahma o de Visnú maravillosamente adecuadas para ese uso, nada divino, de sujetar periódicos y cartas.

                Estaba dudando entre un dragón de porcelana constelado de verrugas, o con las fauces llenas de colmillos y de púas, y un pequeño fetiche mexicano bastante horroroso, que representaba al natural al dios Witziliputzili, cuando descubrí un encantador pie, que tomé en principio por un fragmento de una Venus antigua.

                Tenía esos bellos visos leonados y rojizos que dan al bronce florentino un aspecto cálido y vivaz, tan preferible al tono cardenillo de los bronces ordinarios que podrían tomarse verdaderamente por estatuas en putrefacción: brillos satinos se estremecían sobre sus formas redondas, pulidas por los besos enamorados de veinte siglos. Porque debía de ser un bronce de Corinto, una obra de la mejor época, quizás una fundición de Lisipo.

                -Este pie me servirá -dije al marchante, que me miró con gesto irónico y socarrón, al tiempo que me tendía el objeto requerido para que pudiera examinarlo más cómodamente.

                Me sorprendió su ligereza. No era un pie de metal, sino más bien un pie de carne y hueso, un pie embalsamado, un pie de momia. Mirándolo de más cerca, se podía distinguir la rugosidad de la piel y el estampado casi imperceptible impreso por la trama de las vendas. Los dedos eran finos, delicados, terminados en uñas perfectas, puras y transparentes como ágatas; el pulgar, un poco separado, contrariaba deliciosamente el plan de los otros dedos al modo antiguo, y le daba una actitud suelta, una esbeltez de pie de pájaro; la planta, apenas rayada por algunos trazos invisibles, mostraba que nunca había tocado el suelo y que únicamente había entrado en contacto con las más finas esteras de cañas del Nilo y las más mullidas alformbras de pieles de pantera.

                                

                -¡Ja! ¡Ja! Quiere usted el pie de la princsea Hermonthis-dijo el marchante con una risa extraña, fijando en mí sus ojos de búho-. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Para servir de pisapapeles! Es una idea original, de artista. Si le hubieran dicho al viejo faraón que el pie de su hija adorada se usaría como pisapapeles, se habría sorprendido mucho, él, que mandó excavar una montaña de granito para meter allí el triple féretro pintado y dorado, completamente cubierto de jeroglíficos con bellas pinturas del juicio de las almas -añadió a media voz y como hablándose a sí mismo el singular comerciante.

 

                -¿Por cuánto me venderá usted este fragmento de momia?

 

                -¡Ah! Lo más caro que pueda, porque es un trozo magnífico. Si tuviera la pareja, no lo obtendría usted por menos de quinientos francos: la hija de un faraón, no hay nada más excepcional.

 

                -Seguramente no es corriente pero, diga, ¿cuánto quiere usted? Le advierto que sólo tengo cinco luises, es todo lo que poseo, compraré lo que cueste sólo cinco luises. Aunque escrutara usted los bolsillos más escondidos de mis chalecos y mis cajones más secretos, no encontraría nada más.

 

                -Cinco luises por el pie de la princesa Hermonthis es muy poco, verdaderamente poco; se trata de un pie auténtico -dijo el marchante, moviendo la cabeza e imprimiendo a sus pupilas en movimiento rotatorio-.En fin, cójalo, y le doy además el envoltorio -añadió, enrrollándolo en un viejo pedazo de damasco-. Bellísimo, damasco auténtico, damasco de la India, que no ha sido teñido nunca. Es fuerte y suave -mascullaba mientras paseaba sus dedos por la tela raída, con esa antigua costumbre comercial que le hacía alabar un objeto de tan poco valor que incluso él mismo juzgaba digno de ser regalado.

 

                Deslizó las monedas de oro en una especie de bolsa limosnera de la Edad Media que le colgaba de la cintura, mientras repetía:

 

                -¡El pie de la princesa Hermonthis como pisapapeles!

 

                Después, fijando en mí sus fosfóricas pupilas, me dijo con una voz tan estridente como el maullido de un gato que acaba de tragarse una espina.

 

                -El viejo faraón no estará muy contento. Quería a su hija, ese buen hombre.

 

                -Habla usted de él como si fuera su contemporáneo. Aunque viejo, no se remonta usted a la época de las pirámides de Egipto -le respondí riendo desde la puerta de la tienda.

 

                Volví a mi casa ufano con mi adquisición.Para darle enseguida utilidad, coloqué el pie de la princesa Hermonthis sobre un montón de papeles, esbozos de versos, mosaico indescifrable de tachones: artículos sin acabar, cartas olvidadas y echadas al correo del cajón, error cometido a menudo por gente distraída. El resultado era encantador, extraño y romántico.

 

                Muy satisfecho con este efecto embellecedor, bajé a la calle y me fui a pasear con la gravedad decorosa y la dignidad de un hombre que tiene sobre todos los transeúntes con los que se cruza la ventaja inefable de poseer un pedazo de la princesa Hermonthis, hija del faraón.

 

                Me parecieron soberanamente ridículos todos los que no poséian, como yo, un pisapapeles tan notoriamente egipcio y creía que la verdadera ocupación de un hombre sensato era tener un pie de momia sobre su escritorio.

 

                Felizmente, el encuentro con varios amigos me distrajo de mi pasión de reciente comprador. Me fui a cenar con ellos, ya que me hubiera resultado molesto cenar solo.

 

                Cuando regresé por la noche, con el cerebro ligeramente ebrio, una vaga bocanada de perfume oriental me cosquilleó delicadamente el órgano olfativo. El calor de la habitación había templado el natrón, el betún y la mirra con que los embalsamadores de cadávares habían bañado el cuerpo de la princesa. Era un perfume suave aunque penetrante. un perfume que cuatro mil años no habían podido evaporar.

 

                El sueño de Egipto era la eternidad: sus olores tienen la solidez del granito y duran tanto como él.

 

                Bebí enseguida grandes sorbos de la copa negra del sueño; durante una hora o dos todo permaneció opaco, el olvido y la nada me inundaan con sus olas sombrías.

 

                Sin embargo, mi oscuridad intelectual se iluminó, los sueños empezaron a rozarme con su silencioso vuelo.

 

                Los ojos de mi alma se abrieron, y vi mi habitación tal como era realmente: hubiera podido creerme despierto, pero una vaga percepción me decía que dormía y que algo extraño estaba a punto de suceder.

 

                El olor de la mirra había aumentado de intensidad, y yo sentía un ligero dolor de cabeza, que atribuí no sin razón a algunas copas de champán que habíamos bebido a la salud de los dioses desconocidos y ados y  nuestros éxitos futuros.

 

                Miraba mi habitación con un sentimiento de espera que nada justificaba. Los muebles estaban perfectamente en su sitio; el quinqué ardía sobre la consola, suavemente perfilada por la blancura lechosa de su globo de cristal esmerilado; las acuarelas relucían tras su cristal de Bohemia; las cortinas colgaban lánguidamente: todo en la estancia tenía un aspecto dormido y tranquilo.

 

                Sin embargo, al cabo de unos instantes, esta habitación tan sosegada pareció perder la serenidad. Los revestimientos de madera crujieron furtivamente, los leños cubiertos por las cenizas arrojaron de repente un chorro de luz, y los discos de las páteras semejaban ojos de metal atentos como yo a las cosas que iban a pasar.

 

                Mi vista se dirigió por casualidad a la mesa en la que había colocado el pie de la princesa Hermonthis.

 

                En lugar de permanecer inmóvil como conviene a un pie embalsamado hacía cuatro mil años, se movía, se contraía y saltaba sobre los papeles como una rana espantada: parecía estar en contacto con una pila voltaica. Yo oía con absoluta claridad el ruido seco que producía su talón, duro como la pezuña de una gacela.

 

                Me sentía bastante descontento de mi adquisición, pues me gustan los pisapapeles sedentarios y encuentro poco natural ver pies que pasean sin piernas. Empezaban a experimentar algo que se parecía mucho al terror.

                

                            De repente vi que se movían los pliegues de una de las cortinas, y oí un pisoteo parecido al de una persona que saltara a la pata coja. Debo confesar que sentí ora calor, ora frío; que percibí como si un viento desconocido me soplara en la espalda, y mis cabellos, al erizarse, hicieron saltar mi gorro de dormir a dos o tres pasos.

                Las cortinas se entreabrieron, y vi avanzar la figura más extraña que se pueda imaginar.  

                Era una joven muy morena, como la bayadera Amani, de una belleza perfecta que recordaba el tipo egipcio más puro. Tenía los ojos en forma de almendra, con el rabillo muy acentuado, y unas pestañas tan negras que parecían azules; su nariz tenía un perfil tan fino y delicado que parecía griego, y se la hubiera podido tomar por una estatua de bronce de Corinto si la prominencia de los pómulos y la plenitud africana de la boca no hubieran permitido reconocer en ella, sin lugar a dudas, la raza jeroglífica de las orillas del Nilo.

                Sus brazos delgados y torneados como un huso, igual que los de las muchachas jóvenes, estaban ceñidos por pulseras de metal y vueltasde abalorios; su cabellos estaban trenzados con cuerdecillas, y sobre su pecho colgaba un ídolo de pasta verde cuyo látizo de siete ramas permitía reconocer a Isis, conductora de las almas; una placa de oro brillaba en su frente, y algunas huellas de maquillaje se adivinaban bajo los tonos cobrizos de sus mejillas.

                Por lo que se refiere a su traje, era muy extraño.

                Imaginaos un pareo de bandas adornadas con jeroglíficos negros y rojos, almidonadas con betún y que parecían pertenecer a una momia a la que recientemente hubieran quitado las vendas.

                Por uno de esos saltos de pensamiento tan frecuentes en los sueños, oí la falsa voz y ronca del marchante, que repetía, en una cantinela monótona, la frase que había dicho en la tienda con una entonación tan enigmática:

                <<El viejo faraón no estará muy contento. Quería a su hija, ese buen hombre.>>

                Particularidad extraña y que no me tranquilizó en absoluto, la aparición no tenía sino un único pie. La otra pierna estaba rota por el tobillo.

                Se dirigió a la mesa donde el pie de la momia se meneaba y brincaba con redoblada rapidez. Al llegar allí, se apoyó en el borde, y vi cómo una lágrima germinaba y perlaba sus ojos.

                Aunque no hablara, yo comprendía claramente su pensamiento: miraba el pie, porque era el suyo sin duda, con una expresión de coqueta tristeza infinitamente encantadora; pero el pie saltaba y corría de aquí para allá como si fuera empujado por resortes de acero.

                Dos o tres veces estiró la mano para cogerlo, pero no lo logró.

                Entonces estableció entre la princesa Hermonthis y su pie, que parecía dotado de vida diferente, un extraño diálogo en copto antiguo, tal como se debía de hablar, hace treinta siglos, en las minas de la región de Nubia: afortunadamente, ese noche yo entendía el copto a la perfección.

                -¡Ah, mi querido piececito! Huyes de mí sin parar. No obstante, yo que cuidaba muy bien. Te bañaba con agua perfumada, en un barreño de alabastro; pulía tu talón con piedra pómez empapada en aceites de palmeras; cortaba tus uñas con tijeras de oro y las pulía con diente de hipopótamo; me preocupaba por elegir para tí sandalias bordadas y pintadas, que despertaban la envidida de todas las muchachas de Egipto; llevabas en el dedo gordo sortijas que representaban el escarabajo sagrado y sostenías uno de los cuerpos más ligeros que pueda desear un pie perezoso.

                El pie contestó en tono enojado y triste:

                -Sabes muy bien que ya no me pertenezco, he sido comprado y pegado. El viejo marchante sigue resentido contra ti, porque te negaste a casarte con él y te ha jugado una mala pasada.

                >>El árabe que profanó tu sepulcro real en el pozo subterráneo de la necrópolis de Tebas fue enviado por él, quería impedirte que acudieras a la reunión de los pueblos tenebrosos, en las ciudades inferiores. ¿Tienes cinco monedas de oro para volver a comprarme?

                -¡Desgraciadamente, no! Mis piedras preciosas, mis anillos, mis bolsas de oro y de plata, todo me ha sido robado -respondió la princesa Hermonthis con un suspiro.

                -Princesa -exclamé yo entonces-, nunca en la vida he retenido injustamente el pie de nadie: aunque tengáis los cinco luises que me ha costado, os lo devuelvo de buena gana. Me desesperaría dejar coja a una persona tan amable como la princesa Hermonthis.

                Declamé este discurso en un tono elegante y cortés, que debió de sorprender a la bella egipcia.

                Volvió hacia a mí una mirada llena de gratitud, y sus ojos se iluminaron con brillos azulados.

                Cogió su pie, que esta vez se dejó atrapar, como una mujer que se dispone a ponerse su borceguí, y se lo ajustó a la pierna con gran destreza.

                Acabada esta operación, dio dos o tres pasos por la habitación, como para asegurarse de que realmente ya no estaba coja.

                -¡Ah, qué contento se va a poner mi padre! Él, que estaba tan desconsolado por mi mutilación, él, que, desde el día de mi nacimiento, había puesto a trabajar a un pueblo entero para excavarme una tumba tan profunda que pudiera conservarme intacta hasta el día supremo en que las almas deberán ser pesadas en la balanza de la región de la muerte... Venid conmigo a casa de mi padre, os recibirá con agrado, me habéis devuelto el pie.

                Encontré esta proposición completamente natural. Me puse una bata de tejido rameado, que me daba un aspecto muy faraónico; me calcé rápidamente unas babuchas turcas y le dije a la princesa Hermonthis que estaba a punto para seguirla.

                Hermonthis, antes de marchar, se desató del cuello la figurita de pasta verde y la colocó sobre los papeles esparcidos que cubrían la mesa.

                -Es justo -dijo sonriendo- que reemplace el pisapapeles.

                Me tendió su mano, que era suave y fría como la piel de una culebra, y nos fuimos.

                Marchamos durante algún tiempo a la velocidad de la flecha por un medio fluido y grisáceo, en el cual siluetas apenas esbozadas pasaban a derecha e izquierda.

                Durante un instante, únicamente vimos el agua y el cielo.

                Unos minutos después, unos obeliscos empezaron a despuntar; pilares, murallas bordeadas de esfinges se dibujaron en el horizonte.

                Habíamos llegado.

                La princesa me condujo ante una montaña de granito rosa, en la cual había una abertura estrecha y baja, que hubiera sido difícil distinguir las grietas de la piedra si dos estelas abigarradas de esculturas no hubieran permitido reconocerla.

                                Hermonthis encendió una antorcha y empezó a caminar delante de mí.

                Nos encontrábamos en corredores tallados en la roca viva. Las paredes, cubiertas de paneles de jeroglíficos y de procesiones alegóricas, debieron de tener ocupados a miles de brazos durante miles de años. Esos corredores, de una longitud interminable, acababan en habitaciones cuadradas, en el centro de las cuales habían abierto pozos, por los que descendimos mediante garfios o escaleras de caracol. Esos pozos nos condujeron a otras habitaciones de donde salían otros corredores igualmente abigarrados de halcones, de serpientes enroscadas, de taus, de cetros faraónicos, de barcas místicas, prodigioso trabajo que ningún ojo vivo tenía derecho a ver, interminables leyendas de granito que sólo los muertos tenían tiempo de leer durante la eternidad.

                Finalmente, llegamos a una sala tan vasta, tan enorme, tan desmesurada, que no se podían percibir sus límites, hasta perderse de vista se extendían hileras de columnas monstruosas, entre las cuales temblequeaban lívidas estrellas de luz amarilla: esos puntos brillantes revelaban profundidades incalculables.

                La princesa Hermonthis me continuaba llevando de la mano y saludaba amablemente a las momias que conocía.

                Mis ojos se acostumbraban a esa media luz crepuscular, y empecé a discernir los objetos.

                Vi, sentados en sus tronos, a los reyes de las razas subterráneas: eran altos ancianos secos, arrugados, apergaminados, negros por la acción de la nafta y del betún, tocados con la corona doble del sol y del faraón, cubiertos con adornos funerarios, constelados de piedras preciosas, con los ojos fijos en las esfinges y largas barbas blanqueadas por la nieve de los siglos. Detrás de ellos, sus gentes embalsamadas se mantenían de pie en la pose tensa y forzada propia del arte egipcio, conservando eternamente la actitud prescrita por el códice hierático. Detrás del pueblo maullaban, batían las alas y reían sarcásticamente gatos, ibis y cocodrilos, aún más monstruosos de lo habitual a causa del revestimiento de las vendas.

                Todos los faraones estaban allí: Keops, Kefrén, Psamético, Sesostris, Amenofis, así como todos los negros dominadores de las pirámides y de las minas. En un estrado más elevado se hallaban el rey Kronos, Xixuthros, que fue contemporáneo del diluvio, y Tubal Caín, que le precedió.

                La barba del rey Xixuthros había crecido tanto que había dado siete veces la vuelta a la mesa de granito en que se apoyaba, meditativo y soñoliento.

                Más lejos, envueltos en un vapor polvoriento, a través de la neblina de las eternidades, distinguí vagamente a los setenta y dos reyes preadamitas y a sus setenta y dos tribus desaparecidas para siempre.

                Tras haberme permitido unos minutos para que disfrutara de aquel vertiginoso espectáculo, la princesa Hermonthis me presentó a su padre el faraón, que me saludó con un gesto de cabeza verdaderamente majestuoso.

                -¡He recuperado mi pie! ¡He recuperado mi pie! -gritaba la princesa, dando palmadas con signos de gran alegría-. Este señor me lo ha devuelto.

                Las razas de Egipto, las razas negras, todas las naciones tostadas, cobrizas, repetían a coro:

                >>La princesa Hermonthis ha recuperado su pie.>>

                Incluso el propio Xixuthrose se emocionó: levantó sus párpados embotados, se pasó los dedos por el bigote y dejó caer sobre mí su mirada cargada de siglos.

                -Por Oms, perro de los infiernos, y por Tmei, hija del Sol y de la Verdad, he aquí un valiente y digno muchacho -dijo el faraón, extendiendo hacia mí sus cetro, terminado en una flor de loto.

                -¿Qué quieres como recompensa?

                Con la fuerte audacia que dan los sueños, en los que nada parece imposible, le pedí la mano de Hermonthis: la mano a cambio del pie me parecía una recompensa antiestética de bastante buen gusto.

                El faraón abrió por completo sus ojos de vidrio, soprendido por mi insólita petición.

                -¿De qué país eres y qué edad tienes?

                -Soy francés y tengo veintisiete años, venerable faraón.

                -¡Veintisiete años! ¡Y quiere casarse con la princesa Hermonthis, que tiene treinta siglos! -exclamaron simultáneamente todos los tronos y todos los círculos de las naciones.

                Hermonthis fue la única que no pareció encontrar inconveniente mi petición.

                -Si al menos tuvieras dos mil años -prosiguió el viejo rey-, te concedería de buen grado la mano de la princesa, pero la desproporción es demasiado exagerada, y además nuestras hijas necesitan maridos que duren, vosotros no sabéis conservaros: los últimos que nos trajeron hace apenas quince siglos ya no son sino una pizca de ceniza.. Mira, mi carne dura como el basalto, mis huesos con barras de acero. Asistiré al último día del mundo con el cuerpo y la cara que tenía cuando vivía; mi hija Hermonthis durará más que una estatua de bronce. Entonces el viento habrá dispersado el último grano de tu polvo, y la propia Isis, que supo encontrar los trozos de Osiris, no podría recomponer tu ser. Mira qué robusto soy todavía y la energía que tienen mis brazos -dijo, agarrándome la mano con tanta fuerza que pensé que me cortaría los dedos y las sortijas también.

                Me apretó tan fuerte que me desperté, y vi a mi amigo Alfred que me tiraba del brazo y me sacudía para que me levantara.

                -¡Ah, dormilón empedernido! ¿Tendremos que ponerte en medio de la calle y encender fuegos artificiales en tus orejas? Es más de mediodía. ¿No recuerdas que me prometiste venir a buscarme para ir a ver los cuadros españoles de Aguado?

                -¡Dios mío!, ya no me acordaba -respondí mientras me vestía-. Vamos para allá: tengo la invitación sobre el escritorio.

                Avancé para cogerla; pero imaginad mi sorpresa cuando, en lugar del pie de momia que había comprado la víspera. ¡ví la figurita de pasta verde que había dejado en su lugar la princesa Hermonthis!

Procedencia: Le Musée des Familles

Extraído de: Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos. Edición de Javier Pérez Andújar

Transcrito por: Ewigkeit Para: labatametalica.blogspot.com