Renée Vivien fue una poetisa de origen británico (nació en Londres en 1877), pero cuya obra está íntegramente escrita en francés.
A pesar de su corta vida (murió en París, en 1909, por causa del alcohol, las drogas y la anorexia), su producción es muy extensa y, como puede verse por los textos seleccionados, posee un importante componente autobiográfico.
La traducción está hecha a partir de la versión que se ofrece en:
http://poesie.webnet.fr/lesgrandsclassiques/poemes/renee_vivien/index.html
A la mujer amada
Cuando viniste, con paso reflexivo, entre la bruma,
el cielo mezclaba con los oros el cristal y el bronce.
Tu cuerpo se adivinaba, ondulosamente incierto,
más ligero que la ola y más fresco que la espuma.
La tarde de verano parecía un sueño oriental
de rosa y sándalo.
Yo temblaba. Unos largos lirios, religiosos y pálidos,
se morían en tus manos como fríos cirios.
Sus perfumes, expirando, se escapaban de tus dedos
con el hálito desmayado de las supremas angustias.
Tus claros vestidos exhalaban, alternativamente,
agonía y amor.
Sentí temblar sobre mis mudos labios
la dulzura y el miedo de tu primer beso.
Bajo tus pasos, escuché troncharse los lirios,
que gritaban al cielo el feroz vacío de los poetas.
Entre olas de sonidos que lánguidamente se desvanecían,
rubia, tú te me apareciste.
Y con mi espíritu sediento de eternidad, de imposible,
de infinito, quise modular morosamente
un himno de magia y de éxtasis.
Pero la estrofa se elevó tartamudeante y penosa,
reflejo ingenuo, eco pueril, vuelo entrecortado,
hacia tu Divinidad.
Carne de las cosas
Tengo, en mis dedos sutiles, el sentido del mundo,
pues el tocar penetra como hace la voz.
La armonía y el sueño y el dolor profundo
tiemblan en la punta de mis dedos.
Comprendo mejor, por el roce, las cosas bellas.
Comparto su intensa vida al tocarlas.
Es entonces que sé lo que hay en ellas
de noble, de dulcísimo y como de canción.
Porque mis dedos han conocido la carne del barro,
la carne lisa del mármol, de femeninos contornos
que la mano que los sabe modelar ha herido,
y la de la perla y la del terciopelo.
Mis dedos han conocido la vida íntima de las pieles,
¡vellón caliente y soberbio en el que hundo las manos!
Mis dedos han conocido el ardiente secreto de los cabellos
donde se han deshojado miles de jazmines.
Y, al igual que los que vienen de muy lejos,
mis dedos han recorrido horizontes infinitos,
han iluminado, mejor que mis ojos, caras
y me han profetizado oscuras traiciones.
Mis dedos han conocido la piel sutil de la mujer,
y sus crueles estremecimientos y sus hipócritas perfumes...
¡Carne de las cosas! Creí a veces apagar un alma
con el prolongado roce de mis dedos...
Canción para mi sombra
Recta y alargada como un ciprés,
mi sombra sigue, con paso de loba,
mis pasos, que el amanecer desaprueba.
Mi sombra camina con paso de loba,
recta y alargada como un ciprés.
Me sigue, como un reproche,
con la luz de la mañana.
Veo en ella mi destino
que me estrecha y se acerca.
A través de los campos, por la mañana,
mi sombra me sigue, como un reproche.
Mi sombra sigue, tal que un remordimiento,
la huella de mis pasos en la hierba
cuando voy con mi carga
hacia la alameda donde se pasean los muertos.
Mi sombra sigue mis pasos sobre la hierba,
implacable como un remordimiento.
Lloro por ti...
A la señora LDM...
La noche se ha vuelto a cerrar, como una oscura puerta,
sobre mis arrebatos, sobre mis impulsos de ayer...
Te recuerdo, oh hermosa, oh hija del mar,
y te lloro como se llora a una muerta.
El aire de los azules horizontes no hinchará más tus pechos,
y tus dedos sin fuerza se doblan bajo los anillos.
¿No has cabalgado sobre la cresta de las ondas,
tú que hoy duermes a la sombra de los cojines?
La tormenta y el infinito que una vez te encantaron,
¿acaso no eran perfectos y no valían más que
la tranquilidad conyugal del hogar y de la comida,
más que la cercana seguridad de un marido vulgar?
Tus ojos han aprendido el arte de la cálida y suave mirada
y la sumisión de los párpados bajados.
Te veo lánguida en el fondo del gineceo,
las pestañas pintadas, las ojeras agrandadas por khol.
Tus perezas y tus actitudes heridas
han encantado el pesado sueño y el ocio
de quien te ha enseñado un placer estúpido,
¡oh tú, que ayer fuiste hermana de las Valkirias!
El marido muestra hoy tus ojos, tan despectivos
antaño, tus manos, tu cuello de cisne indiferente,
como muestra su maíz, su jardín y su viñedo
para la admiración de complacientes amigos.
Abdica de tu reino y sé la débil esposa
sin voluntad ante el deseo del marido...
Entrega tu fluido cuerpo a sus múltiples agitaciones,
sé más dócil aún ante su ardor celoso.
Guarda este pobre amor, que no sabe desengañar
a tu espíritu, poseído otra vez por los sueños...
Pero no tomes de nuevo el áspero camino de las guijas,
donde las algas tienen los lentos ritmos del incensario.
No escuches más la voz del mar, que se percibe
como un sueño a través de la noche con velos de oro...
Pues la noche y el mar te hablarán aún
de tu gloriosa y perdida virginidad.
Te amo porque eres débil...
Te amo porque eres débil y tierna entre mis brazos
y porque en ellos buscas seguro refugio
como en una cuna cálida donde descansar.
Te amo porque eres rojiza como el otoño,
frágil imagen de la Diosa del otoño
a la que un ocaso ilumina y corona.
Te amo porque eres lenta y de caminar silencioso,
y porque hablas en voz baja y porque odias el ruido,
como se hace cuando llega la noche.
Y te amo, sobre todo, porque eres pálida y languideciente,
y porque gimes con sollozos de agonizante
durante el cruel placer que contigo se ensaña y te atormenta.
Te amo porque eres, oh hermana de las reinas de antaño,
exiliada en medio de los esplendores del pasado,
más blanca que el reflejo de la luna sobre un lirio...
Te amo porque no te conmueves cuando, lívida
y temblorosa, no puedo ocultar mi rostro,
¡oh tú, que nunca sabrás cuánto te amo!
Deja que los muertos entierren a sus muertos
Ésta es la noche: voy a enterrar a mis muertos,
mis sueños, mis deseos, mis dolores, mis remordimientos,
todo el pasado... Voy a enterrar a mis muertos.
Enterraré, entre las oscuras violetas,
tus ojos, tus manos, tu frente y tus silenciosos labios,
¡oh tú, que duermes entre las oscuras violetas!
Me llevo el último destello de tu mirada...
Del choque de la vida y del del azar,
me llevo la paz de tu última mirada.
Cubriré de incienso, de rosas y más rosas,
la pálida melena y los párpados cerrados
de un amor cuyo ardor murió entre las rosas.
Que se eleve hacia mí la fría alma de los muertos,
que acabe con mis miedos, con los remordimientos,
y que me traiga la sonriente paz de los muertos.
Que encuentre, en un gran lecho de violetas,
esta duradera paz de mudas eternidades,
en la que muere hasta el olor de las dulces violetas.
Que se refleje, en el fondo de mi tranquila mirada,
un vasto crepúsculo inmóvil y pálido.
Que, finalmente, se extinga el ardor de mi mirada.
Pero que me lleve, también, el recuerdo de las rosas,
cuando pongan sobre mis párpados cerrados
lotos y lirios y rosas y más rosas...