La educación de las mujeres en el siglo XIX,
por Carmen Guirado.
A principios de este siglo se seguía pensando en España que la mujer no debía saber ni leer ni escribir. La definición que se hacía de la mujer era la de buena esposa y buena madre y se le exigía que fuera honrada y virtuosa. Existía el objetivo de formar a la mujer pero para ello era necesaria tanto la educación como la instrucción. Era necesario hacer a la mujer buena e instruirla para que en caso de necesidad se bastara por sí misma.
Podemos decir que la enseñanza del siglo XIX, muy influenciada por la iglesia en todos los niveles, seguía contemplando a la mujer en un papel secundario. El prototipo era el de perfecta casada, reina del hogar, piadosa, buena madre y buena esposa. La mujer obedecía a un papel cohesionador dentro de la propia familia.
Rousseau decía en su obra “El Emilio” que la mujer debía “dar placer a los hombres, serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos, criarlos de jóvenes, cuidarlos de mayores, aconsejarlos, consolarlos, hacerles agradable y dulce la vida”. Esta era la finalidad de la educación femenina en el hombre ilustrado y liberal.
A principios del siglo XIX, en España se comienza a desarrollar una política de control dirigida a establecer las bases de una nueva configuración social, en la que el trabajo doméstico gratuito de las mujeres se convertiría en una pieza clave para el desarrollo capitalista. Por ello, la inmensa mayoría de mujeres estaban destinadas a asumir este papel y la única educación que recibían era la que les proporcionaban sus madres.
Sin embargo, la incorporación de la mujer al sistema educativo era una forma de moldear en principios y valores cristianos al elemento cohesionador de la familia y el hogar. El acceso de la mujer a la educación no buscaba alterar la función social de la misma sino que buscaba alfabetizarla y adiestrarla en algunos quehaceres domésticos para el mejor funcionamiento del hogar y de la familia. Su educación seguía orientada a su misión en la vida. Por tanto, esta nueva fórmula de escuela pública de niñas no tenía otro objetivo que demostrar que los varones estaban mejor dotados para determinados papeles sociales.
Con todo ello, podemos decir que nuestro sistema de educación se construyó desde las desigualdades entre sexos. Se entendía que niños y niñas debían educarse de forma diferente, lo que significó abordar la incorporación a la educación de forma dual y retardada para las mujeres.
Empieza el siglo XIX con el trabajo legislativo de las Cortes de Cádiz. Su Comisión de Instrucción Pública emite en 1814 un Dictamen de Enseñanza Pública en cuyo artículo 115 se establecían escuelas públicas, en las que se enseñara a las niñas a leer y escribir, y a las adultas las labores y habilidades de su sexo. La anterior Constitución de 1812 sólo contemplaba que se enseñara a los niños a leer, escribir, contar y el catecismo de la religión católica, así como una breve exposición de las obligaciones civiles. Sin embargo, no mencionaba nada acerca de la educación femenina. En estos años destacaban las “maestras amigas”, las cuales se encargaban de enseñar a las niñas la costura.
No obstante, en tiempos del reinado de Isabel II, se creó en el año 1836 el Plan general de Instrucción pública del Duque de Rivas en cuyo artículo 21 establecía: “Se establecerán escuelas separadas para las niñas donde quiera que los recursos lo permitan, acomodando la enseñanza en estas escuelas a las correspondientes elementales y superiores de niños, pero con las modificaciones y en la forma conveniente al sexo. El establecimiento de estas escuelas, su régimen y gobierno, provisión de maestras, etc. serían objeto años después de un decreto especial”.
Con estos mimbres no es de extrañar que la educación de la mujer no se mencionara ni en el Plan de Estudios para los Institutos de Segunda Enseñanza (15-10-1843) ni en el famoso Plan Pidal (17-9-1845). Sin embargo, sí aparece en la Ley de Instrucción Pública de 9 de septiembre de 1857, más conocida como la Ley Moyano. Esta ley, que tuvo vigencia hasta 1970, seguía en el mismo esquema que los liberales de principios de siglo, aunque tuvo el valor de hacer obligatoria la escolaridad para las niñas por primera vez en España. Estableció que en las enseñanzas elementales y superiores de las niñas se trabajarían tres apartados: primero, las labores propias del sexo; segundo, elementos de dibujo aplicado a las mismas labores y, tercero, ligeras nociones de higiene doméstica. La Ley reconocía la conveniencia de dar una formación a las maestras, recomendando la creación de Escuelas Normales Femeninas. Además, no se exigió la misma preparación para las maestras que para los maestros, existiendo una clara discriminación curricular en las materias que debían cursar unos y otras. Es decir, la Ley partía de un concepto de la educación femenina en función de la tradicional división de trabajo entre sexos, lo que caracterizó la instrucción pública de la mujer en todo el siglo XIX y principios del XX. Se consideraba que por su propia naturaleza la mujer no podía acceder a tareas intelectuales o a aquellos ejercicios que requirieran capacidad de abstracción. Como he mencionado anteriormente, la mujer debía cumplir su papel de esposa y primera educadora de los hijos, de ahí que los manuales de pedagogía de la época resaltaran la importancia de la educación de la mujer destinada a desempeñar las tareas propias del cuidado del hogar y la familia. En estos años, era impensable que la mujer pudiera acceder al mundo laboral o ganar su sueldo. Sin embargo, sí se les permitía realizar el cargo de maestras, pero como una continuación de la figura maternal.
Por último, la Ley de Instrucción primaria de 2 de junio de 1868 sería el último coletazo integrista del reinado de Isabel II. En lo que respecta a la educación femenina, se le reconoce el derecho en educación primaria, aunque con la orientación hogareña propia de la Iglesia de la época, a quien se le concedía amplias facultades en la educación infantil. La Ley admite un profesorado femenino en este segmento, aunque con un tercio de salario menos que los varones, tal y como estableció la ley Moyano. Sin embargo, esta ley no tuvo tiempo de aplicarse.
Más tarde, la Institución Libre Enseñanza, creada en 1876, sí apostaría por la educación femenina y por la coeducación.
Avanzada la segunda mitad del siglo XIX comienza a considerarse que, aunque la misión de la mujer es cuidar de los hijos y el marido, la educación e instrucción puede prepararla para cumplir mejor la tarea de formar nuevos ciudadanos y constituir un apoyo adecuado para maridos modernos. Pero existen círculos en los que se polemiza sobre la capacidad de las mujeres para adquirir conocimientos que puedan capacitarla para ejercer una profesión o sobre la conveniencia o no de que lo adquiera. Sin embargo, no se discute la capacidad ni el papel de las mujeres en el ámbito del magisterio.
Las primeras maestras no recibieron ninguna formación especial para recibir el título oficial. Eran examinadas de conocimientos de religión, moral, lectura, escritura, cuentas y labores propias del sexo.
Tras la anterior mencionada Ley Moyano, en 1858 se inauguró en Madrid la primera escuela Normal central de maestras, bajo la dirección de una Junta de Damas. Era el lugar más importante al que podía aspirar una mujer. Para su ingreso era necesario haber cumplido 17 años y no pasar de los 25, tener acreditada una buena conducta moral y religiosa certificada por el párroco y la autoridad civil, no padecer ninguna enfermedad contagiosa, ni tener defectos físicos que imposibilitaran su tarea del magisterio y, por supuesto, probar el conocimiento de las materias que comprendía el programa elemental de niñas. Un dato anecdótico es que las aspirantes debían demostrar sus dotes en las labores propias del sexo mediante la presentación de una camisa de caballero cosida a la española. La formación que ofrecieron estas Escuelas Normales fue escasa. En el primer curso, lectura, escritura, gramática, aritmética, religión y pedagogía y, en el segundo, geometría, geografía e historia de España. Sin embargo, la asignatura que requería mayor tiempo y dedicación seguía siendo las labores, ya que la finalidad que se les otorgaba a estas maestras es que trasmitieran a sus alumnas los conocimientos útiles a la familia. Las maestras intentaron acabar con el prototipo que las situaba en la ignorancia y desigualdad respecto a sus compañeros, los maestros.
No es de extrañar que los contenidos del currículo se basaran en los trabajos domésticos que debía de cumplir la mujer en su papel social así como las normas morales.
En 1881, la tendencia reformista y el propósito de atender debidamente a la educación de las mujeres, tuvo su primera manifestación en dos Reales Órdenes, en las que se anunció la ampliación de las enseñanzas, el establecimiento del cuarto año de estudio y el aumento en el material, así como se determinó el programa para las oposiciones a la plaza. El Real Decreto de 17 de marzo de 1882 creó el Patronato de las mujeres y organizó un curso teórico-práctico para la educación de las futuras maestras. Respecto a la ampliación del programa introdujeron como nuevas materias el Derecho, la Literatura, las Bellas Artes, las Ciencias Naturales, el Francés y la Gimnasia de Sala.
A partir de 1887 la Escuela volvió a sufrir diversos cambios y modificaciones.
En conclusión, podemos decir que la escuela demandaba de las niñas docilidad y dulzura, cualidades que entendía que les servirían para comprender mejor sus obligaciones y para hacerlas más queridas a los ojos de los demás. Es decir, costura, silencio, compostura, docilidad, dulzura, conocimientos prácticos y normas morales eran los contenidos esenciales de una formación orientada a convertir en propia la satisfacción de las necesidades ajenas. Sin embargo, desde 1882 la cultura de la maestra española y con ella la femenina en general, había salvado la gran distancia que existía entre la ignorancia absoluta y el saber consciente.
En estos años de finales del siglo XIX, Emilia Pardo Bazán demandaba el acceso de la mujer a la enseñanza oficial, permitiéndole ejercer y desempeñar todo los trabajos, es decir, abrir todas las carreras y profesiones a la mujer.
Por su lado, Ricardo Becerro de Bengoa, catedrático de física y Química de instituto, manifestaba, a finales de este siglo XIX, que la modernización de la enseñanza en nuestro país quedaría a medias si no se extendía a la mujer y que no debían establecerse diferencias entre los sexos.
A pesar de los obstáculos, varias mujeres consiguieron estudiar la Enseñanza Secundaria en centro oficial y acceder a la Universidad.