PREÁMBULO

 

El cuerpo de Jana colgaba de la polea del granero, meciéndose lentamente. La luz entraba por los listones viejos de madera y hacía brillar la paja y las motas de polvo. Olía a heno y humedad. Había estado lloviendo toda la semana. Aun caían algunas gotas de vez en cuando. Jana podía oírlas caer sobre el tejado. Tap, tap, tap.

La sangre le oprimía las sienes. Tres metros la separaban del suelo.

No sabía por qué su madre había decidido dejar abierto el ataúd de su padre durante el velatorio. Ahora no se podía quitar esa imagen de la cabeza. Al menos, el traje le tapaba la herida que lo mató. El cristal de la luna delantera atravesándole el esternón.

Adiós.

Lo intentó una vez más. Su abuelo se lo había puesto difícil.

Tiró con fuerza de la soga para ascender hasta la viga. Tenía 18 años y los brazos como troncos. Su objetivo era un travesaño que le permitiría alcanzar lo alto de la pared del fondo, donde su abuelo escondía los regalos que le hacía. Comenzó a balancearse y, cuando alcanzó la fuerza necesaria, soltó las manos y salió despedida hacia el travesaño. Una de las manos logró engancharse, pero la otra golpeó contra el tablón y su cuerpo se sacudió. El suelo no invitaba a una caída dulce. Clavó con fuerza los dedos que palidecieron del esfuerzo. Ahora, la luz filtrada disparaba haces de luz contra ella.

Tiró del otro brazo y se enganchó a dos manos. Así, avanzó por el travesaño hasta la pared del fondo. Usó las esquinas de los tableros levantadas por la humedad para trepar por la pared y llegar al rincón de los premios. Jana metió la mano en un hueco y sonrió al comprobar el tacto de algo liso. Al sacarlo, vio que se trataba de una caja fina, oscura y alargada. Se la metió entre los pantalones y escaló hacia abajo hasta que ya no tuvo más asideros. La distancia al suelo se había reducido y se dejó caer.

Impaciente, abrió la caja y rompió a llorar. Era un reloj de hombre con esfera y correa de acero. En la parte interna estaban grabadas las palabras «JB».

Una sombra alargada entró en el granero. Jana se secó las mejillas antes de levantar la vista. La figura de su madre silueteaba el umbral.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó.

No respondió.

—¿De dónde has sacado eso? Es el reloj de tu padre. Lo he estado buscando.

Jana se lo colocó en la muñeca.

—Me lo ha regalado el abuelo —dijo.

—El abuelo, ¿eh? ¿Y no podía dártelo sin más? ¿Tenía que ponerte así en peligro?

—Es un juego, sin importancia, Manuela —respondió una voz a su espalda. Su suegro tenía las manos en los bolsillos y sonrió a Jana—. Sabía que lo conseguirías.

Jana se acercó a él y le enseñó cómo lucía el reloj en su muñeca.

—Te está perfecto. Como si estuviera hecho para ti.

—¡Dámelo! —le pidió su madre.

Jana escondió la mano y salió corriendo del granero.

Humillada por la alianza entre abuelo y nieta, Manuela le lanzó una mirada incendiaria a su suegro.

—Última vez que se lo pido: deje a mi hija en paz.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LAS ASALTACAMAS

 

Desde hacía unas semanas, Jana asociaba la noche a olor de orín y a borrachos haciendo eses al salir del bar de Paco.

Paco no era un mal tipo. Les daba de beber, les daba cacahuetes, escuchaba sus penas y sus glorias y les acompañaba a la salida cuando era hora de cerrar.

Era martes y la calle estaba a oscuras. Siempre estaba a oscuras los martes. Casualmente, era la única noche que cerraba el gastrobar de enfrente, a cuya clientela no le importaba pagar 13 euros por un gin tonic rosa. Pero Jana no creía en las casualidades.

Víctor, el dueño de ese moderno local que cerraba los martes, quería cobrar 15 euros el gin tonic rosa y, para eso, debía quitarse de en medio al sucio bar de Paco que daba mala imagen a la calle. «Drogas, garrafón, cucarachas... Me da igual lo que saques», le pidió Víctor cuando contrató sus servicios.        

Así que ahí estaba Jana, esperando a que Paco echara el cierre.

Su silueta negra se camuflaba en aquella noche cerrada de luna nueva.

La puerta se abrió y Jana dio un paso atrás hacia las sombras más oscuras. Paco acompañaba a su cliente más remolón hacia la salida, donde ya no sería responsabilidad suya.

—Buenas noches —dijo y, sin esperar respuesta, se metió y bajó la persiana hasta dejarla a tres palmos del suelo. El chirrido del metal sonó a mil gatos hambrientos.

El borracho se alejó del sitio haciendo eses y sujetándose a las farolas.

A Paco le tocaba hacer caja. Luego barrería el suelo y pasaría una bayeta húmeda por la barra. Desde que Jana comenzó el seguimiento, no le constaba que hubiera cambiado ni limpiado la bayeta, lo que daba un olor a agua corrompida a todo el local.

Jana cruzó la acera y se colocó a un lado de la puerta, pegada a la pared. Miró el reloj. Paco no tardaría en salir de su local. Puede que en un momento tuviera el tipo fino y nervioso, pero ahora le pesaba demasiado la barriga. Su cuerpo había cambiado, pero su rutina no. Asomaría primero el pie izquierdo, luego bajaría la espalda a la altura de la reja, se daría un golpe en los riñones, se cagaría en la Virgen de las Siete Espadas y sacaría el resto del cuerpo. Luego, miraría a ambos lados de la calle. Llevaba gran parte del dinero de la caja en un bolsillo interior y no quería sustos. Bajaría la persiana, echaría el cierre y caminaría calle abajo hasta donde tenía su coche aparcado.

Cuando el pie izquierdo de Paco se asomó Jana echó un vistazo a su alrededor y se acercó un poco más a su objetivo. El barman agachó la espalda y se dio en los riñones con la persiana. Sin esperar a que injuriara a la virgen, Jana le asestó un golpe seco entre el cuello y el hombro y el hombre cayó al suelo como un saco de harina.

Sin levantar la persiana, Jana se metió en el local y tiró de los pies del hombre hasta que los dos estuvieron dentro.

Hurgó tras la barra, pero no vio nada sospechoso. Tickets, albaranes y facturas desordenadas. No parecía que hubiera nada sospechoso dentro del bar, así que Jana registró los bolsillos de Paco, que roncaba profundamente en el suelo: calderilla, notas sueltas y flyers de clubes de alterne.

—Así que te gusta ir de putas, ¿eh?

El cuerpo del barman parecía ligero en los brazos de Jana, que lo levantó y lo dejó sentado en una banqueta. Luego, le cruzó las manos sobre la barra y colocó la cabeza sobre ellas.

—Pues te voy a concertar una cita con una buenísima.

Jana escribió en un papel el nombre de Alexandra, un lugar, un día y una hora, y lo metió en uno de los bolsillos del hombre. Luego lo dejó descansando sobre la barra. No tardaría en recuperar el conocimiento, pero para entonces Jana ya estaría de marcha, tratando de llevarse a la cama a alguna mujer.

 

§

Al contrario que Paco, más relajado y de andar por casa, Grosinho estaba obsesionado con tener el control de sus negocios hasta el más mínimo detalle. No en vano, era el dueño de gran parte de los after de la ciudad, todos ellos ilegales.

Se hacía llamar Jean Luc Grosinho pero la policía sabía que ese no era su verdadero nombre y sospechaban que realmente se llamara José Luis Gordillo o algún derivado. Su origen era incierto, pero la mayoría de las pistas lo ubicaban en algún punto de Galicia. Varias unidades de la policía llevaban años tras él. Crimen, Drogas, Fraude fiscal y hasta Asuntos Internos, pero estaba bien protegido por su banda, compuesta por matones con poco que perder. En su comparsa también estaba su sobrino Marcus. Nombre falso, por supuesto. Tampoco era verdad que tuvieran esa relación familiar. Físicamente, Grosinho y Marcus eran muy diferentes. El tío era delgado, con el pelo moreno y graso, y la cara picada de viruela. Marcus, por su parte, resultaba más atractivo: alto, rubio y de mentón pulcramente afeitado.

Así como la nube de matones protegían físicamente a Grosinho, su sobrino lo protegía judicialmente. Pese a su nombre de origen extranjero, su conocimiento de las leyes españolas y su idiosincrasia, hacían sospechar que su procedencia estaba más al sur que al norte de los Pirineos.

Grosinho tenía la nariz pegada en el acuario de enormes dimensiones que ocupaba toda una pared del salón de su chalet. En su interior nadaba a sus anchas una larga anguila.

—Mira esto —le dijo Grosinho a Pit, su jefe de seguridad. El matón deslizó sus gafas de sol por el puente de la nariz y miró por encima de ellas.

El capo sacó su móvil y abrió una sencilla aplicación con dos botones. Uno era verde y ponía Schedule; en el otro, de color rojo, se podía leer Feed. Grosinho apretó el segundo.

De una trampilla en la parte superior del acuario cayeron al agua media docena de pequeños peces vivos que tardaron en ubicarse. La anguila se revolvió sobre sí misma y cruzó el acuario a gran velocidad hasta llegar a los peces. Atrapó en sus fauces a dos, mientras el resto salió huyendo.

—Si le doy a Schedule, puedo programar desde el móvil cuándo darle de comer, pero no sé si le conviene a Trini —explicó el capo.

—¿Trini? —preguntó Pit.

—Sí, la anguila se llama así por mi madre —explicó Grosinho y volvió a pegar la nariz al cristal de la pecera. Una pequeña porción de agua se había teñido de rojo—. Larga, escurridiza y asquerosa como ella.

Por el auricular de Pit sonó una voz. El segurata se lo apretó a la oreja y prestó atención.

—Recibido —dijo—. Ya nos podemos ir, jefe.

El capo se despegó del acuario y se colocó la chaqueta marrón que descansaba en uno de los sofás. Tenía algo de hombreras para hacerle parecer más corpulento de lo que era.

—¿Están las chicas? —dijo mientras se echaba un último vistazo al espejo.

Más que a pregunta, sonó a exigencia.

—Sí, están en la puerta.

Grosinho cruzó el enorme salón. La noche había devorado el paisaje, y por los ventanales sólo se veía negro.

Salió al exterior, donde el coche de lunas tintadas le estaba esperando. Inspiró profundamente y captó la esencia de pino. La mansión de líneas rectas y fachada blanca contrastaba con el entorno salvaje y agreste de las faldas de la sierra.

Dos mujeres con la melena larga y la falda muy corta posaban frente al coche, como si presentaran el premio al ganador de un concurso televisivo. Parecía que el gallego no hubiera podido decidirse por un tipo de mujer, una era rubia, de ojos azules y tez pálida, y la otra de piel morena y ojos felinos. Grosinho las agarró por la cintura y las chicas le dieron un beso en la boca.

—Nos lo vamos a pasar bien esta noche, ¿verdad?

Las chicas asintieron, siempre sonrientes, siempre complacientes.

Cuando Pit entró al coche tras comprobar que todo estaba en orden el motor rugió y las ruedas avanzaron por la gravilla del camino de entrada.

 

Grosinho miraba encandilado los ojos de gata reflejados en la ventanilla tintada. Su chica no sonreía, sólo miraba las siluetas del exterior mientras movía nerviosa el pie, como si esperara algo. El capo sabía perfectamente que, si no fuera con dinero o con amenazas, una chica así jamás se fijaría en un tipo como él. Hacía tiempo que había aprendido a ser amado de esa manera.

La negrura de la noche se fue clareando con las luces y destellos de la ciudad y los ojos desaparecieron del cristal.

El coche se detuvo en un callejón. Habían llegado a uno de los after favoritos de Grosinho. Rodeado de un séquito de seguridad y sus dos chicas a cada lado, entró por la puerta de atrás y se acomodó en un espacio VIP. El after era, en realidad, una cafetería. Así actuaba Grosinho. Compraba una cafetería con permiso para abrir temprano y la aclimataba para que hiciera las funciones de after. Su equipo tampoco se rompía mucho la cabeza. Mantenían la barra de caoba y los detalles de latón. Ni siquiera quitaban la máquina de café, aunque resultaba difícil usarla al estar soterrada bajo decenas de botellas de alcohol. Y si alguien quería pedirse un café, la idea se le iba de la cabeza en cuanto le pedían 15 euros por él. Unas luces por aquí, una mesa de DJ por allá y algunos reservados si el espacio lo permitía, y ya tenían montado el after.

La arquitectura de aquella cafetería permitió en su momento instalar los reservados en una galería superior. Desde ahí, Grosinho veía cómo la gente bailaba, bebía y sudaba sobre el piso pegajoso de baldosas geométricas. La venta de droga estaba permitida, pero antes de salir del local, los camellos tenían que pasar por caja a dejar la comisión pertinente.

El cóctel de drogas, alcohol y juventud explotaba noche sí y noche también en la calle. Los vecinos estaban hartos de jaleos y música a todo volumen. Las denuncias se sucedían, pero Marcus las enmarañaba en recursos y triquiñuelas hasta eternizar los procesos judiciales. Los residentes en edificios colindantes a los locales del capo montaban plataformas vecinales, pero la mayoría, sabiendo que era una batalla perdida, malvendía sus casas para trasladarse a zonas más tranquilas. Apoyado en la barandilla, Grosinho vio el hormigueo de la planta baja, se inclinó y dejó salir de su boca un largo hilo de saliva.

Como cada noche, celebró su inmunidad con champán. Se sentó en un viejo sofá de escay en medio de sus chicas. Sacó el champán y decenas de trozo de hielo saltaron de la cubitera. La morena señaló un punto en su muslo donde había caído uno de esos trozos, que ya resbalaba lentamente por su piel. El jefe se agachó y lamió el hielo de la pierna. Luego subió hasta la boca de la chica y se lo pasó con la lengua. El hielo crujió entre los dientes de la mujer.

—Eres muy mala, Yamila —dijo Grosinho señalándola con el índice—. Si tus padres te vieran...

Una sombra se cernió sobre la chica. Marcus acababa de llegar.

—Hola, tío. Señoritas... —dijo haciendo una reverencia.

Las chicas sonrieron, pero el abogado no traía buena cara.

—Marcus, tú por aquí... ¿Pasa algo? —Grosinho dio un trago largo de champán y luego dejó la copa en la mesa.

Marcus se acercó a él y se agachó a la altura de su oreja.

—Nos han cerrado el Bengala. Estaba precintado y había mucha policía.

La yugular y la mandíbula de Grosinho se tensaron. Apretó con fuerza el canto de la mesa y la volcó.

Pit ordenó a sus chicos despejar el camino de salida. El capo daba por concluida la noche.

 

§

Aunque tenía los ojos cerrados, Jana llevaba despierta un buen rato. A través de sus párpados entraba la luz del día haciendo destellos en la retina.

Le costaba tomar conciencia de su cuerpo. Parecía tenerlo fundido con algún elemento denso que se apoderaba de él. Sintió su piel desnuda bajo las sábanas. Estaba tiesa, con las manos en el pecho. Si no hubiera sido por su respiración profunda, que elevaba los pezones hasta el techo, hubiera pasado por un cadáver. En cierto sentido, lo era. Tenía la boca pastosa y su cerebro parecía dos veces más grande que el cráneo.

Chascó la lengua para despertar los sentidos y advirtió la presencia de dos cuerpos a ambos lados. Notaba sus respiraciones en estéreo, tranquilas y acompasadas.

Reconstruyó la noche anterior con fogonazos de imágenes desenfocadas que iban y venían. Se acercó a la barra y pidió una copa. La primera. Un sorbo y el licor se le pegó en el paladar. A partir de ahí la nada, como si una hoguera hubiera reducido a cenizas sus recuerdos.

Abrió los ojos y se vio reflejada en el techo. Le vino una breve evocación de cuando descubrió el espejo unas horas antes, en la madrugada. Un monstruo de doce labios la comía entera. Echó la cabeza para atrás y se vio a sí misma rebotada en una lámina brillante, codificada más allá de las pestañas, incapaz de abrir los ojos en el momento del orgasmo. Jana recordó que gritó y su reflejo se empañó. O quizá era su mente la que estaba turbia. Estiró la mano para tocar el espejo, pero el monstruo no la dejó; la atrajo, le lamió la piel, la absorbió.

En el espejo, ya vespertino y brillante, vio reflejadas a sus compañeras de cama. La noche y el día. La de su izquierda era portentosa, con curvas y pechos grandes. Tenía el pelo largo, rizado y negro, como el de su coño. La de la derecha era pelirroja, flaca, de tetas minúsculas y blancas como la leche, con pezones como dos pecas rosas. En el centro ella. Ni alta, ni baja, ni guapa, ni fea, cuerpo duro, media melena, y con el labio torcido que le daba aspecto de buscar problemas.

Con mucho cuidado para no despertarlas, Jana salió de la cama.

La habitación era amplia y el jergón, enorme. El resto estaba vacío, a excepción de un armario empotrado de seis puertas, también con espejos. Parecía una habitación hecha expresamente para follar. La conocía de antes, pero no logró ubicar en su memoria de qué. Reunió sus cosas tiradas por el suelo y salió del cuarto. Se hubiera marchado, pero necesitaba asearse, quitarse la suciedad antes de pisar la calle fingiendo ser una persona normal.

Entró al baño y se metió en la ducha. Poco a poco el agua se fue templando, y la mugre de su cuerpo y su mente resbaló hasta ahogarse por el desagüe.

Desde la ducha oyó el ruido de la puerta. Era la pelirroja que entraba.

—¿Te importa si me uno?— le preguntó y, sin esperar a que Jana contestara, abrió la mampara y se metió en la ducha.

—¿Es tu casa?

—No, no lo es —La pelirroja tenía la voz rasgada de recién levantada.

—Será de la otra.

—Espero que no le importe.

La chica le dio la espalda y se afanó en mojarse. Jana se recreó en sus nalgas. Con una mano comenzó a acariciarle la cintura, con la otra arrancó la alcachofa de la ducha. Apuntó con el chorro hacia la entrepierna de la chica que dio un salto. Al notar el calor del agua acariciando sus labios, se giró y abrió las piernas. Jana se acercó a ella hasta que sus pezones se rozaron.

El agua salía a presión y hacía espuma en el vello recortado y rojizo.

La tercera chica entró como una exhalación en el baño. A lo que Jana y la pelirroja quisieron darse cuenta, ya tenía metida la cabeza en la taza del váter. Salieron de la ducha y le retiraron el pelo de la trayectoria del vómito.

—¿Tienes manzanilla por la cocina? Va muy bien para el estómago— le preguntó Jana.

La chica grande la miró extrañada. Se limpió la boca con el dorso de la mano y se levantó de un salto.

—Esta no es mi casa. ¿No es de ninguna de vosotras? —preguntó.

Se miraron sin comprender. El agua hacía hilos en el cuerpo de Jana y la pelirroja, mientras un rastro de bilis brillaba en el labio de la otra chica. Apenas les dio tiempo a asimilar que habían allanado la casa de otra persona cuando escucharon unos pasos en el rellano del piso y unas llaves que se metían en la cerradura. Las tres mujeres salieron disparadas hacia la habitación y recogieron sus ropas del suelo. Saltaron semidesnudas por la ventana hacia la escalera de incendios. Al tocar suelo, se vistieron poco y mal, y huyeron corriendo en diferentes direcciones. Desde la ventana, una voz masculina las llamaba hijas de puta.

Jana logró subirse al tranvía en marcha. Estaba sudando. No, estaba mojada porque no se había secado al salir de la ducha. La poca gente que había en el tranvía a esas horas la miró con desconfianza. No les culpaba: iba descalza, no se había abrochado la chupa y llevaba el pelo mojado pegado a la cara. Se subió la cremallera de la cazadora y se calzó. Tomó un poco de aliento e hizo recuento. En el bolsillo llevaba las bragas y en la mano la camiseta, que usó para secarse el pelo. El móvil, las llaves, la cartera. Lo tenía todo. Sonrió aliviada. Una niña le devolvió la sonrisa, pero su padre la regañó con la mirada y se la llevó al otro lado del vagón. Jana pensó que aquellas no eran horas para que una niña cundiera por la ciudad y fantaseó con la idea de que su padre era un espía o un detective y estaba en una misión en la que necesitaba a su hija de tapadera. Se quedó con la mirada perdida en el hueco que había dejado la niña, sonriendo a la nada y con un regusto a ceniza en el paladar.

Al llegar a su casa, se detuvo en el rellano. Dudó. Temía que alguien estuviera dentro, alguien como ella, despertándose desorientada, sin saber muy bien cómo había llegado a aquella casa ajena. Metió la llave y la giró con fuerza, haciendo que la cerradura se quejara escandalosamente antes de ceder y abrir. Dio un portazo al entrar y esperó. Se quedó inmóvil en el recibidor. Sus orejas se movían a la espera de cualquier ruido extraño, pero no detectaron nada. Fue hasta su habitación. La cama hecha y olor a limpio. Se dejó caer sobre el colchón boca abajo, empapándose del olor a suavizante casero. El bip de su móvil le avisó de la llegada de un nuevo mensaje. Lo leyó con desinterés: Su primo le recordaba que había comida familiar ese mismo fin de semana.

Un sabor amargo le pinchó bajo la mandíbula.

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