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Jardín en la niebla

Francisco Brines

***

 

El balcón da al jardín. las tapias bajas

y gratas. Entornada la gran verja.

Entra un hombre sin luz y va pisando

los matorrales de jazmín, le gimen

los pies, no mira nada. Qué septiembre

cubre la tierra, lentos nardos suben,

y suben las palomas con las alas

el aire, el sol, y el mar descansa cerca.

El viento ya no quema. Riegan lentos

 los pasos que da el agua, las celindas

todas se entregan. Los insectos se alzan

a vivir por las hojas. En el pecho

le descansan las barbas, sigue andando

sin luz. Todo lo deja muerto, negras

aves del cielo, caedizas hojas,

y cortada en el hielo queda el agua.

El jardín está mísero, y habita

ya la ausencia como si se tratase

de un corazón, y era una tierra verde.

Cruza la diminuta puerta. Llegan

del campo aullidos, y una sombra fría

penetra en el balcón y es un aliento

de muerte poderoso. Es la casa

que se empieza a caer, húmeda y sola.

 

 

***

 

La sombra de la tierra va creciendo,

sube los aires, y la noche queda

sobre el alto tejado de la casa.

Se ensombrece el naranjo, y azahares

huelen por el desván, pesan los muros

y el hombre que la habita se detiene

para pensar vanos recuerdos. Oye

cómo riegan los nardos, su jardín

ve que se vuelca por las tapias bajas,

limoneros doblando los caminos.

Vuelven las estaciones del destierro,

y dormita el sillón, y los papeles

sin resplandor sobre la mesa vieja.

Es la hora de otoño de este día,

la hora de la luz en las ventanas

desde el camino de las piedras, hombre

que siente ya madura su cabeza,

destruïdo el cabello y el cansancio.

Meditación inútil, cuando pronto

dejará de vivir en esta casa

y olvidarán su nombre, cuando piensa

que nada le ha quedado de la vida.

 

 

***

 

Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido

la inclinación del sol, las luces rojas

que en el cristal cambian el huerto, y alguien

que es un bulto de sombra está sentado.

Sobre la mesa los cartones muestran

retratos de ciudad, mojados bosques

de helechos, infinitas playas, rotas

columnas: cuantas cosas, como un puerto,

le estremecieron de muchacho. Antes

se tendía en la alfombra largo tiempo,

y conquistaba la aventura. Nada

queda de aquel fervor, y en el presente

no vive la esperanza. Va pasando

con lentitud las hojas. Este rito

de desmontar el tiempo cada día

le da sabia mirada, la costumbre

de señalar personas conocidas

para que le acompañen. Y retornan

aquellas viejas vidas, los amigos

más jóvenes y amados, cierta muerta

mujer, y los parientes. No repite

los hechos como fueron, de otro modo

los piensa, más felices, y el paisaje

se puebla de una historia casi nueva

(y es doloroso ver que, aun con engaño,

hay un mismo final de desaliento).

Recuerda una ciudad, de altas paredes,

donde millones de hombres viven juntos,

desconocidos, solitarios; sabe

que una mirada allí es como un beso.

Mas él ama una isla, la repasa

cada noche al dormir, y en ella sueña

mucho, sus fatigados miembros ceden

fuerte dolor cuando apaga los ojos.

Un día partirá del viejo pueblo

y en un extraño buque, sin pesar,

navegará. Sin emoción la casa

se abandona, ya los rincones húmedos

con la flor del verdín, mustias las vides;

los libros, amarillos. Nunca nadie

sabrá cuándo murió, la cerradura

se irá cubriendo de un lejano polvo.

 

 

***

 

Junto a la mesa se ha quedado solo,

debajo de las vigas, en penumbra

los muros. Los naranjos arden fuera

de luz, y el mar de velas blancas, suben

encendidos los pinos por el monte.

En la madera del balcón las horas

se detienen, y el mundo se imagina

con el amor que quiere el pecho. Crece

la sala dentro, y el rumor del aire

llega hasta el corazón, como se queda

la soledad del polvo en una rama.

Inclina la cabeza, y en su gesto

nada adivinaría nadie; él

sabe que las tristezas son inútiles

y que es estéril la alegría. Vive

amando, como un loco que creyera

en la tristeza de hoy, o en la alegría

de mañana. La tarde entra en la casa

y apaga la madera del balcón,

su llama roja. Ay, se muere todo,

pasa la luz, la flor, los sentimientos

se marchitan, las fuerzas van perdiéndose.

Los ojos, soñadores, cuando avanzan

los días y envejecen, nada nuevo

quieren. Con lentitud baja aquel hombre,

sale a la puerta de la casa, mira

los campos, las alturas, los primeros

astros del cielo, reconoce el mundo.

Alguien llega del bosque, con su cesta

luminosa de grillos, sus callados

fuegos de hierba seca. Él conoce

quién es, toca la sombra del gigante,

le sonríe. Y enciende las ventanas,

deja la puerta abierta, le saluda

con dulce voz, y espera a que se aleje.

 

 

***

 

Le detuvo la noche,

la transparente oscuridad del cielo

caía en la colina.

Sintió en el pecho el bosque,

la fuerza incontenible de su altura,

y el paso de la sangre.

El hombre es una fuente, se decía,

cerrada, más oculta

que el fuego de la tierra.

Y miraba las luces,

la ciudad esperaba su regreso.

 

Amó feliz. Lloraba.

Y oyó. Iban los aires por las hojas

altos, locos los grillos,

y oyó el empuje de su sangre, fuerte

como un golpe de mar.

Oyó la lucha sorda de la luna

penetrando en el bosque, más arriba

el roce delicado de los astros,

y abrió los brazos, y ensanchó su pecho

desolado, nocturno,

y le invadió la tierra,

y el bosque, el viento, le invadió la madre.

Y tuvo buen sabor de su regreso.

Después miró sus manos

grandes, fieles, desnudas,

y en ellas ocultó su quieto rostro.

 

Presentía ya el alba,

y, libre, alzó la voz,

dejó su grito en el azar del viento,

se pobló la colina de rumores

estremecidos, largos.

Lejos, dormida, la ciudad temblaba.

 

 

 

 

Francisco Brines Bañó. (Oliva, Valencia, 1932). Poeta español.

 

Licenciado en Derecho, Filosofía y Letras Románicas e Historia. Ha compaginado su producción poética con su actividad como profesor universitario. Fue lector de literatura española en la Universidad de Cambridge y profesor de español en la Universidad de Oxford.

Brines pertenece a la ‘generación de los cincuenta’, también llamada ‘generación de los niños de la guerra’. En abril del 2010, recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana que reconoce la aportación literaria relevante al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España, realizada por un autor vivo. En noviembre de 2020, Francisco Brines es galardonado con el Premio de Literatura en lengua castellana "Miguel de Cervantes".