PÍRAMO Y TISBE.
OVIDIO, METAMORFOSIS, IV
Píramo y Tisbe, el uno el joven más bello de todos, la otra la más hermosa de las jóvenes de Oriente, vivían en casas contiguas, donde Semíramis, se cuenta, había rodeado de murallas de adobe su alta ciudad.
La vecindad les hizo conocerse y dar sus primeros pasos; con el tiempo creció el amor, y se habrían unido en legítimo matrimonio, pero se opusieron sus padres; pero, y a eso no se pudieron oponer, los dos ardían por igual en sus corazones cautivos. Nadie lo sabía, por gestos y señas hablaban, y cuanto más se oculta, tapado más hervía el fuego oculto.
Una pared medianera de ambas casas tenía una pequeña grieta que se había producido en otro tiempo cuando se construía.
Nadie había reparado en ese defecto en muchos siglos, –¿de qué no se da cuenta el amor?–, vosotros, enamorados, fuisteis los primeros en verlo, abristeis un camino para la voz, y por allí solían atravesar seguros en leve murmullo vuestros requiebros. Con frecuencia, cuando Tisbe estaba a un lado y Píramo al otro y habían notado mutuamente la respiración de sus bocas, decían: «¿por qué te interpones entre dos enamorados, pared envidiosa? ¿Qué te costaba permitirnos unir por entero nuestros cuerpos, o si esto es demasiado, abrirte por lo menos para besarnos? Pero no somos ingratos: reconocemos que te debemos que nuestras palabras hayan llegado a los oídos amigos».
Después de hablar así en vano desde sitios diferentes, al anochecer se dijeron «adiós» y cada uno en su parte dio besos que no llegaron al otro lado. La aurora siguiente había apartado los fuegos de la noche, y el sol había secado con sus rayos las hierbas cubiertas de rocío, se reunieron en el lugar acostumbrado. Entonces, tras lanzar muchos lamentos en voz baja, deciden engañar en el silencio de la noche a sus guardianes e intentar salir por la puerta, y, fuera ya de sus hogares, abandonar también los edificios de la ciudad; y, para no perderse recorriendo anchos campos, reunirse junto al sepulcro de Nino y ocultarse a la sombra de un árbol.
Allí había un árbol cuajado de níveos frutos, un alto moral, que colindaba con una gélida fuente. Aprueban el plan; la luz del día, que les pareció lenta en marcharse, se precipitó en las aguas y de las aguas emergió la noche.
Astuta en las tinieblas, Tisbe hace girar el quicio de la puerta, sale, engaña a los suyos, con el rostro
cubierto llega a la tumba y se sienta bajo el árbol acordado. El amor la hacía atrevida. He aquí que llega una leona con el hocico espumeante y manchado de la reciente matanza de unas reses, para aliviar su sed en el agua de la vecina fuente.
La babilonia Tisbe la vio de lejos bajo los rayos de la luna y huyó con pasos asustados a una oscura cueva
, y en su huida dejó un velo caído a su espalda. Cuando la leona salvaje aplacó la sed con agua abundante, de regreso al bosque se topó casualmente con el tenue velo sin Tisbe y lo despedazó con su boca ensangrentada.
Más tarde salió Píramo, vio en el espeso polvo las huellas seguras de una fiera y se puso pálido en todo su rostro; pero cuando encontró también la prenda teñida de sangre, «Una sola noche», dijo, «perderá a dos enamorados, de los dos, ella merecía una vida más larga; mi alma es culpable. Yo, a ti desgraciada, te he perdido, yo que te invité a venir de noche a lugares llenos de miedo y no llegué antes aquí. Destrozad mi cuerpo y devorad mis vísceras criminales con fieros mordiscos, leones, quienquiera que seáis los que habitáis bajo esta roca.
Pero es un cobarde quien desea la muerte». Levanta el velo de Tisbe lo lleva consigo al árbol acordado y tras derramar lágrimas y dar besos a la conocida prenda, dice: «Recibe ahora también la bebida de mi sangre». Y la espada que llevaba a la cintura, la hundió en los costados, y sin demora se la arrancó, moribundo, de la caliente herida, y quedó tendido boca arriba en el suelo: la sangre salió despedida hacia arriba, como cuando en un plomo defectuoso se abre una hendidura y sale un largo chorro por un agujero estrecho y estridente rasgando el aire con sus golpes. Los frutos del árbol con las salpicaduras de sangre se vuelven de apariencia oscura y la raíz humedecida de sangre matiza a las moras que cuelgan de color púrpura.
Tisbe mira, sin estar aún repuesta del miedo para no defraudar a su amor, vuelve, busca al joven con los ojos y el corazón, deseando contarle el peligro tan grande que ha evitado; pero, aunque reconoce el lugar y la forma del árbol que ha visto, el color del fruto la hace dudar: no sabe si es este. Mientras duda, ve temblorosa unos miembros palpitar en el suelo ensangrentado, retrocedió y la cara más pálida que el boj quedó horrorizada como la llanura del mar que tiembla cuando una leve brisa roza por la superficie. Pero después que se detuvo y reconoció a su amor, se golpeó sus brazos sin merecerlo entre grandes lamentos, y desgarrándose el cabello, abrazó el cuerpo amado, llenó de lágrimas sus heridas, mezcló el llanto con su sangre, y clavando sus besos en el cuerpo helado gritó:
«Píramo, ¿qué desgracia te ha arrancado de mí? ¡Píramo, responde! Tu Tisbe, querido mío, te llama
por tu nombre; escúchame, y levanta tu rostro yacente». Al nombre de Tisbe, Píramo levantó los ojos cansados por la muerte, la miró y los volvió a cerrar.
Cuando Tisbe reconoció su prenda y vio la vaina de marfil sin la espada
, exclamó: «Tu propia mano y el amor te han perdido, desdichado. Tengo yo una fuerte mano para esto, solo, también tengo amor: este me dará fuerzas para herirme. Te seguiré muerto y se dirá que soy causa y compañera de tu muerte; y tú, que solo con la muerte, ¡ay!, te pudieron arrancar de mí, ni con la muerte podrán arrancarte de mí. Con todo las palabras de los dos os pedirán esto, padres míos y de aquel desgraciadísimos, que a quienes unió un fiel amor, a quienes la última hora unió, no veáis mal que sean sepultados en la misma tumba.
Y tú, árbol que con tus ramas cubres ahora el cuerpo desgraciado de uno solo y pronto cubrirás el de dos, conserva las señales de la muerte y ten siempre frutos negros y apropiados para el luto en memoria de nuestra doble sangre».
Dijo, y con la punta de la espada debajo de su pecho, cayó sobre el hierro todavía tibio por la muerte anterior. Y las súplicas llegaron a los dioses y llegaron a los padres: pues el color del fruto, cuando está, es negro, y lo que queda de sus piras descansa en una sola urna.
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