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Sobre Elden Ring
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Introducción

Después de derrotar al jefe final y dar por terminada mi experiencia con el juego base de Elden Ring, como tantos otros jugadores (dos años más tarde de lo que me habría gustado, eso sí), acudí a YouTube y a Reddit a empaparme de las discusiones y especulaciones que habían ido surgiendo a propósito de su ambientación y su trasfondo, con vistas a completar mi comprensión de las narrativas que subyacen al juego y que, a menudo inadvertida y parcialmente, se despliegan durante el transcurso del mismo. Lo que fui capaz de vislumbrar con ayuda de estos materiales (o al menos esa fue mi impresión) resultaba muy diferente del “esquema incompleto” que presentan, si no todos, la mayoría de juegos anteriores de Fromsoftware.

La saga Souls ha apostado desde siempre por lo que algunos llaman, en inglés, environmental storytelling: un término que no me gusta utilizar, ya que me parece en el mejor de los casos redundante, y, en el peor de ellos, ambiguo y confuso, siempre que uno quiera describir adecuadamente el tipo particular de interacción entre el jugador y la narrativa que ofrecen sus entradas; pero a falta de otro mejor, y en aras de ser un poco menos pedante de lo que por desgracia tiendo a ser, voy a aguantarme las ganas de ensañarme con él. Lo que la gente quiere decir con environmental storytelling es que la dirección, en vez de presentar al jugador una historia lineal, deja las cosas “en sus manos” a través de la libre exploración de los entornos, las interacciones con los NPCs y las descripciones de los objetos del juego. En este sentido, los ladrillos con los que George R. R. Martin y Hidetaka Miyazaki han edificado las bases de Elden Ring parecen encajar entre sí especialmente bien; mejor que en los Souls, de hecho, contando ya con que Bloodborne, comparado con éstos, en temas de ambientación, es ya como un pan recién sacado del horno al lado de un pegote crudo de masa.

La dirección había ido, una vez más, a mejor. En efecto, ya no andaba por ahí perdido, preguntándome tan a menudo cosas como: “¿dónde, no, qué leches es Astora?”, o “¿por qué diantres hay un castillo inundado de lava encima de un molinar envenenado?”. Ya no iba matando jefes de historia cuya apariencia había visto una sola vez durante la cinemática inicial y cuyo papel en los acontecimientos previos a —y concurrentes con— la experiencia de juego no había sido explicado o referenciado de manera intradiegética ni una sola vez; al contrario, en esta entrada contábamos con el par de simpáticos psicópatas que son Varré, el Rostro Alabastrado, y Gideon Ofnir, el Omnisciente (¡vaya títulos!) para introducirnos bien en el mundo, y después, con personajes como Ranni, Fia, Miriel, Lady Tanith… para zambullirnos de lleno en su trasfondo. Por si fuera poco, Melina nos acompañaba en nuestro viaje, formando parte de la historia principal y apareciendo ante nosotros en varios puntos de control; no era ya una doncella aparcada en un hub ceniciento con el único propósito de subirnos de nivel, sino que tenía sus propias motivaciones e iba desvelando ante nosotros, poco a poco, los misterios tras la pérdida de la Gracia, el exilio de los Sinluz y su verdadero cometido. Además, los entornos se sentían más vivos. El mundo abierto daba mucho juego. Todo daba la impresión de estar mucho mejor hilado, sin abandonar esa sensación onírica, esa impresión de que los lugares que atravesamos han visto mejores días y yacen ahora “fuera de lugar” o, más bien, “entre dos lugares”, interconectados o entremezclados entre sí, como si formaran parte de un mismo sueño. Pero me voy por las ramas.

En respuesta a todo esto, a este nuevo trampantojo de coherencia y profundidad —pues todo buen worldbuilding es un trampantojo verosímil, es decir, un engaño bien conseguido—, la comunidad ha aportado un sinfín de interpretaciones tan ricas como variadas, respondiendo con gran capacidad para el consenso a lo que, a mi ver, son sin duda méritos o puntos a favor del juego: interrelación adecuada de sus elementos temáticos; abundancia de paralelismos, alegorías y referencias a los mitos del mundo real; verosimilitud y tragedia en sus personajes; diseño de entornos, armas, criaturas…

En definitiva, Elden Ring destaca por encima de otros juegos no sólo ya en su aspecto lúdico, sino en el marco narrativo y ambientación o “sub-creación” en que se lo ha inscrito, por usar el término de Tolkien.[1]

El DLC

Elden Ring: Shadows of the Erdtree entra en escena. La expansión llega dos años y unos meses después de la salida del juego base, durante la primera semana del verano, y los jugadores están ávidos de respuestas o, como mínimo, de preguntas que los lleven a tejer tapices imaginarios cada vez más detallados, complejos y enrevesados tanto en los foros como en el interior de sus cabezas. Eso, respecto a la historia y a la ambientación. Por supuesto que, además, se hallan a la espera de nuevos desafíos y peleas contra jefes tan difíciles como visualmente deslumbrantes.

La premisa del DLC es muy simple. Siguiendo el rastro dejado atrás por Miquella, viajamos a las Tierras de Sombra. Poco a poco, vamos encontrando las partes de sí mismo a las que hubo de renunciar, desposeyéndose de ellas a lo largo de su camino hacia la divinidad. Y no lo hacemos solos. Leda y compañía, hechizados por su sobrenatural encanto, se disponen también a seguir sus pasos.

Antes de entrar en materia, pues en esta suerte de ensayo voy a centrarme sobre todo en por qué la historia, las temáticas y el modo en que éstas se han presentado durante el DLC me han dejado insatisfecho, sí que voy a mencionar que el gameplay ha resultado ser el beneficiario de la mayoría de mis quejas: zonas casi vacías, faltas de identidad propia y de variedad de enemigos, escasez de recompensas significativas (exceptuando los 43 nuevos manuales de creación de objetos, por supuesto; gracias, Miyazaki), reutilización excesiva de elementos del juego base, un mapa cuya exploración viene a depender demasiado, quizá, tanto de las interacciones secretas como de la suerte…

Podría seguir, pero el resumen es que, en general, mis expectativas se hallaban al nivel del buen sabor de boca que me había dejado el juego base, y esta expansión se ha quedado corta en muchos aspectos. Aunque quizá mi insatisfacción se reduzca a que, como mago, la questline del Conde Ymir me ha dejado con apenas un par de hechicerías usables en PvP. En fin, como sucio y pervertido caster de inteligencia, contento en absolutamente todos los juegos de Fromsoftware con un catalizador de hechizos en una mano y la omnipresente Moonlight Greatsword, o su equivalente, en la otra, supongo que me lo merezco.

El jefe final

Ni que decir tiene que, a partir de este punto, voy a entrar de lleno en territorio de spoiler. Si por algún deje del destino sigues leyendo, te importa lo suficiente tu primera impresión de la obra y no has acabado aún de jugar, te invito a agotar los contenidos principales del juego base y del DLC antes de seguir leyendo. A pesar de las críticas legítimas que puedan hacérsele, he de decir que la experiencia merece bastante la pena.

Ya en el momento en que encontré a Santa Trina y morí unas cuantas veces hasta agotar su diálogo —cosa que a Miyazaki le gusta mucho hacer; recuerdo aún con especial afecto las seis o siete veces que uno ha de suicidarse para ganar acceso al final del Señor de los Huecos en Dark Souls III—, la cosa empezó a mosquearme. Al dejar atrás su amor, Miquella no puede llevar a cabo su proyecto de traer al mundo una Era de la Compasión. ¿Cómo podría? Lo que hay que hacer es matarlo, o, como Santa Trina lo concibe, haciendo honor a su, al parecer, canonización por parte de la Iglesia Católica, “concederle el perdón”. ¡Menos mal que nuestro Sinluz va concediendo el perdón indiscriminadamente allá por donde pasa, sean los “perdonados” albináuricos, bastardos, augurios o semidioses…! Pero bueno, en fin, esto es un juego. Es una cosa que cabía esperar. Aunque uno sueñe a veces, quizá inútilmente, con que Fromsoftware haga algo diferente y se atreva a explorar nuevos temas, o los mismos temas desde un ángulo distinto, después de más de una década haciendo el mismo juego una y otra vez (permítaseme aquí la hipérbole), después de todo, Fromsoftware no iba a dejar pasar la oportunidad de hacer de Miquella un jefe final en toda regla, a pesar de que su personaje no apuntara inicialmente en esa dirección… ¿verdad?

Seguir la historia de Ansbach y Freyja termina de destripar el secreto. Todo cuanto se especuló en el juego base acerca del Eclipse, del intento de Miquella de traer de vuelta a Godwyn, de las intenciones de Mogh al raptar a Miquella, llevándoselo del Árbol Hierático… desmentido. ¡Es lo que hay! Al fin y al cabo, todo era, hasta cierto punto, producto de la especulación, y nada podía asegurar que la historia contada en el DLC encajase con las teorías más populares entre los fans. Aun así, ya en mi interior iba gestándose la sospecha de que la comunidad había conseguido hilar mejor las cosas de lo que lo había hecho Miyazaki en base a la lore proveída por Martin. ¿Pero, hostias, por qué Radahn? ¿No es más bien que, en aras de evitar que el DLC alterara la historia y los finales ya presentes en el juego base, la trama se atascó en un callejón sin salida? ¿O acaso no habría sido que la “fórmula mágica”, es decir, eso que hace a un Souls ser un Souls, y a un Bloodborne o a un Sekiro ser, aún con todas sus diferencias, también un Souls, impone limitaciones a una historia que exigía ir más allá (es decir, más allá de Berserk) y hacer las cosas de otro modo, para satisfacer así las expectativas más sensatas de su público? Sinceramente, tal y como lo han dejado, la resolución del DLC me parece sacada de un fanfic. Radahn, el guerrero más fuerte de la historia, es traído de vuelta a la vida por Miquella, quien lo hizo prometer, antes de que todo se fuera a pique, que sería su consorte… ¿Y ya está?

Bueno, la “fórmula mágica” engloba muchas cosas, elementos temáticos que Miyazaki lleva repitiendo como un neurótico durante más de una década. Es un gesto muy japonés, ciertamente conservador, el de colocarse modestamente a la sombra del maestro: Kentaro Miura. Es imperativo meter con calzador los temas inadulterados de Berserk; necesario el juguetear con la posibilidad de la redención para, en última instancia, volver a una visión cíclica y pesimista del mundo; presentar un maniqueísmo especular en que la Luz y la Oscuridad se intercambian las vestiduras, pero no los papeles; discutir la relación entre el Hombre y la Divinidad como una obra verdaderamente digna de nuestro tiempo, con toda su sospecha, su desmitificación de los mitos de los que tanto bebe la fantasía, llena de ecos trágicos, revestidos ahora de nihilismo y preocupaciones de carácter post-apocalíptico, para hacer un Souls.


Pero Elden Ring prometía ser más que un Souls. Prometía lo mismo que la niña que en
The Ringed City nos prometía a cambio de una tinta adecuada para acabar su último cuadro, allí, en el ático de la capilla del Mundo Pintado de Ariandel.

La llama de la ambición

¿Qué es la llama de la ambición? La llama de la ambición es la única capaz de quemar las “impenetrables espinas” del antiguo régimen, de romper con aquello que fundamenta todo lo anterior. Es el elemento que introduce el cambio. La yesca de la transgresión (aquello que, una vez encendido, arde para acabar con el viejo orden y da paso a la instauración de uno nuevo) sólo puede ser encendida por una llama sacrificial, pues toda llama con función purificadora necesita algo más que un combustible, es decir, algo que ofrecer a las llamas; un holocausto.

Melina, en el caso del Árbol Áureo, y Messmer, en el caso del Árbol Umbrío, deben arder para abrir el camino a quien será heraldo de una nueva Era. En ambos casos, lo que se sacrifica es la persona en nombre de la Alianza o el Pacto. Por un lado, Márika no sólo abandona a su hijo, sino que lo condena a ser su Sombra. Ha hecho de él un vengador sanguinario y blasfemo a su servicio, una prolongación de sí misma, un intento de restitución del precio pagado por su ascensión a la Divinidad. Y después de nombrarlo carcelero, lo arroja en el interior de su propia cárcel, en concordancia con la lógica del superyó. He ahí Messmer.

Por otro lado, en el juego base, si el Sinluz no acepta a Melina como doncella, se encuentra con que es incapaz de ingresar a Leyndell. Es incluso más interesante ver que, ante la Llama de los Gigantes, Melina, sabiendo que necesita ser sacrificada y que el Sinluz no está dispuesto a ello, nos obliga a cumplir con el Pacto, escogiendo así su destino (pues su libertad no es otra cosa que la conciencia de lo que para ella es necesario, es decir, realizar su deseo, cumplir con su papel). En este sentido, ambos personajes son trágicos, pero lo son de distintas maneras. Si Messmer es Edipo (precisamente en la segunda fase de su pelea, lo vemos arrancarse un ojo y revelar su forma de serpiente), Melina es Antígona. De hecho, si usamos la Llama Frenética para quemar el Árbol Áureo y evitamos que se sacrifique, ella misma jura encontrar al Sinluz y cobrarse su debida venganza. Melina es una figura sublime porque puede observarse a ella misma “desde afuera”, entregándose voluntariamente a su destino, a costa de su propia vida. Su vida se sitúa en el registro del “tener”, no del “ser”. Negarle esto es negar a la vez su agencia y su raison d’être. Melina elige ser aquello que no ha elegido ser: la yesca. Y como decía Hegel, el mayor insulto que podemos hacerle a los personajes de una tragedia es decir que son inocentes. Por eso, en el final de la Llama Frenética, encuentra una nueva Causa en darnos caza y resarcir el daño que hemos hecho al mundo, pero, especialmente, a ella y a Torrentera.

Pero antes de todo esto, para que exista un acto heroico como el del sacrificio, Márika debe haber instaurado antes el orden mismo de lo Simbólico (la Orden Dorada) en el cual se inscriba la acción y, al mismo tiempo, su posibilidad. La paradoja es que el mismo acto de Márika de sellar la Runa de la Muerte es una negación de la posibilidad misma del acto. Al privar a los seres de la muerte, priva a los seres de su condición de ser-para-la-muerte, los atrapa en un ciclo continuo de muerte y renacimiento. Por eso Márika es más que la Madre o una femme fatale; es Yama, el Dios que gira el samsara, la rueda de la vida y las reencarnaciones.

Gracias a la pista de Miriel, descubrimos este gran secreto. Es el mismo secreto que La Máscara Dorada comprende, por enantiodromia, alcanzando así la iluminación ascética, gracias a nuestra fortuita intervención, si así lo elegimos en nuestra playthrough. Es el secreto al que se refiere Lacan cuando dice que “la madre es uno de los nombres del Padre”; el último secreto, el vacío cubierto por el símbolo sublime —el Arco Rúnico, que sin pudor se presenta en el juego como ocupando el lugar de la Cruz del cristianismo—, o el rostro de Rebis: Márika y Radagon (la Ley) son, en realidad, la misma persona.

Más allá de la Orden Dorada

La historia de los hijos de Márika/Radagon prometía ser la respuesta a la pregunta planteada por la semilla misma de la Orden Dorada. Sin embargo, sólo los seguidores de Godfrey están destinados a encontrarla. Es en el exilio, y gracias a su condición de expatriados, de caídos de la Gracia, que pueden volver a las Tierras Intermedias en calidad de Sinluz y ocupar así el Trono de Elden. Esta es la premisa detrás del juego base. Precisamente gracias a su condición de sujeto destituido, el avatar que encarna el jugador tiene justo lo que hay que tener para poder ser el Señor del Círculo —a saber, ser un Sinluz—, justificando así su rol como protagonista.

Esta era la respuesta dada por el final estándar del juego base. Ante la revelación de que los dioses son demasiado humanos, necesitamos un humano propiamente dicho que ocupe el Trono Celestial. Me ahorro aquí el dar la chapa con Feuerbach, Nietzsche y demás cosas bien sabidas.

Ahora bien, de entre los miembros de la generación venidera, encargada de traer el futuro y expiar los pecados de la Madre, hubieron algunos elegidos por la Voluntad Mayor para ser Empíreos, o candidatos a dioses. Estos fueron Ranni, Malenia y Miquella. Sin embargo, como buenos hijos que son, indagan lo suficiente como para comprender que su madre no es la Madre, que su padre no es el Padre, y pretenden que el resto del mundo llegue a la misma conclusión. Cuales cuervos, pretenden “sacar los ojos” a quien los ha criado (ya vemos que los ojos son una temática recurrente), es decir, ocupar el espacio vacío dejado atrás por Márika, que como buena deus absconditus permanece ahora retirada del mundo del que ella misma es artífice, encerrada en un espacio en principio inaccesible para el común de los mortales.

Con la ayuda del Sinluz, al igual que los portadores de Runa (la Consorte de los Finados, Máscara Dorada, Zampaheces, etc), los Empíreos pueden acceder al Trono de Elden. En el juego, tenemos la opción de reparar el Círculo de Elden con una Runa, consiguiendo así los demás finales posibles. La pregunta a la que responde el personaje de Ranni, con su final de la Era de las Estrellas, es “¿cómo será un mundo más allá de la Ley?”, ya que, a diferencia de la Voluntad Mayor, que sepamos, la Luna Negra es un Dios Exterior que no impone su voluntad sobre otros seres. Este “viaje de mil años” en el que nos embarcamos junto a ella merece un comentario igual o más extenso que éste, así que me limito a señalar que Ranni “hace algo” semejante a lo que hace Kant. Liberar al ser humano de la heteronomía, de la autoculpable minoría de edad, conlleva un sufrimiento muy grande: el reconocimiento de la propia libertad. En este caso, el gran Otro que es la Luna Negra es el Otro que no quiere nada de nosotros. Es lovecraftiano como el encuentro con el abismo infinito de la libertad misma, exigente de lo imposible, incondicional, insoportable para el sujeto, quien, al devenir sujeto, adquiere conciencia de la interrogante planteada continuamente por el peso de su responsabilidad ante la realidad de su autonomía. En otras palabras, la Era de las Estrellas es la Era de la Ansiedad.

Sin embargo, la pregunta a la que se esperaba que Miquella respondiera era la siguiente, aún más interesante: ¿puede existir un amor más allá de la Ley? O, dicho de otra manera, ¿es posible llegar a realizar el deseo del Otro sin renunciar a todo lo demás? Esta es una pregunta muy seria. Miquella se predispone así a su total sacrificio, a ser el chivo expiatorio del mundo. El problema es que al abandonar todo el resto de su ser en pos de su naturaleza divina, Miquella no puede alcanzar su objetivo. Está, desde el principio, abocado al fracaso… O eso es lo que Miyazaki no ha terminado de conseguir que creamos, porque, en el fondo, seguimos siendo un poco demasiado cristianos.

La deuda simbólica

Durante la secuencia del Eclipse en Berserk, antes de su “despertar” como Femto, vemos a Griffith soñando, viéndose a sí mismo de niño a la sombra de un castillo (el objeto-causa de su deseo). Para llegar hasta él, sin embargo, necesita caminar sobre una montaña de cadáveres. En términos lacanianos, tiene que “atravesar la fantasía”. La fantasía es la relación entre el sujeto y su deseo. Al “atravesar la fantasía”, el sujeto se ve obligado a “nacer”, es decir, a devenir sujeto (ante el horizonte de su deseo, el gesto final, necesario para realizar su deseo, es renunciar a aquello mismo que lo sostenía en su fantasía). No es difícil ver, entonces, de dónde surge la idea para la Puerta de la Divinidad. Conseguir la ascensión o la apoteosis, es decir, lograr que el ser humano vaya “más allá de sí mismo” para realizar su deseo, requiere el sacrificio (en el cual podemos incluir lo que Freud llama rechazo, Versagung) como condición indispensable.

La cuestión del sacrificio es muy complicada, pues no se trata de un sacrificio del Sujeto solamente, sino a la vez y al mismo tiempo, del sacrificio del Otro. A riesgo de hacer este ensayo kilométrico y aún más ininteligible, dejemos la cuestión del sacrificio en standby. Me limito a señalar que en la arena del jefe final, donde hallamos los cadáveres que conforman la Puerta de la Divinidad (los mismos que hallamos en las Ciudades Eternas) se encuentran las innumerables víctimas provocadas por las consecuencias de las acciones de los “grandes personajes”, de los protagonistas del género trágico, Márika y sus hijos, en este caso. Estas víctimas son el precio de la búsqueda de realizar en la historia el Absoluto. En pos de la Causa (Dios, la Patria, la Libertad, etc…), la cual coincide con el deseo del Otro, las masas caminan orgullosas hacia su propia muerte.

En el caso de Griffith, de hecho, marchan hacia la propia muerte acompañados tanto de ángeles como de demonios. La confrontación final da lugar al Acontecimiento, que a su vez da lugar al Árbol del Mundo y al advenimiento de una nueva realidad. Gracias a Griffith y al sacrificio de quienes lo siguen (la nueva Banda del Halcón), un nuevo orden ha sido establecido. Pero para que esto haya podido producirse, Griffith ha debido adquirir previamente una deuda insaldable. El verdadero precio de realizar su sueño (el sacrificio de la vieja Banda del Halcón, la original y verdadera) es un pecado imperdonable, una culpa original de la que ni el mundo ni él jamás podrá deshacerse. No hay ajuste de cuentas capaz de resarcir lo acontecido. Esta es la deuda simbólica, el precio de la existencia o el pecado original. Y, además, pone de manifiesto lo que ya señalaba Hegel: que el progreso de adquisición de conciencia de la Libertad, es decir, el despliegue en la historia del Espíritu, su desarrollo, es una máquina de hacer cadáveres. El tema de la salvación es peliagudo precisamente por esto, por la naturaleza misma de la historia. Si ha de redimirse la historia, ésta exige una reconciliación con sus víctimas.

Griffith es más que Napoleón, Alejandro Magno o Julio César. Es una figura mesiánica. En un hilo de twitter analizando su personaje lo llamé, si no recuerdo mal, un anti-anticristo. Es fácil, dicho todo esto, trazar paralelos entre su figura y la de Márika y los demás Empíreos. Miquella, en este caso, sería el equivalente al 月下の少年 (Gekka no Shōnen), que en español traducimos como el Chico de la Luz Lunar, que alberga en su interior las ambiciones del 完璧な世界の卵 (Kanpeki na Sekai no Tamago), el Huevo del Mundo Perfecto. Miyazaki hace una alquimia encomiable con los temas latentes en Berserk… pero vuelve a quedarse a la sombra de Miura.

Ante la destitución del Padre (la marcha de Radagon y la ruptura del Círculo de Elden), la deuda simbólica queda reducida a una deuda imaginaria para con la Madre, la cual obliga a satisfacerla continuamente con cada vez más muertes y renacimientos.

La relación entre la transmisión del pecado original y los Augurios es bastante evidente. Por contraste, y sabiendo que Radagon y Márika son la misma entidad, parecería que los demás hijos de Márika, a saber, los que no son hijos de ella y Godfrey son… ¿concebidos de otro modo? De todos modos, entrar a discutir esto sería para mí como entrar un mangle del que difícilmente se puede salir. La cuestión es que Miquella, al menos inicialmente, desea infantilmente crear un mundo en que quepan todos los seres, sin importar sus diferencias: albináuricos de primera y segunda generación (aunque, ahora que lo pienso, creo recordar que en el Árbol Hiératico hay unas cuantas escaleras…), criaturas que exhiban cualquier aspecto del crisol, como los semihumanos y los augurios, etcétera. El deseo de Miquella no es, como tal, acabar con el pecado, sino, con su propia sangre (y la de nadie más), pagar la deuda simbólica, sacrificarse a sí mismo y alimentar un orden nuevo en que los perseguidos encuentren la paz. Y la forma de la unión con el Absoluto es el suicidio.

Lo que Miquella promete a sus seguidores, a cambio de su sacrificio, es lo que Jesús promete a los suyos en el Sermón del Monte: «¡Alegraos y estad contentos, porque en el cielo tenéis una gran recompensa!» (Lucas, 6:20-23), con la certeza de que para realizar su deseo, que es el deseo del Otro, ha de abandonar todo su ser… incluyendo aquello mismo que sostiene su deseo.

¿Es Miquella una figura trágica?

Puede parecer que renunciar a la propia humanidad en favor de la ética es una petición imposible. Pero, precisamente, la ética es la demanda de lo imposible. En palabras de Zupančič, la libertad es el infinito que “parasita” lo finito. ¿Quién está dispuesto a dar no solo la propia vida por el Absoluto, sino aquello que está en juego en el acto sacrificial mismo? Es algo que está más allá de lo heroico, en el sentido clásico. Es, en cierto modo, la cuestión del martirio.

Miquella prometía ser más que una figura trágica; más que un héroe en el sentido clásico, dueño de sus propias acciones y responsable de su Ate, su propia fatalidad.

Prometía ser un mártir.

Miyazaki no ha querido caminar por este sendero; en efecto, quizá hubiera sido demasiado disonante con el tono del resto de la obra. Sin embargo, tal y como estaba planteado el personaje, no había una resolución satisfactoria posible que no involucrase un ir más allá de la tragedia en el sentido clásico y más allá de Miura.

Por mi parte, yo me quedo con la redención de la realidad en tanto que obra de arte, idea nietzscheana que encarnaba tan tiernamente la supuesta hija de Priscilla, pintando allí en su ático, en el interior del mundo pintado de Ariandel (¿y no es la obra de arte ya un mundo pintado dentro de un mundo pintado?), sacudiendo los pies y en soledad.

Cuando pintemos nuevos mundos que habitar, intentemos pintar como lo hace ella.

                                                                                Hermes R.J.


[1] Tolkien, J.R.R. Sobre los cuentos de hadas (1947).