El Alfabeto de Inger Christensen: una experiencia del mundo.
Perla Edith Mendoza Delgado
Tropecé con Alfabeto (1981), de Inger Christensen (1935-2009), en la librería del Museo Universitario del Chopo. Lo leí en dos horas, o más bien, lo devoré, con un ritmo implacable. Todo cabe en el alfabeto, todo existe en él y por él. ¿Quién es Inger Christensen? Poeta novelista, ensayista de origen danés. Leí las solapas.[1]Ahí indican que Alfabeto es una de las cumbres de la poesía europea del siglo XX y que cada poema está escrito siguiendo dos principios de composición: la secuencia de Fibonacci (cada verso es la suma de los dos anteriores, 0.1.1.2.3.5.8.13.21…) y el alfabeto. Afortunadamente, leí el poemario antes de leer las solapas. Digo afortunadamente, porque creo que la primera lectura, sobre todo de poesía, debe estar libre de estas interpretaciones, de estos análisis. Los que nos dedicamos a la lectura en el mundo de la academia podemos encontrarlos fascinantes. Pero cuando leemos por placer, como yo mientras volvía a casa inmersa en el tráfico cotidiano de esta ciudad, queremos descubrir, disfrutar, alejarnos unos momentos de nuestra realidad.
Mi primera impresión de la lectura, cuando había recorrido apenas una tercera parte del texto, fue: “Esto es un universo”. El primer verso, “los albaricoqueros existen, los albaricoqueros existen”, me puso los pies en la tierra, literalmente en la tierra. La contundencia del verbo existir[2], que se repite sin cesar después de cada elemento que compone lo que llamamos realidad, va construyendo un mundo tanto material como inmaterial.
el otoño existe; el regusto y la reflexión
existen; y el lugar retirado existe; los ángeles,
las viudas y el aire existen; las particularidades
existen; el recuerdo, la luz del recuerdo;
y el resplandor crepuscular existe, el roble y el olmo
existen, y el enebro, la semejanza, la soledad
existen; y el éider y la araña existen,
y el vinagre existen, y la posteridad, la posteridad[3]
¿Qué es el mundo? Una experiencia personal, en la que confluyen lo que veo y lo que no veo, lo que creo, el tiempo −el recuerdo, la posteridad−, las particularidades que para Christensen son unas y para el lector otras, los conceptos que nos ayudan a explicarnos y que se cristalizan a través de la reflexión, lo minúsculo de la araña y lo inmenso del espacio ocupado por el aire y la luz. Así, página a página, Christensen ofrece su lectura de su mundo.
El acto de leer suele estar cruzado por múltiples experiencias de lectura, no solo aquella del texto que tenemos frente a los ojos. Así, con el texto de Christensen entre las manos y el sol de una tarde de marzo atravesando los cristales, recordé que Jean-Luc Nancy, al hablar sobre la relación entre imagen y literatura, se refiere a la primera como un umbral que permite explorar experiencias de la realidad. Para Nancy, lo importante no es la imagen, sino lo que sugiere, su capacidad de concentrar la atención del espectador y de abstraerlo de su entorno para devolverlo a éste enriquecido gracias alo que ocurre durante la contemplación. A través de la poesía de Christensen, podemos contemplar el mundo como si fuera la primera vez que de verdad ponemos atención en cómo está construido.
La poesía construye imágenes. Alfabeto está lleno de ellas. Son tantas que saturan al espectador, pero al mismo tiempo, le dan tiempo para apreciar cada una en su pequeñez maravillosa: el ritmo de escritura, el ritmo de lectura marcado por la puntuación y el suspenso al pasar de una página a otra, son un respiro ante este collage que puede recordar el fluir del pensamiento de los poetas surrealistas.
El tiempo cambia a través del poemario. Después de las primeras páginas, en las que constatamos que los elementos de la realidad que conocemos existen porque los vemos en el momento presente, empezamos a vivir esa realidad a través de una serie de páginas que recorren los recuerdos y las estaciones, los años y los segundos: el viaje modifica nuestro mundo.
sigo ahora la ruta del sonámbulo
bajo el inmenso cielo
balsámico de la meseta
a través de un lago cubierto de hielo
a lo largo de una isla arraigada en el viento
verticalmente descendiendo a través del fuego
horizontalmente avanzo a través de la nieve
envuelto en el manto del viento
cocido dentro del pan del sol
derribado resistente exacto[4]
Christensen crea así un espacio en el que fluyen todos los elementos, en el que el hombre los vive y es protegido por ellos, como un hijo de ellos, un hijo de la tierra. El hombre no es ajeno a la naturaleza y, de hecho, gran parte de lo que la poeta enumera como existente pertenece al orden de lo natural, en oposición a lo que ha creado el hombre, que en muchos momentos se relaciona con la destrucción, como los versos que evocan la bomba atómica.
la bomba atómica existe
Hiroshima, Nagasaki
Hiroshima 6
de agosto de 1945
Nagasaki 9
de agosto de 1945
140 000 muertos
y heridos en Hiroshima
unos 60 000 muertos
y heridos en Nagasaki
cifras que permanecen inmutables
en algún lugar de un verano
lejano y normal[5]
El momento presente de mi lectura se encuentra con lo ocurrido en Japón en algún lugar de un verano lejano y normal, y entiendo que lo ocurrido en la lejanía, de alguna manera, me concierne, y que los actos del hombre no pueden normalizarse si destruyen la vida. La Historia atraviesa mi mundo. No soy ajena a ella, aun en la tranquilidad de mi vida cotidiana en la Ciudad de México el 9 de marzo de 2020. La muerte de Hiroshima y Nagasaki está aquí. De esta manera, Christensen indica que la vida y la muerte son los límites de la existencia humana, que se desgrana en la araña y el recuerdo, el andar sonámbulo entre la nieve, los ciclos de las estaciones, el ciclo de una vida humana, un segundo y una eternidad. ¿La eternidad tiene fin? ¿La eternidad termina con mi muerte?
La vida tiene su ritmo, que va marcado por las muertes, por los tránsitos, por las despedidas. La poesía tiene su ritmo, que va marcado por las pausas, por los signos de puntuación, y por algo que, como lectora, siempre me ha fascinado: la mise en page, la disposición de las palabras en la página, el juego que nos propone el autor, el espacio en blanco que está lleno de sentidos, no de significados.
parece como si la Unión Soviética
esté completamente sola con la Unión Soviética
pero justo detrás de la Unión Soviética
se encuentra pues Finlandia
y parece como si Finlandia
estuviese completamente sola con Finlandia
y justo detrás de Finlandia
está pues Finnmark
y justo detrás de Finnmark
allí está pues el mar de Barents
liso y cromado
bajo la cúpula de luz
heme aquí pues junto al mar de Barents
completamente sola junto al mar de Barents
24 de junio, por la noche[6]
Nuevamente el viaje, el espacio-tiempo configurador de universos, la geografía de algo que ya no existe, pero que para la autora fue crucial: la Unión Soviética y las guerras y sufrimientos que se derivaron de su desintegración. Sin embargo, los lugares siguen existiendo, porque los pisamos. Los países cambian de nombre, las fronteras se desdibujan, pero una persona se encuentra a la orilla del mar de Barents (con el que comienza esta larga lista), y desde ahí intenta (porque todo en la existencia humana es un intento) aprehender el mundo, y expresar ese intento mediante la palabra.
En Japón, durante el siglo X, SeiShōnagon escribió El libro de la almohada, una serie de listas que dan cuenta de su entorno más inmediato, y de la importancia de la observación. Alfabeto puede leerse también así: una larga enumeración de todo lo que vemos, oímos, comemos, sentimos, en el breve espacio del cuerpo, en el breve tiempo de la vida humana. Y, a través de la palabra, todo se vuelve sagrado: la poesía se convierte en una experiencia de la unidad.
[…] así quiero vivir;
con mi pequeño y grato
período de semidesintegración en el interior
de mi corazón; así quiero morir;
me he enterado de que voy a morir,
me dije a mí misma
que voy a morir, lo he dicho
y he dado las gracias por la pena,
por el olvido, hecho; me dije
a mí misma: piensa como
un pájaro que construye su nido,
piensa como una nube, como
las raíces del abedul enano
piensa como piensa una hoja
de un árbol, como piensan la sombra y la luz,
como piensa la resplandeciente corteza,
como las crisálidas debajo
de la corteza piensan, como los líquenes
sobre una piedra y un poco de madera podrida[7]
La poesía deviene así el espejo que nos devuelve nuestra mirada sorprendida, que nos une por breves instantes con el lodo y el cielo, la bomba atómica y la frontera, la mosca y el árbol. A la vida misma que fluye con nosotros y a pesar de nosotros. ¿En qué es diferente una hoja de árbol de un hombre? A esta pregunta suele seguir un profundo silencio.
Alfabeto reposó unos minutos, cerrado, sobre mis piernas. Luego leí las solapas y me enteré de su estructura basada en la Secuencia de Fibonacci. Releí algunos versos y sí, constaté que puedo leerlos así, atisbando las repeticiones. Mi curiosidad me llevó a investigar más sobre los números de Fibonacci y aprendí que también es una estructura presente en la naturaleza, como en los caparazones de algunos moluscos, que forman una espiral −y la imagen de la espiral nos ayuda a explicar cómo se van multiplicando las poblaciones, las células, etc.−. También se usa en computación. Eso tiene sentido para mí: las matemáticas nos ayudan a resolver enigmas de la naturaleza, y a crear artefactos que pueden ser usados para destruir la vida. ¿Fibonacci y la poesía?¿Alfabeto y poesía? Formas de ordenar el mundo. La escritura poética también es una configuración especial de las letras y de las palabras, un acomodo calculado en la página que inicia diciéndonos que lo que podemos ver y crear existe, y termina con un incendio que devora todo lo que el ojo humano puede ver. En ese crepitar de las llamas, todavía estamos vivos.
Perla Edith Mendoza Delgado (Ciudad de México). Profesora de francés en la Facultad de Filosofía y Letras y en el Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM. Actualmente estudia el doctorado en Letras, también en la UNAM. Traductora, dramaturga, poeta y ensayista.
[1]Christensen, Inger. Alfabeto. Alfabet. (Tr. De Francisco J. Uriz). Madrid, Sexto Piso, 2014.
[2]Al ser una edición bilingüe, el texto confronta al lector con la magia de la traducción. Mirar el texto original, del que se pueden entender algunas palabras, constituye otra forma de descubrir el mundo.
[3]Christensen, Inger. Alfabeto, p. 17
[4]Ídem, p. 123
[5]Ídem, pp. 41-43
[6]Ídem, p. 157
[7]Ídem, p. 95