ESCRITORA

Por qué todos los diarios tienen qué ser tristes. Melancólicos. Depresivos. No puede haber un diario de alguien que come feliz un tomate palta mayo. Con Coca-Cola, obvio. El taller de escritura no podría quedar más a la chucha. Perfecto. Tengo unas ganas de opinar sobre el diario de Katherine Mansfield, es que cuando ella dice que quiere vivir y no escribir soy yo cuando no quiero trabajar y quiero respirar. Pero mis palabras se me quedan atoradas en la garganta y me ahogo como mi Bella con su pelota de tenis, sólo que a ella no le cae en el hocico y las mías se transforman en una manzana de Adán. Obvio que el amigo borracho de Natalia es el profe y que lo dejó la polola. Me aburren las discusiones intelectuales y no me interesa para nada quién es Julieta, Julia o Julita Marchant ni lo que ella diga. No me importa lo que ella me diga, si escribo o no escribo, si soy escritora o no lo soy, si mis palabras hacen sentido o son un cúmulo de letras, no me importa porque cuando yo te escribo un «te amo» por WhatsApp

Me merezco el puto premio Nobel.

MENTIRA DEL DIABLO

Este diario es una maldita mentira. ¿Por qué? Porque no es real. Porque lo van a leer. Y la principal característica de un diario es que este no debe ser leído. No, al menos, hasta mi muerte. Porque mi diario verdadero es una herramienta de tortura. Nadie puede leerlo en vida. No, es mi pasaje directo al psiquiátrico. Que confieso que varias veces he querido ir ahí de vacaciones, pero aún no pierdo cien por ciento la cordura. Lamentable. Me encantaría escribir acá todo lo que está escrito en ese cuadernito a la vista de todos porque si fuera perro, te muerde. El mejor lugar para esconder una libreta llena de secretos. Si en esta vida me secuestran porque increíblemente me volví una persona importante, no me importa que me corten, que me ahoguen, que me violen. No importa. Pero si simplemente insinúan que van a publicar una hoja mal escrita y vomitiva de ese conjunto de papel, les digo todo.

SEÑORA

Acabo de descubrir que por medio de un diario de vida puedo decidir si la persona me cayó bien o mal. De todas maneras, en este caso mi opinión no es muy objetiva. Es que yo tengo un serio problema con los cuicos. Perdón. No sé por qué, pero no los soporto. Me hacen sentir un poco mal por diversas razones que no sé por dónde empezar a explicar. No importa. Pero cómo me puedes decir que te levantaste en la mañana a comer tu quínoa. De desayuno. O algo así era. Pero definitivamente no era un pan tostado con mantequilla y té. O un huevo con tomate. Hasta un pan con palta te creo. Pero quínoa. Batido. No sé. Me costó demasiado leer este diario de vida porque tengo este prejuicio de mierda. Tal vez no seas ni cuica pero te convertiste en el camino. Qué sé yo. Lo más chistoso es que cuando te vi en persona me caíste bien. Tienes como esa pinta de mujer mamá. No sé, no quiero que suene antifeminista. El profe también tiene la pinta de hombre papá. Es como un aire. Una sensación. La sensación que te da alguien de maternidad / paternidad sin necesariamente serlo.

HUMEDAD

Qué difícil es competir con el Caribe. En una tarde fría de domingo se me ocurrió llevarte a ver la naturaleza de esta ciudad. La naturaleza en decadencia, claramente. Que sólo sirvió para que nuestros organismos fabricaran rápida y minuciosamente telas de moco verde ¿Por qué tienen tan sucia la laguna?, me dijiste, mientras los gansos caminaban cerca de nosotros, peleando unas migas de pan. No sé, cuando era pequeña no era así. Y había cisnes. Ahora se los tragó la tierra. O los humanos. Me recuerda a mi pueblo, pero menos verde. ¡Ay, por Dios! No intentes hacerme sentir mejor, mi amor. Al menos respiramos el aroma a eucaliptos y nos besamos en el pasto que humedeció nuestras ropas.

PENSAMIENTO

Uno de mis miedos más grandes es encontrarme un cadáver. Así. En la calle. Ser la vecina cualquiera que un día salió a comprar el pan y que en la esquina se topó con un muerto. Que en las noticias digan que una joven se lo encontró y avisó a la policía. No quiero ser ese personaje. No es que no haya visto un cadáver antes, pero eran cuerpos que amaba. Eran muertos lindos. Que despedí mientras mis lágrimas me irritaban tanto los ojos que tuve comprar un bono a la oculista. Los otros serían desconocidos, probablemente asesinados de manera violenta. Y en Valparaíso hay mucha gente que se encuentra muertos. Yo no sé, es una ciudad bella. Horrible, también. Y cuando veníamos bajando por el cerro en el magnífico tour literario a la chucha del mundo, trataba de no mirar los basurales. A veces mi vista era seducida por algún bulto de desechos. Rogaba que no fuera un muerto. Es un miedo tan grande que me cuesta olvidarlo. Un pensamiento obsesivo. Como la mayoría.

ES TÍPICO HABLAR DE AMOR

No puedo negar que me encantan los hombres. Ese es un problema que he tenido desde chica. Cuando, antes de saber mi propia edad, ya me había enamorado de un niño del que ahora no recuerdo ni su cara ni su nombre y en mi mente aparece como una foto desenfocada. Fue lo peor. Lo perseguía cuando jugábamos y de tanta insistencia, se percató. Me encaró frente al portón de mi casa y no me dejaba cerrarle la puerta en la cara. Para tener menos de cinco años era bastante cruel. Yo entré corriendo al interior y me encerré en el baño. Me escondí en la ducha. Avergonzada. Mi mamá, tan linda, preocupada.

—¿Qué te pasó?

—¡El XX me dijo que ustedes no me amaban!

—Sí.

Le mentí descaradamente.

Lo hice de manera consciente porque me daba demasiada vergüenza haberme enamorado así. Porque era más terrible saber que me acababan de rechazar que el imaginarme que mis propios padres no me amaran.

Ahora quedo impresionada de mi mente estratega desde tan pequeña.

Y así inició todo.

Cuando entré al colegio, mi máxima diversión era escoger todos los años un niño nuevo para enamorarme. Me motivaba para ir a estudiar. Me distraía de los gritos en mi casa cuando recordaba que ese día había visto al niño de turno y obvio, me había mirado.

Entonces, en primero fue Sebastián. En segundo, Benjamín. En tercero, Francisco, que duró hasta cuarto porque íbamos juntos en el bus escolar. Quizás también hasta quinto, porque no recuerdo quién me gustaba ahí. En sexto, Diego, que duró hasta séptimo. En octavo, Camilo, que ya iba en segundo medio. En la media, Vito (primero y segundo medio, y también tercero medio, cuando me rompió el corazón porque de tanto hacerme la dura se fijó en otra). En cuarto medio revisaba el Facebook del Camilo y el Vito.

El tema es que a los que me gustaban yo nunca les gusté.

Y a los que les gusté, los traté pésimo.

Así, en la básica le rompí la carta de amor al Carlos 2. Ni siquiera la leí. El Carlos 1 y el César me acosaron hasta la enseñanza media, porque todos estudiamos en el mismo colegio desde chicos (después, Carlos 1 me besó a los diecinueve en un carrete y al día siguiente subió una foto con la polola). El Benjamín 2, que era el más drogadicto del colegio, me esperaba en la esquina de mi pasaje. Lo ignoré porque le gustaba a mi amiga. El Matías me perseguía hasta mi casa cuando íbamos en primero medio. Era lindo, pero muy florero. Los peores amigos que me pude conseguir, el Juan y el Ignacio, eran más falsos que piratería china. Porque mientras yo les contaba una pena mía, por detrás se peleaban para estar conmigo. Y lo peor de todo es que a los diecisiete elegí al Ignacio.

Horrible.

La palabra anterior define mis relaciones personales. En general.

Entonces, reflexionando, ya me di cuenta del porqué de todas mis decisiones amorosas.

Es que después de todo lo anterior, mi mente puso una defensa máxima: elegir a quienes nunca voy a amar.

Porque cuando amo, me trastorno.

Elegí a buena gente, casi siempre. Pero nunca amé de verdad. Ni en mi anterior relación, que duró dos años.

Lo siento, si lees esto.

Y esto es muy fácil de explicar. Aunque aún me tengo que terapiar más para saber bien cómo funciona esta parte de mi cerebro. Es que cuando eliges a alguien que nunca vas a amar todo es más fácil. Elegir tu propio camino es muy sencillo. Ser egoísta te sale de forma natural. Obvio, hubo cariño. Eran buena gente (en su mayoría, insisto). Pero olvidarlos se me hizo tan fácil, que no es raro que diga que no es amor.

Porque cuando te conocí, fue abrumante.

Ahí entendí, cuando te elegí a ti, por qué no había amado a nadie antes.

FINAL

De sólo pensarte, me haces llorar.

Recuerdo el primer día que te vi. En la playa, estabas corriendo. Yo hago deporte todos los viernes, me dijiste. Entonces estabas todo sudado. Pésima primera impresión. Cuando nos sentamos en la arena comenzaste a peinarte. Me dio muchísima risa. Tú reías todo nervioso y tus ojos estaban temblorosos. No sabías cómo acercarte. Hasta que me besaste.

Y ya deben ser más de un millón de besos.

Es que me haces sentir tanto que mis ojos se llenan de lágrimas.

Porque en verdad, te amo.

Y me haces sanar, pero a veces me quiebras. Porque tú estás demasiado herido. Demasiado solo. Y trato de no destruirte, pero a veces no puedo evitar querer verte llorar por mí. Porque tú me hiciste llorar por ti. Contigo conocí la desesperación. Cuando me dejabas, yo no podía levantarme de la cama. Y hasta pensaba en morir. Cuando te dije que no te buscaría más, los papeles se revirtieron. Y he visto tus lágrimas, te he visto arrodillarte, pedirme que no me vaya. No lo iba a hacer de todos modos. Pero quería verte así, quería ver cuánto me amabas.

Lo siento.

Dijimos que ya no lo volveríamos a hacer. Pero yo lo hice otra vez, este sábado. Te hice llorar. Te hice que me rogaras. Hasta me dijiste que por favor me quedara contigo hasta diciembre, porque ese mes te irías a tu país, y desde allá esperarías que yo te dijera: «¡Por favor, vuelve!»

Por favor, no te vayas.

Hoy viniste a almorzar a mi casa. Tus ojos estaban cansados. Estos días has trabajado mucho. Has llorado mucho. Sólo puedo besarte. No te quiero contar que dejaría todo para irme contigo. Sé que eso te haría explotar de alegría. Pero no te quiero decir mi secreto aún. Porque por ahora, quiero que dejes todo para irte conmigo.