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Tenemos futuro_Historias de San Mamés
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“Historias de San Mamés”

Tenemos futuro


Al igual que el viejo San Mamés, yo también nací el siglo pasado; eso sí, unas décadas más tarde, porque para entonces ya debía tener incluso el arco. Y los dos, el arco y el campo, han sido testigos de cómo he crecido y madurado desde que me conocieron de niño. Todavía hoy es el día que me ven a menudo, dentro y fuera.

No llegué a ser futbolista, tal y como soñaba de pequeño. Los sueños, sueños son. De todas maneras, mi verdadero sueño era ser jugador del Athletic. Así que no llegué a pisar el césped de San Mamés como lo hiciera mi admirado Rojo I. Eran otros tiempos; no sé si mejores o no, pero distintos. Por ejemplo, no había una camiseta oficial que cambiara con frecuencia, o una segunda o tercera equipación, pero menuda alegría el día que te regalaban una rojiblanca, alegría que duraba cada vez que te la ponías.

Claro que todo no lo percibía tan colorido y cercano en el fútbol de élite --otra cuestión eran los partidos que jugábamos en el recreo como si tuviesen noventa minutos--. Me gustaba, sí, aunque la imagen de los encuentros que de vez en cuando veía en la televisión fuese en blanco y negro, los mismos colores que tenían las noticias que leía en la prensa. Blanca y negra era la Hoja del Lunes, único periódico que se publicaba ese día. Blancas y negras las noticias el resto de los días, aquéllos en los que tenía costumbre de ir a casa de mis vecinos a completar las noticias de El Correo, el que se compraba en casa, con las de la La Gaceta del Norte -- leyendo aquellos Sputniks de Mugika, por ejemplo--.  Como corresponde a un niño, lo coloreaba todo con la paleta de mi imaginación, acompañada por las voces y sonidos de la radio.

 

Y en ese proceso de ir creciendo, como si fuese un paso en la socialización, cómo olvidar el primer día que me llevaron a San Mamés. Tan feliz como nervioso, vestido para la ocasión por mi madre y formal de la mano de mi padre. Quizás sin poder callarme en el camino desde Atxuri a San Mamés, tal vez en trolebús, queriendo adivinar lo que iba a vivir. Y todavía hoy recuerdo el momento en el que entré, en el que todos mis sentidos se pusieron en danza: el color del césped --qué verde era-- y el olor del mismo, el resplandor de los focos, los gritos de la afición… Nada tenía que ver ni con el soso blanco y negro de la televisión, ni con las imágenes quietas y silenciosas de los cromos, ni con los folletos que en ocasiones me traían de San Mamés. Desde entonces, comencé a acudir a La Catedral, cada vez con mayor frecuencia, hasta que tomé el testigo y ocupé la localidad de mi padre. En la Preferencia Lateral, en mitad del campo. Durante 27 años, más de la mitad de mi vida.

Mientras tanto, y en esa socialización, me llegó también a mí el momento de comenzar a dar el relevo y de llevar a los hijos a San Mamés, más si cabe siendo aficionada y socia la novia que ha llegado a ser esposa --y eso que no fue la primera razón para fijarme en ella--. Sin embargo, no recuerdo cómo sería esa primera tarde o noche de ellos. Pero, al mismo tiempo, cómo olvidar esa primera vez en la que el hijo, quien desde pequeño te ha acompañado en la grada, tan quieto como parlanchín, y ya es más grande que tú --lo cual tampoco tiene mucho mérito, la verdad-- estaba junto a ti, de pie, bufanda al viento, cantando la marcha de Aida. O, cómo olvidar, aunque pasen años, cuando en aquel inolvidable partido en el que alguna lágrima de felicidad pugnaba por salir,  se acercó la hija y me susurró al oído “aita, ya he entendido qué es San Mamés”.

Es posible que no sea ya tan apasionado en el fútbol; noto que ya van prevaleciendo en mí los sentimientos y los recuerdos. Y, tal vez por ello, me he dado cuenta que la llama rojiblanca ha pasado a la siguiente generación, que lo recibido de mi padre tiene futuro. Que todavía en el viejo San Mamés, pero con San Mamés Barria en el horizonte, hay futuro, tenemos futuro.

Iñaki Murua