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EL ECO DE LA TORMENTA

DE CARLOS FAJARDO FAJARDO

Editorial Domingo Atrasado. Colección Cantos Rodados, Bogotá, 2021.

LA BALADA DE LOS “BARQUEROS DEL DÍA”

Julio César Goyes Narváez

El poemario del que trazo enseguida unas coordenadas, está hecho de fragmentos de una balada en medio de las ciudades globalizadas y las mentes interconectadas por las redes digitales, la época, en que un número indefinido de seres humanos viven un nomadismo sin pausa, excepto por una masa sedentaria que sueña con dar la vuelta al mundo frente a las pantallas. Desde este horizonte la humanidad se torna vanidosa, pues es un espejo que le devuelve “el aviso comercial de mí mismo/ que anuncia nada/ a nadie”, como lo poetizó el chileno Oscar Hahn (“Televidente”,1981). La marea humana pasa por los noticieros y los spots publicitarios, pero los espectadores no se inmutan ni sobrecogen porque las imágenes se repiten hasta perder su sorpresa y el dolor que cargan; son imágenes invisibilizadas que pasan de una pantalla a otra consumidas. Es una diáspora, un desplazamiento, una migración sin tregua ni garantía de que haya riqueza en las diferencias; todo lo contrario, estimula el miedo, acrecienta la miseria, ratifica la desigualdad, configura el ghetto. El filósofo coreano Byung Chul Han ha caracterizado a esta condición como “un infierno de lo igual”. Qué ironía, para cambiar este modo de ver se necesita salir a exponerse a las calles y contaminarse de realidad, algo difícil en nuestros días pandémicos.

Hablo de los inmigrantes que han tenido que volverse “barqueros del día” porque no soportan a quienes uniforman las ideas y los modos de vida. No es la búsqueda de lo universal para reafirmar lo propio como la “generación perdida” que, pagando su osadía, se encontró en la literatura y el arte. Ahora la estampida transcurre en no lugares y allí protagoniza desencuentros. Los países entraron en desasosiego por los insoportables y solapados poderes fascistas; los periplos son clandestinos, solitarios y solidarios. Los poderes regionales se enriquecen a costa de trabajadores sin deseo, por la explotación y despojo de las tierras a campesinos y comunidades indígenas. El árbol ancestral ha sido talado, en las urbes se deshacen sus raíces.

Hemos conocido diversas ciudades,

visto desvanecerse el futuro en los arenales del alba.

Con banderas extendidas al poniente

hemos cargado un salobre porvenir.

Barqueros del día nadie nos silencia.

No hay ocaso para nuestro éxtasis,

cortezas de poderoso árbol.

                          (Corteza de poderoso árbol)

Las migraciones de artistas e intelectuales comprometidos pasaron a ser violentas y terminaron en una diáspora humana que los noticieros y programas culturales señalan con angustia porque no hay sitio para pobres y fantasmas despojados; otros, con desdén fuman mirando al cielo cuando no a la televisión y a los periódicos parcializados; y están quienes se llenan de impotencia y escriben en las redes sociales buscando el “me gusta” que sane el herido narcisismo o escancie la culpa de no hacer nada por la desgracia de los venidos de otros lugares. Lo cierto es que es imposible atajar este desgarro humano, quizá por esto el poeta sentencia:

Nada hemos ganado.

Al abrir las ventanas

entran sollozos

junto al olor de la tormenta.

Algunos han cavado las tumbas,

sepultan su sagrado nombre.

                                (El camino)

¿Qué goce hay en estos movimientos de ola tormentosa de despedidas y esperas sin entusiasmo?, ¿qué sabe la poesía de esto? ¿cómo interviene y padece estas degradaciones humanas? El poeta es sabido y concebido por el lenguaje, por uno que intenta ser acción transformadora a partir de ser silencio remordido; es así que de repente el poema toma voz y se espacializa en la hoja en blanco donde la palabra migra sin consuelo. El poeta camina concentrado, pero hay poca esperanza, solo lucidez, pues su voz es compartida con los cuerpos agotados, habla por ellos, por la tribu en diáspora.  El poeta dice lo que ve, a veces se despoja de su balada para ser cantado por el otro que la presiente; otras veces hace ver y oír lo que otros dicen que vieron y oyeron de  aquellos  que cuentan lo que ocurrió, lo que se imaginan que pudo haber pasado; como sea, el poeta de esta modernidad extendida y excedida continúa siendo el cronista sugerente que memorializa, resignifica, porque como escribe el ecuatoriano Antonio Preciado, conocido como el poeta de la diáspora: “desde ese instante ya éramos/ casi toda la tribu/ en pie de guerra contra los historiadores,/ contra su historia,/ contra su silencio. (“Poema para ser analizado con carbono 14”, 2006). Intentar saber hoy quiénes somos aterra porque no quisiéramos estar en esta barbarie; sin embargo, todos los días padecemos una verdad moral. Dice Carlos Fajardo Fajardo:

A la hora de la verdad

alguien reza o lee o llora

o camina por un sórdido sendero

o piensa en abandonar el país,

dejar su casa,

escribir quejas inútiles,

tumbarse en miserables jergones,

mientras recuerda las promesas recibidas,

la música que escuchó en la barra del bar

un día de abril cuando lejano

se extravió en algún pecho.

                           (A la hora de la verdad)

Un poemario cuya enunciación conversacional está controlada, sugerente, casi epistolar; el tono de balada y reclamo obliga al “yo que escribe” a una performance de repudio y contención. ¿Cómo podría ser de otra manera? El poeta es menos notario y escribe con su generación, no en vano dedica el libro a dos pintores cuya obra referencia la diáspora, el padecimiento humano, pues hacen parte del extravío del deseo y miran entre el color y las formas un lejano regocijo con la amada, los amigos y parientes. El eco de la tormenta es un testimonio cruel del haber partido y no saber si habrá retorno. En este libro Fajardo Fajardo traza una denuncia inevitable, un índice del odio y la hostilidad; así también el miedo de que –en tanto ir y venir– nadie recuerde a los que partieron; el miedo a olvidar a quienes los despidieron.

Sólo existe aquí un Dios de piedra en el poniente

y el odio y la hostilidad

en nuestros rostros.

Nadie nos recuerda.

Fugaces como el amor,

tenues como un susurro,

piedras donde se talla el olvido.

                         (Un Dios de piedra)

El lector está por abordar esta barca hoja adentro, de allí que estas notas sean provocación.  El autor de este poemario es un oficiante de la palabra y tiene ya merecido reconocimiento, de suerte que hay que soltar las amarras de la balada empática con entereza moral, esa que nos hace solidarios en nuestra soledad.

Una canción

por los que han partido

dejando tras de sí

los alegres sucesos de una tarde frondosa,

su golpeada belleza

y su coraje

como rejuvenecido asombro.

                                   (Extraños dominios)

Para Eduardo Esparza M.

y

Walter Orlando Tello

Pintores de nuestras tormentas

El poema es capaz de frenar el eco de la tormenta.

Adam Zagajewski

ROSTROS DE ARENA

Y aquí estamos como ánimas

buscando desesperados otro puerto,

otra ciudad donde escuchar tranquilos

el silbo de los pájaros.

Con amenazantes órdenes en el crepúsculo,

despojados de nuestros íconos,

¿Cómo hemos soportado tanto relámpago?

No tenemos poniente de soles ni alboradas.

El salitre es nuestra barca,

rostros de arena

que se extinguen

DIÁSPORAS

… Entonces, con amargos ritos,

huimos llevando en los hombros nuestros fardos,

los bastones con que soportamos el crepúsculo,

nuestras liturgias y nuestros rezos,

la cesta donde guardamos las fábulas.

Esta es nuestra carga,

el rocío disperso que dejó la mañana

cuando el desterrado agitó su pañuelo.        

Estos los manteles de amargura,

las chicharras que acompañan al cortejo.

Sobre nosotros el amuleto de la suerte

y las canciones de antaño para espantar tanta congoja,

los cachivaches del abuelo,

libros sagrados que giran sobre sus mitos de piedra

y el camino por donde cargamos estas palabras

que se esfumarán al despuntar el alba

LA ÚLTIMA TARDE

Ahora que ha pasado el delirio

una puerta abierta muestra la gravedad de esta calle

donde se detuvo la borrasca.

Un perro ladró.

Se silenció el pájaro que siempre nos había acompañado,

ardió la casa junto al carbonero inmortal

y también ardieron los recuerdos

de aquellos que gritaban desde las ventanas

la palabra clemencia.         

Ardió para todos la última tarde

y fue inútil cualquier súplica

cuando el fuego del dolor recorrió nuestro íntimo paraje

enterrado en las cenizas

DESAPARECIDOS

Arduo ha sido nuestro olvido,

arduos los atardeceres con el trino de un imaginado pájaro.

Ardua nuestra muerte sin cuerpo,

nuestra desvanecida presencia,

este morir dos veces.

Arduo este mutismo en la cresta del aire,

este desprecio lejos de casa,

estas perforaciones en la piel,

los picotazos de las aves.

¿Cuántos sueños han sido aquí abandonados?

¿Cuánta pasión?

¿Cuántos juegos de niño, cuánta fatiga?

¿Cuántos besos en la noche de bodas, cuánto sol de patio?

Ardua esta quietud,

el despojo de nuestro linaje

MUERTE PROPIA

Entonces la lluvia llegó de repente

y nosotros esperamos durante años

que las hojas de nuestro árbol cayeran serenas

sin que mano extraña las tumbara;

que nuestra muerte fuera nuestra propia muerte

y no la que otros deseaban.

Todos estos años lo hemos esperado.

Cuando llega la mañana

volvemos de nuevo a las apuestas,

a querer soltar las amarras de nuestras culpas,

morir por fin como queremos

y amar nuestro propio árbol

donde las hojas caigan

sin que mano extraña las derribe

EL AUSENTE

Anónima era su vida,

sombría su bondad,

su último día ante el espejo.

Todavía escuchamos sus pasos en el fraterno recinto,

aún cruza los zaguanes como una revelación.

Pronto olvidaremos su silbo de muchacho en la ventana,

su vida de muerto.

Olvidaremos su primer día de escuela,

sus incumplidas promesas,

la tierra donde hoy yacen sus ecos.

Ya no respirará el verano bajo el sendero de la luna,

nadie lo tendrá en cuenta en el brindis de medianoche.

Ya no lo veremos con la jarra de vino

en el desamparo de la aurora.        

Se irá envejeciendo,

cayendo gota a gota,

convertido en volátil migaja,

leve ceniza

FRAGILIDAD

Han sido tantos los años ante las otoñales ramas

que nuestros murmullos alcanzan apenas para arrullarnos.

Cuando se apaga alguna de nuestras frágiles sombras

una costumbre se esfuma,

una guerra menos por ganar,

una bandera puesta a media asta.

En alguna casa quedarán frágiles objetos,

el arco triunfal de algún viaje,

la delicadeza de una porcelana,

una botella de vino,

alguna que otra corbata,

tanto furor.

Qué tan corta estuvo la fiesta, decimos,

qué tan etéreo el rocío

PASTORA DE LOS VIVOS

Al otro lado el destino de un país

donde el luto se vuelve verdad.

A este lado el tiempo de las promesas

que ya hemos oído demasiado.

Al otro lado

los ritos de hermosas

bañándose en las corrientes

mientras la Parca,

pastora de los vivos,

 danza entre las piedras

AL BORDE DEL CAMINO

Tanto placer y aflicción en un mismo acto,

tanta congoja

en esta tierra de febriles muchachas

con sus cuerpos deseados al sol

mientras otros cuerpos permanecen entre ramas

a las que en el último momento se aferraron

al borde del camino.

¿Quién escuchó entre nosotros sus últimas palabras,

su insistente suplicio?

Ahora son cuerpos en calma

arropados por el mutismo de la noche.

Yacen abandonados como secos troncos

con el golpe del día en sus cerrados párpados

y nosotros ahogando palabras

sin denunciar la penuria,

sin limpiar del pecho nuestra herrumbre.

Sobre su mutismo

pasa un canturreo de inocentes pájaros

A FUEGO LENTO

Mantengamos a fuego lento el candil del recuerdo,

una tarde, un adiós, una alianza,

los objetos que habitaron las repisas,

aquella palabra de relámpago iluminando una promesa,

los cinco o diez propósitos

desplegados ante el temblor de un deseo.

Mantengamos a fuego lento las rabias del padre,

la voz del hermano en las tardes de agosto,

la prudente tristeza de la madre,

sus ojos velando tras el sueño.

Mantengamos encendido este candil

como barca de náufrago,

único estandarte que nos queda

LA HORA DE LA VERDAD

A la hora de la verdad

alguien reza o lee o llora

o camina por un sórdido sendero

o piensa en abandonar el país,

dejar su casa,

escribir quejas inútiles,

tumbarse en miserables jergones,

mientras recuerda las promesas recibidas,

la música que escuchó en la barra del bar

un día de abril cuando lejano

se extravió en algún pecho.

A la hora de la verdad

alguien ve pasar su destino

deseoso de haber sido diferente

y se desploma como lluvia

sin que la hierba a su paso reverdezca        

EL ARREPENTIDO

El genocida confiesa que no fue su culpa,

que todo se debió a una equivocación,

que no tenía pretensiones de asesinarnos,

que lo perdonemos,

que está arrepentido,

y llora ante las cámaras convencido;

agacha el rostro,

se enjuaga las lágrimas,

saca a relucir su Otro Yo,

la buena persona que es,

al niño que lleva adentro,

y todos convencidos lo perdonamos,

le damos la bendición

y también lloramos,

hasta nos acusamos por nuestra poca compasión

y convencidos superamos el odio,

todo nuestro dolor,

la solicitud de una larga condena,

y en tanto se apagan los focos

con cínica sonrisa

se burla a nuestras espaldas,

maldice nuestro nombre

EN VOZ BAJA

Es la muerte, decimos

y el aullido del viento en los socavones

se escucha contra los muros.

Lo mencionamos en voz baja

y andamos en puntillas por los cuartos

pues ella envuelve con su hábito

los párpados del que duerme la siesta,

teje con relucientes hilos

la sábana del desahuciado,

se camufla en la brisa

que azota los muros

como nocturna premonición,

cuchillo que violenta nuestro sueño,

corta la transparencia del día

FUEGO QUE SE EXTINGUE

Es esta la tierra

donde la vida es umbral del sacrificio,

herencia de una herida,

sombrío presagio.        .

Es esta la tierra        

donde habitan los muertos obligados a ser muertos.

El sol la golpea

y ningún ángel la protege.

Sirviente o libre,        

dormida en su lecho,

va por la noche sin fin

como fuego que se extingue        

CORTEZAS DE PODEROSO ÁRBOL

Hemos conocido diversas ciudades,

visto desvanecerse el futuro en los arenales del alba.

Con banderas extendidas al poniente

hemos cargado un salobre porvenir.

Barqueros del día nadie nos silencia.

No hay ocaso para nuestro éxtasis,

cortezas de poderoso árbol

PAVESA ENTRE EL RAMAJE

Con los puños crispados

y en brazos del sol

vamos a un lugar de ríos desechos

donde las campanas velan nuestra imagen

y en los estrechos atajos

sopla un viento herido.        

Fuerte es el miedo que en todos navega.

Vamos a un lugar de palabras inútiles

donde el frío amedranta a los árboles

y la memoria es pavesa entre el ramaje.

El polvo muele nuestras ropas.

Un corazón de piedra es el camino.

Vamos desenterrando lirios

a donde todo es quimera

y luego espejismo

antes que el tiempo y la muerte

inicien su trabajo