Memoria de polvo y hueso
Lucía Estrada
Memoria de polvo y hueso
Mi temor por descubrir qué respira agitadamente tras el muro. No una palabra, ni siquiera una pregunta; acaso un animal extraño y sediento como yo. Habito los mismos lugares, la misma tierra removida por los años, el mismo aire húmedo, la luz empozada de millones de soles que pronto desaparecerán por completo.
Las mismas sombras proyectadas por la luna sobre la madriguera de Alicia. Cuerpos que se alejan perseguidos por un mal presentimiento.
A veces advierto señales inciertas en un cuenco de agua. Las bebo hasta el fondo, hasta comprender que el hastío tiene la forma de una oscura necesidad.
Mi amor palidece bajo el peso invisible de un destino que no busca, pero tampoco encuentra. Mi amor como el deseo de ser gato, trapecio, algo tangible que pueda sucumbir como lo hacen tantas cosas en el mundo.
Hace tiempo el mar que ondea en mi oído devora los puentes que construí en sueños; la sal muerde la raíz de mi lengua, el techo de la casa, los tréboles del jardín, los rincones por los que huye la liebre.
Hay una salida, pero es necesario cavar hasta encontrarla, romperse las manos hasta hallar la cerradura. Cavar hasta volver al principio, hasta no recordar nada, hasta ser sólo un hueso, una piedra, un fragmento de algo que una vez fue, y ya no importa…
Memoria de humo y ceniza
Pregunto por lo que hubo aquí antes de nosotros, por el vestigio de palabras muertas que nunca nadie pronunció, que nunca nadie oyó. Restos de un lenguaje intemporal, de escrituras afiladas y relucientes como las escamas del último pez; piedras y árboles y huesos todavía humeantes por el asalto de un mediodía sangriento.
Aún es posible ver arder las estrellas. Pero nada nos hablará al oído.
También el silencio —que guarda la hora del mundo— se ha retirado. Un rumor enemigo y salvaje es todo cuanto queda.
Trazos
Hay una línea, entre todas las que elegiste, en la que empiezo a desaparecer. Y como el viento que mueve sin descanso las ramas de los árboles, vuelvo del fin a mi nacimiento. Basta un sólo gesto de tu mano en el vacío para poner en marcha esta nueva perplejidad de horas, de minutos, de sombras que se consumen... Camino alrededor de mí misma. Nada que interponga un límite, pero bien sé que cada paso lo guarda el invierno. Si enciendo una llama es para no perderme; si ante la luz cierro los ojos es para que viva en secreto tras los párpados.Cada cosa que haya existido, volverá a abrirse paso entre la hierba. Pero no sin riesgo. Aquí y allá todo cruje. El corazón siempre estará a la altura de su muerte. Cruzará para ella el aire, el agua, la herrumbre... La tinta negra de un mar negro va de tus manos a mis manos, aprieta el anzuelo, escupe palabras incomprensibles.
Pero he aquí que empiezo a desaparecer. La oscura línea continúa su curso. Tres vueltas de llave, y el cuerpo sentirá sus fantasmas, su sangre espesa, su absurda forma interior...
Aire, sangre, formas... palabras que agotan su estrella, círculos protectores que recuerdan cruelmente el tiempo de los sacrificios a un dios tan impalpable como el deseo de volver.
Piedra, arena, abismo. El silencio que sigue a todo estallido, a todo grito de guerra, a toda tempestad, se confunde con el mío, precario y blanco. Pero, ¿quién dice que estoy en el mundo? ¿Quién dice que este día es sólo un día y no me pertenece?
Del tiempo de este reino
Siempre habrá paredes detrás de las paredes, y más allá, otros muros escalando su altura. Siempre habrá falsas historias, lecciones, oscuros presagios, señales que limiten tu natural inclinación a huir antes de que la jauría te dé alcance. Pero sólo allí, en ese laberinto seco y mezquino, advertirás el solitario tránsito de lo que pudo ser una ceremonia compartida.
Tantos cuerpos vacíos buscando un norte; tantas manos incapaces de palpar nada nuevo bajo el sol.
Sin rostro, sabes que bastará un pequeño argumento de la muerte.
Más solitarias que tus pasos, las hojas de hierba crecen hacia la nube de polvo. Más desvaídas que tus gestos, las piedras rehacen una y otra vez el camino.
Cada cosa parece dispuesta para ser arrebatada, entorpecida, humillada. Cada cosa, sin embargo, está siempre a la altura de tus ojos, y de los ojos que resistan esperando del mundo sus absurdas apariciones.
Nada respira contradiciendo el tiempo de este reino, que sigue en línea recta hacia adelante, hacia el abismo. Pero la noche, más generosa que tus manos, y mucho más honda que el pozo sediento de tu corazón, apacigua el deseo de levantar nuevos muros en torno a fantasmas sin nombre.
Allí donde todo sucumbe, algo o alguien –acaso– logre saltar el impedimento; alguien o algo avance por fin contra la corriente.
Del laberinto de Ariadna I
Toma este delgado hilo de sombra y envuélvelo en torno a ti. Ténsalo hasta el límite. Comprueba su resistencia. El roce oscuro pronto ganará la carne, el hueso, la médula feroz de tu memoria.
Insiste en el corte que aguzará tu oído, tu lengua. Insiste hasta que seas de la herida su cerco de palabras afiladas.
De un extremo a otro de la sangre, allí donde la luna marchita alimenta a sus perros, extiende su línea sedienta. Pero no lo rompas. No rompas la noche ni la palabra espejo. No rompas lo que has escuchado ni la voluntad de seguir en pie sobre el hielo que cruje, bajo el ardor de tantas lámparas contradictorias.
Toma entre los dedos este delgado instante; púlsalo como a la sola cuerda del piano en la torre de Tübingen.
Esta es la última posibilidad de aferrarte. Ténsalo en torno a ti. No lo pierdas.
Del laberinto de Ariadna II
Y, sin embargo, la cuerda que envolvió tu sombra, esa imagen oscura y densa como mancha de aceite que para entonces tenías del mundo, permanece en algún lugar esperando el punto de quiebre, el desgarramiento de las fibras, lo poco o nada que hemos hecho y que apura su vaso de verdades a medias para no desistir. Este es el momento preciso para subir por ella otra vez, apretando nuestro cuerpo a la tensión que no deja de caer mientras asciende, y que una vez arriba se rompe delicada como cristal de azúcar, sin ruido, sin que nadie lo advierta.
En tanto estamos seguros. Firmes y discretos, sin mirar hacia ningún lado, sin predisponer a nadie en nuestra contra. Mudos, sin palabras. Sin lengua. Sin verdades enteras. Presintiendo. Sólo presintiendo lo que la vida y la muerte han hecho de nosotros, del tiempo, del halo negro de las cosas.
Una antorcha que se consume con rapidez, un círculo abierto al equívoco, una señal que nadie entiende…
Pero seguimos intactos y estamos satisfechos. Cuanto más inmóviles, menos riesgo de extraviarnos. Menos palabras y más aire para los saltos de liebre, para el pulso hábil del trapecista, para el hombre que nunca cerró la puerta de su dormitorio ni ha mirado a través de una ventana… Terrazas, y la mano que sujeta segura la cuerda para subir aunque no haya más arriba que su media verdad, o su liebre a punto de hundirse en el grito de otros, a punto de ahogarse, de roer la cuerda, a punto de soltar tu mano, de no importarle nada, a punto de huir, de dejarse arrastrar por lo que hasta entonces no entendías, pero es tan certero y cruel…
Del laberinto de Ariadna III
La cuerda se rompe siempre por su parte más débil. Tensión que se basta a sí misma, y a sí misma se desgasta. Tensión que viene desde la más pequeña fibra, allí donde bailan, gritan y golpean todas las sombras, las que aceptamos, aquellas con las que tropezamos.
Inútil tratar de comprender cómo a cada palabra, a cada intento de perfección se debilita aún más. Inútil proteger ese fragmento que también eres, que también soy. Inútil esperar algo nuevo. De ti, de mí, de nosotros.
Si otras cuerdas se rompen, no es asunto nuestro. Cada quien volverá a unirlas a su manera. Pero cada quien, como nosotros, la sabrá al filo de su propio corazón, de su propia –y torpe –insistencia…
Herencia
Este es el tiempo, padre, en el que la soga debía apretar el cuello antes de quebrar la rama. Pero todo sigue como al principio. Quieto y silencioso, sin que una voz se escuche a lo lejos, ni una hierba se agite bajo el viento de verano. Este es el tiempo en el que tus cábalas tendrían que haber señalado ya un camino. Muchas veces insistías a los astros, retorcías aritméticas que nada tenían que ver con tu agitado corazón de niebla. Podía escuchar, si aguzaba el oído, tu respiración difícil, tu pálpito de cristales que se rompían al menor contacto con la noche. Tu sangre iba dentro de ti buscando presagios, propósitos que nunca llegarían a cumplirse. Eras en el mundo el cerco que nos impediría rodar hacia el abismo. Y aquí estamos, desnudos bajo el peso de nuestras propias carencias. Ansiosos de saber cuál era la cifra que buscabas, cuál el destino de nuestra estrella, cuál el gesto sencillo que cambiaría el rumbo de tantas cosas perdidas.
Este es el tiempo, padre, en que tal vez hayamos comprendido aquello que rodaba detrás de tus ojos secos, lo que mirabas sin mirar, lo que de angustia minó las paredes interiores y las cubrió de hiedra.
Este es el tiempo, padre, pero no el mío. No el de la vida que continúa empozándose allí donde no llega nadie, donde cualquier rayo de luz resulta doloroso. Preferías la noche porque sólo en ella el miedo te envolvía tan completamente que era, al fin, tu lazarillo fiel. No importaba que dictara sentencias, no importaba que borrara los números, los rostros, todo en lo que alguna vez creíste.
Este es el tiempo en que ya no puedo tocarte, en el que tu imagen más próxima es un golpe de dados que pierde para siempre nuestras cabezas.
De luna y tenebrario
“Tú duermes. Y tu aureola se enciende como nunca y me incluye como si yo también tuviese aureola”.
Marosa Di Giorgio
A mi madre
Toda la noche lidiamos con las aguas. Yo sostenía de este lado las paredes y los techos, tú preservabas el oro de los tigres. Ningún abismo se interponía entre nosotras, envueltas como estábamos en la misma crisálida de invierno. Pero tú parecías más fuerte. Al tiempo en que restablecías el rostro deshecho de tus hijos, tejías gasas y delicados mantos de seda que cubrían todo el paisaje. Más allá del sueño, más allá de mi propio y estrecho laberinto. Al menor soplo del viento, oficiabas pequeñas ceremonias para alejar la tormenta. Yo te miraba desde mi estatua de sal, incapaz de mover los labios, devorada por la sombra desde el vientre hasta los ojos, enferma, como el destino que no acaba de cumplirse. Atenta a los designios de un dios tan solitario como las aguas que empiezan a retirarse, conjuras una vez más el árbol que se extiende desde tu corazón hasta mi boca y aguarda otro día, otra noche en el jardín ¿Acaso las viejas canciones de cuna conducían a este momento? ¿Acaso eran fórmulas para acercar la vida, envueltas en la misma crisálida, tú y yo, absortas en lo que vendría después, como dos hermanas unidas tibiamente por el silencio?
Peldaño V
“Y la locura tomó forma de flor decorativa…”
P.A.E.Z.
(Artaud en casa del lobo)
Antes y ahora, el grito… Antes, cuando la vida entraba en tu cerebro ramificándose, haciéndose más densa, oscura, casi un torrente aceitoso de imágenes como piedras, como cuchillos ardientes, todo al filo y en un instante consumado. Ahora, cuando intentas descifrar esto que ha caído de pronto sobre tu cabeza, formas, destrozos, lenguajes ininteligibles, el aullido de quienes no toleran el miedo y se arrojan a la boca del lobo antes que mirarlo de frente. Ahora, cuando tu pensamiento te “abandona en todos los peldaños”. Nadie estuvo tan próximo de sí mismo como ese animal sediento que te aguardaba en cada vuelta de hoja, en cada palabra incendio, como una brasa en mitad del paladar y de los dientes, insoportable, fiel… “jirones que he podido recuperar de la nada completa…” Silencio de sustancias que brillan y salpican junto a tu sangre. Lo que otros dejaron de lado, lo que otros no llamaron por su nombre; lo que escondieron junto a la máquina de coser, y el paraguas y la mesa de disección. “La muerte sólo es completa para quien se entrega a ella”, para quien la construye de pequeñas infamias, de mentiras convenientes dichas al oído, de mezquindades, de falsos dioses de oro y barro. No hay nada qué argumentar, ni antes ni ahora, cuando los ojos mismos eran la sal que arde, la astilla y el ojo ajeno, cuando otros se reían frente al ecce homo, y esa mueca salvaje, aséptica y blanca era defendida entre alcoholes y recetas infernales, cuando ni la doble estrella ni el rayo pudieron cerrar el grito que eras todo. Entonces se trata de ti y de mí, de tu pensamiento bajando a tropezones por los peldaños que son el mundo, de tus palabras, boca de lobo, tragándose a sí mismas, regurgitándose, haciéndose improbables, inaceptables, sucias, tan sucias como este cielo de abril…
El pequeño poeta celeste que no eres, el que pende de un hilo, el que se desploma. La noche se ha llevado los desperdicios del día. La noche todo calma, grito silencioso y suave, la noche y tus ángeles que suben de la tierra…
“La vida es arderse con las preguntas” —dices— y una corriente oscura recorre el nervio, el hueso, la médula. Corta. Disecciona. Exhibe para nadie. Todo esto es tal vez una perfecta lección de anatomía “bajo esta costra de hueso y piel que es mi cabeza…”.
Te decantas, escuchas del árbol su estremecimiento. Antes y ahora, el grito. El pequeño poeta en casa del lobo. Comerá quizá “el corazón oscuro de la noche”, y caerá tres veces, ecce homo, peldaño a peldaño, antes y ahora, ahora y después “haciendo el mismo ruido, el mismo ruido, el mismo ruido que la noche y el árbol al centro del viento…”
Lucía Estrada (Colombia, 1980). Escritora, autora de múltiples libros de poesía. Con su libro Las Hijas del Espino obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Medellín (2005), y la Beca de Creación en Poesía, otorgada por el Municipio de Medellín en 2008 con Cuaderno del ángel. En 2009 y 2017 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá con sus libros La noche en el espejo (2010) y Katábasis (2018) respectivamente. Textos suyos han aparecido también en varias antologías y publicaciones del país y del exterior. Así mismo sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, japonés, sueco, portugués, griego, italiano y alemán. Invitada adiversos encuentros literarios en el país y en el exterior. Próximamente la Editorial Eulalia Books (Estados Unidos) publicará una edición bilingüe de Katábasis en traducción de Olivia Lott.