Omar Castillo
Cinco estancias de la novela SERAFÍN
ESE DÍA
A las once de la mañana Serafín salió de la casa de su madre, caminó hasta la calle 25 y en la esquina que esta hace con la carrera 65, tomó un bus para al centro de la ciudad. En sus ojos llevaba la imagen de la antigua-madre en cuyos rasgos se concentraban las raíces de su estirpe, los silencios y las palabras para ver, aprehender y nombrar. La antigua-madre en cuyos ojos se veían fósiles y ecos de tiempos impredecibles. También llevaba la imagen de la abuela con su delantal cargado de clavos y de números romanos mientras iba por el bosque de los materos de helechos, bifloras y begonias florecidas que mantenía en la casa. La abuela y sus sentidos de la realidad expresándose a través de lo hecho por sus fuertes y bellas manos. La de Inés, la tía abuela cuya presencia y enigma le hacía sentirse ante un oráculo de decir encriptado en el ver de sus ojos grises, ardidos por el humo de las brasas del carbón mientras se tomaba un café en agua de panela. Y la de Beatriz, la niña hermana de la infancia de Serafín, de sus primeros asombros e interrogantes. Esas mujeres tan esenciales en su vida, en los itinerarios de su existencia. En sus sueños y en su despertar.
Atrás quedaba la casa de balcones donde sucedió su infancia y el mundo y el universo se rozaron y crecieron en las manchas de su memoria produciendo los sonidos que desde entonces intenta descifrar en las palabras. Por la ventanilla del bus miraba las aceras y las gentes que en ellas se entregaban a la algarabía de sus rutinas y divertimientos, esas gentes tan entrañables y al mismo tiempo tan ajenas. Asomando por la calle 24 con la carrera 65, vio a don José el de la tienda Cuatro Esquinas que regresaba de su diario recorrido. Fue en la tienda de don José donde Serafín a sus 7 años, se enfrentó a Onofre, a quien llamaban ojos de gargajo por lo verde amarilloso de su color. Onofre, la persona más próxima en sus recuerdos a Uriel, ese niño suspenso en el invisible arco de un tiempo cuyas flechas se extravían en un bosque de helechos. Uriel, ese niño grande en cuyos ojos se adentraba un dios en granos de sal que dejaban surcos en sus sueños. Sueños que quedaron sucediendo en el umbral de la muerte.
El bus retomó la calle 25 buscando la entrada que da sobre la Avenida Guayabal. En ese instante supo que sus recuerdos empezaban a fraguarse, que el abecedario de su existencia iniciaba su escritura, las líneas de una trama que le era propia y extraña, empero, para la cual las vivencias de su infancia lo habían preparado. Se acomodó en su asiento después que el bus girara sobre la derecha hacia el Puente de Industriales. A su izquierda miró el Cerro Nutibara que le recordó sus nítidos silencios y sus iniciales dificultades cuando en sus años de escuela las palabras se le quedaban pegadas en alguna de sus sílabas, haciéndole difícil soltar en el habla las palabras necesarias para un diálogo. Ese Cerro Nutibara al que tantas veces subió buscando entender sus silencios y su desasosiego de niño que quería conocer el principio de la realidad, sus formas y sus maneras, también lo oculto y lo invisible de la realidad, lo sagrado que la ampara, lo usual y lo extraño del suceder cotidiano, su gusto por mirar y ver. El bus seguía su ruta hacia el centro, atrás quedaba el barrio, el imaginario barrio Antioquia de Serafín.
Al llegar al centro de la ciudad el sol impactaba los cuerpos de los peatones, las vías, los rincones y las fachadas de las construcciones por donde tantas veces los ojos de Serafín han penetrado las extrañas fisuras y pasajes donde sucede el ir y venir cotidiano que las nutre. Muy temprano en su existencia Serafín pudo intuir cómo un instante en el tiempo podía ser penetrado por otro instante entre los muchos posibles. Después de muchas vivencias, bien sabía que estos cruces de tiempo hacían parte de su naturaleza, que su existencia era fronteriza y posible de ser penetrada por todo cuanto es de su real interés y necesidad. El tiempo como un azaroso mazo de cartas cuyos momentos e historias se mezclan barajados por las manos de la realidad y la otredad. Por el insaciable instinto de un fin y un principio, de una huella y una estampida.
Se bajó del bus y se encaminó por la carrera Palacé hacia la Librería Continental, al llegar miró la vitrina, los libros que en ella se exhibían, no entró. Prefirió irse a tomar un café en el Astor de Junín. Allí encontró a Luis González quien lo invitó a sentarse. Pidió café y un vaso de agua al clima. Siempre era un gusto para Serafín encontrarse con Luis González, sentir la presencia de su ser, la elegancia de sus maneras, lo reconfortante de su inteligencia, la conversación con la que sabía surtir cualquier tema. Además su curiosidad por lo desconocido era inagotable, manteniéndolo al acecho de aprehender siempre. La elegancia vital de Luis González, tan bien apreciada en el retrato que le hiciera Raúl Restrepo al óleo pastel. Al poco llegó Amílcar Osorio quien pidió un café mientras le extendía a Serafín un libro que este tomó y empezó a revisar. Es la antología de poesía provenzal que te había prometido, le dice Amílcar. Y un momento después los tres se encontraban hablando una vez más de poesía, en esta ocasión de la creada en la lengua de oc, al sur del río Loira, en los siglos XI y XII. Justo donde muchos dicen se inicia la escritura poética del Occidente moderno.
EL CAFÉ AZUL
Al cruzar la calle, Serafín se encontró de súbito frente a El Café Azul. Parecía casualidad, empero, encuentros como este eran posibles para Serafín por su tenaz insistencia, por la disciplina para llegar y entrar en la realidad y en la otredad azarosa donde escudriñar las necesidades que lo han hecho ser quien es.
Era un martes del mes de septiembre, la tarde empezaba a fundirse en noche. Se decidió y entró a El Café Azul y buscó donde sentarse, ya acomodado en su silla pidió un café oscuro mezclado con ron. En una de las mesas distinguió a León de Greiff fumando un cigarrillo en su pitillera y que, arriscado en sus asuntos, apenas sí se percataba de la presencia de los demás usuarios del Café. En otra mesa Mallarmé conversaba con Paul Valéry y al fondo alcanzó a distinguir a Lezama Lima fumando su tabaco.
Por esos días Serafín había tenido su primer encuentro con Axofalas y aun resonaban en él las palabras de este viajero diciéndole: Reconocerse y saberse ubicuo, así habitar y vivir la ubicuidad se hace tan simple y tan complejo como para otros lo es habitar y vivir las rutinas de un tiempo regido cronológicamente. En la ubicuidad es necesario saber que el fluir cognoscitivo de la mente no es cronológico, menos cuando se posee el toque de abrir las manchas donde se mantiene lo aprehendido por ella desde sus inicios en el tiempo. Nuestro deber es adentrarnos y desvelar esas manchas tal como cuando queremos escudriñar y descifrar las estrellas y las galaxias en el universo. Las religiones, las filosofías y las ideologías políticas se fundan en creencias sobre el tiempo y la ubicuidad divina o terrena sobre él.
A Serafín El Café Azul le producía una extrañeza que era de todo su gusto. Pidió un ron en copa y bebió un trago, dejando un largo rato la copa entre su mano derecha antes de regresarla a la mesa. Entonces pareció olvidarse, quedándose como quien se adentra en un nido de galaxias enraizadas por la memoria de un retorno. Su mente se adentraba buscando el origen de un alfabeto cuyas letras se friccionaban produciendo las raíces del habla, el sentido del silencio y las piedras.
Al regresar de sus pensamientos, Serafín percibió que Mallarmé se había ido y que Paul Valéry conversaba animadamente con León de Greiff. Y al fondo en su mesa, Lezama Lima permanecía al borde de un brandi fumando su tabaco. Serafín pidió otro ron, lo tomó de un trago, pagó la cuenta y salió del Café. Al doblar la esquina tuvo la sensación de no saber regresar a El Café Azul, empero, se dice, el tiempo tiene muchos alfabetos y a través de uno de ellos podré volver, un buen lugar y una grata conversación siempre serán posibles.
Camina Serafín, camina observando el movimiento de los usuarios de la noche en el centro de la ciudad, centro tan entrañable para él en sus espacios y rutinas, inclusive en lo sórdido de sus acechanzas y mansalva. Después de rodear la Plazoleta del Teatro Pablo Tobón Uribe y detenerse a mirar la escultura de La Bachué en la que siempre hace un alto, siguió por la Avenida La Playa. Al llegar a la carrera Córdoba giró a la izquierda buscando la puerta del bar El Jurídico, llegó hasta ella pero decidió no entrar. Siguió caminando.
Sobre la Avenida La Playa, cerca del cafetín de La Arteria se encontró con el pintor Raúl Restrepo sentado en una de las bancas de la Avenida. Se saludaron. Para Serafín la amistad con Raúl Restrepo significaba una entrada al mundo de la luz, pues sus obras, tanto en los paisajes campestres como en los urbanos y en los objetos y seres involucrados en ellos, eran para él un espectáculo de formas siendo penetradas por la luz, por el hervor de la luz en los colores aplicados hasta irradiar su vigor. Para Serafín otro aspecto fascinante de su obra era el acontecer coloquial de las nubes colmando muchos de sus cuadros. Al mirar las pinturas de Raúl Restrepo, Serafín experimentaba en sus ojos las labraduras de las formas de esos colores en el instante mismo que los penetraba la sabia luz del artista.
Fueron a La Arteria donde encontraron a Luis González quien los invitó a su mesa. Pidieron media botella de aguardiente, copas y agua al clima para los tres. Luis sonreía, disfrutaba del encuentro, de la compañía. Raúl Restrepo seguía hablándole a Serafín del Tarot egipcio. Raúl y sus monólogos dados a las hazañas de su mente siempre atenta, pensaba Serafín mientras se tomaba un trago de aguardiente y observaba a Luis Alfonso Vásquez, quien en otra mesa fascinaba a sus dos contertulios con una de sus mágicas historias.
DEL TIEMPO ECO
El martes de esa mañana de septiembre, después de poner en su reproductor de música El cuarteto para el fin de los tiempos de Olivier Messiaen, Serafín se preparó un café y se puso a revisar los archivos de sus escritos, tarea que venía aplazando hacía meses. Así, mientras Serafín esculcaba en sus archivos, la mañana casi había llegado al medio día y en el reproductor seguía sonando una y otra vez la música de El Cuarteto para el fin de los tiempos. Algo fatigado de revisar tantas libretas y papeles donde su escritura ha dejado las huellas de sus años dedicados a la literatura, Serafín decidió tomarse un momento para disfrutar de otro café. Entonces fue a la cocina y sirvió en su pocillo más café y volvió a sentarse en la silla de su escritorio copado por tantas libretas y papeles que lo han hecho volver sobre presencias como aquella cuando en un momento de su niñez se encontró preguntándose por la realidad real, pues en ocasiones esta se le hacía extraña y lo confundía al no poder definir si era el resultado de lo que él imaginaba, de lo que él soñaba, de sus pensamientos o el resultado de los distintos asuntos que le tocaban en sus rutinas cotidianas. Para él esto se había vuelto un problema que lo confundía y lo mantenía en ascuas.
Así hasta el día cuando decidió que para él todo era posible, real. Fue así como se inició en el aprehender la realidad sucediendo en un tiempo moviéndose como arrugas de agua que se prenden y desprenden por la superficie del cauce que la lleva. Que la realidad es un agua deslizándose sin ser siempre la misma. Fue entonces cuando Serafín admitió vivir en un cruce de tiempos, cuando decidió dejar que su existencia sucediera por los filos y vacíos que imantan y manan con el vigor que la vida involucra y expulsa. Sí, todo era posible, inclusive recorrer el tiempo cuando se abre una y otra vez como un abanico, mostrando en cada uno de esos abrirse distintos instantes de su suceder. Desde entonces Serafín asumió permanecer alerta para aprehender el sabor del saber, para lo cual en diferentes ocasiones ha debido desaprehender los cánones de la enseñanza convencional y las ideas consagradas por la costumbre.
Al tomar esa decisión, Serafín intuía que el tiempo no es modelable, que el esculpir del tiempo le pertenece solo al tiempo, así como también es solo del tiempo su fluir vital e inagotable, su finito desprenderse y su impredecible continuo, su incógnita vastedad. Que en el tiempo la realidad se hace azarosa en sus estremecimientos. La realidad sucediendo por un instante como una cresta breve que surge en el vacío y se pierde gravitando en el tiempo. Así, vivido y aprehendido, el tiempo se hace presencia a través del verbo donde se cuenta su movimiento, el mismo que no ha dejado de arder en la memoria desde el caos y el principio del tiempo.
Estas intuiciones, su saber y sabor le han permitido a Serafín mantenerse alerta, buscando aprehender y expresar a través de la poesía ese fresco donde se realiza la piel de la realidad y de la otredad, raíz creciendo, renovándose en sus huellas y arbitrio. Ese fresco donde la realidad crece como una pregunta abriéndose en sus respuestas, las mismas que amplían la simiente de esa pregunta que no termina de expandirse.
A sus catorce años, Serafín tomó esa decisión y desde entonces para él escribir es usar las palabras en las márgenes de un espejo vuelto imagen y semejanza del universo, espejo donde participa un origen del mundo y su entraña. Así, Serafín descubrió cómo la palabra es la que hace al poema. Que el poema es cuando la palabra lo contiene y con su escritura, lo significa en el instante aprehendido o desaprehendido de la realidad en su mutación sin fin. Para Serafín la magnitud mutable de la realidad en el tiempo, es el origen de la metáfora que persigue expresar tal magnitud, así para él, el origen de la poesía se confunde con el origen del habla en la maraña del tiempo. Sabe que el compromiso del poeta es danzar en el filo de las palabras, en el vacío donde estas realizan la escritura de la realidad, de la otredad revelándose. Para él otra no es la necesidad de la poesía: Vivir desde la raíz de las palabras el poema que hace visible la realidad. El breve y súbito instante donde la realidad toca el tiempo antes de volver al olvido.
Suena el teléfono, Serafín detiene sus pensamientos y contesta: Aló. Al escuchar la voz al otro lado se queda en silencio, atento. Solo al final dice: Sí. El viernes a las cinco de la tarde en el Parque de Boston, en una de las bancas cercanas a la escultura de José María Córdoba. Sí, hasta entonces. Al colgar se encuentra sobrecogido por la voz escuchada del otro lado del teléfono, y como si las briznas de años lo tocaran se descubre recordando palabras dichas por él hace mucho, al calor del amor. Palabras que ahora se repiten en su memoria como volviendo sobre ese instante, sobre las presencias en ese instante cundido por el amor: El momento del amor tatuándose a la piel, a la frágil magia de la piel vuelta gozo y encuentro.
El tiempo, el vacío, la realidad, la otredad, el amor, se dice Serafín mientras bebe un sorbo de café y pone a sonar en su reproductor de música La pregunta sin respuesta de Charles Ives. Se acomoda en su silla. Empero, no puede evitar sentir la palpitación del recuerdo que le ha traído esa voz recién escuchada a través del teléfono, haciéndole sentir en su cuerpo la intensidad de esos ojos de miel y de mar que lo miraban esa tarde de verano en Punta Piedras, mientras el sol se precipitaba al fondo lejano y él presentía el tiempo vuelto una concha vacía fundiéndose en las rocas donde unos cangrejos se ocultaban mientras el mar arrojaba piedras pulidas sobre la playa. Ese era un día tan antiguo como hoy, se dice Serafín, sosteniendo la parte inferior de su rostro con su mano derecha.
ALTAZOR
El hombre que pasa frente al Astor se detiene, saca de una bolsa de papel un pedazo de pan, muerde un bocado y empieza a masticarlo mientras sigue caminando por Junín. Desde el interior Serafín lo mira. Termina el café. Paga la cuenta y sale. Ya sobre la carrera Junín vuelve a ver al hombre que se ha parado en la esquina entre Junín y la calle Maracaibo al pie del puesto de periódicos. Se detiene junto a él y hace como si mirara los titulares de uno de los periódicos, el hombre se inclina, toma una revista, la paga y desciende por Maracaibo hacia la carrera Palacé. Serafín lo mira alejarse. La tarde se está haciendo penumbrosa, sumiendo la ciudad en tonos de luz que despiertan en Serafín una sensación de nostalgia. Esos tonos que producen en la ciudad una atmósfera de extrañeza, han conmovido a Serafín desde su infancia, propiciando en él un hilo sobre un vacío que lo invita a seguirlo, a explorarlo. Parte de su carácter se ha forjado siguiendo ese hilo, aventurándose por las oquedades que la luz de esas horas de la tarde crea en ese vacío que lo invita y ampara.
Serafín mira Maracaibo arriba y como tantas otras veces decide caminar por esas calles y carreras del centro de la ciudad, ir buscando el misterio que en cualquier instante se produce en ellas. Apropiarse de la ciudad ha sido uno de sus gustos, ya como usuario de las tantas rutas urbanas que recorren la ciudad, ya como el peatón que explora su centro. Fue deletreando desde las ventanillas de los buses los avisos publicitarios puestos en las fachadas de los negocios, como aprendió los decires de unas palabras con otras. Las paredes como una cartilla de lectura donde se realizaba la inicial magia, el abracadabra de un alfabeto que no ha dejado de maravillarlo.
A El Café Azul llegó después de caminar varias horas dejándose atraer por lo azaroso de una mirada, de un traje, de una fachada, por las luces de una ventana, por el interior de un bar de billares, por esas voces que parecen salir de las grietas de los muros justo cuando termina la tarde, de caminar moviéndose como quien es próximo de las aristas del tiempo para recoger un detalle en lo fugaz de una sonrisa, en las labraduras de una frase escuchada mientras espera el cambio del semáforo peatonal, de caminar mirando los rostros que se suman entre la multitud hasta crear uno solo, el mismo que se desvanece al doblar una esquina, de ir y avanzar sobre el nocturno lienzo de la ciudad. Así hasta detenerse por un buen rato en la cantina de Don Lao donde se tomó un par de aguardientes con Amílcar Osorio, quien estaba allí esperando a Nevardo Rodríguez. Amílcar siempre tan delicioso en su conversación y en sus silencios.
Entró a El Café Azul y fue a la barra donde pidió un ron. Tomó un trago. La mujer que atendía le sirvió otro ron y le dijo que en la mesa del fondo lo esperaba un viajero. Serafín la miró y creyó ver en sus ojos los ecos de un mar antiguo, ella sonrió. Al llegar a la mesa Serafín supo quién era el viajero que lo esperaba, pues por esos días había visto su rostro entre los pliegues de un poema. Le extendió la mano, al recibir la del viajero sintió la calidez de quien le decía: Soy Altazor, yo soy Altazor, mientras que con un gesto lo invitaba a sentarse a su mesa.
La conversación se había ido deslizando por superficies y espirales, elaborando así el tejido de un tapiz verbal que se hace y se deshace con cada intervención. Para Serafín este era un encuentro que sabía necesario para la confirmación de esos soliloquios tenidos en su infancia desde las ventanillas de los buses a través de las letras que componían los anuncios puestos en las fachadas de los negocios por donde pasaba la ruta. Por ello disfrutaba de la conversación con este personaje legendario, cuyas vivencias habían sido poetizadas, usando palabras surgidas de la eclosión de un abecedario, palabras abriéndose hacia la revelación de lo inédito.
El libro escrito por Vicente Huidobro y donde me establece como el personaje de una épica poética, puede ser leído como un diario de viaje. Un viaje en cuyos pasajes y fisuras se vislumbra el naufragio de la humanidad. Para Vicente Huidobro vivir es asombrarse y para ello es necesario estar dispuesto al fracaso, entendiendo el fracaso como una decisión contraria a las concepciones que rigen las vías convencionales para una vida exitosa, le dice Altazor deteniendo sus palabras para beber un trago de su copa de vino rojo.
Esto que me dice, ¿lo conversó usted con Vicente Huidobro? Pregunta Serafín.
Sí, responde Altazor. Mire usted, desde el desprendimiento y la caída narradas en el prefacio y en el Canto I del libro, se presenta una tensión que va a mantenerse en todo el texto reflejada, cuando el personaje que soy en esa escritura es confrontado por la voz poética que hilvana el libro, voz que no es otra que la misma voz mía siendo auscultada y expuesta en sus interrogantes y anhelos. Cuando la voz dice: Déjate caer sin parar tu caída sin miedo al fondo de la sombra / Sin miedo al enigma de ti mismo, la alusión a la intemperie previa al asombro es contundente. Por ello en el libro se hace evidente que mi ser en su caída, en su naufragio, no quiere ser rescatado, ni salvado para el regreso a una sociedad domesticada y usurera. De ahí que a partir del Canto III se dé una ruptura que se agudiza en el Canto V, donde se inicia la deconstrucción de lo conocido. Ya los Cantos VI y VII son los balbuceos desde donde iniciar otro aprehender para el habla, para la escritura de ese incógnito que gravita en nuestra ontológica memoria y a la que la escritura del libro propone precipitarse. Altazor mira a la barra de El Café Azul donde la mujer organiza el bar, vuelve sobre Serafín y se queda mirándolo.
Los motivos que prevalecen en Vicente Huidobro son los de un descubridor, su condición humana es de precipicios y de aire. Él desciende de una estirpe iniciada en las estampidas del universo, dice Altazor, por eso apenas sí tiene tiempo para detener su vértigo. Huidobro es un descubridor con todo lo que esto implica, y en su aventura yo fui un instante que le permitió descubrir un continente humano y verbal, las maneras y las formas de cómo habitar esos descubrimientos, él las dejó a quienes vienen tras él. Y como bien puede usted ver, él no ha cesado en su ver y palpar.
La mujer llegó a la mesa y sirvió otro vino rojo a Altazor y un ron a Serafín. Entonces la atmósfera en la mesa hizo sentir a Serafín como si estuviera en la taberna de un viejo puerto antes de embarcarse en una expedición cuyo destino surgiría del azar de la rosa de los vientos. Volvió de sus sensaciones y bebió su ron. Miró a Altazor que saboreaba su vino rojo. Se puso de pie y le hizo un gesto de despedida. Antes de cruzar la puerta se volvió hacia la mesa de Altazor y lo vio conversando con la mujer que los había atendido. Salió del Café. El amanecer empezaba a sentirse sobre la ciudad, otro día se abría. Las ascuas verbales, siempre las ascuas de Altazor gravitando en la galaxia de mi alfabeto, pensó mientras buscaba calentar sus manos en los bolsillos de la chaqueta.
EN LAS GRIETAS
Camina, camina Serafín, avanza. En su ir, recuerda a un gusano consumiendo la pulpa que encubre la ciudad con su árido acento de sílabas dispersas en las voces de sus habitantes. Entonces las calles se le hacen pesadas, lentas, despertando en su memoria instantes del origen del tiempo. Avanza sintiendo cómo el asfalto agarra las suelas de sus zapatos, haciéndole sentir que sus huesos pueden ser consumidos por esas calles donde tantas huellas han gastado su presencia. Busca en el bolsillo izquierdo de su pantalón y saca unas monedas que caen de su mano rodando por la acera, mientras intenta recogerlas recuerda cuando en su infancia veía la tarde desde uno de los balcones de su casa, de cómo se ocultaba tras los materos donde las bifloras, los anturios y las begonias lo protegían de las sumas del tiempo, y de cuando las golondrinas aparecían describiendo con su nervioso vuelo el final del día antes de posarse en los cables del alumbrado, justo frente a su balcón.
Las luces lo imprimen como otra de las imágenes que van por las grietas de la ciudad donde el mundo guarda la tarde y saca la noche. Grietas donde la realidad se pierde o se encuentra tras un golpe del azar, el mismo que interrumpe sus pasos a la entrada del Café Philidor. Entra y en la barra pide un café mientras siente la mirada de Andreas Andriakos desde una de las mesas donde observa una partida de ajedrez. Se saludan y van a la mesa que da a la puerta de entrada sobre la calle Maracaibo donde la noche empieza a iluminarse. Piden media botella de ron, hielo y coca cola para mezclar el trago de Andreas, Serafín lo toma solo en la copa. Andreas Andriakos enciende un cigarrillo, brindan y beben un trago.
Andreas Andriakos guarda sus gafas en el bolsillo de la camisa mientras le habla de sus asuntos en el trabajo, de cómo viene asumiendo la licitación que su empresa ganó al principio del año, fuma y bebe otro trago buscando con su mirada la partida de ajedrez que se juega en una de las mesas del centro del Café. Serafín sirve más ron, en su mente aún persiste la sensación de sus zapatos siendo agarrados por el asfalto y a través de ellos sus huesos, sonríe y bebe, Andreas lo mira, mezcla su trago y bebe.
Son más de las diez de la noche y su conversación ha mudado hasta caer en sus temas sobre poesía, sobre los misterios que en sus vidas establece el lenguaje de la poesía. Entonces Andreas habla de su poema Aproximaciones al eje como centro, poema para el que está desarrollando una escritura desde donde acceder al instante, cuando al ser humano le acaeciera su extravío fundamental, el mismo que lo convirtió en el ser que desde entonces vive representando. Beben un trago, Andreas contesta una llamada en su celular, luego enciende un cigarrillo y continúa con su habla: Llevar al poema, y aquí uso una de tus imágenes, el eco fósil donde está contenido ese extravío. Un poema cuya escritura escave hasta revelar las fundaciones de ese extravío, allanar sus entrañas y adyacentes como quien ejecuta una disección. El lenguaje es el instrumental necesario para la disección que es la escritura de un poema.
Andreas Andriakos llama a la mesera y pide la cuenta, esta le trae la tirilla de cobro, la revisa y al encontrarla ajustada al consumo paga, incluyendo la propina. Otros habituales del Café Philidor se despiden junto a la puerta, dejando rodar tantas frases como es posible cuando se tienen unos tragos encima.
El poeta es un eyector del habla, él consigue que a través de ella cundan en cada tiempo las osadías de los apetitos humanos, agrega Andreas antes de pararse para ir a tomar el taxi que ya lo espera frente al Café, en esa calle Maracaibo tan ardua y tan estimulante para ambos.
O el que recicla el habla, murmura Serafín mientras ve irse a su amigo. Y en ese instante llegan a sus pensamientos imágenes de ese sueño cuando en septiembre de 1897 visitó al habitante del número 87 de la calle Roma, al pie del Gare Saint Lazare. Llegó invitado por Paul Valéry y Mallarmé, sin incomodarse por su presencia, les leyó Un coup de dés jamais n'abolira le hasard.
Después, mientras tomaban un trago de brandy en el pequeño café L´Alizé de la Estación Saint Lazare, Paul Valéry le hablaba a Serafín de la búsqueda poética de Mallarmé, de cómo este se había empecinado hasta llegar a la escritura de ese poema alucinante y temerario ante lo azaroso del universo y lo limitado de la condición humana. De cómo esa búsqueda había puesto en riesgo la integridad de Mallarmé, poniendo en filo su mente y su capacidad de relacionarse con las condiciones que rigen la domesticidad cotidiana. Fue por eso que Mallarmé decidió recogerse en su intimidad, en los pequeños usos diarios que le permitieran disponer toda su atención para el reconocimiento del vacío donde se realizan los súbitos creadores de lo poético. Así, durante más de 20 años se dedicó a tal empresa, la misma que ha reflejado en su escritura, ante todo en ese poema que horas antes les había compartido: Un coup de dés jamais n'abolira le hasard.
Serafín detiene sus pensamientos pidiendo otro trago de ron que bebe sin ningún afán, paga y sale. La noche sigue la calle Maracaibo hasta llegar a La Boa donde Serafín, después de saludar a Iván, bebe otro trago de ron mientras sonríe por los comentarios que este suelta mientras lo atiende. En la mesa junto a la ventana sobre Maracaibo un grupo de personas conversan animadamente, entre ellas Serafín observa a María Isabel y con la mano derecha le hace un saludo, ella iluminando sus bellos ojos le sonríe. Los bellos ojos de María Isabel donde cunde el amor. Iván le sirve otro ron a Serafín mientras le pregunta qué música quiere escuchar, esta canción que está sonando, le dice Serafín mientras repite la estrofa que en ese momento canta Celia Cruz: Al cielo una mirada larga / Buscando un poco de mi vida / Mis estrellas no responden / Para alumbrarme hacia tu risa. Te busco, se dice Serafín bebiendo un trago de ron.
Omar Castillo, Medellín, Colombia 1958. Poeta, ensayista y narrador. Algunos de sus libros de poemas publicados son: Huella estampida, obra poética 2012-1980 (2012), Tres peras en la planicie desierta (2018), Limaduras del sol y otros poemas, Antología (2018) y Jarchas & Escrituras (2020). Su obra también incluye el libro Relatos instantáneos (2010), la novela Serafín (2022) y los libros de ensayos: En la escritura de otros, ensayos sobre poesía hispanoamericana (2014 y 2018), Al filo del ojo (2018) y Asedios, nueve poetas colombianos (2019). De la novela Serafín se dice que: “La estructura narrativa de esta novela y la configuración lograda en ella de la íntima trama de su personaje Serafín, hacen que este sea un libro no convencional, impactante y magnífico. Sí, esta es una novela escrita a través de estancias donde se narran las atmósferas y las situaciones de la odisea de Serafín en el centro de una ciudad como Medellín, su realidad, sus imaginarios y extrañezas sucediendo entre lo oscuro y lo luminoso de los días y las noches de un tiempo al cruce de los tiempos. Así, en las estancias de esta íntima odisea el lector podrá encontrar las experiencias donde Serafín aborda y elabora la noción de su ser en el mundo y en el universo, sus maneras realizándose en lo abrupto o en lo misterioso y maravilloso de la vida como experiencia inagotable. Mirar y ver entre el día y la noche al tiempo como un oficio donde asumir el caos y la creación de vivir. He ahí la razón de ser de la novela Serafín”.
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