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Otálvaro

David Jurado

Mientras tocaban a la puerta, Víctor dejó el tarareo titubeante de una melodía que quería recordar desde que se encontró en una revista la foto de una pianola como la de Desiré. Así no va, se repetía y antes de intentar levantarse vio de nuevo el reloj, las 8 pm. A la velocidad del segundero, volvieron a tocar. Afuera, lo sabía, ya no tenía necesidad de asomarse, llevaba una semana esperando en el hotel, las luces de los puestos de comida se apagaban y los cocineros cerraban las bolsas de basura. Sólo una lámpara alumbraba la habitación y cada diez segundos, la luz del faro del puerto barría, blanca, el resto del mobiliario. Entonces las botellitas de alcohol sobre el frigobar, la maleta a medio abrir, el libro que había vuelto a revisar después de 42 años y la cajita negra se iluminaban. En esa cajita había guardado el pin rojo en forma de espiral que les había servido de insignia en la brigada estudiantil y el recorte de la imagen de la pianola. Ya no tenía fotos, todas las había quemado, incluida aquella en la que Desiré acciona la pianola un día antes de irse para siempre. Si sólo pudiera escuchar de nuevo la melodía que sonaba en ese momento, pero esos eran detalles y con ellos no se escribe la historia, la historia está en los vacíos y en la sospecha, le había dicho Tiago. Dónde estará en este momento, se preguntó mientras agarraba el pantalón y los zapatos. Pegó el oído a la puerta y trató de escuchar a los que estaban afuera esperándolo, uno de ellos corría de un lado al otro del pasillo.

Que se metan las preguntas por entre los bastidores del culo, yo le dije a Emilia que no iría a ningún tribunal, fue un accidente, susurró y de inmediato gritó: “¡ya voy!” Apenas si podía con los pantalones. La punzada de la rodilla derecha aumentaba con el frío de invierno. Ya desenterraron a los muertos, ahora ustedes los entierran. Víctor no se atrevía a decirlo en voz alta, no sabía con seguridad quiénes estaban ahí afuera esperándolo.

Desde que comenzaron el proceso contra miembros del ejército uno de los primeros testigos a los que contactaron fue a él, pero todo parecía absurdo, de nada servía ya y él no tenía ningún interés en volver atrás. Los de la mafia lo conocían y tenía lazos con algunos diputados y con periodistas, qué se iba a poner a hablar, murmuró mientras escondía la cajita negra en el fondo de la maleta, lo único que le quedaba era la reputación algo folclórica pero confortable de director de cine porno. Además él era también víctima de la historia entre Miguel y Desiré. Desde que Miguel había asumido el rol de enlace entre ellos y las comunidades, Desiré se la pasaba con él y Víctor no podía estar en todos lados. Tiago insistía en que Miguel los exponía, que él hubiera podido ser más precavido y leal.

Un fin de semana Desiré y Miguel se fueron a San Antonio a ayudar a montar una escuela mientras él estaba filmando un cortometraje sobre María, una niña indígena huichol, en el desierto. Era una trampa. A Miguel y a Desiré los apresaron, los interrogaron, pero los dejaron ir y no regresaron sino hasta dos días después, que para despistar a los militares. “A mí se me hace que nos están viendo la cara, dicen por ahí que al que sueltan fácil callarlo no es difícil –le dijo Tiago-. Acuérdate además de dónde viene ella. Se burló de su propio padre”. Al principio no le prestó mayor importancia, hasta que Miguel se apareció pocos días después en el teatro con el pin en forma de espiral de ella en su camisa y ella con el de él en su saco. Y pensar que se los intercambiaron como si nada, frente a él, como si tal confusión no le ocurriera solo a dos amantes. Se hubieran evitado las mentiras y la hipocresía, pensó Víctor. “Al final todos somos animales -le dijo Tiago-, al final el sexo y la codicia es lo que rige en este país”.

En una proyección de cine estudiantil militante, ahí había conocido Víctor a Desiré. Ella se acercó y lo felicitó por su trabajo. Luego fue una cuestión de días. Entró en la compañía, se fue a vivir con él y cortó casi todo contacto con su familia, su padre era militar. Tiago integró la compañía unos meses después y siempre decía que no entendía por qué ella había terminado allí. “¿Haces tu labor de caridad con los pobres para favorecer la moral de los ricos?”, le preguntó una vez, insolente. Como Víctor, Tiago había trabajado en el mercado negro comerciando con mota, coca y ácido y por eso sentía una cierta simpatía o al menos cierta atracción por él. Era diligente y había que abrirse a los que no ingresaron a la universidad y que además se interesaban en el teatro. Fue él el que le dio el libro de Otelo, “un recuerdo entre compas”, le dijo el día que se fue huyendo como él de los militares. En cambio, a Miguel y a Emilia los había conocido en la universidad, manifestaban y discutían, se intercambiaban libros y repartían panfletos, habían empezado juntos la compañía de teatro.

Durante una semana estuvo recorriendo con Tiago las calles donde se habían conocido. Entre cantinas, travestis y mercancía sin impuestos trataba de quitarse de encima la voz de Desiré. No quería regresar a casa, no antes de que ella estuviera dormida. Iban a las cantinas del sector y se quedaban hasta la madrugada. Víctor llegó incluso a pedirle disculpas a Miguel por no haberlo apoyado el día que decidieron quién sería el enlace con las comunidades y los colectivos de los barrios populares. Finalmente una noche acabó en su casa y poco antes del amanecer, todavía con tragos en la cabeza, llevado por la rabia pero también por la curiosidad, se acostó con él. Días después, cuando todo parecía olvidado, Miguel se acercó y le confesó que él era homosexual. Por ese entonces la homofobia era abierta entre los grupos de izquierda, la revolución no se haría con maricas y por lo tanto hacer ese tipo de declaraciones era de mucho cuidado. Alguien le había dicho lo que había pasado entre Tiago y él o tal vez lo había intuido, aunque él no era gay, o en todo caso no lo sentía así, lo que pasó con Tiago fue un exceso de tragos. Y si Miguel lo era, su relación con Desiré debía ser para cuidarse, para protegerse, para aparentar, dedujo en su momento Víctor, lo cual suponía una actitud más detestable aún.

Al día siguiente de haber dormido juntos, Tiago le habló de la araña, el contacto que tenía en la policía. Si quería vengarse había que pasar por ahí pero luego había que perderse, olvidarse de la organización y del cine, del teatro, de las espirales rojas, de todo. Y qué haría, a qué se dedicaría, no quería regresar al mercado negro. “Dedícate al porno”, le dijo entonces Tiago, y eso hizo, a eso se dedicó. Hay que aprender a vivir en paz en tiempos de guerra, habría dicho Tiago. Entonces llevó varias veces al cine y de formas diferentes lo que no había podido ver pero que de una u otra forma había sucedido. Dos personajes acaban muertos en un accidente de coches después de una noche de sexo, incrustados detrás de un camión repartidor de leche, volcados por intentar eludir un puesto de hot-dogs, aplastados por un poste, expulsados a través del parabrisas al estrellarse contra un monolito, destrozados y entre los árboles en el fondo de un abismo, ahogados en las profundidades turbias de un río. Muerte inmediata, muerte violenta, muerte súbita. A Miguel y a Desiré se los había llevado ese accidente hacía ya mucho tiempo, lejos, fuera de la militancia y de este mundo.

Desde que llegó al hotel, Víctor observaba neurótico y de reojo a los demás huéspedes cada que comía en el restaurante, cada que se subía al ascensor, cada que pasaba, rápido, por los pasillos entapetados. Andaba con un pañuelo blanco en la mano derecha y de paso se limpiaba con él el sudor de la frente y si era necesario lo usaba para disimular su rostro y pasar desapercibido. Hacía mucho tiempo que había dejado la ciudad huyendo de los batallones blancos. Sabía que Emilia había sido detenida, pero no cuánto tiempo ni qué había sido de su vida después. Si había terminado sus estudios de medicina, si se había dedicado a la música o si se había vuelto una temida mafiosa en un sindicato venido a menos o en un cartel de tráfico de drogas. Desde la ventana de su cuarto podía ver los tejados, las azoteas de los otros edificios, los conductos de aire acondicionado cruzándose los unos entre los otros y más allá aparecía el faro, unas torres de alta tensión y la carrilera del tren que todavía hoy servía solo para transportar mercancía barata hacia la frontera, además de los migrantes, también baratos, que pasaban acostados sobre los conteiner los túneles oscuros que los acercaban a suelo americano.

El primer día fue al único cine que quedaba en el centro de la ciudad, todos los demás habían sido demolidos o se habían transformado en iglesias cristianas. Aparte de pasar pornografía, la sala servía de cabaret dos veces por semana. El vagón de los sodomitas acababa de terminar y seguía La bestia y las mariachis de un ciclo de cine ochentero. La sala estaba casi vacía, unas cuantas cabezas por aquí y por allá. Antes de que comenzara la película proyectaron algunos tráiler y se acordó de uno de los suyos: “Flor Larrica y Pedro Rompeolas alias ‘El caballo’ en una producción de Chilote Films. Las intrigas pasionales de una rubia. Los celos endemoniados de un general de la policía secreta que imagina a su esposa en los peores excesos carnales. ‘Mmmmm, esto es nuevo para mí’. Todo en medio de una investigación para salvar al país de una probable invasión extraterrestre. Con la actriz más sensual del cine erótico, con los actores más solicitados de los últimos años, en la película más caliente del momento: Otálvaro, el policía del rojo amanecer.”

En la segunda escena de sexo, cuando la punta de la lengua de uno de los protagonistas pasaba por las comisuras del ano del otro, un joven travestido se acercó por detrás y le susurró a la oreja que si quería una mamada. Víctor lo miró a los ojos y bajó la silla que estaba a su lado. Cuando el chico se instaló le preguntó por los otros dos que estaban sentados tres filas atrás de él. “Así nos cuidamos de los altaneros”, le respondió. Víctor sacó un billete, se lo dio y luego se abrió la bragueta. La sala se fue quedando vacía y Víctor se fue relajando. Las imágenes y los sonidos se sucedían inconexos: “Con esta guitarra mataremos a la bestia, señora”, decía una mujer vestida de mariachi cuyo escote bajaba hasta el ombligo... “Nada podrá con esto”, dijo la bestia, un monstruo de tres penes, antes de saltar sobre dos de las mariachis. Y cerrando los ojos se acordó de nuevo del film, del bien dotado Pedro Roca en el papel de Dago, el amigo del policía. Mi general, mientras usted no está ella… Y la prodigiosa e inocente presencia de Flor, la lolita más desflorada del cine erótico local. Oh, oh, oh, oh. Uhaa. ¡Ves esta pistola, te la dejaré ahí metida si no te callas! Vamos a las mejores fiestas, encubiertos, vestidos de animales para comportarnos como asesinos. Otálvaro… Otálvaro… las mariachis… las guitarras, pronto en sus teatros.

El pene de Víctor se mantuvo flácido, solo un leve endurecimiento de su miembro lo llevó a pensar en aquella melodía, la melodía de la pianola, la melodía de Desiré, sin por ello poder recordarla. “Estoy aquí casi todos los días, pregunta por Morgan si no me encuentras”, le dijo el chico. “Espera un momento, ¿de dónde vienes?”. Morgan no entendió la pregunta y le pidió que fuera más claro. Víctor quería saber de qué colonia venía, si había nacido en uno de los suburbios de la ciudad, quería saber por qué había terminado prostituyéndose en un cine de mala muerte, si era independiente o cuánto tenía que pasar de comisión. “Nada, que te buscaré si vuelvo”, acabó por decir y se cerró la bragueta.

Al abrir la puerta se encontró frente a dos hombres de mediana edad. Uno de ellos traía una camisa de seda negra, un pantalón de pana y mocasines, y el otro tenía una barba de días, el cabello largo y estaba en camiseta y pantaloneta. El de la camisa hablaba con un acento de la costa:

-¿qué estabas haciendo? Es tarde. Tengo cosas que hacer- le dijo a Víctor mientras entraban en la habitación.

-Yo también tengo cosas que hacer -le respondió él.

-¿Alguna vez has corrido una media maratón? -le preguntó el otro que se dirigió de improvisto al baño a beber agua.

Víctor, confundido, afirmó que no, que nunca lo haría, que por qué le preguntaban eso y que por qué se metían así a su habitación, que no era su casa. “Pues tampoco es la tuya”, le replicó el de la camisa de seda, que luego se presentó como la rata. Todos le decían así desde niño por la forma peculiar de su boca y por la manera en que masticaba, trató de explicar el otro.

-Y él es Cristo, se está preparando para correr la media maratón del domingo y yo le estoy ayudando- dijo enseguida la rata.

-¡La media maratóóóóóón! -gritó Cristo por la ventana.

-¿Pero qué les pasa? -preguntó Víctor.

Desde afuera ya debían están mirando hacia su ventana los huéspedes, los taxistas, los ladrones, los perros y los policías.

-Vámonos -dijo la rata- no tengo toda la noche.

Víctor preguntó que a dónde, que nadie le había dicho que tenía que desplazarse y menos a esa hora, que le habían dicho que le iban a dejar las latas en el hotel y que ya estaba, las recogía, se regresaba y nadie hablaba más del asunto.

-Pues aquí nadie viene ni con latas ni con embutidos. Emilia te está esperando, quiere hablar contigo -insistió la rata desde el arco de la puerta.

Víctor repitió que él no tenía nada que hacer fuera del hotel y nada más que hablar con ella. Todo había sido acordado por teléfono.

-¡10 lagartijas! -gritó de pronto la rata levantando la mano y Cristo inmediatamente reaccionó: “1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10”.

-Vámonos, no te va a pasar nada, estarás de regreso antes de una hora con tus latas- acabó por decir la rata.

Qué hubiera hecho Tiago en este momento, largarse ese mismo día de allí para nunca volver, pero él ya no estaba, había desaparecido o lo habían desaparecido. Víctor tomó finalmente su chamarra y salió con ellos.

Mientras que Cristo hacía estiramientos en el ascensor, la rata sacó de su bolsillo una barra de chocolate y al masticarla Víctor pudo comprobar por qué tenía ese apodo.

-¿A dónde vamos? -preguntó cuando iban llegando al auto.

-Al estudio -le respondió la rata que se sentó en el volante y activó el cronometro de su reloj.

Emilia se había dedicado entonces a la música y tenía un estudio de grabación o tal vez era simplemente su estudio, su lugar de trabajo, su biblioteca. Cristo corrió al lado del auto los primeros cinco kilómetros del recorrido y luego se dejó derrumbar en el asiento trasero. Víctor tuvo que pasarle en tres ocasiones agua y una toalla para el sudor. “¡Es ahora o nunca Cristo, es ahora o nunca!”, le gritaba la rata, “¡la vida es una sola!”. Cristo era un profesor de matemáticas de un colegio público al que la delincuencia común le había arrebatado una hija. “La encontraron en una bolsa plástica, la policía no sabía dónde buscar, pero por azar los pescadores la hallaron, se enredó en una red junto con una tortuga”, le contó la rata. Cristo había recibido la notica mientras daba una clase, había pedido de inmediato una autopsia, había puesto una denuncia, había consolado a su esposa y a los dos días estaba enterrando a su hija. “Susana se llamaba la chiquilla”, dijo la rata. Nadie lo vio llorar una sola vez. Víctor observó por un momento a Cristo que se esforzaba por mantener el ritmo junto al auto en movimiento. “¿Y qué crees que pasó con la tortuga?” “¿Qué?”, replicó Víctor. Cristo la adoptó como mascota, no la devolvió al mar, pero un mes después, al regresar a su casa, la tortuga estaba muerta, y Cristo, al darse cuenta, por fin lloró. “¡Un kilómetro más, Cristo, ánimo!”, gritó la rata y luego le repitió: “por fin lloró”.

El estudio estaba en una zona comercial a esa hora ya poco transitada. Solo algunos restaurantes y bares estaban aún abiertos. Las calles eran sucias, la basura flotaba en algunos charcos y cada tanto aparecía la sombra de un ladrón o de un habitante de calle que se acomodaba entre cartones en algún rincón de un edificio para pasar la noche. La rata empezó a decir que conocía vagamente la historia de Rita, de su accidente y que no entendía muy bien por qué Emilia no creía en ella.

-Se llama Desiré -lo detuvo de pronto Víctor, un poco harto del asunto, como si la denunciara por segunda vez-, Rita era su nombre de guerra. Su verdadero nombre es Desiré Torres.

-¿Y cuál era el tuyo entonces? -preguntó Cristo.

El suyo era Orson pero no se los iba a decir.

-Otálvaro -dijo sin reflexionar demasiado.

-¿Otálvaro? vaya nombre sacado de quién sabe dónde ¿Escuchaste Cristo? Le decían Otálvaro, nombre de perro -dijo la rata y los dos se rieron a carcajadas. Víctor terminó también por reírse sin entender muy bien por qué sería ese el nombre para un perro, “Tiago”, ese sí era nombre de perro.

Estacionaron el auto en el número 1603 de la calle Chipre y tocaron en una puerta que estaba entre dos restaurantes chinos. Una voz de mujer preguntó desde el otro lado a dónde se dirigían.

-Somos nosotros. Vamos al estudio -respondió la rata.

Era una chica joven, con gafas, el cabello corto y una bata blanca con unas iniciales inscritas en la parte izquierda, “SB”.

-¿Y este? -preguntó ella.

-Un amigo de Emilia -respondió Cristo.

Subieron unas escaleras que llevaban directo a un tercer piso y se encontraron frente a un espacio que parecía un estudio de música, había un par de instrumentos, algunas luces, cables, micrófonos y una pequeña sala. Dos jóvenes, una de ellas con un cigarrillo en la mano y la otra con una bata blanca como la de la chica de la puerta, pero con las iniciales “AF”, estaban sentadas en la sala.

“No te preocupes”, le dijo la de la bata a la del cigarro que al ver entrar a los tres hombres quiso levantarse. En las paredes había fotografías ampliadas de mujeres de diferentes edades, tal vez músicas o cantantes, pensó Víctor sin prestarle mayor atención. De la habitación contigua se alcanzaba a escuchar el murmullo de una melodía. Víctor caminó un poco más rápido y fue al fondo de la habitación, sobrepasando a las dos mujeres y se detuvo frente a una puerta que tenía en el centro un aviso que prohibía la entrada a personas no autorizadas y en la parte superior un “Al aire” que titilaba cada dos o tres segundos. La melodía era una de las de la pianola. Ahora podía acordarse. Se pasó la mano por la frente y el cuello y se dio cuenta que estaba sudando. Tomó el pañuelo de su bolsillo y se limpió el rostro. Desiré era la que se encargaba de la música durante las presentaciones teatrales, la que tocaba el instrumento o lo dejaba preparado. Le tenía un cariño especial a la pianola porque la había heredado de su abuela que era, según contaba ella, una de las pocas interpretes de piano que había en la ciudad por aquella época. La pianola tenía de un lado un jabalí en bajo relieve y del otro le habían pegado la imagen de Zapata, aunque Tiago había insistido en que lo que se necesitaba era una imagen del Che. En el centro tenía una tapa que se podía levantar y así quedaba al descubierto todo su mecanismo. Ahora podía por fin tararear una de las melodías de la pianola, que además debía estar siendo retransmitida por la radio, a Desiré le hubiera encantado saberlo. Quizás y era la misma melodía que Desiré había puesto el día de la foto, el día en el que partió con Miguel para no volver o para volver solo como una noticia horrenda que no lo dejaría dormir tranquilo durante meses o incluso años. Recordó que él mismo había accionado la cámara con la certeza de que sería la última fotografía que alguien le tomaría porque moriría más tarde, de manera súbita, en un accidente de tráfico. No había de que preocuparse, le había dicho Tiago, si sobreviven los judiciales se lo llevan solo a él, a ella la ejecutan, de todas formas parece ser que ni su padre la quiere de regreso. Le aterrorizaba la idea de que se la llevaran, de que la torturaran y de que la violaran, de eso no se trataba, su muerte tenía que ser rápida y así salir de todo aquello lo antes posible.

El sonido no era muy fuerte y se dijo que la pianola debía estar desvencijada, medio rota, con los rollos musicales en mal estado, pero funcionando a pesar de todo. Víctor tarareó de nuevo mientras intentaba abrir la puerta para asomarse.

-¿Qué no ves? -le dijo la chica de la bata señalándole el letrero de la puerta.

-¿Dónde está Emilia? -preguntó entonces Víctor.

-Está ocupada -le respondió la chica.

-¿Y qué significa AF? -volvió a preguntar Víctor.

-Haces demasiadas preguntas -le dijo la rata.

-Son las iniciales de mi nombre -dijo entonces la chica mirándolo de manera amenazante a los ojos.

-De tu nombre, claro -murmuró Víctor incrédulo. La rata le hizo señas para que se sentara y Víctor, que además no veía por ningún lado sus películas, obedeció incómodo, quitando a la rata de su camino.

-Ella era mi hija -dijo de pronto Cristo a la chica del cigarrillo y le indicó con la mirada una de las imágenes colgadas en la pared.

-Lo siento -respondió ella después de apagar la colilla. Cristo subió los brazos, se puso en puntas de pié y estiró su cuerpo hacia arriba con toda su fuerza haciendo una mueca y un gruñido de dolor, como si quisiera romper cada uno de los ligamentos de sus extremidades. Luego expiró lentamente mientras su cuerpo se volvía a contraer. Víctor quiso preguntar si su hija estaba estudiando música, pero prefirió no hacerlo, conociendo a Emilia no sería raro que entre las mujeres de las fotos hubiera víctimas o que todas lo fueran.

La luz de la puerta se apagó, aunque la melodía siguiera. AF entró y salió casi de manera inmediata con una adolescente que caminaba tomándose el vientre con una mano. La chica del cigarrillo se paró de inmediato y ayudó a la más joven a bajar las escaleras. “Un taxi las está esperando”, dijo AF. Las dos chicas agradecieron y se despidieron en voz baja. Víctor se acercó entonces a la puerta abierta y se percató para sorpresa suya que en vez de la pianola lo que sonaba era una radio de casetes que estaba sobre una mesa y que en la habitación había una camilla rodeada por una mesa con micrófonos. Una mujer pequeña y arrugada, con una bata como las de las otras chicas, puso pausa y lo saludó. Era Emilia 42 años más vieja, la misma que tuvo que pasar por los calabozos ilegales de la policía que Víctor por suerte o por soplón no conoció y que ahora tenía al parecer un estudio que se transformaba en quirófano en la noche. Emilia le agradeció a la rata llamándolo por su nombre, “Pablo -le dijo- gracias por traerlo, pídele a Cristo que te ayude a subir esas latas al auto”. Solo entonces Víctor se percató de que sus películas estaban junto a la grabadora, los cinco cortometrajes en 16mm que había alcanzado a realizar para denunciar la violencia policial, la miseria de las colonias populares, el estado infame de las cárceles, la marginalización de los huicholes y la corrupción de los sindicatos. Qué iba a hacer con eso ahora, no sabía todavía si iba a ser capaz de entregarlas a algún archivo público o si mejor las quemaba.

-Las alcancé a esconder en casa de un familiar -dijo Emilia.

-¿Y la pianola? -preguntó Víctor.

Emilia no tenía idea de su paradero, pero se acordaba del día que Víctor había tomado la fotografía. “Todos los miembros de la compañía estaban ese día, salvo Tiago”, le dijo Emilia y luego explicó que el casete lo había conseguido de segunda y que lo ponía para despistar y para relajar a las pacientes.

-¿Por qué no las envías a la capital?, así al menos no te expones -dijo Víctor.

-Hablas como si tuvieras miedo -le respondió Emilia quitándose unos guantes de látex y botándolos a la basura-, muchas no tienen dinero o simplemente no pueden viajar, no es tan fácil.

“Cat classics” era el título del casete que estaba en la grabadora. Víctor bajó un poco el volumen y le dio play de nuevo. Siguiendo el ritmo de la melodía con los dedos de la mano aclaró que no quería problemas, que no entendía por qué lo había invitado a ver ese lugar y que además no tenía interés en hablar del pasado, él había venido por las latas y no estaba dispuesto a ir a dar testimonio en ningún tribunal.

-No quise que vinieras para que me contaras tu versión triple x de la historia -dijo, irónica- tampoco para persuadirte que colabores. Si crees que no tienes la obligación y que vas a vivir escapando del pasado, allá tú. Te traje para dos cosas, para ponerte a prueba, a ver si eres capaz de denunciarnos, y para darte esto- le dijo Emilia y le pasó un recorte de periódico.

La noticia era sobre Gustavo Bronco, un antiguo general del ejército, familiar de Desiré y seguramente peón de su padre, que iniciaba una campaña para las elecciones del senado y cuyos lazos con la policía política de la guerra sucia todavía eran oscuros.

-Me importa poco lo que tengas acá montado desde que no me metas en esto. Y lo de este personaje ya lo sabía, es un hijo de puta -le dijo Víctor.

-Mira la imagen -le replicó Emilia.

Detrás del general se alcanzaba a distinguir el rostro de Tiago, había envejecido como todos ellos, pero reconocía esa nariz de pájaro carpintero que lo caracterizaba.

-Ya sabemos al menos quién era el infiltrado -dijo Emilia.

Su respiración era pesada y su voz áspera, como la de una vieja fumadora. Víctor se recostó contra la mesa, nunca pensó que alguien como Tiago fuera un tira. Sí, tenía contactos, muchos los tenían, pero de ahí a que fuera un infiltrado había una diferencia. Ahora entendía por qué lo había presionado para que deshiciera al grupo, para que delatara a Desiré y a Miguel y se perdiera, al fin y al cabo no se podía dejar traicionar de esa forma. Qué más pruebas que la espiral roja. Desiré le había dicho que era ridículo, que Miguel era un amigo, y que si sucedía algo de todas formas ella era libre.

-Te equivocaste -le dijo Emilia- no debiste haber confiado en ese cabrón.

Víctor observó a AF mientras limpiaba y plegaba la camilla, mientras guardaba los instrumentos que Emilia había utilizado en una caja metálica y reubicaba los micrófonos. Habría podido ser una actriz en una de sus películas, se dijo tratando de eludir el tema de Tiago y la muerte de Miguel y Desiré, tratando de negarlo.

-Ellos nos traicionaron primero -dijo entonces Víctor-, en el viaje a San Antonio.

-En ese viaje no sucedió nada, los militares cancelaron todo, nos tuvieron encerrados un par de horas y a falta de pruebas nos soltaron.

-¿Estabas con ellos? -pregunto frío Víctor.

-Pasamos la noche en vela y al día siguiente nos fuimos de allí.

Víctor se quedó callado y pensó en el instrumento, en la melodía, en los días que había pasado en el hotel tratando de recordarla, en los films que había realizado esos últimos años, pensó en la luz del faro y en Morgan.

-Estamos listos -dijo Cristo entrando al estudio- la rata nos espera en el auto.

 Pero Víctor no se movía, tarareaba con los ojos cerrados la melodía de la pianola. Se sentía sucio, tenía ganas de vomitar y huir de ahí.

-¿Cómo sigue tu preparación, Cristo? -preguntó Emilia tratando de rellenar un silencio incómodo.

-Estoy motivado, los pies sobre el asfalto, la mente en la carrera -le respondió.

Emilia lo felicitó y le aseguró que iría a verlo. “Iremos”, afirmó entonces AF. Víctor se recompuso y se paró frente a Emilia, no sabía si agradecerle o si reprocharle por haber salvado las películas. Al final le dijo que no lo volviera a contactar y que él nunca había pasado por ese lugar. Salió hacia el auto con ganas de correr junto a Cristo, correr hasta acabar con lo que le quedaba de rodilla y de tiempo sobre la tierra. “Ánimo, Otálvaro, ánimo que los perros tampoco van al cielo”, le habría dicho entonces la rata, entre risas, desde el volante.

De regreso al hotel, Víctor abrió Otelo en la primera página, leyó el nombre del tira que se lo había dado y una fecha: 1973. Se detuvo luego en algunos de los pasajes subrayados: “Dócil se dejará conducir por la nariz igual que los borricos.” Páginas adelante: “La mujer descubre al cielo cosas que al marido oculta, y su buena consciencia estriba en esto, no en no pecar, sino en guardar secreto.” Pasa las hojas… “Vive feliz el cornudo que, cierto de su destino, detesta a su ofensor (…) condenados minutos cuenta el que idolatra y, no obstante, duda; quien sospecha y, sin embargo, ama profundamente (…) No todos son siempre señores y no todos los señores pueden ser siempre servidos con lealtad”.  Tiago le había montado toda una trama y solo hasta ese momento se daba cuenta. Su vida, o al menos una parte, se había vuelto la glosa de ese libro, que había incluso llevado al cine porno.

Tomó una ducha, se vistió y agarró las botellitas de alcohol. Una de whiskey, una de vodka, una de ron, una de tequila y una de coñac, una tras otra, casi sin respirar, se las bebió de un trago. Era media noche, la luz del faro era intensa y abajo un bus se estacionaba frente a los puestos de comida vacíos. Salió del hotel hacia la sala de cine del centro. Estaban pasando El rompeculos de Estocolmo, otra película ochentera. Para sorpresa suya, esta vez había más espectadores. Se sentó mirando a su alrededor, buscando a Morgan mientras en la pantalla aparecía un primer plano de una felación. Víctor se paró y fue al baño a ver si tenía más suerte y allí estaba, con uno de sus amigos, mirándose al espejo. Víctor tomó agua de la llave y se refrescó el rostro. Morgan se acercó a Víctor mientras su amigo se alejaba y se hacía a un lado de la puerta. “¿Buscas algo guapo?”, le preguntó. Víctor lo vio a través del reflejo del espejo. Solo había hecho una película con travestis y había olvidado su nombre. Fue poco taquillera porque casi nadie se atrevía a programarla, era otra época.

-Pégame -murmuró Víctor.

-¿Qué dijiste? -preguntó Morgan.

¡Que me pegues carajo! -gritó esta vez empujándolo.

Sin pensarlo dos veces el otro chico sacó una navaja del bolsillo y se la plantó en el vientre. Víctor se llevó la mano a la herida, observó la sangre, quería morirse como un puerco, degollado. Observó las luces del baño y creyó escuchar la melodía de la pianola.

-Pendejo, estás loco o qué -le dijo Morgan.

-Llévame a un taxi. Lo prometo, no diré nada.

Lo dejaron en un taxi y al día siguiente estaba en la cama del hotel con un vendaje. Ahora que Tiago había aparecido, no era él el que iba a morirse. La historia está en los vacíos pero los vacíos no pueden ser llenados con sangre. Tenía que encontrarlo, se dijo, y antes de cerrar los ojos tarareó de nuevo, como para arrullarse, la melodía de la pianola.