Navegaciones
Vanessa Droz
Navegación I
Nicanor Parra se sienta en un océano
(creo que es el Pacífico)
y piensa que es una bañera.
Quiere diseñar un barco imaginario
que lo lleve por la ancianidad lleno de vida,
una nave que le requiebre
su cerebro, ése que ahora se detiene.
Eso es lo que duele,
la detención del pensamiento,
que no es lo mismo que decir de la poesía.
La bañera no lo permite.
Ella sola es suficiente
para tan transparente navegación.
Navegación II
Stephen Hawking se sienta en un agujero negro
(creo que es el Cygnus X-1)
y piensa que es una silla de ruedas.
Habla desde una voz que no es la suya,
desde un cuerpo que sigue siendo suyo
y mueve unos ojos que intentan no ser suyos
sino esferas que viajan por las galaxias.
Quiere diseñar una nave espacial
que le haga más fácil sus viajes en el tiempo
y por la materia, por las curvaturas impredecibles;
una nave que le refunda
su cuerpo y su cerebro, ése que ahora se detiene.
Eso es lo que duele,
la detención del pensamiento,
que no es lo mismo que decir de la ciencia.
La silla de ruedas no lo permite.
Ella sola es suficiente
para su eterna navegación.
El perfume
A la memoria de mi padre
Echo de menos el hedor de los desperdicios de tu cuerpo:
el prudente vaho de tu orina
enriqueciendo el aire ralo de la habitación donde te cuidan,
el tufillo del sudor que se fermenta entre las sábanas
como un hongo insaciable a pesar de las lavadas,
la peste de la mierda que se asoma
entre los pliegues de ese ocioso culero inmenso
y los muslos de tus piernas,
tan dobladas por la fiebre para siempre y hacia el cielo.
Son olores remotos pero carentes de discreción,
como descortés es la muerte a pesar de sus avisos.
La agudeza de mis propios desperdicios
—los mismos sedimentos,
el mismo depósito estercolado,
igual el bálsamo de las entrañas vaciadas,
las vísceras complacidas…
la misma sal, la misma amonia—
me hacen recordarte todos los días.
Desde el trono de mi miseria alzo los ojos
y espero verte sobre la higiénica tumba
en la que hemos estado tratando de salvarte,
tan juiciosa también ella,
tan voluptuosa como los ardides del sueño.
Pero ya no estás.
Tus perfumes me recuerdan que estás vivo.
En el centro del ojo el magma del cristal,
las esquirlas de un beso,
las habitaciones escondidas
en los ojos de un tigre que no regresa,
las palomas con su destino de gárgolas
venidas a menos y los gatos que les vituperan la sombra
en las ruinas de una vieja ciudad que no sabe
hacia dónde navega ni el mar que le es propicio;
no tiene batallas que la esperen ni insignias
bien bordadas para justificar la ficción de un vuelo.
Una ruinosa torre del Viejo San Juan
divierte en su costado una herida
tan cerca del cielo que parece corazón.
De ella pende un sucio paño que al viento
ondea la pulcritud de su pánico
y sobre las cáscaras de la envejecida arquitectura
azota el encaje de su rostro,
los veinticinco vatios de miseria que merodean
la sombra abanderada que recoge, hereje.
De allí se arrojó Sarpedón, hijo de Jove,
con la piel de oso a la batalla,
Claudio después de la libación de alguna fruta envenenada,
Marco Aurelio con todos sus presentes
y sus ocho estoicos sentidos.
En su quicio un halcón de Escocia
posó mensajes de venganza y la sangre
de un asesino se desgastó por amor.
Desde allí arrojó Borges el mejor poema que jamás escribió
(“De sus talones profería un beso solo que en el ala
de su hielo era ceniza, enturbiada la luz en la garganta”,
dicen que iniciaba, refutando a Gorostiza.)
y alguna mujer suicida, que envolvió en el trapo
la dura loción de un sueño,
asomó sus ojos para contemplar el mundo:
la cuadrícula del imperio,
las techumbres de enjambre árabe,
calles azules que no desembocan al mar.
Un ojo de buey no basta para mirar el orbe,
enarbolar la agenda de los dioses
o convertirse en trasvesti de la luna.
No obstante, los encajes que desde él revuelan
son excusa para la herrumbre, el plomo y la lanza,
para la loriga bañada en sangre y el banquete prohibido
por la flecha amarrada como un lazo en la garganta.
Desde el comfort de otra torre que guarnecen la penumbra,
un farol errante y el sereno que lo extingue,
mis ojos recuerdan lo que no han visto.
Eso es el tiempo.
Del viento fue la mordedura pero en la mirada,
del mar y sí en la carne. Del delirio fue el instinto,
el enojo, la certidumbre de que los ojos, en tanto suspiros,
son destinos para siempre. La mordedura fue del tiempo.
Y es sabido que la de un pájaro sella con garantías
el sordo rumor de crimen que emite este lugar a todas horas.
Una paloma en un dintel de San Juan
es una gárgola sin ambición de eternidad
y esta ciudad, el laberinto que me ha sido dado,
el más arduo, el excelente, el más viciado, la catedral buscada,
una torre de Babel para mis juegos.
Mi voluntad de permanecer nunca ha triunfado en mejor prueba
pues este arrojo por mí fue decidido y todo rescate es innecesario.
¿Quién lo ha pedido? ¿Qué alarde es más risible que el de aquél
que se vanagloria de su intento de salvarme?
¿Quién es más pretencioso que aquél que, sin haberme visto nunca,
se atribuye un recorrido que sólo yo he podido hacer?
Por mí es que siete cuerdas tiene la cítara
y si la rueda de Itxión y la piedra de Sísifo se detuvieron
fue por mí, como por mi mandato fue que las sirenas
no cantaran. Quien no puede imitar a Alcestis
no osará entrar en la cuadrícula que he escogido,
perfecta para los crucigramas de la muerte.
En sus portentos he sido yo misma cientos, miles de veces;
cientos, miles de veces, he dejado de serlo,
del mismo modo que esta ciudad es todos los infiernos
deseados cientos, miles de veces.
¿Qué casa pone sus muertos a mirar al mar?
¿Qué infierno nos pone el mar de abrevadero?
¿Qué mar me ha dado mi legítimo reclamo de suspiros,
como del olvido una constelación?
A los habitantes les pregunto, ¿por qué tanta algazara
por alguien que terminará despedazado
cuando soy yo la que está en todas partes?
Los suspiros, que son un anticipo del desvarío,
son más poderosos que la envidia de Orfeo.
Esa mordedura fue lo que vieron mis ojos en sus ojos
cuando intentó asesinarme de nuevo.
Invención del fuego
Cuando a la hora de la aurora
aquel hermano simio
vio el mar por primera vez
y, en él, el reflejo del sol,
creyó que allí estaba el fuego
y en ese fuego
las palabras y su garganta en medio de la noche,
las proteínas del sueño y la espiral del corazón,
el paladar de las sílabas más grande que su sombra,
las ventanas de la cueva y las puertas del árbol.
Desde donde estaba,
intuyó en la iluminada superficie ondulante
la claridad y la esperanza del papel,
el asfalto alucinado por la lluvia,
el trueque redondo y brillante,
el vidrio que separa el aire
y hasta el subrepticio fulgor de un alfanje
en medio de un soto de pinos.
Todo eso vislumbró durante el corrientazo
que le mantuvo en vilo solo un par de segundos,
durante el breve instante en que deseó que la mirada
se le quedara detenida para siempre
en aquel horizonte improbable,
afilándose.
Al regreso, así lo abrazó a los demás
y todos hicieron fiesta, fiesta como era
entonces: saltos, miradas centelleantes
y algo de sonidos ilusionados
en medio de un círculo de besos.
Pero todo había sido agua.
Y, en medio de la noche, en el fragor
de la prevenida duermevela por las crías,
se le fue escurriendo el fuego entre temores y quimeras.
A la hora de la aurora
también era agua lo que corría por su rostro
pues presentía que había perdido algo.
De ese simio nuestro,
tan hermoso, tan querido,
no se sabe si inventó el fuego,
si inventó el agua, si el péndulo.
De esa invención hemos vivido colgados hasta nuestros días.
A él o a ella,
nuestro agradecimiento.
Santo Domingo, 1910
Por el malecón de Santo Domingo
un caballo gris lleva su destino contra toda autoridad.
Su costillar parece bóveda
de catedral sin feligreses
y la herida que lleva en el costado
—amplia, humeante—
es perfecta, más que la del centurión
sobre aquel otro costado.
Su olfato sigue su intuición
de Pegaso extraviado
y va contra los automóviles,
el tránsito a su desfavor.
Sobre él no cabalgó ningún héroe,
hacendado u hombre simple de corazón noble
ni las amazonas entablaron con él
acuerdos para las batallas.
Ya no es tranvía de sangre
ni, mucho menos, lleva a Odiseo en su vientre.
Y no se queja.
Y no tiene nombre.
Y no podré salvarlo.
Su caminar es una ruina,
todo él un monasterio que se hace polvo.
Sepultado por la arena,
es ágora que viaja,
dolorosa y memorable,
que solo veré una vez.
Vanessa Droz nació en Puerto Rico en 1952. La poeta pertenece a la llamada Generación del 70 de escritores de Puerto Rico. Realizó su licenciatura en Estudios Generales en la Universidad de Puerto Rico (UPR), institución en la cual, además, estudió Literatura Comparada e Historia del Arte. Autora de varios libros de poesía. Recibió el Premio Nacional de Literatura 1996 por su segundo libro de poemas, Vicios de ángeles y otras pasiones privadas y el Premio Nacional San Sebastián 2008 por su labor como escritora, comunicadora y promotora cultural. La obra de Vanessa Droz es incluida en numerosas revistas y antologías nacionales e internacionales.