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Ejercicio boda
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(Boda en primera persona)

Desde el principio me había dado mala espina lo de hacer la boda por la tarde. Me parecía que así se dejaba demasiado tiempo para darle vueltas a las cosas. Yo hubiera planeado algo más rápido, más seguido, sin pausa, sin tiempo para pensar, como cuando salgo a correr por las mañanas. Levantarse, baño, peluquería, maquillaje, ingeniería de inserción en traje y a la hora del vermú ya hubiera estado casada, celebrada y se me apuras hasta consumada. Pero no, Mamá prefería por la tarde. Yo se lo decía: Mamá, que se me va hacer muy largo el día y a Max se le van a empezar a ocurrir ideas raras, que se agobia mucho y a lo mejor se arrepiente. Y mi madre me contestaba: ¿Ese arrepentirse? ¡Ojalá! Si es un baldragas que solo viene por tu herencia. Y por la noche los cocktails sientan mejor.

Así que pasé todo el día entre risas nerviosas y bromas sin gracia que al final se tornaron en sudores fríos cuando, diez minutos después de la hora fijada para la boda, el citado baldragas todavía no había aparecido por la iglesia.

Siempre ha sido un poco divo, mi Max, pero de ahí a usurpar el papel de novia clásica, haciendo una llegada tardía a la iglesia como una princesa de cuento, me parecía demasiado fuera de lugar incluso para él.

Si durante todo el día el tiempo había transcurrido ralentizado hasta la desesperación, en ese momento, mientras estaba allí de pie sola en el altar, le había dado por acelerarse. Los diez minutos de retraso se convirtieron en quince en un parpadeo y luego en veinte en dos o tres cambios del pie de apoyo. Gracias al peinado tipo novia de Frankestein con el que me habían coronado, que desplazaba mi centro de gravedad varios palmos hacia arriba, tenía todos mis procesos cerebrales ocupados en mantener la postura erguida para no desequilibrarme sobre el apoyo de los tacones. Eso evitó que el miedo y la ansiedad crecieran demasiado deprisa. De fingir la sonrisa angelical no tenía que preocuparme, el maquillaje a base de cemento fraguado la mantenía fija por mí. Menos mal, porque el panorama que se desplegaba ante mis ojos no invitaba a la sonrisa, salvo a las de tipo Chucky, el muñeco diabólico.

A mi lado estaba el cura, Don Anselmo, que no hacía más que canturrear zarzuelas por lo bajini, banda sonora ideal para disfrutar del espectáculo. A mi izquierda, la bancada de mi familia, comandada por mi señora madre vestida de verde lima, pero limas de las ácidas, y con una pamela en la que se podría celebrar, si no la Feria de San Isidro, sí al menos una novillada de pueblo. Tras ella se sentaban el resto de la familia y allegados, todos muy tiesos, con una media sonrisa socarrona y un brillito en los ojos del tipo ya-te-lo-dije que me estaba poniendo de los nervios.

En la bancada a mi derecha, la familia de Max, un heterogéneo grupo que parecía la superficie de un mar con marejadilla, todos moviéndose incómodos en su sitio, mirándose unos a otros y consultando teléfonos móviles. En medio, el pasillo de apenas un par de metros, que separaba ambos mundos. Al fondo, la puerta de la iglesia, tesoro del siglo XIII, se abrió y la luz de la tarde dotó a la escena de unas tonalidades rojo sangre muy adecuadas. Entró entonces el hermano de Max, teléfono móvil en mano, que había salido un momento a tratar de contactar con su hermano. Elegante y a la ver incómodo en su traje de estreno, recorrió el pasillo hasta sentarse junto a sus padres. Por sus gestos adiviné que nada, que ni idea de dónde podía estar Max.

Luego me miró a mí con un ligero encogimiento de hombros. Vi miedo en sus ojos, quizá un poco de culpa también. Anoche se lo llevaron de despedida de soltero, pero a las cuatro de la mañana ya estaban en el hotel. Eso me había asegurado. No fue nada muy allá, el pueblo no da para grandes fiestas. Le vistieron de cowboy y el resto de la cuadrilla se disfrazaron de indios. Me estuvieron mandando fotos toda la noche. Cenaron, bebieron e hicieron un poco el cafre. A esas horas ya se tendría que haber disipado hasta la resaca más tremenda.

En la otra margen, uno de mis tíos, sentado en la segunda fila, se inclinó hacia delante para decirle algo a mi madre. Los dos rieron sin pretender esconderlo demasiado. Míralo, pensaba yo, qué gracioso el tío Braulio, qué cosas tan divertidas estará contando, él vestido con su uniforme de ferroviario retirado, que no sabía yo que los ferroviarios tuvieran uniformes de gala. O de ningún tipo. No sabía si estaba más ridículo vestido así o disfrazado de jefe indio en la despedida de soltero. Mi otro tío, o tío abuelo en algún grado complicado, se acercó también a mi madre enseñando y señalando un reloj de bolsillo. Hizo un gesto oscilante con la mano y torció un poco la cara en actitud especulativa. Me pareció interpretar que con ese gesto le decía a Mamá que faltaban un par de horas, aproximadamente. Ella asintió, complacida por la información.

El cura se arrancó entonces a tararear “La del manojo de rosas”, para mi deleite personal.

¿Dos horas de qué, Mamá? ¿Qué te está diciendo el tío Pascual? Si Max solo lleva cuarenta minutos de retraso. Mi tío guardó de nuevo el reloj en el bolsillito del chaleco. Qué contento se te ve, tío, con tu pose de terrateniente, que cualquiera diría que no eres más que el veterinario del pueblo.

Los murmullos en la iglesia eran bastante notorios. Los escuchaba incluso desde el altar. En el lado derecho se hablaba ya de llamar a la guardia civil, que esto era ya demasiado. A ver qué le hicistéis anoche al pobre, decía mi suegra, que es muy sensible. Que no Mamá, respondía mi cuñado, que no se tomó ni tres cubatas, que cuando lo dejé en el hotel estaba bien. Se quedó con los abuelos esos de la familia de ella, mientras nosotros nos fuímos a seguir un rato la juerga.

Así que Max se quedó con mis tíos, míralos qué amables. Ahí seguían, mirando el reloj de bolsillo y cuchicheando, tan ufanos y satisfechos, hablando de que habría que ir yendo al cocktail, para aprovecharlo, que ya estaba pagado.

Creo que fueron los primeros versos de la romanza de “La tabernera del puerto” los que desperataron en mí la sospecha de golpe. No puede ser, esa mujer es buena, canturreaba el cura. ¿Buena, mi madre? Si a su lado Angela Chaning parecería Heidi.

A pesar de todo, yo seguía manteniendo la sonrisa angelical, gracias al maquillaje cementado. En algún sitio de internet leí que si te encuentras triste o deprimida, si te obligas a mantener una sonrisa en la cara, eso fuerza al cuerpo a segregar alguna hormona y al poco tiempo empezarás a sentirte contenta y feliz de verdad. A mí me pasaba algo parecido, pero con la sonrisa mantenida gracias al maquillaje cementado, lo que se me estaban generando eran unos caudales de adrenalina que se dispersaba por todo el cuerpo, crispaba todos mis músculos y me estaba cargando de un positivismo comparable al de una olla a presión.

¿Qué le habéis hecho a mi Max? pensaba. ¿Porqué tanto interés en ir a la despedida de soltero, vosotros que no habéis pasado de la copita de anís o la mistela después de misa? Lo que me pareció en su momento un gesto de concordia se me atravesaba ahora como parte de un plan fríamente calculado. El veterinario y el ferroviario, solos con mi indefenso y vulnerable Max, que si un sábado normal con tres cañas está ya subido en la barra del bar cantando a Loquillo, imagínatelo a las cuatro de la mañana de su despedida.

Qué gran cosa, la familia. Casi les leía la confesión en esos ojos que me miraban risueños, sintiéndose vencedores, disfrutando del éxito de su plan. Tómate esta pastillita, con un poco de agua, que te sentará bien para dormir y estar despierto mañana, me imaginé al veterinario diciéndole a mi pobre Max, que mañana tienes que rendir, eh, jojojo. Y me imaginaba luego a los dos medio arrastrándole hasta la estación del tren. Imaginaba las risas de mi otro tío, cobrándose un favor a algún antiguo compañero ferroviario. Y casi escuché el ruido que haría el bulto inerte de mi Max, tirado de cualquier manera en un vagón de transporte porcino, con destino a algún puerto lejano.

En ese momento, con los pies como dos nidos de avispas cabreadas, el moño del peinado empezando a perder consistencia estructural por el sudor, el maquillaje a punto de romperse amenazando con liberar mi verdadera expresión de hiena recién despertada de la siesta, el cura se arrancó por la puerta de Alcalá. Yo giré la cabeza hacia él, manteniendo el resto del cuerpo inmóvil, como la niña del exorcista. Alargué la mano hacia el candelabro de hierro fundido, lentamente, calculando al mismo tiempo cuántos cráneos podría aplastar antes de que me redujeran.

Se abrió entonces la puerta de la iglesia, de golpe, con violencia. La hoja derecha se salió de sus goznes y cayó al suelo con un estruendo que acalló de súbito todas las voces. La luz del ocaso entraba directa a través de la puerta y recortaba, negro contra rojo, la silueta de quién estaba en el umbral. La figura, con un sombrero texano y una gabardina larga, tenía las dos manos apoyadas en el marco de la puerta. Mi mente completó la escena con una melodía silbada acompañada de una armónica densa y cruel.

La figura caminó por el pasillo de la iglesia. Los pasos duros de sus botas de montar hacían temblar las paredes románicas. El sombrero le tapaba la cara y la gabardina, negra y llena de manchas indescriptibles, ondeaba como una manta raya entre la nube de polvo que se había levantado, dejando a la vista el cinturón medio caído con las dos pistoleras. Los olores que desprendía no los describiré aquí.

Así llegó mi Max hasta el altar. Se sacó entonces un purito que encendió en el candelabro,  me agarró por la cintura y me besó. Yo aproveché la maniobra para agarrar uno de los dos revólveres que llevaba. Era de plástico, pero lo levanté con un gesto parsimonioso y grave como si pesara varios kilos. Apunté al cura, regodeándome en el gesto. La voz me salió  raspada pero resonó en toda la iglesia, a la vez que se me resquebrajaba por fin todo el maquillaje de la cara.

Y ahora, le dije, deje de cantar y cásenos de una vez.