Tema 1

Elementos que confluyen en la formación de la teoría

Parménides concibe el ser como la única realidad. A este ser le atribuye Parménides ser eterno e inmutable, uno e indivisible. Para Parménides todo pensar se refiere a lo que existe. No hay pensamiento cuyo contenido no sea el ser. Pensar y ser es una y la misma cosa.  

La discusión entre Sócrates y los sofistas respecto al problema de cuál sea la virtud más propia del hombre constituye el punto de partida del pensamiento platónico.

Para los sofistas la virtud más propia del hombre es aquello que le hace actuar bien como hombre y tener éxito, es decir, la elocuencia como poder de persuadir.

El arte de la persuasión se convierte en la virtud del hombre público.

De esta forma, el saber se convierte en una fuerza social y pasa a estar en función de las exigencias prácticas de la vida política.

Por otra parte, la persuasión no se pone al servicio de la verdad, pues sólo es un instrumento para lograr lo que a uno le interese.

Lo que mueve al conocimiento no es el interés objetivo de la verdad, sino el propio y subjetivo interés de convencer y dominar. La sofística se convirtió así en un adjetivo peyorativo y fue blanco de durísimos ataques por parte de Platón.

En opinión de los sofistas no existe ningún otro código moral con validez universal fundado en el orden natural.

Así para Protágoras, la única fuente de conocimiento que tenemos es la percepción.

El hombre conoce las cosas no como son sino como son percibidas por él, es decir, conoce las cosas como son para él, según se le aparecen en el momento de la percepción.

Para Protágoras no existe ningún conocimiento universalmente válido. Aquí se rechaza, por tanto, la  identidad parmenídea entre pensar y ser, y se afirma que la verdad no depende del objeto.

Sócrates busca el saber que valga en igual medida para todos. Se pregunta por lo permanente y por lo común que todos tienen que reconocer, es decir, busca la Physis lógica y la encuentra en el concepto universal. El conocimiento que debe valer para todos no puede ser sino lo común que en todas las sucesivas representaciones se impone a los individuos. La ciencia verdadera es pensar conceptual y su objetivo es, justamente, la determinación de eso universalmente válido, es decir la definición. Fijar lo que las cosas son, determinar lo común de las cambiantes percepciones y opiniones individuales para llegar a los conceptos permanentes de los objeto, esto es la definición.

Sócrates aboga por la constancia de los valores éticos y trata de fijarlos en definiciones universales que puedan tomarse como guías y normas del actuar humano.

Para Sócrates, lo sustancial de la ciencia es la búsqueda de los conceptos universales.

Por ello su método es el intercambio comunicativo en el diálogo.  

La dialéctica socrática parte de una definición menos adecuada hasta alcanzar otra más adecuada, o también a parte de la consideración de ejemplos particulares hasta llegar a una definición universal. En cualquier caso, el fin es siempre lograr una definición universal y válida, y como el razonamiento procede de lo particular a lo universal, se puede decir que los razonamientos socráticos son razonamientos inductivos.

En Sócrates, este proceso inductivo, que asume lo particular bajo lo general, se eleva en función esencial del conocimiento científico. Pues para él la tarea de la ciencia reside en elevarse al concepto general mediante comparaciones de hechos particulares.

Precisamente la mayéutica, el “arte de ayudar a parir” intenta que los demás den a luz en su mente ideas verdaderas con vistas a la acción justa.

Sócrates busca el saber, de tal modo que sirva para vivir conforme es debido.

Tema 2

Fase acrítica, revisión crítica y ordenación dialéctica de las ideas

Platón siguiendo el ejemplo de Sócrates, defiende la tesis de que existe una verdad universalmente válida. Por lo considera que este saber, que la virtud exige, ha de ser un saber que valga en igual medida para todos.

Respecto a la teoría de Protágoras, Platón reconoce la relatividad del conocimiento sensible, del cual solo cabe opinión. Del mundo corpóreo y de sus cambiantes hechos no puede haber ciencia, sino sólo percepción de valor relativo.

Postula, como objeto de conocimiento científico, un mundo inteligible, inmaterial, que debe existir fuera y frente al mundo de los cuerpos. Esto es, el mundo de las Ideas.

Para Platón, las ideas son el ser inmaterial, situado aparte pero susceptible de ser conocido por los conceptos. Este mundo inteligible e inmaterial tiene el principio de garantizar un objeto al conocimiento científico y un fundamento al valor moral.

El argumento principal de Platón para mantener y defender su teoría de las Ideas y la ubicación de éstas en un mundo suprasensible y metafísico es que, sin tales Ideas, no cabe posibilidad de conocimiento científico. Si no existen las Ideas, entonces no hay conocimiento que no sea empírico y, por tanto, no es posible la ciencia

En su fase crítica, Platón, suponía una comunicación entre el ser y la Idea que consideraba al ser como función de la Idea, poniéndolo como su predicado en el lenguaje: lo bello es, la virtud es.

La ciencia que muestra, mediante razonamientos oportunos, qué Ideas concuerdan entre sí y cuales no, será la dialéctica, ciencia máxima y propia  de los hombres libres”

Por la Idea de diferencia llegamos al “no ser”. “esto no es lo otro”, y esta idea de no ser así obtenida señala el carácter individual de cada Idea. Pero este no-ser obtenido por Platón, no es algo “contrario” y “opuesto” al ser, sino algo sólo diferente.

Tema 3

Aplicación cosmológica de la teoría de las Ideas

La causa de todas las limitaciones humanas se debían, para Platón, a nuestra inserción en la naturaleza, es decir, al hecho de que somos seres temporales o seres-en-el tiempo.

El hombre, que como ser sometido al tiempo es así mera apariencia, tiene una inteligencia con la que puede acceder al conocimiento de lo intemporal, de lo eterno, y liberarse por tanto relativamente de su temporalidad en virtud del conocimiento filosófico. Todo sucede de acuerdo con leyes cósmicas en las que el hombre mismo y su vivir están integrados.

El hombre griego se concibe a sí mismo como una parte de la naturaleza, que es la totalidad eterna de la que nacen lo seres y a la que retornan cuando mueren. Lo que subyace a esta manera de pensar es, sobre todo, que el hombre es un ser más de la naturaleza, integrado en el funcionamiento de su dinámica y de sus leyes.

Para el griego, el tiempo es el tiempo circular de los ritmos de las estaciones y del movimiento de los astros, y el mundo es eterno en la sucesión de sus ciclos, sin principio ni fin.

Para ser habría que estar libre del tiempo, nunca ya no-ser y nunca ser diferente a lo que se ha sido. Ser implicaría, para Platón, ser siempre idéntico a sí mismo e inmutable.

Por lo tanto, toda la ocupación del filósofo o del sabio debe consistir en tratar de superar los obstáculos que proceden de la vinculación del alma al cuerpo y de la pertenencia del cuerpo al mundo sensible y temporal como medio de alcanzar el ser.

El objeto del verdadero saber, el objeto del conocimiento inteligible es el ser inmutable. Mediante la contemplación de lo inmutable, el alma se eleva hasta el conocimiento de su fuente originaria, el Sumo Bien o Uno más allá de toda esencia definida.

La aspiración del hombre a la realización de su propia humanidad no es sino la necesidad misma del mundo caminando hacia su perfección.

El universo sería, pues, un absoluto, pero en potencia. Un absoluto que crea un mundo finito y transitorio en el que poder contemplarse.

Para el platonismo este proceso no es histórico, sino cósmico y, por consiguiente eterno.

Tema 4

Significado epistemológico de la lógica aristotélica. Las operaciones de la ciencia

Para Aristóteles, el verdadero ser es la esencia que se desarrolla en las apariencias concretas. El conocimiento, por tanto, no será ya un recuerdo de Ideas contempladas en una existencia anterior, sino formación de conceptos a partir de aspectos comunes captados en las cosas, y modos de relacionar estos conceptos.

La objeción de Aristóteles va dirigida a la separación radical de la esencia y la apariencia, del ser y el devenir. Las otras objeciones son consecuencias de ella. Aristóteles se encamina a eliminar la escisión entre conceptos y realidad, y a restablecer el vínculo entre Ideas y apariencias que haga posible la explicación conceptual de lo percibido. De tal forma, se comprende que el problema principal de la lógica resida, para Aristóteles, en descubrir la relación precisa existente entre lo general y lo particular.

Demostrar algo científicamente significa aportar los fundamentos de validez en los que se apoya lo que se afirma. Tales fundamentos sólo los proporciona lo general a lo que lo articular se encuentra subordinado. Este es el principio sobre el que se construye el sistema aristotélico de la ciencia.

La ciencia tiene que mostrar cómo lo particular, captado por el conocimiento sensorial, se deduce de lo general, conocido por el concepto. Si lo general es el fundamento a partir del cual y en virtud del cual se demuestra lo particular, entonces concebir y demostrar son una y la misma cosa. La estructura fundamental del proceso lógico reside en derivar un juicio de otro, o sea, en la deducción o silogismo.

Aristóteles utiliza la misma palabra-deducción- para referirse tanto a la explicación como a la demostración. Concluir significa derivar un juicio a partir de otros dos.

Una vez fijadas así todas las condiciones, podemos definir ya la deducción como el proceso de pensamiento en virtud del cual, de dos juicios en los que se encuentra un mismo concepto (el término medio) en relación con otros dos, respectivamente, se descubre el vínculo que pueda existir entre estos dos últimos. Los primeros principios no son demostrables, sino que deben ser convincentes de manera inmediata.

Tema 5

Implicaciones lógico-metafísicas del proceso del conocimiento según Aristóteles

Aristóteles llamó dialéctica a la investigación de los principios lógicos. La dialéctica como investigación de los primeros principios no tiene la seguridad apodíctica propia de la deducción de consecuencia a partir de fundamentos ya encontrados. La dialéctica sigue el camino opuesto al de la deducción. Como proceso inductivo, busca e investiga partiendo, de lo particular hasta establecer lo general.

Como conclusión de esta investigación dialéctica, Aristóteles indica los conceptos o principios supremos de validez inmediata, las premisas que son resultados de la investigación dialéctica, a la vez que el punto de partida de la explicación y la demostración. De ello, destaca el principio de no contradicción como base de toda demostración.

Este principio tiene dos versiones: la lógica, según la cual la afirmación y negación del mismo enlace conceptual (juicio) se excluyen recíprocamente; y la metafísico-epistemológica: una cosa no puede ser en el mismo lugar y al mismo tiempo.

En Aristóteles, los principios del conocer tienen un sentido ontológico, ya que su contenido no lo constituye algo elaborado ahí por el sujeto, sino la estructura ontológica de los objetos del pensamiento.

Por tanto, en el plano ontológico, se entiende por principio aquello de lo que algo procede con dependencia en el ser.

Los primero principios guardan una estrecha relación con las leyes o principios lógicos, y poseen asimismo las características de universalidad, necesidad y evidencia, fundamentándose en lo que luego se llamarán las propiedades trascendentales del ente.

Estas leyes ontológicas, primeros principios, son el principio de no contradicción, de identidad, de tercio excluso y de razón suficiente, que encierran las siguientes afirmaciones correspondientes y relativas al ámbito del ser. Aristóteles entiende que, si bien hay una parte del alma humana hecha de sensaciones, memoria y deseos que está vinculada al cuerpo y muere con él, hay otra parte de entendimiento puro separado del cuerpo y que es inmortal.

Para explicar esto, se sirve de una ilustrativa comparación: el alma se parece a la mano. Del mismo modo que ésta es un instrumento que contiene potencialmente otras herramientas y las maneja para alcanzar ciertos fines, así también la inteligencia es para el ser humano un instrumento de enorme plasticidad, imprescindible en el conocimiento de la verdad, y por tanto, al servicio de la vida y de su meta, la felicidad.

Sólo que, a diferencia de la mano, que es un instrumento material, el entendimiento es “forma” (sustancial) porque informa, configura y anima al cuerpo humano (hecho de materia); forma que contiene potencialmente todas las otras formas (los inteligibles), que son objeto propio.

Tema 6

La metafísica como “Filosofía primera”: La explicación del mundo y elementos de esta explicación  

La ampliación del marco de la dialéctica platónica tiene lugar propiamente en la ciencia del ser en cuanto ser, en la Metafísica o filosofía primera.

Esta necesidad viene determinada por la necesidad de estudiar, no una parte del ser, sino todo el ser, pero, bien entendido, el ser como ser, el ser en general.

La metafísica no es la ciencia única, sino la primera, la ciencia de las primeras causas y principios o, en otras palabras, la ciencia de lo verdaderamente es en todo ser. Por eso la filosofía primera es el saber de aquello a partir de lo cual toda cosa recibe su ser, el saber del último fin a que el ser tiende.

De todos modos, no deben en modo alguno suponerse que la metafísica es el unilateral fundamento de todo saber; precisamente lo que en gran parte caracteriza a Aristóteles es su escasa inclinación a remontarse a los primeros principios más de lo necesario.

La metafísica es, en rigor, no la ciencia del ser, sino la ciencia de aquello que hace las cosas sean; el ser o la esencia de las cosas, lo que hay en ellas de universal, es al propio tiempo la forma y el acto.

En realidad, y sin olvidar su ascendencia claramente platónica, Aristóteles se enfrenta radicalmente con Platón en el sentido de que procura de veras entender y no sólo vagamente explicar la génesis ontológica del objeto. Tal génesis ya comenzaba a ser desarrollada en las últimas fases del platonismo, más para que pudiera ser llevada a sus últimas consecuencias se necesitaba la subordinación de lo que era Platón el pensamiento superior: la dialéctica. De ahí la teoría del ser en potencia, del ser en acto, de la forma y de la materia.

La filosofía de Aristóteles, que se inicia con el hallazgo de un instrumento para la ciencia y que culmina en una metafísica a la cual se subordina la teología, la teoría del mundo físico y la doctrina del alma como entelequia del cuerpo, se redondea con una doctrina ética y política cuyo intelectualismo no representa, sin embargo, el imperio de la razón, sino de lo razonable.

El ideal griego de la mesura se manifiesta de modo ejemplar en una moral que es, ciertamente, enseñable, pero cuyo saber es insuficiente sino va acompañado de una práctica. Tal práctica se sigue inmediatamente para el sabio del reconocimiento de la felicidad a que conduce el simple desarrollo de la actividad racional humana, pues la vida feliz es por excelencia la vida contemplativa.

Por un lado, la vida contemplativa no es propiamente exclusiva de la acción, sino de la acción misma purificada: la vida contemplativa no tiende a la exclusión, sino justamente a la integración o, mejor aún, a la subordinación jerárquica de las actividades.

Por otro, la vida contemplativa es, a diferencia de la violencia de la razón moderna, una aspiración a un sosiego que sólo puede dar, no la absorción de todo en uno, sino del desprendimiento de lo perturbador, de lo que puede alterar esa inmovilidad y autarquía que es la aspiración suprema del sabio.

El carácter aristotélico de la ética y de la política es la expresión de un ideal que, con todo, no desdeña las realidades y las pasiones humanas, que existen de un modo efectivo, con una presencia ineludible, y que deben ser objeto de consideración moral de política.

En ellas se revela la característica fundamental del pensamiento aristotélico: la gradación de las realidades y de los actos, la ordenación jerárquica de las diversas esferas, la subordinación de todo cuanto hay fines, pero siempre que tal subordinación no exija la anulación de aquello mismo que tiende a un fin en favor del fin mismo. En el mundo aristotélico aparece siempre lo diverso, más una diversidad que queda unida de raíz por su perfecta continuidad.

Tema 7

El problema de los universales ¿Qué clase de realidad tienen los conceptos?

Juan Scoto Erígena, partiendo del principio socrático-platónico de que hay que buscar la verdad y por tanto, el ser en lo general, identifica los grados de la generalidad con los de la intensidad y prioridad del ser.

Erígena define a Dios como la naturaleza que crea sin ser creada. Esto general por antonomasia crea, a partir de sí, la totalidad de las cosas, las cuales, por tanto, no son otra cosa que sus manifestaciones. A partir, pues, de tales supuestos se origina un panteísmo lógico. El mundo es Dios, que se genera de sí mismo y que se va desarrollando en lo particular. Dios y mundo son uno y lo mismo.

De Dios se origina el mundo inteligible: la “naturaleza que es creada y crea”, el reino de los universales, el mundo de las Ideas que constituyen el conjunto de las fuerzas productoras en el mundo de las apariencias.

También en el mundo sensible lo propiamente real es sólo lo general o universal. Se ve en el ser algo susceptible de poseer grados y, por tanto, de ser más propio de unas cosas que de otras. De este modo se establecía una correspondencia entre el concepto de existir con el de lo que es en una relación gradual, como se puede hacer con otros caracteres o propiedades.

La idea de que la más alta esencia debe su realidad a su propia esenciabilidad y que, por tanto, esta realidad debe ser demostrada sólo a partir de su concepto, es la consecuencia del principio que equipara una escala de generalidad de los conceptos a una jerarquía de realidades metafísicas.

El realismo es indisociable de la doctrina que sólo ve en todas estas manifestaciones del mundo la única y eterna sustancia de Dios.

Frente a la doctrina realista, el nominalismo se caracteriza así, ante todo, por su metafísica del individuo, a la que se llega a partir de esta tesis de principio, según la cual sólo las cosas singulares, como sustancias, son verdaderas y reales. Roscelino es su máximo representante.

Aberlado combatió conjuntamente al nominalismo y al realismo. Lo que Abelardo viene a decir es que la palabra es algo singular, que sólo de modo mediato puede adquirir significación general cuando se vuelve predicado. Lo general, por consiguiente, es el predicado conceptual (sermonismo) o el propio concepto (conceptualismo). Según la doctrina de Abelardo, los universales existen primero en Dios, como conceptus mentis, antes de las cosas; segundo en las cosas, como igualdad de los caracteres esenciales de los individuos; y tercero, después de las cosas, en el entendimiento humano como sus conceptos y predicaciones obtenidos por la función comparativa del pensamiento.

Tema 8

La reforma tomista de la metafísica de Aristóteles y la concepción de la teología como ámbito más elevado del saber

Para Santo Tomás, las sustancias están compuestas de esencia (materia y forma) y de existencia, que pueden separarse “realmente” entre sí por el poder divino.

En las sustancias, la esencia está en potencia respecto a la existencia; la existencia es el acto de la esencia; y la unión de la esencia con la existencia, es decir, el paso de la potencia al acto, exige la intervención creadora de Dios.

Sólo Dios es el ser que es, que existe necesariamente por sí mismo, mientras que las demás cosas toman el ser de Él por participación, y forman una jerarquía ordenada- según su mayor o menor grado de participación-en el ser de Dios.

Santo Tomás, gracias a su distinción real entre esencia y existencia, ha distinguido el ser de las criaturas, y el ser de Dios.

Entre el ser de Dios y el ser de las criaturas no hay una relación de identidad, sino de analogía.

Esta analogía es extensible a todos los predicados que se atribuyen al mismo tiempo a Dios y a las criaturas, ya que resulta evidente que en la causa essendi subsistan de modo simple e indivisible los caracteres que en los efectos son múltiples y divididos.

Para Santo Tomás, la analogía del ser hace evidente la imposibilidad de una sola ciencia del ser, como era la metafísica aristotélica.

Ni las formas pertenecientes al mundo material, ni las formas ejemplares inmateriales son algo separado para Santo Tomás.

Por tanto, Dios es la causa eficiente en sentido eminente, es decir, la causa essendi de las criaturas, que no sólo hace que la forma se reciba en una materia, sino que hace que las cosas existan.

En conclusión: La causalidad ejemplar actúa en la criatura proporcionándole su esencia o ser y haciéndola semejante a la esencia divina. Lo que con esta causalidad reciben las criaturas de Dios es, pues, una cierta asimilación de su esencia divina y de su bondad infinita, que las hace tender- de forma explícita o no- a él como supremo fin último.

El fundamento objetivo del concepto universal es, así la esencia objetiva e individual de la cosa, que, liberada de factores individualizantes por la actividad de la mente, es considerada en abstracto bajo la forma de un concepto universal.

Tema 9

El paso del problema del conocimiento desde el nivel atómico del concepto al nivel molecular de la proposición: Ockham

Guillermo de Ockham, trata de eliminar la zona de contenidos comunes a la fe y a la razón. Para él son fuentes distintas cuyos contenidos son también heterogéneos, de modo que ninguna proposición de fe puede ser demostrada racionalmente.

La ausencia de fundamento ontológico de lo individual, que ahora iba ganando terreno a medida que crecía el influjo de los místicos alemanes, era la conclusión contra la que el nominalismo esforzadamente, constituyendo la defensa del individuo la principal motivación del recrudecimiento, de nuevo en el siglo XIV, de la polémica de los universales.

El punto de partida del pensamiento de Ockham es el principio según el cual no se tiene conocimiento de nada si no es a través de un acto de experiencia. Para que haya conocimiento es, por tanto, imprescindible que se produzca una relación inmediata, en el nivel de la experiencia entre sujeto y objeto.

Tema 10

El impacto del conocimiento matemático-experimental y la constitución de la ciencia moderna

La preocupación por el método, común a los orígenes de la filosofía, nace, sobre todo, en el ámbito de la investigación científica.

Así, para Bacon, de lo que se tratará será de invertir el camino, para partir de la observación de los hechos.

Los ejes, por tanto, sobre los que debe girar una nueva ciencia deben ser la observación, metódicamente practicada y el experimento. Esta nueva ciencia tiene, sobre todo, para Bacon, un fin práctico: debe proporcionar al hombre el dominio sobre el mundo. Saber es poder.

Esta actitud pragmática, que irrumpe con fuerza en el contexto de la nueva época, hace que pierda su vigencia y se debilite el valor del concepto clásico de la filosofía como saber por el saber mismo en cuanto conocimiento contemplativo. La mayor aportación en el planteamiento del problema del método, al inicio de la época moderna, va a estar constituido por la aplicación a los fines prácticos de la investigación de la naturaleza del valor teorético de la matemática. Y será Kepler quien dará la clave de esta orientación con su descubrimiento de las leyes del movimiento planetario mediante una inducción única en su género.

Antes, el problema que presentaba la inducción como método propio de la ciencia natural, era el de cómo establecer la relación matemática adecuada a la serie total de los fenómenos susceptibles de medida. Con la aportación de Kepler se pone de manifiesto que el objeto en el que puede únicamente resolverse tal problema es el movimiento, de modo que la aritmética y la geometría divinas que Kepler buscaba en el universo se encuentran, en realidad en las leyes del acontecer.

Esto permite ya a Galileo, más consciente de la relación entre método y matemática, desarrollar la mecánica como teoría matemática del movimiento en sentido eminente, proporcionando con ello el ejemplo, decisivo para toda la época moderna, de una matemática como ciencia racional por excelencia.

En suma, la aplicación de la matemática al estudio del movimiento constituye el impulso mayor que hace de la física la ciencia modélica para el mundo moderno, una ciencia, además de sus cualidades teóricas, ofrece elevadas posibilidades de aplicación técnica en el orden al dominio de la naturaleza por parte del hombre.

Un segundo impulso proporcionará, en este sentido, Newton quien, conforme a los principios de la mecánica de Galileo y gracias a la hipótesis de la gravitación universal, amplió la aplicabilidad física de la matemática al llevar a cabo la explicación de las leyes de Kepler.

La matemática queda, pues, constituida como la ciencia racional por excelencia, y es a partir de esta convicción que emprende Descartes la reforma de la filosofía.  

Tema 11

La concepción de la filosofía como matemática universal en Descartes

Según Descartes, sólo la matemática podía satisfacer su honda necesidad de verdad. La filosofía de Descartes quiere ser una matemática universal.

El saber matemático remite a la razón como aquello donde tan sólo puede encontrarse el fundamento de lo adecuado y verdadero de tal proceder. De ahí el intento de Descartes de generalizar este modo de proceder, en cuyo caso no se trata ya de un saber propio de la matemática, sino del saber cierto que exige e impone la razón.

El fundamento para distinguir lo verdadero de lo falso no es otro que la razón. El espíritu, el intelecto, la razón, consisten para Descartes en la capacidad humana para distinguir lo verdadero de lo falso.

Descartes pone al descubierto un hecho de certeza irrefutable y es que, para dudar, para soñar, para ser engañado, es preciso que esté pensando y, por tanto, que exista. Lo que Descartes busca son las verdades elementales de la conciencia. Esta es la aplicación que Descartes hace del método matemático a la filosofía, y es lo que caracteriza a su pensamiento como racionalismo.

Las ideas cuya evidencia no se deriva de ningunas otras ideas, sino que la poseen ellas mismas, fundada en sí mismas, son las ideas a las que Descartes llama ideas innatas. Al llamarlas así, entiende que tales ideas han sido puestas en el alma humana por Dios.

La teoría del conocimiento cartesiana tiene la importancia de haber destruido la ilusión escéptico-hipotética de un demonio engañoso, ya que la perfección de Dios implica su veracidad y es imposible que nos haya creado de tal modo que, por necesidad nos equivoquemos.

La prueba de la existencia de Dios dada en la tercera meditación tiene otro sentido más amplio: la autoconciencia no sólo está cierta de sí misma, sino también de una realidad espiritual superior, Dios como la fuente unitaria de todo conocimiento.

De esta forma, Descartes funda el racionalismo moderno, al permitirle esta combinación de pensamientos, atribuir la suprema certeza a todos los principios evidentes, clara y distintamente de la razón

Tema 12

Concepción empirista del conocimiento y crítica a la metafísica en Locke

Desde una valoración epistemológica, Locke, considera mejor fundada la reflexión que la sensación, pues la sensación está destinada al conocimiento del mundo externo, mientras la reflexión se dirige al conocimiento de las actividades del espíritu mismo.

El saber de nuestros propios estados, como saber intuitivo, es el más seguro de todos, y, en nuestros estados, del modo más perfecto e indubitable estamos ciertos de nuestra propia existencia.

Locke, como buen nominalista, sólo ve en los conceptos generales construcciones intelectuales y lingüísticas.

Se concibe, pues, el conocimiento demostrativo enteramente según el modelo nominalista, o sea, como un cálculo con signos conceptuales. Este conocimiento supera al conocimiento sensitivo pero queda por debajo del intelectivo.

El único conocimiento que obtenemos del mundo externo es el que nos proporcionan nuestras ideas simples.

Las nociones de sustancia y esencia no corresponden, en el planteamiento de Locke, a conceptos con los que obtenemos un conocimiento de la realidad en sí. Hasta ahora la identidad personal se fundaba de manera metafísica en la concepción del individuo como sustancia. Locke busca una nueva vía de justificación a partir del principio de que la identidad de la persona es formalmente identidad de conciencia.

Y la instancia en concreto desde la que se explica y se justifica dicha identidad es una de las funciones de la conciencia, la memoria, que abarca las tres dimensiones del tiempo: presente, pasado y futuro.

Tema 13

Fenomenismo y escepticismo en Hume

Hume rompe drásticamente con la tradición metafísica occidental e inicia el movimiento que lleva a las modernas filosofías antimetafísicas.

Al igual que Locke, Hume deja bien claro que no hay ideas innatas ni principios innatos, sino que todos los contenidos de la conciencia emanan de la experiencia sensible. Pero en Hume toma la idea un sentido más estricto.

Con el material recibido de la experiencia podemos efectuar combinaciones que ensanchan y enriquecen considerablemente nuestro caudal cognoscitivo. Esto se realiza por medio de la asociación de ideas.

La aportación de Hume, en este aspecto, es su formulación de las leyes de tal asociación, en la que reconoce tres formas: semejanza, contigüidad espacio temporal y causalidad.

Entre estas impresiones, a las que conviene certeza inmediata, intuitiva, cuenta Hume, de modo preferente, la relación espacial y temporal de los contenidos de la sensación, esto es, la fijación de la coexistencia y sucesión de las impresiones elementales.

La contigüidad es dada, por tanto intuitivamente con las impresiones, y de tales hechos existe en el espíritu humano un conocimiento enteramente seguro y libre de toda duda.

Un conocimiento demostrativo de certeza también perfecta es el que se basa en la impresión de semejanza. Poseemos una clara y distinta impresión de la igualdad o desigualdad y sus diversos grados en las sensaciones.

Para Hume, no es demostrable ninguna afirmación sobre el mundo externo: todo nuestro saber se limita a la comprobación de impresiones y a la relación de estas representaciones entre sí.

Con su crítica de la causalidad pone de manifiesto la limitación del conocimiento humano de los fenómenos, que nunca puede equipararse al conocimiento riguroso que podemos establecer entre ideas. No obstante, la relación causal, en la medida en que se apoya en la experiencia pasada, tiene un valor canónico, es decir, constituye una exigencia a la que han de ajustarse nuestros conocimientos para ser aceptables.

Tema 14

El pensamiento kantiano anterior a la crítica de la razón pura

La orientación crítica de la filosofía de Kant se va determinando a través de la influencia del empirismo inglés. Influencia que se inserta en la corriente que constituye la estructura fundamental de la filosofía kantiana: el iluminismo wolffiano. El ideal racionalista del iluminismo se concreta, en la obra de Wolf y de sus seguidores alemanes, en el método de la razón fundamentadora.

La coincidencia de fundamento y posibilidad es la característica de este método: se da por fundado (o justificado) un concepto cuando se puede demostrar su posibilidad, es decir, la falta en él de contradicciones internas. Ello implica, sobre todo; La admisión del principio empirista de que la razón no puede ir más allá de los límites de la experiencia y la reformulación del método wolffiano en el sentido de fijar el marco de la experiencia como ámbito legítimo para el ejercicio de la razón fundamentadora.

Con la fusión de estos dos principios nace la filosofía crítica de Kant, en la que se equilibran empirismo e iluminismo wolffiano de modo que se distinguirán en ella claramente la pregunta acerca del origen y desarrollo real de la actividad racional humana, y la que concierne a su valor.

Kant reconoce así la insuficiencia del método psicológico empirista para el tratamiento de los problemas filosóficos del conocimiento, y considera como punto de partida obligado para un estudio adecuado de ellos a la razón.

Kant afirma que el hecho de que la razón reconozca límites y se los autoimponga, lejos de restar valor a su ejercicio y a sus resultados, refuerza y garantiza su seguridad y su validez. Esta determinación de los límites de la razón humana sólo puede llevarse a cabo por la razón misma. No le pueden ser impuestos de ninguna manera desde fuera. La actividad de la razón es autónoma, y eso significa que no está dispuesta a recibir de ninguna instancia exterior la dirección y guía de su procedimiento.

Tema 15

Los niveles de conocimiento en la estética y en la analítica trascendental

Kant aborda en la analítica trascendental la crítica de la facultad del conocimiento intelectual, o sea, el entendimiento.

Aquí el entendimiento designa la facultad de pensar el objeto a partir de la síntesis entre sus propias categorías y los datos aportados por la sensibilidad.

Para Kant, en el entendimiento se originan los principios o categorías por medio de los cuales la diversidad sensible es llevada a la unidad de la apercepción.

Intuiciones y conceptos son los elementos constitutivos de todo nuestro conocimiento, de forma que ni los conceptos sin una intuición correspondiente a ellos ni la intuición sin conceptos pueden darnos un conocimiento.

Esta es la perspectiva desde la que puede entenderse ya la exclusión de la metafísica del ámbito de la ciencia. La metafísica se sitúa más allá de la realidad, pues el límite del conocimiento cierto, objetivo y legítimo lo constituye la experiencia.

En la analítica trascendental se demuestra que las categorías en su conjunto están insertas en un tronco común originario que es la unidad del yo, principio primero y supremo de síntesis.

Por tanto, no son los objetos los que tienen la iniciativa en el proceso del conocimiento, sino el yo: los objetos del conocimiento se rigen desde el sujeto y por el sujeto, y no al revés (revolución copernicana). El (yo pienso), dice Kant, al acompañar a todas mis representaciones hace posible el conocimiento como principio supremo de todo el uso a priori del entendimiento.

El yo pienso acompaña a toda representación produciendo la unidad trascendental de la autoconciencia.

Tema 16

La imposibilidad de la metafísica como ciencia.: La dialéctica trascendental

El objetivo de la dialéctica trascendental es establecer la imposibilidad del conocimiento Metafísico (no podemos conocer ni a Dios, ni el mundo, ni el alma) y averiguar de qué manera funciona la razón y establecer así sus límites.

La “razón” es “actividad sintetizadora”; las razón actúa sintetizando (uniendo) en los distintos niveles del conocimiento (sensibilidad y entendimiento) el elemento empírico (lo que procede de la experiencia) con el elemento trascendental (lo que el sujeto pone en el acto de conocer).

Al nivel de la experiencia sintetiza los caóticos datos de la sensibilidad con las formas puras de nuestra sensibilidad (espacio y tiempo). A nivel del entendimiento sintetiza las percepciones resultantes de la primera síntesis, con las categorías.

La razón sólo puede operar uniendo a la información que obtenemos en la experiencia con las formas puras trascendentales del sujeto; por ejemplo: si percibimos una silla, la razón puede añadirle la categoría de “unidad”, entonces podemos decir “esta silla es una” o añadirle la categoría de “causalidad” y decir: “esta silla tiene una causa”.

Pero lo que la razón no puede es aplicar una “categoría” a algo de lo que no tengamos experiencia alguna; no podemos decir “Dios es una substancia” porque no hemos tenido experiencia alguna de “Dios”.

Los límites de la razón están por tanto en la experiencia.

La metafísica pretende ser el conocimiento de Dios, del mundo y del alma. Como de ninguna de estas tres cuestiones tenemos percepción alguna, nada podemos conocer o decir de ellas. La razón no puede demostrar la existencia de Dios, del alma o del mundo de ninguna forma; cuando trata de hacerlo traspasa sus propios límites.

La razón es arrastrada por una tendencia de su naturaleza a rebasar el uso empírico y a aventurarse más allá de los últimos límites de todo conocimiento. De ahí la necesidad de la metafísica como disposición natural.

Tema 17

La verdad como proceso en la lógica dialéctica de Hegel

Para Hegel hay una síntesis última que él llama el saber absoluto o Espíritu absoluto. Lo concreto es, pues, simple y, al mismo tiempo, a pesar de ello, distinto, lo mismo y lo otro, y esta contradicción, interna a lo concreto, es la que hace de estímulo a la evolución dando origen a las diferencias. La diferencia, allí donde existe, tiende siempre a desaparecer, produciendo así la unidad total y concreta.

El progreso del pensamiento, a medida que avanza, hace que vaya determinándose la Idea, antes general e indeterminada, de modo que el desarrollo de la Idea y su determinación son un mismo proceso de intensificación.

Y cuanto más intensivo es el Espíritu también es más extensivo. La extensión no supone aquí dispersión, sino cohesión, tanto más plena, cuanto más rica sea la extensión de lo coherente. El proceso de la verdad es un proceso de enriquecimiento en determinaciones.

La dialéctica no afecta tan sólo a la conciencia individual en su evolución, sino que se aplica a la totalidad de lo real. Esta universalidad de la dialéctica se expresa espectacularmente en la concepción general teológico- metafísica que constituye el marco del sistema hegeliano.

La filosofía hegeliana, por tanto, es en última instancia una filosofía del Espíritu y una filosofía de la Historia. El término de esta historia es la realización del Espíritu Absoluto al fin del tiempo. El Espíritu Absoluto es la idea que se vuelve omnisciente y perfectamente consciente.

En Hegel, el despliegue del contenido del saber constituye un doble proceso: el saber del objeto y el saber del saber del objeto. Esta doble dirección no es algo venido de fuera, es decir, no representa el desarrollo paralelo de dos conocimientos, sino un solo concepto que progresa con un solo y unitario carácter.

Para Hegel, sólo quién ha hecho el recorrido entero de la filosofía del espíritu llega a comprender la idea que hace posible pensar la historia como unidad, es decir, las condiciones que hacen que la libertad sea, a la vez, racional y real en el proceso de autorrealización del espíritu.

Pero esta enseñanza del Hegel de la Fenomenología del espíritu debe analizarse junto a esa otra afirmación central del hegelianismo maduro según la cual el filósofo puede acceder, no sólo a un presente en el que se resume el pasado ya pasado y el futuro aún en germen, sino, en realidad, a un presente eterno como unidad del pasado conocido y de las manifestaciones de lo que se anuncia por venir.

Tema 18

Implicaciones gnoseológicas del materialismo histórico

Marx considera que ya no basta con pensar el mundo, sino que es preciso hacer algo para transformarlo.

Para ello, aplica la dialéctica a una comprensión de la sociedad capitalista que pone de manifiesto cómo esta sociedad, contiene en sí la semilla de su propia negación, pero de tal modo que el final del capitalismo coincidirá dialécticamente con el establecimiento de una sociedad comunista sin clases. Lo característico del marxismo es la comprensión de la dialéctica como ley del desarrollo de la realidad histórica, esto es, de la sociedad en su estructura económica.

Marx rechaza el fundamento metafísico de la dialéctica de Hegel. Lo que Marx acepta de la dialéctica hegeliana es básicamente la necesidad del paso de una fase determinada a su negación, así como la exigencia genérica de comprender toda fase o determinación en su correlación con fases o determinaciones diversas y eventualmente negativas de la misma.

Según Marx, el fallo de todo el materialismo anterior ha consistido en tratar de comprender la realidad corporal y la sensorialidad humana sólo como condiciones del ser en vez de cómo actividad humana sensible. Al comprenderla como praxis, en cambio, la actividad objetiva y objetivadora que representa el trabajo adquiere el sentido específico de una constitución de los objetos que, en cuanto objetos de la naturaleza, comparten con la naturaleza el momento del ser en sí, pero que, sin embargo, en función de la actividad de los hombres, llevan en sí mismos el momento de una objetividad que ha sido producida.

Para Marx la historia no es la manifestación externa del devenir de ningún Espíritu absoluto hacia su total realización, sino simple historia humana cuyo sentido es inmanente a los acontecimientos históricos mismos. La acción de los hombres sólo es un medio.

En Marx, pues, la dialéctica avanza más en espiral que linealmente, pues los hombres transforman la historia y a la vez esa transformación les transforma a ellos. En la definición marxiana del trabajo destaca, ante todo, su función de mediación entre la naturaleza subjetiva del hombre, por una parte, y la naturaleza objetiva de su entorno, por otra.

Al definir al hombre sustancialmente como un ser de necesidades que trabaja, se desprende de esa definición un esquema conjunto que explica el trabajo y la comprensión del mundo; esa actividad humana llamada trabajo crea a la vez las condiciones necesarias para hacer posible la vida social y las condiciones trascendentales de la objetividad posible de los objetos de la experiencia.

De modo que el trabajo no es sólo una categoría antropológicamente importante desde un punto de vista teórico, sino que es también una categoría gnoseológica relevante desde el punto de vista de la teoría del conocimiento. El trabajo es, por tanto, la instancia de realización trascendental de un mundo en el que la realidad aparece sometida a las condiciones de objetividad de los objetos posibles. 

Aunque Marx no considere al trabajo explícitamente como el fundamento para la construcción de las estructuras invariantes de sentido sino sólo como actividad de transformación y de autotransformación, en su materialismo histórico el trabajo es la instancia que lleva a cabo el tercer momento de la dialéctica o síntesis.

La especie humana no se caracteriza por ninguna estructura invariante natural o trascendental, sino tan sólo por el proceso de devenir hombre. El trabajo abre, pues, en la obra de Marx el horizonte de un modo de constitución histórica del sentido y de la objetividad del conocimiento.

Marx lleva a cabo una ruptura con la filosofía idealista, no solo hegeliana, sino también con el idealismo propio de toda la tradición filosófica anterior que ensalzaba el valor de la teoría y proponía un ideal de vida orientado a la adquisición de una vida contemplativa del ser de la realidad.

La teoría sólo tiene sentido en función de una praxis: ya no es un cuadro estático y definido de una realidad inmutable, sino un plan, con una representación normativa, que permite orientar la acción, dirigir la intervención de los hombres en la realidad histórica en devenir y modificable.

Tema 19

La reconversión de la teoría del conocimiento de Hegel A Marx

La dialéctica hegeliana, por ser la doctrina más completa, más rica en contenido y más profunda acerca del desarrollo, constituyó para Marx la mayor conquista de la filosofía clásica alemana. Marx tiene una visión del mundo dialéctica, pero con una inversión materialista de Hegel (para quien todo es dialéctico e idealista).

La inversión que Marx realiza de los términos hegelianos es importante para una nueva forma de entender la realidad. Cambia la forma de pensar el mundo que antes partía desde la idea o concepto. Esto hace que se pueda entender la realidad desde las condiciones materiales en las que los hombres se encuentran insertos y desde aquí entender el resto.

La inversión marxista nos permite entender algunas de las limitaciones del método hegeliano que en su contexto Hegel no alcanzó a ver, pero que con el desarrollo del capitalismo aumentó las contradicciones que Marx llegó a apreciar.

Al idealismo hegeliano Marx antepone el materialismo como forma de acercarse la realidad y apropiarse de esta. Más allá de una simple inversión de conceptos, la modificación es funcional al entendimiento de la realidad y la posibilidad de que la posterior utilización de las conclusiones se traduzca en prácticas sociales significativas y en el ámbito de lo político.

Como Marx ve incongruencias teóricas al aplicar el sistema hegeliano a la realidad de su época, se da cuenta de que la dialéctica marcha al revés, y que la visión de la sociedad es invertida.

También la realidad capitalista está invertida y fetichizada, pero se presenta a si misma como correcta (por ejemplo la libertad de los asalariados no es real ya que si bien son libres de vender o no su fuerza de trabajo, quien no la vende cae en la pobreza).

De esta forma se pasa del idealismo al materialismo, ya que si bien la interpretación debe ser dialéctica como movimiento de la realidad materialista para entender la estructura de la dinámica interna de la realidad, se debe ir de lo real, de las condiciones de existencia, a la consciencia.

Marx conservó la estructura de la teoría de la historia de Hegel, transformó el contenido, y substituyó una estructura materialista dialéctica a la estructura idealista hegeliana.

Para Hegel, la historia se desarrolla dialécticamente, de la conciencia sensible - unidad no diferenciada, a la razón, unidad diferenciada, pasando por la comprensión - diferenciación.

Para Marx, esta estructura se dota de un contenido materialista: del comunismo primitivo al comunismo moderno, pasando por la sociedad dividida en clases. De esta manera la dialéctica se desprende de su forma mistificada y se transforma en una dialéctica real.

Tema 20

Constitución del método hermenéutico como método del conocimiento histórico

La necesidad de un método hermenéutico se deja sentir con fuerza, a partir del Renacimiento, en dos ámbitos culturales distintos: el filológico y el teológico.

Pero, a medida que se reflexiona sobre las características y condiciones del procedimiento hermenéutico, éste deja de ser una simple preceptiva al servicio del filólogo o del teólogo y plantea el problema de fondo de la comprensión.

En Schleiermacher encontramos el primer intento explícito de fundamentación teórica y, por tanto, un planteamiento reflexivo del problema de la comprensión y sus condiciones. De hecho, la técnica históricamente más importante que ha sido desarrollada con el propósito de reconstruir el pensamiento y las intenciones del autor de obras escritas es la hermenéutica metódica, cuyo iniciador y representante máximo fue Schleiermacher.  

Schleiermacher se propone, pues, elaborar una hermenéutica centrada en el acto de comprender, caracterizándola como un arte o técnica (Kunstlehre, Technik) de la comprensión.

El punto de partida de la “hermenéutica universal” de Schleiermacher es la idea de que la posibilidad del malentendido, en la experiencia de lo ajeno, es universal. Por eso Schleiermacher define incluso la hermenéutica como “arte de evitar el malentendido”.

Lo que trata de comprender es la individualidad de una producción original, el pensamiento de un tú.

En consecuencia, la hermenéutica es, en último término, un comportamiento adivinatorio, un entrar dentro de la constitución espiritual del autor, una recreación de su acto creador.

Lo que fundamenta la posibilidad de la hermenéutica como adivinación congeniadora es, en Schleiermacher, una metafísica de la vida como vinculación previa de todas las individualidades. El presupuesto metafísico de Schleiermacher es que cada individuo es una manifestación del vivir total. Por ello, “cada cual lleva en sí algo de los demás, lo que hace posible la adivinación por comparación con uno mismo”.

Este autor es considerado por los posteriores filósofos de la hermenéutica y del lenguaje
como el padre de la hermenéutica moderna, ya que su aporte logró superar los límites de
la hermenéutica tradicional, dando realce a lo que se refiere a la apropiación intuitiva del autor, la comprensión adivinatoria, el sentir-con, el compenetrarse, el sin-tonizar, el entrar a la vida de uno.

"Hay que comprender el todo para poder comprender la parte y el elemento y, más en general, es preciso que texto y objeto interpretado, y sujeto interpretante, pertenezcan a un mismo ámbito, de una manera que se podría calificar de circular". He aquí los orígenes teóricos del llamado «círculo hermenéutico».  

Para Schleiermacher lo referido a la comprensión intuitiva debe ir acompañado con la
comprensión comparativa o histórica, en la combinación de ambas se cumple la tarea
hermenéutica. Mientras que la comprensión intuitiva significa un presentir o un concebir inmediato del sentido, la comprensión comparativa consiste en una fusión, por parte de la compresión de varios datos aislados.

Ambos momentos constituyen el círculo hermenéutico, forman una unidad que exige meterse en el autor, hacerse de su situación e intención, a su mundo de pensamiento, de representación.


En Schleiermacher el círculo hermenéutico se presenta definido en sus dos dimensiones
fundamentales: por una parte, el necesario pre-conocimiento de la totalidad de la obra que se debe interpretar y, por otro, la necesaria pertenencia de, tanto la obra como el
intérprete, a un ámbito mayor.

De la teoría hermenéutica de Schleiermacher pueden derivarse dos conclusiones:

1ª) Que la perfección última de todo conocimiento, de toda interpretación está en la comprensión de la totalidad en la que se insertan las creaciones individuales.

2ª) Que, en consecuencia, cada texto individual no posee, en sí mismo, un valor autónomo. Es, más bien, un material mediador para el conocimiento de la totalidad.  

Hegel hace una aplicación concreta de estas dos conclusiones en su concepción idealista de la historia universal. Llena de contenido metafísico el principio hermenéutico de que la comprensión de lo individual debe producirse por referencia a la totalidad. Aboga así a una metafísica de la historia universal cuyo sentido unitario depende de una hipotética meta final dogmáticamente establecida.

Frente a esta concepción hegeliana de la historia se levanta la Escuela histórica, con autores como Ranke, Droysen y Dilthey, que llevan a cabo, de manera diferente, una fundamentación hermenéutica de la historiografía.

Es decir, entre Hegel y la Escuela histórica hay una diferencia esencial en la aplicación historiográfica de la teoría hermenéutica.

Los autores de esta escuela no llenan el principio hermenéutico con ningún contenido. Piensan en la totalidad de la historia universal simplemente como la idea formal de la máxima variedad y multiplicidad de lo humano.

El sentido de la historia no le viene de fuera. Está en sí misma. En su devenir, cambiar y pasar se expresa el misterio de la inagotable productividad de la vida histórica.

En suma, lo que impulsa el devenir histórico y le da una unidad no es la subjetividad de los individuos, sino decisiones históricas recognoscible en sus efectos. Lo que confiere sentido al acontecer son los juegos de fuerzas resultantes de las decisiones, que producen continuidad.

Esta concepción de la historia, elaborada frente a la de Hegel, no está, sin embargo, exenta de presupuestos aprióricos.

Tema 21

El intento de Dilthey de una fundamentación hermenéutica de las ciencias del espíritu

Dilthey se propone encontrar un fundamento epistemológico sólido para las concepciones teóricas que Ranke había mantenido frente al idealismo de Hegel. Y cree que este propósito puede cumplirse positivamente completando la crítica kantiana de la razón pura con una crítica de la razón histórica.

Dilthey intenta desarrollar su proyecto partiendo de esta característica del conocimiento histórico. Para ello investiga cómo adquiere el individuo un contexto vital, e intenta elaborar los conceptos constitutivos capaces de sustentar, al mismo tiempo, el contexto histórico y su conocimiento.

El concepto de vivencia, define propiamente, para Dilthey, el conocimiento histórico. Pues en la vivencia tiene realidad palpable la identidad de sujeto y objeto.

Del mismo modo que el concepto de vivencia es un concepto vital, a diferencia de las categorías kantianas del entendimiento, los nexos psicológicos de vivencias deben ser distintos de los nexos causales del acontecer natural.

Para expresar el carácter vivido de estos nexos psicológicos, Dilthey emplea la noción de estructura. La estructura se forma del mismo modo que se constituye la forma sensible de una melodía: no desde la mera sucesión temporal de tonos pasajeros, sino desde los motivos musicales que determinan la unidad de su forma.

Hasta ahora, Dilthey, sólo ha encontrado el nexo propio de la experiencia vital del individuo. Sin embargo, para fundamentar científicamente el conocimiento histórico, necesita un nexo o significado general que no es vivido ya ni experimentado por individuo alguno.

En realidad, el problema no es otro que pasar de la fundamentación psicológica a la fundamentación hermenéutica de las ciencias del espíritu.

Dilthey consigue la transformación de lo psicológico en hermenéutico mediante el concepto de comprensión. Pues con ello diferencia las relaciones del mundo espiritual (ciencias del espíritu) respecto a las relaciones causales en las ciencias de la naturaleza.

La estructura de la vida psíquica es una unidad vital comprensible en sí misma, que se expresa en cada una de sus manifestaciones y puede, por tanto, ser comprendida desde ellas. Dilthey aprende de Husserl esta distinción entre estructura (o significado general) y nexo causal. Pero la demostración husserliana de la idealidad del significado era el resultado de investigaciones puramente lógicas. Dilthey no entiende el significado en sentido lógico, sino como expresión de la vida. La vida misma se autointerpreta. Tiene sentido hermenéutico. Por tanto, es la vida misma la que constituye la base de las ciencias del espíritu.

Que el significado tenga, para Dilthey, un sentido histórico, y no lógico, implica que está sujeto a una limitación producida por la recurrencia de los efectos. Su hermenéutica de la vida intenta permanecer así sobre el suelo de la concepción histórica del mundo.

Con el aporte de Dilthey, se entiende que la hermenéutica cumple al tomar en cuenta la
significación de los eventos históricos. Se entiende de esta manera que cada lector en su
momento puede interpretar el pasado, ya que todos los eventos pretéritos son efectos del
espíritu humano, en cuyas estructuras y capacidades participa el intérprete.

El sujeto que comprende, entonces, no es concebido al modo fenomenológico como una
conciencia pura, aséptica y neutral, sino como una conciencia que es afectada por una
experiencia vital común a lo que subyace en la historia o en el texto y que es expresada
en su logos vivencial.

Se puede afirmar con esto, que la hermenéutica propuesta por Dilthey permite
comprender a un autor mejor de lo que el propio autor se entendía a sí mismo, y en una
época histórica mejor de lo que pudieron comprenderla quienes vivieron en ella.

Tema 22

La superación fenomenológica del planteamiento epistemológico

Husserl elimina la base de todo ingenuo objetivismo, proyectado sobre un conocimiento cualquiera, a partir de su distinción entre vivencia particular y mundo vivencial como corriente dinámica y unitaria de las vivencias particulares.

Esta distinción significa que toda vivencia intencional se produce en un horizonte anterior y posterior.

Un horizonte no es ámbito rígidamente acotado, sino algo que se desplaza a medida que se recorre, y que invita a seguir entrando en él.

Con este concepto de horizonte, Husserl intenta vincular, indisolublemente, toda referencia intencional limitada a la continuidad básica del todo.

Traducido esto al ámbito de los objetos que se dan a la conciencia significa que todo lo que está dado como ente está dado como mundo, y lleva consigo el horizonte del mundo.

Pero la contribución crítica a la ingenuidad objetivista de toda la filosofía anterior y, en particular, del ideal positivista, tal vez destaque más en la temática husserliana de la vida.

Esta contribución consiste, sobre todo, en desvelar el carácter aparente de la controversia epistemológica entre idealismo y realismo al tematizar la dependencia interna de subjetividad y objetividad.

El mundo no es más que la exteriorización de la subjetividad, y la subjetividad no es más que la interiorización del mundo.

“Vida” no es sólo el ir viviendo de la actitud natural, sino también la subjetividad trascendentalmente reducida que es la fuente de toda objetivación.

Tanto Husserl como Dilthey piensan la unidad de la corriente vivencial como previa y determinante frente a la individualidad de las vivencias.

La investigación de la vida de la conciencia está, por ello, obligada a superar, en ambos, la vivencia individual como punto de partida.

Según Heidegger, falta la base ontológica propia a la subjetividad trascendental como temporalidad, en Husserl. Por eso, su punto de vista frente a Husserl es que debe determinarse, desde el horizonte del tiempo, lo que el ser significa.

El tiempo no es sólo el horizonte del ser, sino que el ser mismo es tiempo. La estructura de la temporalidad determina así antológicamente a la subjetividad. Sólo así se rompe de veras con la subjetividad y con la metafísica occidental, encerrada en el ser como lo presente.    

Heidegger reconoce y supera, pues, el planteamiento trascendental que es consecuencia del subjetivismo moderno y su pregunta por el ser, y se propone llevar a cabo una renovación general del problema del ser.

Ahora bien, comprender no es ni el ideal de la experiencia vital humana a conseguir en la senectud del espíritu, como piensa Dilthey, ni tampoco, como cree Husserl, un ideal metódico último de la filosofía frente a la ingenuidad del ir viviendo.

Para Heidegger, comprender es la forma originaria de realización del estar-ahí, del ser-en-el-mundo.

Antes de toda diferenciación en tipos de comprensión, comprender es el modo de ser del estar-ahí, en cuanto éste es poder ser y posibilidad.

La comprensión no es ya un concepto metodológico (Schleimacher), ni tampoco una operación que seguiría, en dirección inversa, el impulso de la vida hacia la idealiadad (Dilthey). Comprender es el carácter óptico original de la vida misma.

La analítica del Dasein descubre el carácter de proyecto que reviste todo ser-ahí como el movimiento de la trascendencia, del ascenso por encima de lo que es (del llegar a ser). Y esto representa una superación de la hermenéutica metódica.

Toda comprensión es un comprenderse. Incluso la comprensión de expresiones se refiere, no sólo a la captación inmediata de lo que contiene la expresión, sino también al descubrimiento de la interioridad oculta que permite realizar la comprensión.

El que comprende se comprende, pues, al mismo tiempo a sí mismo, o sea, se proyecta a si mismo hacia posibilidades de sí mismo.

Tema 23

La cuestión de la verdad desde la experiencia del arte 

Con la subjetivización de lo estético y lo artístico, bajo la influencia del trascendentalismo kantiano, los criterios de valor se vuelven inmanentes a la conciencia estética, que se establece como flujo vivencial desde el que se valora todo lo que se ofrece como arte.

La experiencia estética es también un modo de autocomprenderse por el que comprendemos algo distinto, o sea, accedemos a la unidad y objetividad de eso otro.

El mundo que encontramos en la obra de arte no es un universo extraño al que nos ha trasladado la fascinación o el hechizo de una alucinación, sino nuestro propio mundo aunque en una forma que nos permite conocernos mejor a nosotros mismos.

El arte es conocimiento, y la experiencia de la obra de arte permite participar en ese conocimiento.

En la experiencia del arte, dice Gadamer, se da una pretensión de verdad diferente de la de la ciencia, pero seguramente no subordinada o inferior a ella.

Es decir, la experiencia del arte es una forma especial de conocimiento, distinta, a la vez, de la del conocimiento sensorial (que proporciona a la ciencia los últimos datos con los que construir su conocimiento de la naturaleza), de la del conocimiento racional de lo moral, y, en general, de cualquier conocimiento conceptual.

Es necesario reformular el concepto de experiencia de un modo más amplio, para que la experiencia de la obra de arte pueda ser comprendida también como experiencia de verdad.

Lo que entra, pues, en juego aquí es, en último término, una nueva formulación del sentido de la verdad.

En resumen, para llevar a cabo esta reformulación del problema de la verdad de la experiencia estética, la primera condición es superar la interpretación subjetivista de la conciencia estética, y entender la experiencia del arte como verdadera experiencia.

Hay que entender todo encuentro con el lenguaje del arte como encuentro con un acontecer inconcluso y como parte, al mismo tiempo, de este acontecer.

Esto no significa que la interpretación de la experiencia estética desde el horizonte del tiempo se temporalice tan radicalmente que ya no se pueda dejar valer nada estable o perdurable, sino simplemente que el encuentro con la obra de arte ha de comprenderse por referencia al tiempo y al futuro.

La experiencia de la obra de arte implica un comprender, representa por sí misma un fenómeno hermenéutico, y no en el sentido de un método científico.

Pues el comprender forma parte del encuentro con la obra de arte. Tal pertenencia sólo puede ser iluminada partiendo de una elucidación del modo de ser de la obra de arte.

Tema 24

El ser de la obra de arte y su significado hermenéutico

Desde la nueva perspectiva hermenéutica el ser propio de la obra de arte consiste en su potencialidad para convertirse en experiencia que modifica al que la experimenta.

Para hacer comprensible esta idea, Gadamer determina el ser de la obra de arte a partir de un análisis fenomenológico de la experiencia del juego.

El sujeto del juego no serían los jugadores, sino que a través de ellos el juego, su esencia, simplemente accedería a su manifestación. Por otra parte lo que caracteriza siempre al juego es una
especie de movimiento de vaivén que no se dirige ni se orienta a ninguna meta donde trata de alcanzar su final, que no tiene, por tanto, ninguna meta, sino que se produce renovándose y reiterándose repetidamente.

La meta del juego está en él mismo, en jugarse, en representarse.

En la medida en que el devenir del mundo o el dinamismo de la naturaleza parecen un juego siempre renovado, sin objetivo ni intención, como dijera ya Heráclito, sin esfuerzo (o mejor, sin la apariencia de un sentirse esforzado), algunos filósofos como Schelling, Nietzsche, etc. han propuesto entender este juego del mundo como un modelo de arte, viendo en el devenir de lo existente una obra de arte que continuamente se crea y se destruye a sí misma.

El juego humano alcanza su perfección en el arte. En el arte, el juego se convierte en obra como manifestación duradera del juego que adquiere una total autonomía, tanto frente al artista que la crea como frente al posible actor que la ejecuta o la representa.

Toda interpretación implica una transformación de la obra. Transformación que significa que lo que era antes ya no es ahora, sino que lo que en cada interpretación hay eso es lo verdadero.

Por tanto, lo que realmente se experimenta en una obra de arte, lo que atrae y arrebata al que la disfruta, no es propiamente la habilidad o la técnica del artista, sino en qué medida es verdadera, o sea, hasta qué punto uno conoce y reconoce en ella algo, y en este algo a sí mismo.

El gozo estético del reconocimiento consiste en que se conoce ahora algo que antes no conocíamos, algo que surge y se manifiesta en su esencia en virtud de ese renacimiento. La imitación y la representación no son sólo repetir copiando, sino que son conocimientos de la esencia.

De aquí que podemos inferir que el ser del arte no puede determinarse, de acuerdo con lo que defiende la estética subjetivista, como objeto de una conciencia estética. La conciencia estética es parte del proceso óptico de la representación y pertenece esencialmente al juego como tal.

Por tanto, contra la “distinción estética” entre obra y representación, es preciso afirmar que la obra de arte no es algo que sea en sí y a cuyo ser no afecta el hecho contingente de su interpretación o representación. Sólo alcanza su ser verdadero en y por su interpretación.
Puesto que la obra es su representación, su representación es la verdadera experiencia de ésta y la conciencia estética sólo puede realizar su distinción entre la obra y su representación bajo el modo de la crítica, o sea, cuando la interpretación o la representación fracasan.

Teniendo a la vista asimismo la identidad obra de arte, juego, desde la que es obvia la tesis de que el verdadero ser de ambas cosas no puede separarse de su representación, cabe introducir la dimensión temporal en esta consideración, que adquiere, con ello, nuevas connotaciones significativas.

Gadamer trata de aportar alguna luz en este sentido analizando el fenómeno de la fiesta.
Las fiestas periódicas se repiten, retornan. Pero la fiesta que retorna no es ni la misma ni otra distinta, no es la simple rememoración de algo que se festejó en el origen, sino que es celebración. Sólo tiene su ser en su devenir y en su retornar. La fiesta se celebra porque está ahí.

En conexión con esto, Gadamer recuerda el concepto de comunión social que subyace al concepto griego de teoría. Theorós significa el que participa en una celebración festiva, el espectador que participa en el acto festivo con su presencia y obtiene así su caracterización jurídico-social. Teoría es verdadera participación. Y es que la asistencia, como actitud subjetiva del comportamiento humano, tiene el carácter de un estar fuera de sí.

En realidad, el estar fuera de sí es la posibilidad positiva de asistir a algo por entero. Esta asistencia tiene el carácter del éxtasis, del auto-olvido, y la esencia del espectador consiste en entregarse a este éxtasis, a esta contemplación olvidándose de sí mismo.

Este auto-olvido tiene su origen en volverse hacia la cosa, y el espectador lo realiza como su propia acción positiva.

Del mismo modo que la presencia absoluta designa el modo de ser del ser estético, y la obra de arte es la misma cada vez que se convierte en un presente de este tipo, también el momento absoluto en el que se encuentra el espectador es al mismo tiempo auto-olvido y mediación consigo mismo.

Lo que le arranca de todo lo demás le devuelve al mismo tiempo el todo de su ser.

Tema 25

Hacia una fundamentación ontológica de la experiencia hermenéutica

Se trata de comprender verdaderamente el significado ontológico de la temporalidad constitutiva del hombre y de su conciencia histórica, determinante de sus límites y posibilidades. Sólo desde ella podrá tenerse una estimación real del tiempo de las cosas y del tiempo de la acción humana, ámbito propio de la historicidad.

Para Heidegger, de lo que se trata es de replantear radicalmente la pregunta por el sentido del ser, cómo hay que comprender el ente en su ser.

Dicho sentido del ser se resuelve, en Heidegger, en la analítica de las estructuras existenciales del ser-ahí, en cuanto ente que, a diferencia de los demás entes, está ya en relación con el ser y, por tanto, tiene ya una precomprensión del ser.

A partir del análisis de la estructura fundamental del ser-ahí como ser-en-el-mundo, Heidegger podrá mostrar la consistencia ontológica de la historicidad de la existencia que hace imposible ver al sujeto de conocimiento como el sujeto puro supuesto en toda posición de tipo trascendental, al tiempo que la temporalidad resulta irreductible al concepto de tiempo empleado en las ciencias naturales.

Heidegger intenta relacionar la extensividad de las cosas, que es para Descartes la base de lo derivadamente inteligible, con la especialidad del ser-ahí y, por tanto, con su propia estructura fundamental.

De este modo, el conocimiento no podrá constituirse ya como pura representación objetiva de una forma que no cambia, sino que tendrá que vincularse a la condición de la preocupación (Sorge).

Hablar de totalidad en relación al ser-ahí ello es posible sobre la base de la capacidad de éste de anticipar su muerte y reconocer su deuda. Pues así, el ser-ahí de un ser-todavía-no a su ser-pasado haciéndose, de este modo, presente en su situación. Y así el sentido de su ser, su ser-ahí, mismo que se comprende a sí mismo y que lo hace posible, se muestra como temporalidad.

La temporalidad se desvela, pues, por el análisis existencial, como el sentido del ser auténtico y de la comprensión de su ser.

El propósito de Sein und Zeit era pensar la temporalidad del ser en respuesta a la pregunta por el sentido del ser. Al final de la analítica existencial se muestra cómo, a partir de la temporalidad del ser-ahí, el pensamiento debe tomar conciencia de la temporalidad de toda comprensión del ser y del sentido del ser mismo.

Y aunque el propósito no haya alcanzado su completa realización, sí queda suficientemente aclarada la cuestión de por qué la tradición metafísica no ha comprendido el tiempo en su naturaleza originaria.

La ontología tradicional se ha dejado polarizar por el ente que se encuentra en el tiempo, olvidándose de la temporalidad del tiempo mismo.

Ha pensado el ser del ente a partir del ente presente en el tiempo, pensando luego el tiempo mismo a partir de la comprensión del ser así obtenida. El concepto de tiempo que obtiene es el de una serie de instantes susceptibles de ser localizados.

Ahora bien, ningún instante del tiempo puede ser cosificado, lo cual aparece ahora suficientemente obvio desde la conceptualización heideggeriana del ser-en-el-mundo como historicidad sobre una ontología que temporaliza el tiempo mismo.

 

Tema 26

El estatuto de las ciencias histórico-hermenéuticas

Fue Gadamer quien, de un modo premeditadamente polémico, reivindicó la tradición junto con los prejuicios y la autoridad, enfrentándose al cientismo y defendiendo la relación de pertenencia, sin la cual no puede existir referencia alguna a lo histórico como tal.  

Y a partir de esta concepción de la tradición acuña Gadamer su expresión “historia de los efectos” (Wirkungsgeschichte).

Con ella se pretende destacar la conciencia de estar expuesto a la acción de la historia. Comprender la estructura del proceso histórico, como tradición implica aceptar que nuestro conocimiento del pasado nunca podrá ser un conocimiento inmediato, sino posible únicamente en la mediación histórica de sus efectos.

Gadamer muestra que tomar conciencia de la dimensión histórica del hombre exige una transformación fundamental que subordine la teoría del conocimiento a la ontología, en la línea de lo que había hecho Heidegger al poner de manifiesto el sentido verdadero de la preestructura de anticipación del comprender (Vorstruktur des Verstehens).  

Para Gadamer, en definitiva, el término tradición expresa la dialéctica interna característica de la historia como Wirkungsgeschichte. El modo de la temporalidad sobre el que esta dialéctica se produce es el de la mediación temporal como distancia (Abstand), o el del “tiempo cruzado” si seguimos la terminología de Ricoeur.

Ante la dicotomía historiográfica entre una distancia infranqueable entre pasado y presente, o una distancia anulada, es oportuno introducir la tradición como dialéctica de alejamiento y desdistanciación, haciendo del tiempo mismo “el soporte y el fundamento del proceso en el que el presente tiene sus raíces”.

La filosofía hermenéutica conceptualiza esta relación dialéctica con las nociones de “situación” y de “horizonte”. Es decir, el hombre es siempre un ser en situación; o, como diría Ortega, un yo en una circunstancia.

Esto significa que en estos horizontes en movimiento se da una “fusión de horizontes” cada vez que, desde la estructura de la precomprensión que representan nuestros prejuicios, conquistamos un horizonte histórico sin reducir el pasado a nuestras particulares expectativas de sentido.

La fusión de horizontes es, en este marco, el sentido del trabajo del historiador, que confluye, de este modo, con el trabajo propio de la historia de los efectos.

Lo que el concepto de tradición enseña es que existe una comunicación histórica entre una pluralidad de horizontes. Hablar de la tradición es hablar del hecho de que nunca estamos en una posición de absoluta innovación, sino siempre en la situación de herederos de los contenidos culturales que nos son transmitidos como mundos de sentido. Por tanto, más que de tradición, en singular, sería más preciso hablar de las tradiciones, en plural, y añadir que esta condición de la transmisión de los contenidos culturales del pasado afecta esencialmente a la estructura lingüística de la comunicación en general.    

Entender las tradiciones como mundos de sentido que recibimos, incorporamos y transmitimos, y, por tanto, comprender la historia como rememoración de un pasado que nos habla, implica situarse también, y sobre todo, en la perspectiva de una concepción del lenguaje como discurso, como “decir algo a alguien acerca de algo”, no sólo como lengua, no sólo como un sistema cerrado y autónomo, tal como lo plantea y lo estudia la lingüística estructural.

El lenguaje cumple, en definitiva, una función simbolizadora constituyente de un cosmos de objetos que es un mundo de significados actualizados en el discurso.

De ahí su condición de elemento mediador entre el hombre y la realidad.

Como discurso, el lenguaje no es una estructura estática, sino fluyente: es la vida histórica de la tradición.

A través de él, el pasado está ligado al presente en cuando que recoge las experiencias de las generaciones pasadas, las conserva y las transmite.

Al entender las tradiciones como los conjuntos de las cosas dichas en el pasado y transmitidas hasta nosotros por una cadena de interpretaciones y reinterpretaciones, la dialéctica formal de la distancia temporal se concreta en la dialéctica material de los contenidos que se transmiten.

Según esta dialéctica, el pasado nos interroga en la medida en que nosotros le respondemos, y nos responde en la medida en que le interrogamos.

De modo que es así como el lenguaje, en cuanto mediación histórica de la tradición, nos envuelve ofreciéndosenos y sustrayéndosenos, planteándonos preguntas y como dándose él a sí mismo, a través de nosotros, las respuestas.

Así han tenido lugar las interpretaciones y reinterpretaciones que dan contenido a la historia de los efectos.

Es en la tradición misma donde van surgiendo las preguntas al paso que realizamos nuestra experiencia, y es en ella donde las respuestas dadas por los historiadores o intérpretes en un momento dado se muestran en su productividad histórica característica.

Cualquier proceso de conocimiento no es más que un diálogo sobre las cosas o sobre nosotros mismos en el que los hombres nos vemos envueltos.

En esta dinámica no hay un método concreto que enseñe a ver qué es lo preguntado. Precisamente la tesis de Gadamer es que el método, por contraposición a la verdad, es un límite que se impone al saber.

Con el puro método no se garantiza la verdad. Los métodos, lo mismo que los lenguajes formalizados, se integran en el metalenguaje de la lengua natural, se integran en un acontecer que es la visión del mundo otorgada por el lenguaje, y que dialógicamente se va ampliando en un devenir creativo que no está precontenido en su principio y que funda la vitalidad de la tradición.

Tema 27

El concepto de crítica como reflexión sobre los prejuicios

Lo que la hermenéutica debe resolver, fundamentalmente, es la oposición abstracta entre tradición e investigación histórica, entre historia y conocimiento de la misma.

La interpretación histórica como articulación de una determinada comprensión podría implicar perfectamente que esa articulación estuviera críticamente guiada por el criterio general de la comunicación ideal. Este criterio, en cuanto ideal regulador, es un acontecimiento perteneciente a su vez a la originaria apertura del ser y al darse-ocultarse que constituye su epocalidad.

Por tanto, la hermenéutica de la historia deberá esclarecer esta nueva dialéctica, interna al ámbito de la experiencia, entre memoria y expectativa, proyectada en el futuro como ideal regulador, y la reinterpretación del pasado, y de cómo, a partir de este choque, se abren en el pasado posibilidades olvidadas, potencialidades reprimidas, tentativas detenidas.

La importancia de la posición de Habermas radica, sobre todo, en que, con esta distinción de intereses en la relación al fenómeno ideológico, está replanteando el mundo del lenguaje en una constelación más vasta que la que tenía en la hermenéutica gadameriana, pues comporta también las relaciones de trabajo y de poder.

Hay que notar que, para evitar la vuelta a un principio de verdad radicalmente fonológica, como en el caso de la deducción trascendental kantiana, es preciso plantear la identidad del principio reflexivo según el modelo dialógico. De lo contrario, la autorreflexión no podría fundar la utopía de una comunicación sin trabas y sin límites.

En conclusión, hay que percibir esa idea reguladora, que es esencialmente una idea dialógica, actuando ya en la práctica de la comunicación y en la misma tradición.

De ese modo el apriorismo de la comunicación asumirá la función ideal reguladora, tanto de nuestras expectativas determinadas como de nuestras tradiciones hipostasiadas.

Por otra parte, desde esta dialéctica de memoria y acción crítica que debe contemplarse en el fondo de la historia, y que debe condicionar la tarea del historiador, no puede aceptarse ya una separación tajante entre la ciencia histórica, como tal, y el interés por la emancipación.

Tomándolo positivamente como un motivo propio, y no negativamente, como hace Habermas, este interés no tiene otro contenido que el ideal de la comunicación sin trabas ni límites.

Así que sería abstracto si no se inscribiese en la tarea del historiador, comprendida como acción comunicativa. Esto vuelve a confirmar la no separación entre la crítica de las distorsiones del lenguaje y la experiencia comunicativa allí donde es real, allí donde se produce.

Si no tenemos ninguna experiencia de la comunicación lograda, no podemos desearla para todos los hombree y en todos los niveles de institucionalización.

No es eficaz el sueño de la acción comunicativa si no se apoya en la tarea reinterpretativa de las herencias culturales.

Tema 28

La textualidad de las obras escritas y sus implicaciones hermenéuticas

El lector de obras escritas debe reformular aquellos aspectos del problema hermenéutico que le hagan alcanzar el punto en el que cierta dialéctica entre la experiencia y la objetivación científica se convierta en el resorte mismo de su tarea.

En este sentido, resulta interesante introducir elementos de la teoría del texto elaborada, en los últimos años, por diversos autores desde distintas perspectivas.

A diferencia de la situación dialógica, en la que la interpresencialidad determina los polos mismos del discurso, la obra escrita está potencialmente abierta a todo el que sepa leer.

Lo que una obra quiere es poner nuestro pensamiento en su dirección, en su sentido. Pero para comprender este sentido será preciso explicar tanto las relaciones de dependencia interna, que constituyen la estática del texto, cuanto las de dependencia externa, que constituyen su contexto. Interpretar será entonces abrir el camino de pensamiento que el texto requiere, para quedar expuestos a su acción.

La labor del intérprete debe pasar por los tres momentos de comprender, explicar e historiar. En esta triple tarea, el tercer momento condiciona teleológicamente los otros dos. Pero la primacía la tiene la comprensión, pues es la que regula el proceso de un estadio al otro, en virtud del ideal regulador u horizonte de expectativa que debe contener.

De este modo, el lector se orienta por la comprensión en la realización de su cometido, siendo la doble dialéctica (la que asegura la transición a través de la explicación.

Tratar una obra como texto es prolongar el suspense de su relación referencial a un mundo y mantenerse en el lugar del texto. Desde este punto de vista es como si la obra no tuviese un fuera, sino sólo un dentro sin intención de referencia.

A partir de aquí es posible un comportamiento explicativo de la obra. Este modelo explicativo viene dado por los procedimientos propios de las ciencias del lenguaje.

La obra filosófica espera y requiere una lectura reconstitutiva de su mensaje, que es una obra abierta y no cerrada sobre sí misma. Por eso, el momento propiamente hermenéutico es aquél en el que la pregunta, transgrediendo la cerrazón del texto, se dirige a la cosa (die Sache) del texto, o sea, a la clase de mundo abierto por él.

La obra tiene el poder de abrir una dimensión de realidad que comporta, en su principio mismo, un recurso frente a cualquier situación de hecho y, por tanto, abre la posibilidad de una crítica de lo real.

Para interpretar, pues, lo que dice una obra habrá que encadenar un discurso nuevo al discurso del texto.  

Por ello, la interpretación tiene que tener el carácter de una apropiación (Aneignung), entendiendo por tal el hecho de que la interpretación de la obra pasa por la autointerpretación del intérprete en un movimiento literalmente reflexivo, aunque de ningún modo subjetivista.

La historia como ciencia hermenéutica es, así, historia de la autorreflexión.

La autorreflexión no es nada sin la mediación de los signos y de las obras de cultura, como la interpretación no sería nada si no se incorporase, a título de intermediaria, al proceso de la autocomprensión.

En conclusión, comprender no es proyectarse uno mismo en el texto, sino exponerse al texto, recibir la proposición de mundo que la interpretación despliega.  

Tema 29

La teoría como praxis: Max Horkheimer

Horkheimer asigna inicialmente a la Teoría crítica la tarea práctica de transformar el mundo actual en un orden sin explotación ni opresión como el soñado por Marx, donde se produciría la reconciliación del individuo y sociedad en la unidad autónoma de una humanidad consciente y dueña de sí misma.

Horkheimer defiende apasionadamente a la razón contra las dos formas modernas más sobresalientes de renuncia a la verdad: el relativismos y el irracionalismo.

La adhesión de Horkheimer a una tarea de racionalización de la sociedad extrañaba graves dificultades desde el punto de vista de su coherencia interna.

La conciencia de estas dificultades obliga a la Teoría crítica a reflexionar sobre sí misma y a variar en parte sus posiciones iniciales.

Horkheimer intenta una solución distinguiendo entre diferentes proyectos de racionalización social en base a tipos diversos de racionalidad.

La razón exigida por la Teoría crítica deberá ser objetiva y no instrumental, es decir, contener y vehicular el objetivo de proporcionar a la sociedad una forma de organización justa.    

Es decir, por una parte, se deben poder definir las metas para una praxis de cambio social sin caer en el idealismo, mientras, por otra, no cabe dejar de lado la aportación de las ciencias positivas, cuya verdad no se puede negar. Este intento de Horkheimer de resolver, mediante una caracterización negativa de la razón crítica, las dificultades que extrañaba su proyecto inicial de racionalización social, más que despejar tales dificultades podría decirse que las agrava y la complica.

El camino mismo elegido no se libra de graves contradicciones.

La solución sólo puede atisbarse a partir de un concepto de verdad capaz de superar el dilema relativismo-dogmatismo. La verdad se produce al hilo de un proceso continuo de rectificación. Esta concepción permite englobar en el proyecto tanto las metas de justicia social y libertad como los resultados de las ciencias particulares, sin que ello implique el reconocimiento de una posible identidad realizable entre razón y realidad.

Ahora bien, esta frágil coherencia se alcanza a costa de incluir en un proyecto de base materialista, un “ideal regulador” tan intemporal y universal como el ideal regulador de la razón en Kant.

Pero para Horkheimer sólo cabe una crítica de la razón como tal, instrumental y objetiva, burguesa y totalitaria. Es esto lo que le conduce inevitablemente, al igual que le sucede a Heidegger, a una comprensión de la historia como proceso inmanente de racionalización instrumentalizadota, es decir, totalitaria y opresiva respecto al individuo.

Por lo que los primeros objetivos de la teoría crítica deben ser modificados y consumarse el alejamiento del marxismo.

En los escritos de los años sesenta, se muestra ya claramente el abandono, por parte de Horkheimer, de su anterior concepción de la racionalización como un objetivo que es preciso realizar para lograr una sociedad más justa, y aparece un destino bien distinto de la racionalización como tendencia inmanente al desarrollo de la humanidad.

Horkheimer entiende que, tras la caída del nacionalsocialismo al final de la Segunda Guerra mundial, en los países de Occidente la revolución se convertiría de nuevo en un terrorismo, en una nueva situación terrible. Propone, pues, tratar más bien de conservar aquello que es positivo, como la autonomía de la persona individual, la importancia del individuo, su psicología diferenciada, ciertos factores de la cultura, sin poner obstáculos al progreso.

Los contenidos de la teoría crítica han variado profundamente.

El objetivo ahora es recuperar la dignidad del individuo humano y devolverle su libertad. Para ello, lo que hay que hacer es denunciar abiertamente los intereses totalitarios que animan y orientan a los diversos discursos ideológicos que sostienen este mundo administrado (filosófico, científico, religioso, teológico, político).

Para no sucumbir también a la barbarie del totalitarismo, la crítica de las ideologías necesitan poder contar con la posibilidad de una referencia a lo completamente otro a través, no de la razón, sino de la nostalgia.

La esperanza de la Teoría crítica es, pues, denuncia del individuo que sufre proyectada más allá del mal presente hacia una situación completamente opuesta, pero que no rebasa el ámbito de lo negativo, es decir, de lo no pensable y de lo no realizable.

En sentido estricto, es sólo esta nostalgia la que hace posible la esperanza, pues conserva, como tal, la posibilidad de una realidad más allá del hombre.

Una nostalgia y una esperanza que desilusionan constantemente, pero que deben permanecer siempre en el horizonte de las expectativas humanas como única posibilidad de libertad crítica frente a la implacable uniformidad a la que nos somete un mundo completamente burocratizado. Así, si un impulso religioso subyace, en cierto  modo, a la Teoría crítica, el punto de vista materialista se mantiene como su matriz fundamental.

Tema 30

La teoría social del conocimiento: Theodor W. Adorno

El pensamiento crítico de Adorno inserta en las líneas que traza la matriz hegeliano-marxiana elementos psicoanalíticos y sociológicos desvinculados, a su vez, de sus contextos originarios freudianos y durkheimianos.

Pero tal vez, lo más interesante aquí es que, en este marco conceptual, Adorno se esfuerza por resituar la temática psicoanalítica y sociológica convirtiéndolas en un momento esencial de la nueva teoría social del conocimiento.

O sea, el valor de estas ciencias, como aportación a una metacrítica del conocimiento, radicaría en su insistencia en la tesis de que toda percepción es una proyección.

Si los impulsos, dice Adorno, no son superados y conservados (aufgehoben) en el pensamiento, no se produce el conocimiento, y el pensamiento que mata a su propio padre (el deseo) es víctima de la venganza de la estupidez. Si el pensamiento destruye su propia condición, el conocimiento no tiene lugar como acceso a la verdad.

Adorno insiste una y otra vez en la desfiguración de un conocimiento que cree tener lugar al margen de la inserción corporal e histórico-social del sujeto que conoce.

Para Adorno, la dinámica conflictual de la historia del yo es la historia misma de la razón como proceso de racionalización de la realidad, destino del hombre occidental. Es la liberación de la naturaleza pero, al mismo tiempo, el alejamiento de la reconciliación con ella, sístole y diástole de lo que él llama “dialéctica de la Ilustración”.

Con esta expresión quiere sugerir que lo que se presenta como triunfo de la racionalidad, la sumisión de todo lo que existe al formalismo lógico (objetivo último de la razón ilustrada), significa también, al mismo tiempo, la caída de la razón en la trampa por la racionalización.

De ahí la generalización de la patología social, que aparece como una condición antropológica “normal”. Este análisis de la actual patología social del sujeto de conocimiento lo lleva a cabo Adorno, como es fácil advertir, en el marco de una antropología crítica y haciendo uso de categorías antropológicas. De modo que cuando Adorno habla en este contexto de “objeto”, “percepción”, “proyección”, está pensando en hombres concretos de una sociedad y un momento histórico concretos, en los sujetos contemporáneos, activos o pasivos, de tales operaciones. Para él, la lógica no es verdad absoluta e intemporal, sino un proceso que no se deja reducir ni al polo subjetivo ni al polo objetivo.

La verdad es sólo y siempre un campo de fuerzas que exige el reconocimiento de la relación real del pensamiento con la situación social y vital. Esta relación, y por consiguiente la objetividad de la verdad, depende, pues, de los sujetos pensantes que realizan de modo concreto la síntesis cognoscitiva.

En definitiva, la teoría tradicional del conocimiento no es, para Adorno, más que el esfuerzo por desarrollar el principio de identidad. Se trata, pues, de una teoría del conocimiento conservadora y reaccionaria, dominada por el odio a lo complejo y en abierta sintonía con los poderes y fuerzas opresivos de la sociedad.

En Adorno, la autocrítica de la lógica desemboca en una defensa de la dialéctica como proceso del ser y del pensar.

El pensamiento dialéctico que no contrapone como enemigos al hombre y al mundo, sino que los presenta como momentos que se producen y se distinguen mutuamente.

La dialéctica es entonces un arma de lucha frente a la razón dominante: sólo en la medida en que la refuta y la supera se convierte ella misma en racional. Por lo que la tarea de la  dialéctica debe ser la de combatir las sanas opiniones acerca de la inmodificabilidad del mundo.

No es necesario que los conocimientos sean absolutamente exactos, pero sí que se ofrezcan de tal modo que lo que enseñen se juzgue por sí mismo, o sea, muestre junto con su contenido el conjunto de sus razones. Verdad y falsedad, en Adorno, son dos conceptos que superan su significado intelectualista e introducen una determinada actitud ético-práctica. Quien decide la verdad de la teoría no es la exactitud formal o la adecuación a un estado de cosas, sino la capacidad para situarse frente a la realidad.

Por tanto, de lo que se trata es, por una parte, de desafiar el valor autónomo de la lógica sin, por la otra, convertirse en un relativista. De esta forma Adorno permanece en un plano de legítima discusión teorética desde cuya concreta racionalidad es posible denunciar la lógica y la teoría del conocimiento tradicional en su olvido de su dependencia de lo social.

Tema 31

La denuncia del conservadurismo filosófico y científico

Para Habermas la causa del conservadurismo de la filosofía tradicional, que vive de espaldas a las necesidades de transformación de la sociedad existente porque cree falsamente expresar verdades superiores que todos los hombre deben aceptar, cuando esa universalidad debe entenderse sólo como ideal regulador en la búsqueda del conocimiento verdadero que es propia de la razón.  Habermas sostiene que lo que antecede y determina todo conocimiento y toda interpretación es un interés como fuerza condicionante externa que procede de la esfera del trabajo o de la interacción social.

Habermas sitúa la exigencia crítica decididamente por encima de la conciencia hermenéutica de pertenencia a la tradición, por lo plantea la necesidad de una interpretación independiente, o sea, de una crítica capaz de disolver las coacciones producidas por el ejercicio del poder y de las relaciones de dominio de unos hombres sobre otros.    

Para ser más precisos podríamos decir que el concepto habermasiano de ideología se define por tres rasgos:

1º Impacto de la violencia en el lenguaje: la ideología es una distorsión del lenguaje y de la competencia comunicativa por la intromisión en ella de los intereses de dominio. No se trata aquí de simples equivocaciones o errores en el uso del lenguaje, sino de manipulaciones producidas por intereses de dominio que se ejercen con violencia.

2º El segundo rasgo de la ideología es que en ella la violencia se camufla de modo que escapa a la conciencia. Tiene, por tanto, el carácter de la ilusión, de la proyección o de la racionalización justificadora en el sentido que el Psicoanálisis da a todos estos mecanismos psicológicos.

3º De ahí que, como tercer rasgo de la ideología, Habermas considere que sólo se desenmascara mediante una crítica que ponga relieve los intereses que la animan.

En definitiva, para Habermas es necesario considerar como propio de la interpretación un momento crítico-expectativo en virtud del cual el sentido se comprende mediante el desenmascaramiento del origen del no sentido.

Esto significa señalar, en los fenómenos ideológicos, un límite irrebasable para una simple hermenéutica como la gadameriana, que se autocomprende como dialógica de la pregunta y respuesta.

Habermas trabaja en el intento general de esclarecer críticamente las vinculaciones que tienen lugar entre el conocimiento y la sociedad. Aquí es donde hay que situar su teoría de los intereses del conocimiento como paso previo a la tarea práctica que debe orientarse a la superación de las actitudes ideológicas, que sólo será posible si recuperamos la reflexión crítica sobre la actividad teórica.

Habermas plantea a continuación toda una reconsideración del problema de la racionalidad en conexión con su teoría de la comunidad de comunicación.

Es decir, la parte positiva de su pensamiento viene tras la crítica y se ocupa de teorizar las reglas pragmáticas de los procesos de constitución social e individual capaces de dar cuenta de su racionalidad.

Por una lado, la crítica instrumental, iniciada por sus maestros, y que en Habermas se modula como denuncia del conservadurismo filosófico y científico de la tradición que acaba en una ciencia y en una técnica contemporáneas como ideología. Por otro lado, el concepto de razón comunicativa con el que se trata de reconducir el problema de la racionalidad al problema de la clarificación de la acción social, entendiendo ésta en el marco de la interacción lingüístico-simbólica.

Es decir, se trataría de averiguar si la razón, objetivamente dispersa en distintos ámbitos de especialización, tiene o no una unidad, admitiendo que el reduccionismo positivista de la racionalidad en el ámbito de la ciencia nos obliga a reconstruir los nexos que comunican la ciencia con la moral, con la literatura o con la religión.    

Con esta rápida ojeada al panorama de la hermenéutica se puede apreciar la radical importancia y trascendencia adquirida en nuestra autoconciencia intelectual por el acto de leer.

Este pensamiento de la lectura ha supuesto una compleja transformación de la teoría clásica del conocimiento, que terminaba por absolutizar un ideal positivista de ciencia como saber objetivo y universalmente válido, y ha acabado por imponer una definición del conocimiento como comprensión y como interpretación.

La introducción, en el ámbito de la hermenéutica, de los logros obtenidos por las ciencias del lenguaje, pone fin a la antinomia entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, y da paso a un tipo de debate mucho más productivo, y también mucho más urgente, que es el que se refiere a la distinta función que, en nuestra cultura, cada uno de estos saberes está llamado a desempeñar.

Tema 32

Los intereses del conocimiento 

Habermas plantea una crítica a la racionalidad ilustrada, o lo que es lo mismo, al concepto de progreso que habían planteado los autores ilustrados.

Parte de la idea teórico-práctica de que el conocimiento se guía y está estructurado por algún tipo de interés, entendiendo por interés "la orientación básica adscrita a determinadas condiciones fundamentales de la posible auto-reproducción y auto-constitución de la especie humana, o sea, al trabajo y a la interacción".

Distingue 3 clases de intereses:

Interés técnico: ligado al trabajo como dimensión de la existencia humana y al que se puede acceder por medio de las ciencias técnico-empíricas o analítico-empíricas.

Interés práctico: ligado a la interacción (comunicación) simbólica como dimensión de la existencia humana, al que se accede por medio de las ciencias hermeneútica-históricas.

Interés emancipatorio: ligado al poder como dimensión de la existencia humana. A dicho interés se accede por medio de las ciencias de acción, o sea, todas aquellas ciencias destinadas a alterar la sociedad, la historia o conseguir o destruir el poder, como la filosofía, la sociología.

Mediante estas conseguimos un planteamiento en el conocimiento realmente crítico y creativo que no nos permite los 2 tipos anteriores.

Habermas sostiene que este tipo de interés es una síntesis superadora de los 2 anteriores. Gracias a éstas buscamos reglas y principios (por lo que conservamos métodos de la ciencia analítico-empírica) que representen una interpretación.

Pero no se quedan ahí; al ser una síntesis superadora, en el interés emancipatorio se funden los intereses técnicos y los intereses prácticos. 

Las ciencias técnicas presuponen y necesitan de este tipo de interés para avanzar, ya que si no hubiese una crítica continua sobre la ciencia esta no sería consciente de muchos de sus presupuestos falsos; del mismo modo las ciencias hermeneúticas también necesitan de la autoreflexión para mostrar su relativismo y su falta de objetividad.

El interés emancipatorio, en contra de lo que había sostenido antes, no puede reducirse a los otros 2 intereses.

Así que elabora, pues, una nueva teoría en la que vuelve a planteamientos de Kant, pero considerando varios desarrollos del conocimiento del s. XX, como la gramática generativa de Chomski, la psicología cognitiva de Piaget y los estudios de Kohlberg como punto de referencia para interpretar a Kant.

Lo que pretende demostrar con estos nuevos planteamientos es la posibilidad de una ciencia social crítica, a la vez que intenta realizar un análisis científico y crítico de la sociedad.

Para Habermas la herencia de Kant se halla en lo que denomina ciencias reconstructivas, que son las que estudian la "gramática profunda" y las reglas del conocimiento preteórico.

Habermas pretende realizar una teoría de la acción comunicativa que se constituya en una ciencia reconstructiva, es decir, persigue una ciencia reconstructiva que domine a todas las demás y que por lo tanto investigue los presupuestos simbólicos de la comunicación humana en general.

Habermas cuando formula su teoría de la acción comunicativa se fundamenta en los planteamientos sobre la filosofía del lenguaje, y más concretamente, en la teoría de los actos del habla, al constatar que las interacciones comunicativas tienen un campo más amplio que los actos del habla expreso.

Así pues la acción comunicativa para Habermas sólo es posible sobre un fondo de consenso sobre los conceptos de verdad, veracidad, exactitud y comprensibilidad. Este es el ideal del discurso científico, en el que los conflictos se resuelven por argumentaciones no manipuladas ni coercitivas.

Habermas extiende estas nociones a las disputas prácticas, sean estas morales, legales o políticas, en las que también surgen de un modo implícito estas pretensiones universales que se establecen en las estructuras generales de la comunicación posible.

Al final, nos presenta en la teoría de la acción comunicativa la noción del filósofo como el guardián de la razón, que debe estar alerta para hacernos ver que la necesidad de incrementar la racionalidad comunicativa "se renueva con cada acto de comprensión libre, con cada momento de convivencia en solidaridad, con cada momento de individuación de éxito y de emancipación salvadora". El conocer es instrumento de la autoconservación en la medida misma en que trasciende a la mera autoconservación. Los intereses que guían al conocimiento se constituyen en el medio o elemento del trabajo, el lenguaje y la dominación (o "poder").

En la fuerza de la autorreflexión el conocimiento y el interés son uno.

La unidad de conocimiento e interés se acredita en una dialéctica que reconstruye lo suprimido rastreando las huellas históricas del diálogo suprimido.

Nietzsche – La experiencia dionisíaca del mundo

La hipótesis de la voluntad de poder

Nietzsche busca en el arte (análisis de la música de Wagner) el análisis de la realidad. El arte es, para él, a la vez sintomatología del cuerpo y efecto sobre la vida.
Lo que el análisis busca, sobre todo, es determinar cómo los hombres de esta cultura afrontan el proceso de digestión de la realidad.
Nietzsche va analizando con detalle las distintas categorías de fenómenos culturales (morales, religiosos, científicos, estéticos, políticos) buscándoles un sentido.

Del extenso estudio de cosas y de fenómenos analizados, Nietzsche considera que todos podrían interpretarse como manifestaciones o “apariencias” de un único fenómeno elemental que tiene la condición de un afecto (Affekt), y que él llama “la voluntad de poder”.

O sea, Nietzsche construye su hipótesis de la voluntad de poder a partir del cuerpo como la forma o traducción de la vida de la que el individuo tiene o puede tener cierto tipo de experiencia directa. Que puede generalizarse mediante un procedimiento analógico. De tal forma, que la interpretación elaborada para el mundo orgánico se puede extender la al mundo inorgánico si consideramos a éste como una “pre-forma” de la vida.

Esto llevaría a suponer que toda fuerza agente es voluntad de poder. Lo que significa que en todos aquellos fenómenos en los que reconozcamos que hay un efecto (Wirkung), una voluntad actúa sobre otra voluntad; en todo acontecer mecánico en el que estuviera actuando una fuerza, se trataría de una fuerza de voluntad la que estaría actuando y, por tanto, ese acontecer tendría que ser comprendido como un efecto de voluntad (Willens-Wirkung).

Lo que caracteriza a la fuerza como “poder” (Macht) es que su quantum se determina por un afecto según el modelo del querer. De esto se deriva que es sensibilidad, capacidad de ser afectada y de afectar.

La voluntad es, por consiguiente, una pluralidad de fuerzas determinadas por el afecto de dominio. Kraft o “fuerza” polimorfa y polivalente. Fuerzas que siempre se dan como enfrentamiento, pugna y combate entre varias que sólo alcanza equilibrios provisionales bajo la forma de configuraciones o dispositivos pulsionales.

Por su capacidad de ser afectada y de afectar, la voluntad de poder es pensable entonces bajo la forma de una lucha entre polos desiguales de fuerza capaces de evaluarse recíprocamente. Esta lucha tiene como fin su dominio y asimilación, siguiendo una tendencia al crecimiento, a la nutrición y a la continua superación de sí (Selbstüberwindung). Y el modo en el que tiene lugar ese combate entre las fuerzas es el del ejercicio de la interpretación, es decir, la imposición por parte de una fuerza dominante de un sentido a las otras fuerzas en función del juego de dominación propio de los afectos en lucha.

Es preciso admitir, en consonancia con todo lo dicho, que a ese afecto en el que consiste la voluntad de poder le es concomitante un sentimiento de placer. El placer no es provocado, en sentido estricto, por el poder o por su simple posesión, sino por la percepción del aumento del poder y de la diferencia que eso marca frente a las otras fuerzas.

El espíritu como lenguaje cifrado del cuerpo

Toda creación cultural (religión, moral, ciencia, arte, etc.) es la proyección de sensaciones elementales, orgánicas, fisiológicas, relativas a un determinado grado de fuerza o de voluntad de poder. Es el cuerpo quien interpreta; lo anterior a toda objetividad.

El lenguaje se ha creado dentro de un proceso progresivo de creatividad “artística”; es el tejido básico espiritual en el que se incrustan los juicios de valor, las estimaciones primeras, la actitud ante el mundo a través de generaciones en virtud del proceso de socialización.

El entramado conceptual que forma el tejido lingüístico de la cultura europea deriva genealógicamente de una voluntad débil que busca un refugio ante la multiplicidad contradictoria y desconcertante que representa el devenir del mundo sensible y de la vida.

Nuestro lenguaje no deja de reintroducir incesantemente la sustancia, la causalidad, todo tipo de idealidades absolutizadas que mantienen en plena vigencia la metafísica.

La acusación que Nietzsche hace al lenguaje de nuestra cultura europea de ser una fuerza nihilizadora apunta a esta violencia con la que impone la fetichización metafísica de sus categorías e impide una experiencia estético-dionisíaca de afirmación del devenir.

La gente cree, en efecto, conocer algo sólido, acabado, permanente. Pero en realidad, lo que hay en cada momento es luz y tinieblas, amargura y dulzura conjuntamente, como dos combatientes cada uno de los cuales obtuviese a su vez la supremacía. De este combate de cualidades contrarias nace todo devenir: las cualidades determinadas, que a nosotros nos parecen permanentes, expresan sólo el instante de equilibrio de una lucha. Pero este equilibrio no pone fin a la lucha, que dura eternamente. Todo sucede con arreglo a esta lucha, y precisamente esta lucha es la manifestación de la eterna justicia.

Nietsche ve en ello la “fuerza prodigiosa” que supera el miedo al devenir sensible (el caos y la desmesura de lo dionisiaco) y lo invierte en el entusiasmo y en la seducción a existir que produce la cultura apolínea.

Subraya la comprensión básica, que recoge el pensamiento de Heráclito, del acontecer del mundo como lucha de fuerzas y, por tanto, del sentido de cada “cosa” como momento de un equilibrio siempre inestable entre algo y su contrario. Asimismo subraya, y esto es lo más determinante, la valoración de esta lucha constitutiva del devenir como la eterna justicia.  

La comprensión de la reciprocidad agonal de lo apolíneo y lo dionisíaco, y de la copertenencia al eterno proceso creador-destructor de la physis constituye el primer modo que tiene Nietzsche de expresar su idea de que lo que hay, el último término, en el fondo de toda forma cultural, de toda interpretación, es la polaridad básica de los afectos con anclaje en el cuerpo: placer (Lust) y dolor (Schmerz, Leid), vida y muerte.

El ser humano tiene la posibilidad de elevar la relación placer-dolor por encima del umbral elemental de autoafección que constituye la vida del cuerpo, lo que introduce una complejidad en sus motivaciones que puede modificar por completo.

Para Nietzsche, la sublimación es el resultado de un esfuerzo de autosuperación que refina la energía vital y la emplea como fuerza de creatividad en el plano de lo espiritual: “Es una sola y la misma fuerza (eine und die selbe Kraft) la que se despliega en la creación artística y en el acto sexual: sólo hay una única clase de fuerza (es gibt nur eine Art von Kraft).

Se distinguiría en que, en vez de promover una lucha contra los instintos, una neutralización de los sentidos y una negación de las pasiones, habría aprendido a aprovechar la potencialidad mágica y transfigurando del cuerpo.    

Nietzsche habla, pues, del cuerpo, a la vez como construcción hermenéutica y como formación de poder, y lo propone como instancia a partir de la cual analizar las creaciones culturales e históricas para determinar en ellas su organización biológica interna.

Abre así el horizonte para una comprensión de la cultura como lenguaje cifrado del cuerpo. Esta perspectiva supone, pues, la comprensión del cuerpo como “la gran razón”, es decir, en última instancia como quien piensa y quien decide, mientras que la conciencia permanece en la ignorancia de ese que, en último término, es lo decisivo.

¿Tener experiencia es fabular?

Para Nietzsche la estructura ontológica del hombre es la de ser un cuerpo viviente.

Es decir, el cuerpo es el ser del hombre, su sí mismo íntegro. La conciencia, por otro lado, es un fenómeno superfluo, secundario. De este modo, para Nietzsche, los fenómenos corporales son mucho más ricos que los fenómenos espirituales y la vida instintiva, por tanto, aparece como superior a la vida consciente. Nietzsche define la vida como una forma duradera de múltiples procesos de toma de posición de fuerzas (Kraftfestllegungen) en la que lo esencial es el poder de crear formas (Formmenschaffende), es decir, de interpretar, de estimar, de evaluar sin más finalidad ni meta que la de conservar y acrecentar de ese modo su fuerza.

Prácticamente es imposible poder hacernos una idea adecuada de la compleja estructura de impulsos y de su dinamismo de fuerzas que traducen la actividad a la que llamamos “vida” en un cuerpo viviente.

Pero lo que si sabemos de los impulsos es que se distinguen por estar permanentemente en busca de alimento, que encuentran en las experiencias vividas por los individuos. El factor determinante de esta alimentación (Ernährung) es azaroso, de modo que el azar favorece un desarrollo desigual de los impulsos alimentando unos y dejando que se debiliten otros.

Nietzsche subraya, que cuando es imposible para determinados impulsos encontrar alimento entonces tratan de buscar una satisfacción imaginaria para hacer frente a una necesidad insatisfecha. Es decir, los impulsos “inventan” (Erdichten) una satisfacción sustitutiva, inventa la experiencia vivida (Erlebnis). Esto es claramente apreciable en la actividad onírica y en la función compensatoria que cumple, posible gracias a la capacidad fabuladora y creadora de imágenes y de ficciones de lo que Nietzsche llama la “razón creativa” (dichtende Vernunft).

Esta “razón creativa” se da tanto en el sueño como en estado de vigilia. En ambos estados, sueño y vigilia, la actividad principal de la “razón creativa” es una actividad de construcción o fabulación de la experiencia, orientada a la alimentación de los impulsos.

Una misma experiencia vivida puede ser interpretada de modos muy diferentes según el individuo que la vive, lo que confirma que una “razón creativa” funciona y actúa en cada sujeto fabulando e interpretando.

Hay diferencias, pues, entre los procesos de representación que se producen en el plano de la conciencia y los automatismos instintivos que tienen lugar en relación con la acción.  Pero no las hay en la naturaleza misma de la experiencia como releven consistente substancialmente en un erdichten. Y esto tiene consecuencias decisivas para la concepción del conocimiento, de la cultura, del hombre y de la realidad.

Lo que Nieztsche afirma en este contexto, sobre todo, es que todos los seres vivos se caracterizan por poseer una fuerza creativa que actúa inventando, construyendo, interpretando su propio mundo y a ellos mismos. De ahí que el proceso de la experiencia no pueda librarse de una curiosa circularidad paradójica entre lo que significa “hacer experiencias” y lo que significa “fabular”, pues este fabular no es otra cosa que inventar experiencias al mismo tiempo que hacer experiencias no es otra cosa que hacer experiencia de la experiencia inventada.

Desde el punto de vista de esta comprensión del proceso de la experiencia, los conceptos de sujeto y objeto, interioridad y exterioridad, autor y acción pierden toda clase de sustantividad para remitir todos ellos a la única hipótesis central de esa actividad creadora-interpretadora universal que es la voluntad de poder.

Esta actividad interpretadora propia de la voluntad de poder se manifiesta, por tanto, en el ser humano en un modo de productividad en la que “tener experiencias” significa reconfigurar, inventar las experiencias mismas y al sujeto que las hace y las experimenta.

Lo que inventa la razón creativa son causas, diferentes según los individuos, para unos mismos estímulos nerviosos o fisiológicos, de modo que, al interpretar así esos estímulos inventados causas para satisfacer sus exigencias, y al refluir luego esas causas de un modo u otro en la conciencia, ésta realiza una traducción o un comentario de un texto que, como tal, le es solamente sentido y nunca conocido.

La tarea principal, pues, del filósofo, entendido como un filólogo, consiste en descifrar un texto que no es de naturaleza lingüística, del que él no es el autor, pero que es preciso “traducir” con rigor en un nuevo lenguaje.

Y aunque hacer experiencia es, por tanto, fabular, se pueden diferenciar esas fabulaciones o interpretaciones en función de un criterio de rigor y de honestidad filológica.

Por tanto, la labor del filósofo sería la de “retraducir el hombre a la naturaleza, adueñarse de las numerosas, vanidosas e ilusas interpretaciones y significaciones secundarias que han sido garabateadas y pintadas hasta ahora sobre aquel eterno texto básico homo natura”        

El precepto principal de este arte de leer bien es, pues, el de no desfigurar el texto que hay que interpretar, no superponerle cosas que lo falsifiquen y, por tanto, saber descifrarlo “sin falsearlo por interpretaciones”.

En el modo de exposición, de argumentación y de crítica que Nietzsche desarrolla en sus aforismos se puede apreciar la aplicación de lo que el llama “honestidad filológica”. Muchas de sus críticas no son, en el fondo, otra cosa que denuncias de faltas de lectura cometidas por sacerdotes, exegetas, científicos o filósofos, o incluso por la tradición entera de la cultura occidental, rechazo de sus manipulaciones y falsificaciones para que sus conclusiones coincidan con sus prejuicios.

Sólo después de desenmascarar este tipo de falseamientos filológicamente inaceptables son posibles “retraducciones” como la que representa la restitución del texto original de la mala conciencia como interiorización de los instintos vueltos contra uno mismo, o la del texto original de la moralidad como obediencia a las costumbres, o la del texto de la experiencia consciente comprensible sólo en términos de impulsos.

La experiencia dionisíaca: Una cierta valentía del gusto

La aplicación del criterio salud-enfermedad, o fuerzas ascendentes-decadencia, hace posible distinguir entre dos tipos de formas de experiencia y de cultura: las que traducen genealógicamente la actividad de crecimiento y expansión de la fuerza, y las que traducen la negación de la vida y el estado de debilidad del cuerpo.

Lo que las distingue, en último término, es el grado de poder del cuerpo para interpretar eficazmente la realidad, para asimilarla e intensificar su sentimiento de poder mediante la superación que representa y en la que consiste esa asimilación. Salud, por tanto, en cuanto concepto regulativo, sería, por un lado, ser lo bastante fuerte como para poder hacer frente con valentía al sufrimiento de la vida y, por otro, no dejarse descomponer por el caos pulsional de los propios instintos, sino hacerse dueño del propio caos que uno mismo es.

Cuando Nietzsche analiza las formas de la cultura griega, su religión, su arte, su política, su ciencia, deduce de ellas que los griegos debieron conseguir estas dos cosas y que el modo de lograrlo fue proyectando sobre el fondo abismático de la vida la apariencia luminosa de sus dioses olímpicos apolíneos y practicando, al mismo tiempo, el orgiasmo musical dionisíaco.

Frente al ejemplo de la serenidad griega, la cultura europea no es sustancialmente más que un nihilismo que se ha configurado desarrollando interpretaciones y valores que traducen la debilidad, el miedo y la incapacidad de hacer frente de manera positiva al sufrimiento, y que con astucia ha inventado falsos remedios que agravan esa debilidad.

Ante el nihilismo europeo, Nietzsche experimenta con la idea reguladora de una cultura de la salud desplegada a partir de la naturaleza de la fuerza que tiende espontáneamente a su propia expansión y a superar los obstáculos que le ofrece el desarrollo de su experiencia.

Esta cultura de la expansión asume y reconoce el sufrimiento porque ofrece a la fuerza los obstáculos que necesita para su autodespliegue.

Ésta es la interpretación o la experiencia dionisíaca del mundo, la sabiduría trágica que incita a la autosuperación del hombre según el “clásico” ejemplo de los griegos.  

                                                       

El dolor, lo mismo que el placer, es una de las energías más poderosas del hombre, una de las fuerzas que más han contribuido a hacer avanzar a la humanidad.  

Experiencia dionisíaca del mundo significa, pues, que, en contraste con la actitud de la metafísica dualista platónico-cristiana que identifica el mundo de la apariencia con el dolor y relega el placer a un mundo supraterreno, se acepta y se asume el hecho de que placer y dolor sean estados que siempre van juntos y no pueden disociarse.

Hay que querer a ambos si se quiere alcanzar cualquier cosa. Porque el placer, en realidad, no es más que el sentimiento que acompaña a la acción victoriosa de una voluntad fuerte que supera obstáculos, que se sobrepone a resistencias en un juego que le hace aumentar su fuerza y su sensación de bienestar.

El sufrimiento, la debilidad o la decadencia, forman parte de la vida, por lo que rechazarlo es rechazar también la vida.

Placer y dolor son fenómenos concomitantes que dependen de las variaciones del cuerpo en cuanto a su fortalecimiento o debilitamiento. Son como su lenguaje en este sentido.

La voluntad de lo trágico no es en los griegos otra que ese deseo como impulso de vida ascendente y de fuerza para la que el dolor actúa como estimulante. Por eso, el gran arte griego puede ser comprendido como aquel en el que lo dionisíaco, proyectándose hacia fuera y más allá de si en un Traumwelt, en un mundo apolíneo de ensueño, construye su propia transfiguración y encantamiento.  

El hombre dionisíaco acepta el sufrimiento como la condición de su propio fortalecimiento y autosuperación. Sabe que el placer es más originario que el dolor, que es la esencia misma de la vida, el corazón del mundo como la sobreabundancia gozosa de fuerza creadora y destructora a la que los griegos identificaron con el nombre de Dioniso.

En el ejemplo de los griegos ve Nietzsche, pues, las condiciones fisiológicas, no sólo de un arte de gran estilo, sino también de una moral y de una religión afirmativas.

Lo que estas religiones propician no es una moral del bien y del mal, normativamente categóricos, sino un equilibrio entre dioses y hombres y una sintonía de lo humano con las fuerzas de la naturaleza y de la vida.

De este modo, es característico de la experiencia dionisíaca sentir la indisociabilidad entre yo y mundo como armonía entre libertad y necesidad.

El estado “monstruoso y la esclerosis de la política

Nietzsche destaca, como primera señal de identidad de la moderna democracia burguesa, su tendencia esencial a sustituir los valores por los intereses, y a sustraer al Estado su sentido propiamente “político” una vez privado de fundamento al convertirse la economía en el todo.

Opina, que el Estado debería conservar el valor y el poder de la política para eliminar los obstáculos que impiden la promoción de la sociedad mediante el desarrollo de una cultura cada vez más elevada.

La apuesta sería, pues, a favor de un reforzamiento incesante de la esfera política y pública capaz de contrarrestar eficazmente los intereses privados que una y otra vez tienden a monopolizar el poder y ponerlos a su servicio. El Estado, pues, en cuanto expresión y materialización de lo político en una determinada sociedad, no se puede valorar positivamente ni justificarse por sí mismo sino como condición de aparición de una cultura superior que represente el proyecto de una sociedad potenciada y plenificada.

Con la irrupción del Estado burgués moderno, sin embargo, esa unidad política como cohesión firme de una sociedad queda disuelta por el desencadenamiento libre de los intereses económicos privados, del afán de ganancia y la disgregación individualista que el auge de estos intereses lleva a cabo de la “cohesión política”.

Este Estado se superpone a la sociedad, la sustituye, amenaza con hacerla desaparecer bajo su máscara y suplantarla. La sociedad pierde su carácter y su significado como individualidad concreta, queda suplantada, anulada como totalidad ética.

Al vincular su propio crecimiento, consolidación y autofortalecimiento con la expansión cada vez mayor del desarrollo económico, el Estado moderno muestra su condición nihilista promocionando, al servicio de esta meta, el tipo de hombre necesario a la economía, el individuo estandarizado y gregario, es decir, el trabajador rutinario que obedece como esclavo sin protestar.

En vez de admitir su condición de fuerza impulsada por la voluntad de poder, se disfraza con todo un conjunto de máscaras morales como el bien público, la felicidad para todos, la igualdad democrática, la garantía de los derechos de los ciudadanos, las libertades cívicas, el respeto a la dignidad humana, el equilibrio de las desigualdades, etc.

Poniéndose esta máscara moral, el Estado funciona, desde la perspectiva de Nietzsche como monstruosa materialización de las fuerzas reactivas y como el más poderoso instrumento del resentimiento y la aristofobia del rebaño.

El Estado mercantilizado quiere, no sólo un hombre gregario, sino un robot eficaz: el trabajador colectivazo.

El Estado moderno, por tanto, elimina la distancia entre los sujetos a los que previamente se ha domesticado, nivelado, esquematizado, racionalizado, castrado, neutralizado.

Los políticos se ocupan continuamente de persuadir a esta masa de sujetos abstractos de que son ellos quienes juzgan y deciden soberanamente: es la autoilusión (Selbsttäuschung) que el Estado mantiene “para permitir a los débiles y oprimidos de toda índole interpretar su debilidad como libertad, interpretar su ser-así-y-así (so-und-so-sein) como mérito (Verdienst).

Con estos valores igualitaristas y humanitaristas se oculta al individuo la violencia del Estado y el ejercicio de su poder como dominación tan ciega como la de la naturaleza.

La esclerosis última de la política se constata entonces, sobre todo, en el ideal de felicidad que esta ideología propone a los ciudadanos como igualdad de todos, simple suma cuantitativa de egos perfectamente asegurados, protegidos, subvencionados, equiparados, moralizados, castrados, gregalizados bajo la providencia de un Estado nodriza.

La otra forma del Estado “monstruo” que Nietzsche rechaza es la de las ideologías nacionalistas.

Nietzsche ve en la manía nacionalista la reducción de los horizontes al localismo, el enardecimiento de sentimientos que exacerban las diferencias y los antagonismos, y el aprisionamiento de los individuos en un corset.

No es el interés de la mayoría (es decir, del pueblo) como se dice, sino ante todo el interés de determinadas dinastías y luego el de determinadas clases del comercio y de la sociedad lo que impulsa a este nacionalismo.

La admiración de Nietzsche por Napoleón en este sentido, un individuo que no hace el menor caso a las manías nacionalistas y concibe Europa como una unidad política, debe verse también desde el punto de vista de este rechazo de los nacionalismos. En definitiva, lo que Nietzsche realmente crítica al Estado democrático moderno es su énfasis en la igualdad de derechos para todos, su rechazo de cualquier sociedad que no sea la del rebaño, y su defensa del máximo de Estado posible.

Gregarismo y Mediocridad

El Estado moderno, en cualquiera de sus formas, no es, para Nietzsche, otra cosa que la materialización en un sistema jurídico-institucional y administrativo de ese gregarismo indiferenciado en el que no cabe más que la “pequeña política”.  

El principal reproche de Nietzsche es que este Estado no respeta la indeterminación esencial del hombre, no tiene en cuenta que el hombre es das noch nicht festgestellte Tier, el animal aún no fijado que se distingue de los demás animales porque es unheimlich, sin lugar establecido.

La lengua representa uno de los poderes más eficaces en la construcción del sentimiento de pertenencia de los individuos a su nación y de la cohesión solidaria de ésta.

En rigor, no se puede hablar, pues, del lenguaje en abstracto, sino que se debería hablar siempre de un lenguaje histórico concreto.

En el caso de Nietzsche, de los lenguajes de la cultura europea que incorporan la visión metafísica y moral del platonismo y del cristianismo.

Estos lenguajes son gregarios y gregarizadores en el sentido de que se construyen suprimiendo los casos singulares y fundiéndolos en categorías idénticas a las que luego se atribuye un carácter sustantivo.

O sea, de las posibles formas de vida que hubiera podido contener y transmitir nuestro lenguaje, la configurada sobre la base del platonismo metafísico y la moral cristiana falsifica las acciones y los instintos humanos en beneficio de la generalización de un rebaño de individuos dependientes y débiles.

Su eficacia gregarizadora se ha potenciado con la absolutización de los valores que presiden esta forma de vida como “bien” y “mal” intemporales y transmundanos, creando las condiciones de la intolerancia reactiva.

La sumisión y el inmovilismo de ese rebaño se garantizan por la dogmatización de unas verdades y de unos principios morales que bloquean cualquier crítica.

Se podría resumir, pues, el modo como se ha producido la culturización del hombre europeo por la generalización, como condiciones de existencia, de estas dos valoraciones convertidas en instintos: por un lado, la percepción reactiva de la fuerza vital como una amenaza potencial que hay que debilitar.

Nietzsche ve estos afectos, como los impulsos que subyacen y motivan el desarrollo de la ciencia, la técnica y la economía, y que son lo que propiamente caracteriza a las sociedades industrializadas actuales. Por eso, todo está diseñado, según Nietzsche, para impedir que exista y que prospere el hombre fuerte, presentido globalmente como peligroso. La primera institución dispuesta a ello es la educación.

Con la irrupción en el mundo moderno del gusto democrático y del ideal de la igualdad social, las mujeres toman la iniciativa y comienza su activismo reivindicativo-revolucionario. Sin embargo, la desmitificación feminista del eterno femenino, en lugar de conseguir la liberación de la mujer como dice pretender, la vuelve a someter al ideal indiscutido e incuestionado del eterno masculino.

El resultado es la fabricación de individuos tendencialmente homogéneos, equivalentes, uniformes, normalizados, y la reducción de cualquier posible diferencia incluida la diferencia de sexos.

Es decir, el resultado es la mediocridad de individuos encerrados en horizontes estrechos y tal vez mezquinos, pues “no pueden entender lo otro de las cosas como necesario, no quieren aceptar lo uno al mismo tiempo que lo otro, quieren borrar, extinguir el carácter típico de una cosa, de un estado, de una época, de una persona no queriendo aprobar más que una parte de sus cualidades para suprimir las demás.

Especialmente significativa, como síntoma de la situación psicológica propia del europeo moderno, le parece a Nietzsche la actitud de aquél ante el trabajo y su incondicional adhesión a las consignas que lo consagran como la virtud por excelencia.

Desde ahora se siente vergüenza del descanso, y la meditación reposada casi produce remordimientos.

El culto al trabajo, introyectado así como valoración generaliza y condición de vida, produce el modo más eficaz individuos estandarizados, intercambiable, reemplazables unos por otros, sin un núcleo original y característicamente personal que les permita ser ellos mismos.

Desde la convicción que Nietzsche tiene en relación a la esencia misma del mundo como una cantidad de energía limitada, que sólo se desplaza en un sentido o en otro, o sea, que sólo se transforma pero ni se crea ni se destruye de nuevo, el debilitamiento extremo de la fuerza que representa la gregarización y mediocridad de la humanidad moderna le lleva a suponer el inmediato desplazamiento de la fuerza hacia un excedente del que brotaría, de manera espontánea, esa otra clase de individuos poderosos, afirmativos y llenos de capacidad creativa.

La epidemia de la violencia

La violencia, practicada de forma brutal o refinada, ha sido, esencialmente, el procedimiento con el que se ha seleccionado al tipo de hombre predominante en Europa, y con el que se ha dado forma a nuestra cultura configurándola como es.

Es una tiranía ejercida mediante la violencia, entendiendo en este caso la violencia como lo totalmente opuesto a la auténtica fuerza. Porque mientras que lo característico de la fuerza es ejercerse espontáneamente de manera activa y creadora, lo propio de la violencia es ser siempre reactiva, es decir, desatarse nada más que para negar una realidad que el débil no tiene la fuerza de asimilar, y que le hace sufrir.

Nietzsche comprende el proceso concreto en virtud del cual el hombre europeo se ha convertido en lo que ahora es, como un proceso de domesticación (Zähmung). Y la principal observación que hace en relación con esa domesticación es que ha sido lograda y conseguida mediante el ejercicio de la violencia, de tal modo que los individuos han introyectado la violencia como condición de vida, que pasa así a formar parte constitutiva de sus instintos, de sus reacciones espontáneas, de sus comportamientos, de su lenguaje, de sus gustos y de sus ideas.

En esta situación de decadencia, el individuo domesticado, ese “animal enfermo” que es el europeo de hoy, reproduce incesantemente los dos tipos principales y englobantes de violencia que pueden darse: por un lado, la violencia externa o “fundacional”, que es aquella por la que un nosotros mantiene su cohesión y refuerza su estabilidad y permanencia dirigiendo la agresividad de sus miembros hacia fuera, hacia los otros; y, por otro lado, la violencia interna al grupo o violencia interpersonal en la que, en una amplia gama de grados y de intensidades, los individuos buscan en la tortura o en la destrucción de otros individuos o de sí mismos el paroxismo de una experiencia de absoluta dominación.

El modo en que se ha producido la domesticación, la moral y los valores que han servido para ello han producido en los individuos la incorporación de la violencia como instinto, que se consolida como reacción espontánea en su modo de pensar, de sentir y de actuar.

Una parte importante de actos violentos tienen su origen en ese instinto gregario que tiende a reducir cualquier diferencia a la identidad, a costa de anular y suprimir esa diferencia.

Expresiones de esa violencia son las que se producen cuando el sentimiento de pertenencia al grupo es lo que da al individuo sus más profundas señas de identidad.

El otro grupo de manifestaciones de esta violencia introyectada por nuestro proceso de culturización es la que tiene su origen en los conflictos internos del propio individuo, lo cual sólo a efectos expositivos se puede diferenciar de la violencia derivada de las tensiones de la colectividad. En la realidad, ambos tipos de violencia están conexionados y se retroalimentan el uno al otro.

Nietzsche supo identificar el malestar de nuestra civilización como una patología que heredamos y que se nos contagia en el proceso de socialización.

El modo concreto en que ha discurrido el proceso de civilización europea es el que ha hecho incorporar la violencia como instinto en los individuos; ha sido la moral cristiana y sus valores la causante de la enfermedad y de su contagio.

De ahí que Nietzsche no vea más solución que una terapia como inversión de esos valores, terapia que consiste sustancialmente en una reeducación de los instintos en vistas a su saneamiento y sublimación. Nietzsche llama también a esta transvaloración “renaturalización”, para dar a entender la necesidad de acabar con la desconfianza, el miedo y la represión de las fuerzas instintivas para sustituirlos por la confianza y la integración de las propias energías pulsionales.

La obsesión morbosa con el dolor: ¿Qué es la compasión?

Cuando se dice que ante el sufrimiento la actitud básica del europeo moderno es la del esclavo lo que se quiere señalar en primer lugar, es que no lo soporta, que al querer lo incondicional sólo puede verse a sí mismo bajo una tiranía.

Como animal de rebaño, su compasión expresa, entre otras posibles cosas, la sublevación contra el gusto aristocrático que menosprecia o, al menos, parece quitarle importancia al sufrimiento.

Compasión, por tanto, equivale en él a la igualdad misma como sentimiento común de unión entre seres sufrientes todos por igual a causa de una suerte injusta o una sociedad mal constituida; conmiseración, por tanto, que funde a los individuos en un sentimiento común que neutraliza su rivalidad y amortigua la voluntad de lucha.

Ésta voluntad de la moral europea que ha producido valores nihilistas y ha culpabilizado a los instintos por resentimiento, tratando de compensar su sufrimiento al causar dolor a cuantos más mejor.

El nihilismo que quiere y busca el sufrimiento encuentra en el ideal ascético la tiranía que necesita.

Pues el ideal ascético da un sentido a su sufrimiento, lo justifica, y de este modo intensifica su sentimiento de poder.

Este nihilismo agresivo y creativo traduce una voluntad de venganza que niega la vida, estimada como fuente de dolor y de mal.

Al consistir la debilidad de la voluntad esencialmente en impotencia para afrontar el dolor, entonces el miedo, la obsesión por el dolor, se convierte en el instinto dominante que obliga a todos los demás, instintos a expresarse necesariamente según su dirección propia. Ésta es la razón de por qué Europa se vuelca finalmente en una cultura de la lástima y de la compasión.

La cultura europea moderna, en suma, se basa en una valoración que afirma la enfermedad, que trata de mantener el dominio de la enfermedad, la debilidad, la decadencia.

La terapia de la transvaloración 

Todo el esfuerzo de análisis de la cultura europea que Nietzsche lleva a cabo tiene como finalidad experimentar, ensayar de algún modo con el pensamiento (Gedankenexperimente) la posibilidad de una transformación de la actual situación espiritual y psicológica de Europa. Es decir, se trata de la conjetura de una praxis culturizadora alternativa destinada, como terapia, a encarar la enfermedad del nihilismo europeo.  

La terapia de la cultura habría de consistir en intentar la posibilidad de que, en algunos individuos al menos, pueda sustituirse un modo de interpretar la vida por otro, y puedan invertirse el conjunto de sus valoraciones principales por las contrarias.

En este sentido, de la hipótesis básica de la voluntad de poder se deriva que toda cultura se ha formado en virtud de una coacción y de una imposición despóticas de valores y de interpretaciones presionando durante mucho tiempo sobre los individuos hasta conseguir su incorporación como condiciones de existencia.

En cualquier caso, la coacción, la imposición, la presión se ejerce sobre el cuerpo; entendiendo el cuerpo como conjunto de configuraciones de instintos que garantizan ciertas condiciones de existencia, y que son el resultado de la forma particular en la que se efectúa el trabajo de interpretación de la voluntad de poder.  

El experimento de la transvaloración se inicia como ensayo por parte de algunos individuos de las condiciones que hacen posible la incorporación de nuevos juicios de valor en los que se traducirían el potenciamiento y la intensificación de la vida.

Estos individuos podrían iniciar así un proceso que, a la larga, tal vez pudiera reorientar la situación cultural de Europa. Lo que estos individuos ensayarían en sí mismos sería el mismo mecanismo de transformación al que podrían ir sumándose luego otros hasta convertirse, con el transcurso del tiempo, en tipo predominante.

En el caso de los individuos que deben iniciar la transvaloración de los valores nihilistas, Nietzsche comprende esa coacción como resultado de una decisión de la voluntad de poder afirmativo, trayendo de nuevo a la memoria el ejemplo de los griegos.

Lo que Nietzsche llega a comprender es que esa serenidad y ese apolinismo de la escultura griega, y lo mismo se puede decir de su ciencia, de sus instituciones políticas o de su religión, no es algo que el griego tenía como un don natural gratuitamente recibido, sino que fue un poder que él conquistó, que quiso tener y que obtuvo sometiéndose a una larga, rigurosa y exigente disciplina de autosuperación.

De ahí que, frente a la situación del nihilismo europeo, Nietzsche invite a volver la mirada a los griegos para ver encarnada, en su tipo de hombre predominante, esa voluntad de poder que logra dominar su propia fuerza, una organización de dispositivos pulsionales en torno a un centro de gravedad que regula las confrontaciones entre fuerzas activas y fuerzas reactivas en conformidad con las exigencias de potenciamiento e intensificación de la vida.

La sublimación de los instintos

Sabemos que favorecer la expansión de la voluntad de poder en el individuo significa la intensificación de todos sus instintos y afectos poderosos, lo que implica admitir la presencia del riesgo y el peligro.

Ahora bien, en la organización interna de las fuerzas de todo organismo vivo rige una especie de economía de la energía en virtud de la cual una fuerza o un afecto se intensifica y se impone siempre a expensas de otros afectos, de los que se apropia su fuerza.

Es esencial, pues, que el aumento de la potencia, que el fortalecimiento de los impulsos y pasiones del individuo se produzca de acuerdo con la autorregulación de la fuerza que es propia de la voluntad de poder afirmativa, autorregulación que se produce cuando los instintos se organizan en función de ese centro de gravedad que es el impulso básico vital a la autosuperación.

La idea de partida en esta discusión es que el objetivo correcto de una buena educación debe ser, ante todo, “tratar de alcanzar la seguridad de un instinto” de manera que, al margen de la intervención o no de los elementos conscientes y racionales, el individuo actúe con éxito en las diferentes situaciones de su vida de manera espontánea.

La intensificación de la fuerza y su autodominio se logra evitando las situaciones de conflicto interno entre instintos en función de una disciplina de autosuperación que evita la dispersión y el descontrol.

Para mantener la autorregulación interna de las fuerzas es necesario estar abiertos siempre a lo diverso y esforzarse por integrarlo.

Es, según Nietzsche, el sentido y la función que cumplía esa costumbre de los griegos de ofrecer fiestas a todas sus pasiones e inclinaciones.

La cultura griega era una cultura de la aceptación y la integración de lo diverso.

Este proceso de espiritualización (Vergeistigung) de los instintos, al que Nietzsche se refiere también con los nombres de refinamiento (Verfeinerung) y de divinización (Vergöttlichung), es propiamente su sublimación como unión y armonía con el espíritu en lugar del antagonismo nihilista entre pasión y razón. Espiritualizar o sublimar un instinto es refinarlo con la ayuda de otros instintos que le obligan a ejercer su fuerza para aumentar la acumulación total de la potencia, pero dentro del equilibrio que mantiene la autorregulación del conjunto.

También la sublimación de los instintos sigue la lógica de la voluntad de poder como enfrentamiento de fuerzas a las que se logra dominar imprimiéndoles una forma. Es decir, bajo el proceso de sublimación, un instinto no cambia su naturaleza específica. La sublimación significa un determinado modo de desarrollo.

Por tanto, con la palabra “sublimación” (Sublimierung) Nietzsche designa la acción de la voluntad de poder que, en lugar de negar el caos de los impulsos, los ordena en dispositivos y los somete a la ley de su autosuperación constante.

El instinto se entiende como el resultado de las fuerzas plásticas que rigen la lucha del organismo con las fuerzas del medio. Por tanto, los instintos son algo construido.

Recuperar nuestro mundo instintual significa entonces reorientar su configuración y sus relaciones de fuerza, desmontar el automatismo que ahora los rige como resultado de una larga acción de doma y de represión, y sanearlos sublimándolos en un sentido más constructivo.

La moral de los señores, que Nietzsche propone como sustitución de la moral de la Europa cristiana, es justamente la de este nuevo ascetismo de los fuertes como autodisciplina de los instintos y de la voluntad que capacita para dominar el caos que se es y obligar al propio caos a convertirse en forma, o sea, en cultura superior.

La moral de los señores está presidida por un nuevo ascetismo basado en la afirmación del cuerpo y de la tierra, que busca la máxima acumulación de energía para fortalecerse y crear.

Disciplina, pues, como la que Nietzsche admiraba en la cultura de los griegos y en su arte clásico, o la que tiene que imponerse un bailarín para conseguir un buen paso de danza, que se produce como armonía automática de movimientos combinados que parecen espontáneos, pero que, en realidad, son el resultado de un difícil y prolongado entrenamiento en el que se someten las fuerzas corporales a un control y se logra una armonía.

Selbstüberwindung: La moral de los señores

La coherencia del conjunto de la obra de Nietzsche se podría encontrar, tal vez, en el intento constante de delimitar las condiciones que pudieran favorecer la aparición de un cierto tipo de hombre, distinto y superior al europeo moderno, y, simultáneamente, de un cierto tipo de cultura.  

Esta transformación implica más que otra cosa dejar de pensar en la cultura como Bildung (formación intelectual y espiritual de un individuo particular) para comprenderla como la unidad de estilo artístico en todas las manifestaciones de la vida de un pueblo, unidad que tiene su origen en la actividad de sus instintos. De ahí la insistencia de Nietzsche en educar una élite con una moral de señores que inicie e impulse la transformación de Europa hacia una nueva situación.  

La virtud directriz, el impulso llamado a llevar a cabo la reorganización de los demás impulsos de acuerdo con esta nueva moral dionisíaca lo llama Nietzsche Selbstüberwindung, autosuperación, entendida como superación de sí del hombre superior que se eleva y se destaca de este modo respecto del hombre gregario y nihilista, o sea, del que constituye la norma en la cultura europea.

Autosuperación reducida por el momento a algunos individuos dispuestos a aplicarse el nuevo ascetismo de la sublimación.

Lo que plantea Nietzsche es un problema de cambio de cultura.

El nivel de autosuperación se mide por la cantidad de fuerza que se llega a ser capaz de dominar y de someter. Su grado más elevado corresponde al proceso por el que la voluntad de poder se somete a sí misma a una forma para lograr de este modo su propio autodominio.

El individuo que hace de ese mismo movimiento el impulso principal de su vida está afirmando su tendencia elemental. Es el individuo que se define por la potencia y la riqueza de sus instintos y, a la vez, por su capacidad de dominarlos.

Se caracteriza porque, mediante la simplificación de complicadas tensiones de fuerzas, consigue elevar su capacidad de dominar, de intensificar su sentimiento de poder y, por tanto, al mismo tiempo, su sentimiento de placer.

Éste es el hombre superior: el que alcanza los horizontes más amplios, el que va solo, desporovisto de instintos gregarios, y dotado de una voluntad irreductible que le permite conocer numerosas metamorfosis y sumergirse insaciablemente en las profundidades siempre nuevas de la vida.

La ley de la autosuperación determina, pues, esencialmente el carácter y actitudes del hombre superior. Esta ley de la autosuperación se vertebra y se concreta bajo la forma de un sistema de valores, de una moral que es la encargada de guiar el juego de la confrontación de los impulsos en la dirección de su sublimación.

Los valores serían el refinamiento, la amplitud, la libertad, el autodominio, el coraje, el respeto, la generosidad, la tolerancia, el amor. Valores que nacen de una riqueza interior como sobreabundancia de vida y de salud.

Sólo desde una apreciación personal de la serenidad y la quietud es posible el refinamiento de uno mismo y la espiritualidad.

La autosuperación como ley principal de esta moral no es una búsqueda del mayor placer, sino un esfuerzo por lograr el mayor fortalecimiento el cual, ciertamente, va acompañado del más intenso sentimiento de placer. Para esta moral, la coacción, la lucha, el peligro, el riesgo y su superación son las condiciones de la elevación de la fuerza y de su acumulación.

Nietzsche subraya la independencia y autonomía de esta élite respecto del poder económico y político, condición por lo demás necesaria a ese retiro de vida en una esfera propia que persiguen sin que ningún vínculo les ate con intereses materiales o con el deseo de servir a la comunidad.  

En una palabra, el noble, el señor por excelencia sería el filósofo, el sabio que reina, incluso póstumamente, por la fuerza carismática que irradia de él y que no tiene nada que ver con la fuerza de la dominación política, porque se trata de la fuerza dulce y silenciosamente persuasiva y extrapolítica de la atracción y de la seducción, del testimonio y del ejemplo.

El secreto del convaleciente

Este “experimento con la verdad” con el que Nietzsche quería reorientar la mala salud de Europa se basaba en su diagnóstico de las distintas enfermedades y proponía la transvaloración como terapia.

Nietzsche plantea como clave de bóveda de su experimento el pensamiento del “eterno retorno”. Esta doctrina está destinada a ser al mismo tiempo, el nuevo centro de gravedad del hombre superior como garantía de su salud, la máxima expresión del principio de selección como prueba que distinguirá a los señores de los esclavos del nihilismo pasivo, y el impulso último a la radicalización del nihilismo con el que éste se transformará en “nihilismo consumado”.

El eterno retorno pretende, en todo caso, ser la expresión de un reto y de una tarea para la voluntad.

Lo decisivo es su valor como fórmula de la más alta afirmación de la vida que pueda imaginarse y, en cuanto tal, como necesario instrumento de selección.

Nietzsche piensa el eterno retorno como el nuevo centro de gravedad capaz de asegurar el equilibrio y dar la salud al individuo posnihilista.

Con el pensamiento del eterno retorno, lo que retorna es una y otra vez la decisión de reunir las determinaciones temporales de pasado, presente y futuro en un significado unificador con cuya evolución se desarrolla la incesante conquista de uno mismo.

Las tres dimensiones del tiempo se dan a la vez en cada instante de la temporalidad vivida, lo que hace que instante sea igual a eternidad. Pues en cada instante presente se condensa la totalidad del tiempo como eterno retorno a la vez del pasado y del futuro.

Así pues, el eterno retorno es esta experiencia, algo que debe ser vivido, asimilado como nuevo centro de gravedad, incorporado como una condición de vida. Sólo en este nivel se muestra su coherencia y función.

Por esta función que está destinado a cumplir, Nietzsche lo equipara a una religión. Esta equiparación del eterno retorno con una religión se hace para sugerir que su interés y efectividad no depende de su grado de verdad, sino de la decisión y la cualidad del proceso en virtud de los cuales se incorpora como condición de vida.

La importancia de la doctrina del eterno retorno de lo mismo (Wiederkehr des Gleichen) estriba, no obstante, en que cumple, en el planteamiento de Nietzsche, las dos funciones más importantes de una religión: da el apoyo más poderoso a la incorporación de la nueva moral y hace de la felicidad producida por esta asimilación el mayor atractivo para asumirla.

Además de nuevo centro de gravedad, Nietzsche considera el pensamiento del eterno retorno como el gran principio selectivo. Ese pensamiento está llamado a convertirse en el principal instrumento para favorecer el predominio de los hombres afirmativos y neutralizar todo lo posible la expansión y prolongación del nihilismo.

El pensamiento del eterno retorno es la antítesis misma de la concepción dualista del mundo sobre la que se basan los ideales de los débiles.

En suma, abre el horizonte de una nueva interpretación de la vida que contradice seriamente las exigencias que el hombre nihilista tiene, como condiciones de existencia, de un sentido suprasensible, de un deber-ser moral absoluto y de una esperanza de redención de las miserias de esta vida, y, de este modo, le debilita como tipo hasta ahora predominante.

Desde el punto de vista de su función como pensamiento selectivo dentro del marco del experimento nietzscheano, tiene el sentido de abrir el horizonte a un posible giro con el que llegasen a instaurarse nuevos valores. Y esta acción tiene que ser indisoluble y necesariamente, al mismo tiempo, creadora y destructora.

El pensamiento del eterno retorno es, en suma, al mismo tiempo, creación y destrucción, el juego mismo de la voluntad de poder en el que Nietzsche cree descubrir el secreto más íntimo de lo dionisíaco.

Por tanto, contra la religión cristiana, se abriría paso la religión como serenidad y afirmación de la vida en su totalidad simbolizada en la figura del dios Dionisio.

Esta religión promueve un amor espiritualizado y un profundo reconocimiento hacia la vida al enseñar al individuo a vivir religado con la totalidad universal perfecta en todos los momentos de su devenir.

El eterno retorno es la fórmula por la que la voluntad de poder afirma que se quiere a sí misma, que dice sí a su juego dionisíaco hasta en sus aspectos más trágicos y negativos.