Por tercera vez en lo que llevaba de noche, Miguel cambió de sitio los pocos objetos que había sobre el escritorio. Salvo la caja de plástico negro de un ordenador de sobremesa, que dominaba estático un extremo de la mesa anclado por el cable de alimentación y la conexión a la impresora que descansaba sobre una mesita auxiliar, todos los demás elementos habían probado distintas posiciones. El teléfono había empezado el turno en el centro geométrico de la mesa, donde había permanecido las dos últimas noches, pero ahora estaba relegado a una esquina. La primera noche de trabajo, Miguel se la había pasado mirándolo casi sin pestañear, la cabeza apoyada en los brazos que descansaban sobre la mesa, esperando una primera llamada que finalmente no llegó. No le importó, su trabajo era estar allí, atento al teléfono. Las once horas de la guardia nocturna se le habían pasado sin darse cuenta, con un entusiasmo que no recordaba haber vivido ni de chaval. Su cabeza trataba con incredulidad de asimilar el hecho, sorprendente a esas alturas de su vida, de que tenía un trabajo.
La noche siguiente su espalda acusó la rigidez de postura de la guardia anterior. Alternó la vigilancia del teléfono con cortos paseos, aprovechando para familiarizarse con el atestado despachito y con el resto del taller. No se alejaba mucho de la mesa y del teléfono, no fuera a ser que sonara y él no alcanzara a contestar. Cada vez que pensaba en esa situación, le caía una cascada de sudor helado por la espalda y un tembleque de piernas le acompañaba durante los pocos pasos en que llegaba de nuevo a la mesa. Tienes un trabajo, Miguelón, no lo vayas a perder. ¿No querrás volver a dormir en la calle? Después de esos episodios de pánico, pasaba otro rato frente al teléfono hasta que no aguantaba más sentado y volvía a levantarse.
A la tercera noche, la guardia nocturna se empezó a convertir en una rutina tensa, como la de un soldado en una garita, más preocupado por una inspección de los superiores que de un ataque del enemigo. El pequeño taller ya se lo conocía en detalle. Era fácil. Salvo un panel de herramientas que ocupaba una pared, unos cuantos neumáticos usados apilados en una esquina, latas de aceite y de otros líquidos, el local era casi únicamente un garaje para la grúa que lo llenaba casi por completo. Unos calendarios con fotografías que hasta a Miguel le parecían poco correctas, un radiador eléctrico, una radio y una cafetera eran los únicos elementos de confort con que contaba el taller.
A pesar de que se empezaba a aburrir un poco, no había un hombre más feliz que Miguel en su taller, esperando el momento en que algún viajero necesitara un cambio de neumático o una correa de ventilador y pudiera por fin salir con la grúa.
Esa noche hacía bastante frío. Sentado junto al radiador, Miguel pensó que tendría que haber traído algo más de abrigo. Vestía con orgullo el mono azul de trabajo que le habían dado hacía unos días, nuevo y sin estrenar. Pero además de la satisfacción de tener su propia ropa de trabajo, lo que le proporcionara un cierto calorcillo interior, pensaba que no le vendría mal complementar su atuendo con algo más adecuado que diera calorcito de verdad. No es que tuviera mucho donde elegir, pero en la habitación del hostal donde dormía, y que todavía no identificaba como su casa, tenía un jersey grueso de lana que en ese momento le vendría de maravilla. Pensaba que tendría que ponérselo por debajo del mono azul, para que este estuviera bien visible, no fuera a venir Iñaki y le viera sin el uniforme. A lo mejor así, apretadito, calentará un poco más.
Soltó una risa como si se acabara de contar un chiste malo.
Sabía que el quejarse del frío y el fantasear con la ropa de abrigo y el anorak no era más que un divertimento para pasar el rato. Todavía no se había olvidado de lo que era el frío de verdad. No había olvidado el frío que había pasado durmiendo en la calle, sobre un suelo y un techo de cartones. Claro que se acordaba. Al final habían sido casi tres meses durmiendo en la calle y, aunque el otoño en Madrid no había sido particularmente frío, el cartón daba el cobijo justo para no morir. O casi. Recordaba los días larguísimos sentado con la espalda contra una pared en el centro de la ciudad, viendo el desfile continuo de gente que apenas se detenía un instante para leer de reojo el mensaje de auxilio escrito en otra cartulina, esquivando en su prisa diaria sus piernas y la cajita en la que algunos echaban alguna moneda. Días larguísimos en los que pensar en cómo se había llegado a esa situación, qué cosas tendría que haber hecho, o dejado de hacer, para que el fin hubiera sido otro. Días en los que incluso se diluía la convicción de saber que no era peor ni mejor que nadie, de que podría sostener la mirada a cualquiera, sabedor de que nunca había hecho nada mal, que siempre había sido fiel cumplidor de su palabra. Convicción que se diluía no porque eso no fuera cierto, sino porque aún siéndolo, tal vez fuera justo ese el motivo por el que él estaba tirado en la calle, mientras que los demás caminaban esquivando sus piernas sin ni siquiera detenerse a leer su mensaje.
Tampoco olvidaba la suerte que tuvo de conseguir sitio en el albergue de la asociación benéfica cuando iba a empezar el invierno de verdad. El temido invierno de las calles, que se espera como se espera el fin del mundo, sin pensar que más allá vaya a haber nada.
Ahora era invierno otra vez. El invierno siguiente. Cuando entró al taller para su turno empezaban a caer unos tímidos copos de nieve. Ya había pasado un año desde esos días terribles de la calle. A Miguel le parecía que todo aquello había sucedido en un tiempo muy lejano, pero, al mismo tiempo, sus huesos y sus tripas insistían en que no, que eso había pasado hacía nada, ayer mismo, que seguía pasando y seguirá pasando para siempre. Los huesos y las tripas no olvidaban. Para ellos el paraíso grasiento que representaba el taller no era más que un espejismo, otro sueño más. Miguel tenía que recordarse conscientemente que no, que aquello no era un sueño, que le estaba pasando realmente. Que los meses conduciendo la furgoneta del albergue benéfico le habían dado la oportunidad de conocer a Iñaki, el gerente de los talleres, que acabó por darle esta oportunidad. Un trabajo de verdad, un sueldo, una esperanza de vida que Miguel no pensaba desaprovechar. Nada le haría fallar en este trabajo, nada ni nadie le haría ahora volver a la calle. Aprovecharía esta oportunidad, mantendría este trabajo y lo que representaba, volvería a ser una persona más, y ya no tendría que preguntarse si sería capaz de sostenerle la mirada a cualquiera. Era un convicción que nacía en lo más profundo de su ser, que se alimentaba del frío de los huesos y de los dolores de espalda. Una convicción tan fuerte que no concebía nada que pudiera echarle esta vez de la sociedad, del camino correcto. No se la volverían a jugar. No iba a fallarle a Iñaki y, sobre todas las cosas, no iba a fallarse a sí mismo.
Le sacó de sus ensoñaciones un sonido extraño, una melodía juguetona y pegadiza que ascendía y desaparecía para empezar un segundo después, como si una ninfa del bosque tocara una flauta y se escondiera, esperando que él jugara a perseguirla. Tardó un segundo en despertarse y darse cuenta que el teléfono estaba sonando. Lo descolgó y respondió con el corazón en la garganta, escuchando todavía en su cabeza la evanescente música de su sueño, que le evocaba bailes tumultuosos a la luz de la luna, y le dejó un regusto de terror sin consuelo ni salvación.
Veinte minutos más tarde Miguel circulaba camino de su primer servicio. La luz de los faros desgarraba sin delicadeza la cortina de copos de nieve abriendo paso a la grúa que la seguía en su incursión al reino de la noche. Miguel escuchaba satisfecho la música del motor. Su oído de experto mecánico disfrutaba como un melómano de sus tonos puros, firmes y decididos, felicitando silenciosamente a los anteriores usuarios del vehículo por el buen mantenimiento que le habían dado. Sentía la potencia del motor, que él gobernaba desde el puesto de control embargado de una emoción que calentaba sus entrañas y le hacía exhibir una media sonrisa de la que apenas era consciente. La oscuridad seguía estando delante de él, pero ahora no esperaba indefenso su llegada, sino que se abalanzaba contra ella a lomos de una bestia de varias toneladas de acero que obedecía todas sus órdenes.
Aunque no estaba seguro de ir por el camino correcto. Con las indicaciones que le habían dado por teléfono desde la centralita había marcado el destino en el mapa de carreteras de la zona. Le habían avisado que no estaba cerca de ninguna carretera principal y que tendría que buscar un poco por la zona. Le habían enviado también la localización a un teléfono móvil, que según el protocolo debía llevar siempre que saliera con la grúa. Pero no confiaba en que con sus dedazos no se equivocara al manejar el teléfono y eso acabara retrasándole. Si llegaba a la zona y no veía el coche accidentado, ya buscaría qué hacer.
Calculaba que llegaría al sitio de la avería en una media hora, lo que haría algo menos de una hora desde que el cliente dio el aviso. Era un buen tiempo de respuesta, pero seguro que el cliente no pensaba lo mismo, más en una noche como esa. La carretera comarcal por la que conducía atravesaba una zona de explotaciones agrarias uniendo pueblos dispersos a los lados de cauces de arroyos que la carretera cruzada por puentes y vados. Vio las luces verdes y amarillas de una gasolinera a la izquierda del camino. Verificó con un vistazo que llevaba el depósito lleno y continuó. Iba por el camino previsto, había visto la gasolinera en el mapa. Unos kilómetros más adelante encontró el desvío que tenía que tomar, junto con una señal con el nombre de un pueblo y el código de la carretera comarcal. No sabía que existieran nombres de carreteras con tantos números.
La nueva carretera era más estrecha y no tenía división de carriles. Era la carretera en la que uno se encontraba de pronto jabalíes o corzos, si no fuera porque los bichos eran más sensatos que las personas y se quedaban en sus casitas en noches como esta. Si se encontraba otro coche de frente tendrían problemas para pasar los dos por la anchura de la grúa. Instintivamente redujo la velocidad, pero volvió a acelerar al venirle a la mente la imagen del cliente encerrado en su coche bajo la nieve, esperando su llegada y escribiendo notas de protesta y reclamaciones contra el mal servicio recibido. Esperaba que Iñaki, el gerente de los talleres, fuera comprensivo con las circunstancias. Unos minutos más tarde detuvo la grúa al llegar a otro cruce. Encendió la linterna y examinó el mapa. Allí no tendría que haber ningún cruce.