¡Ay, el amor!

 

DRAMATIS PERSONAE

PUK, duende

LISANDRO, enamorado de Hermia

HERMIA, enamorada de Lisandro

DEMETRIO, pretendiente de Hermia

HELENA, enamorada de Demetrio

OBERÓN, rey de las hadas

TITANIA, reina de las hadas

DON JUAN TENORIO, galán sevillano

DON LUIS MEJÍA, rival de Don Juan

DOÑA INÉS, enamorada de Don Juan

DON GONZALO, padre de Doña Inés

BRÍGIDA, criada de Doña Inés

CIUTTI, criado de Don Juan

LA MADRE

EL NOVIO

LA NOVIA

LEONARDO

LA MUJER DE LEONARDO

LA MUERTE

SIGÜENZA, el rufián

SEBASTIANA, enamorada de Sigüenza

ESTEPA, rival de Sigüenza

SECUNDARIOS: Don Diego, padre de Don Juan; alguaciles; Teseo, duque de Atenas; Egeo, padre de Hermia; suegro de Leonardo; padre de la novia.

Personajes de El Milagro y Las aceitunas

ACTO UNO, ESCENA UNO

 

(Entran, primero, TITANIA y, a continuación, OBERÓN. Ambos se sorprenden al verse, TITANIA le da la espalda y le rehuye, mientras que OBERÓN corre hacia ella y la detiene, cogiéndola del brazo).

 

OBERÓN: ¡Espera, altiva Titania! ¿De quién huyes? ¿Acaso no soy yo tu esposo?

TITANIA: Y yo tu esposa. Pero no has venido aquí a buscarme,

¿no es así? Has dejado el País de las Hadas,

más allá de las Indias, para bendecir el matrimonio

de Hipólita, tu amada guerrera, que se casa con el gran Teseo,

duque de Atenas. ¿Me equivoco?

 

OBERÓN: ¿Cómo te atreves, Titania, a mencionar

mi simpatía por Hipólita, cuando tú amas desde

siempre a Teseo, su prometido?

 

TITANIA: ¿Ya estás otra vez ciego de celos?

Desde el principio del verano no ha habido manera

de encontrarnos sin que tú interrumpas la fiesta

con tus quejas y tus enfados.

Las gentes y mis hadas están cansadas

de los desastres provocados

por tu furia malsana.

 

OBERÓN: Pues ponle remedio. De ti depende.

¿Por qué Titania se opone a su Oberón?

Yo sólo te pido el niño robado

para hacerlo mi sirviente.

 

TTTANIA: No te esfuerces: ni por todo

el País de las Hadas daría al niño.

Su madre, muerta en el parto, me tenía devoción,

y por ella estoy criando yo a su hijo

y por ella no pienso separarme de él.

 

OBERÓN: ¿Te quedarás aquí, en el bosque, mucho tiempo?

 

TITANIA: Quizá hasta después de las bodas de Teseo.

Si quieres venir a bailar a mi corro, ven.

Si no, márchate, y yo también te evitaré.

 

OBERÓN: Dame el niño y yo iré contigo.

 

TITANIA: Ni por todo tu reino.

(Sale TITANIA y, disimuladamente, entra PUCK)

OBERÓN: Muy bien, vete. De este bosque no saldrás

hasta que te haya atormentado por tu afrenta. (A PUCK)

Puck, con que ahí estabas, malandrín. (PUCK da un respingo

y se inclina ante OBERÓN)

 

PUCK: Buenas noches, mi señor. ¿Qué le sucede?

 

OBERÓN: Titania se niega a someterse a mis deseos, y

te necesito para darle una lección. ¿Recuerdas

que una vez, sentado en un promontorio,

vi a Cupido lanzar su caprichosa flecha a una hermosa flor,

blanca entonces, y ahora roja, herida de amor?

 

PUCK: Lo recuerdo.

 

OBERÓN: Pues quiero que vayas a buscarla y me la traigas

en el acto.

Si se aplica su jugo sobre los ojos dormidos,

el hombre o la mujer se enamoran locamente

del primer ser vivo al que se encuentren al despertar.

Haré que esa presumida se vuelva loca por el primer

engendro del bosque que halle y, en cuanto recobre lo que es mío,

la libraré del hechizo.

Tráeme la flor y vuelve aquí como el rayo.

 

PUCK: Rodearé la Tierra en cuarenta minutos.

(OBERÓN se hace a un lado, pensativo. PUCK se dirige corriendo al proscenio)

PUCK: ¿Ven, mis queridos señores, lo que provoca el amor?

¡Ay, qué bien me siento, libre de sus garras!

Con él, todos los seres viven rodeados de desgracias,

suspirando, llorando, sin comer… ¡Sin comer!

¡Con lo buenas que están las patas de cordero!

(Hace un silencio, dirigiendo su oreja al público, como queriendo escucharlo)

¡Cómo! ¿No me creen? ¡Pues se lo voy a demostrar! Fíjense que…

 

ACTO UNO, ESCENA DOS

 

(Aparece de repente CIUTTI, corriendo con una mesa, manteles…)

 

CIUTTI: ¿Pero qué haces ahí, atontao?

Despabila y ayúdame con los preparativos.

¡Rápido!

 

PUCK: ¿Y por qué yo? ¿Y quién es usted, si se puede saber?

 

CIUTTI: (Mientras corre de aquí para allá, preparando la mesa)

¿Que quién…? Pero, ¿de dónde ha caído vuesa merced?

¿Acaso no sabéis que soy Ciutti, el criado del insigne don Juan Tenorio?

 

PUCK: ¿Don Juan? (Piensa durante un rato y chasquea los dedos)

¡Ah sí! ¡El famoso galán de Sevilla!

¡Caracoles, sí que he corrido lejos!

¡De Atenas a Sevilla en un par de minutos!

CIUTTI: ¿Quieres dejar de hablar solo, como los locos,

y ayudarme de una vez?

Mi amo se presentará enseguida, y no es muy paciente,

que digamos.

 

PUCK: (Aparte) Mira tú por dónde, don Juan me viene de perlas

para demostrar lo pérfido que es el amor.

¡Atentos! (A CIUTTI, remangándose la camisa)

¿En qué te puedo ayudar entonces?

 

CIUTTI: Coge eso de ahí. ¡Rápido!

 

(PUCK y CIUTTI terminan de preparar la mesa, con dos sillas, platos, copas…)

 

PUCK: ¿Ya está?

 

CIUTTI: Perfecto. Y justo a tiempo.

Mi amo, don Juan, tiene que estar al caer.

 

(Aparecen DON GONZALO y DON DIEGO, enmascarados)

 

DON GONZALO: ¿Has dicho, sirviente,

que el Tenorio aquí ha de parar esta noche?

 

CIUTTI: Así es.

¿Vienen ustedes a presenciar su gran victoria?

 

PUCK: ¿Victoria? ¿En qué?

 

CIUTTI: ¡Sin duda vivís en el país de los duendes!

 

PUCK: (Aparte) ¡Toma, no! Voy a vivir en el de los monos…

 

CIUTTI: ¿Perdona? ¿Qué has dicho?

 

PUCK: Nada, nada. Tonterías mías.

¿Qué me ibas a contar?

 

DON DIEGO: Este buen lacayo

te iba a mencionar lo de la infame

apuesta, deshonra de padres e hijas,

y llanto de madres e hijos.

 

CIUTTI: Llanto sí, sin duda,

pero deshonra…

No hay mejor hombre que don Juan.

Ni más valiente, ni más galán.

Y hoy se lo probará

a su amigo, don Luis,

que, no creyéndolo, se apostó con él

a que lo derrotaría en gallardía.

¡Qué infeliz!

 

DON GONZALO: Otra alma corrupta por ese diablo.

 

CIUTTI: Señores, ¿han venido a disputar

o a beber? Si es lo primero, ya pueden volar.

Y si es lo segundo, vino os puedo dar.

 

DON DIEGO: Ni a reñir ni a soplar venimos.

Solo ver y escuchar es nuestro objetivo.

¿Podemos sentarnos ahí atrás?

 

CIUTTI: Claro, donde gusten.

(A PUCK) Menuda gente más rara

hay por ahí, ¿verdad?

 

PUCK: Ciertamente.

 

CIUTTI: ¡Silencio! Y apártate, que ahí llega mi señor.

La suerte está echada.

 

(Entra DON JUAN, enmascarado, y se sienta en la mesa, echándose vino en una copa. A los pocos instantes, llega DON LUIS, también enmascarado, que se coloca enfrente de DON JUAN)

 

DON JUAN: Esa silla está ocupada, hidalgo.

 

DON LUIS: Lo mismo digo,

hidalgo; para un amigo

tengo yo esa otra pagada.

 

DON JUAN: Que ésta es mía haré notorio.

 

DON LUIS: Y yo también que ésta es mía.

 

DON JUAN: Luego, sois don Luis Mejía.

 

DON LUIS: Seréis, pues, don Juan Tenorio.

 

DON JUAN: Puede ser.

 

DON LUIS: Vos lo decís.

 

DON JUAN: ¿No os fiáis?

 

DON LUIS: No.

 

DON JUAN: Yo tampoco.

 

DON LUIS: Pues no hagamos más el coco.

 

DON JUAN: Yo soy don Juan. (Quitándose la máscara.)

 

DON LUIS: Y yo don Luis.

 

(DON JUAN se levanta y abraza efusivamente a DON LUIS)

 

DON JUAN: El tiempo no malgastemos,

don Luis.

 

DON LUIS: De acuerdo, don Juan.

¡Ciutti, el mejor vino para brindar

por la mejor amistad!

 

CIUTTI: ¡Enseguida! (Le da una jarra a PUCK)

¡Vamos, vamos!

 

(PUCK lleva la jarra hasta DON LUIS y le sirve vino)

 

DON LUIS: (Tras beber de su copa) Muy bien, don Juan.

¿Recuerda el motivo que nos trajo aquí hoy?

 

DON JUAN: ¡Por supuesto! Hace un año dijo

que no había en Sevilla

peor rufián que vos.

Y yo, en este mismo lugar,

le dejé muy claro

que si había alguno mejor

ese era, sin duda,

don Juan Tenorio.

 

DON LUIS: Y yo, no estando conforme con su opinión,

le dije que una apuesta dirimiría

nuestra disputa.

 

DON JUAN: Y en un año no nos veríamos

y el mundo recorreríamos

haciendo cuenta

de cuántos hombres caerían

ante nuestra espada,

y cuántas mujeres

ante nuestras virtudes.

 

DON LUIS: Así es. Y yo viajé por Flandes

y allí la razón atropellé,

la virtud escarnecí,

a la justicia burlé,

y a las mujeres vendí.

Y aquí están mis resultados

hechos constar por notario.

 

(DON LUIS le entrega una hoja escrita, que DON JUAN revisa con atención)

 

DON JUAN: No está nada mal. Por mi parte,

a Italia me dirigí

y en todas partes dejé

memoria amarga de mí.

A quien quise provoqué,

y a quien quiso yo maté,

a las mujeres burlé

tras hacerlas caer ante mí.

Y he aquí la prueba,

por juez firmada,

de que estos son mis hechos

que a la razón y a la justicia

sonrojaran.

 

(DON JUAN le entrega otra hoja escrito y DON LUIS, tras revisarla, se levanta asombrado)

 

DON LUIS: ¡No puede ser!

32 hombres muertos,

72 mujeres seducidas.

¡Me vencéis!

 

DON JUAN: (Se sonríe) ¡Así es,

mi buen Mejía!

Y quizá sume

dentro de muy poco

a cierta dama sevillana

que está para casar

con un buen amigo mío…

 

DON LUIS: Estaréis de broma, ¿verdad?

 

DON JUAN: Don Juan jamás bromea

ni con el amor ni con la pelea.

Sí, Don Luis, vuestra querida Ana

pronto será mía.

Y deshonrarla será mi tarea

para probar mi valía

sobre la vuestra.

 

PUCK: (Aparte) ¡Uf, aquí se va a liar parda!

 

DON LUIS: (Levantándose y golpeando la mesa con fuerza) ¡No osaréis!

 

DON DIEGO: (Levantándose) ¡Suficiente!

No he de escuchar más.

Pensaba que todo eran mentiras,

pero cierto es

que el apellido Tenorio

está por siempre deshonrado

por un niño egoísta

y desvergonzado.

 

DON JUAN: Cuidado con lo que decís,

maese, pues a muchos he matado

por decir aún menos que vos.

 

DON DIEGO: A mí ya me habéis matado,

truhán. (Quitándose la máscara) Pues no hay padre

en este mundo que pueda soportar

tamaña perfidia de su propio hijo.

 

DON GONZALO: (Levantándose) Tranquilo, amigo mío,

pues por semejante escoria no merece la pena

perder la vida, ni el alma.

 

DON JUAN: ¿Y quién sois vos? ¿Acaso mi tío?

 

DON GONZALO: (Quitándose la máscara) No, por fortuna,

ya que no soportaría tal injuria.

Y viendo en lo que os habéis convertido,

alégrome de que mi hija no atará lazos con vos.

 

DON JUAN: ¡Vaya, vaya! Don Gonzalo…

¿Y cómo está doña Inés, mi prometida?

 

DON GONZALO: De ninguna manera,

podéis darla por perdida.

Si mi amigo consiente,

su mano os quedará arrebatada,

pues no puedo imaginar mayor deshonra

que veros unido a mi casa

y a mi niña.

 

DON DIEGO: Consiento y os entiendo.

 

DON GONZALO: En ese caso, hábitos tomará

y a Dios su vida entregará.

 

DON JUAN: (Riéndose) ¿De veras creéis que unos muros

de convento van a refrenarme? ¡Iluso!

 

DON GONZALO: ¿Cómo os atrevéis?

 

DON JUAN: ¡Inés no es de vos, sino mía desde la cuna!

Y en breve se unirá a mí, queráis o no.

 

DON GONZALO: (Saca la espada) ¡Atreveos y os ensarto!

 

DON JUAN: (Riéndose) No podéis detenerme, viejo.

Don Luis, lo nuestro no está zanjado.

En breve veréis en Ana

con su corazón por mí robado.

 

DON LUIS: Si la tocáis, os mato.

 

DON JUAN: Mucha palabrería noto,

pero como no quiero ahora problemas

que enturbien mis planes de conquista,

ahí quedáis todos.

¡Ya tendréis noticias mías!

 

(DON JUAN se marcha. DON LUIS y DON GONZALO le persiguen con sus espadas, chillando su nombre)

 

DON DIEGO: (A PUCK) Tened hijos

y el corazón os romperán.

Huid de las sombras de la familia

antes de que hundan vuestra alma.

 

(DON DIEGO se marcha, cabizbajo, acompañado por CIUTTI)

 

ACTO UNO, ESCENA TRES

 

PUCK: Pobre hombre… ¡Uy, la flor! ¡Casi se me olvida!

¡Volando que voy hasta mi parada,

los campos de Granada!

(Corre hasta que ve una flor y la arranca del suelo)

Bueno, ya está… ¿Y esto?

Miren: justo lo que decía ese hombre.

Otra vida arruinada por los hijos.

 

(PUCK se esconde en un lado. Aparecen el NOVIO y, justo detrás, la MADRE)

 

MADRE: ¡Hijo!

 

NOVIO: ¿Qué quieres?

 

MADRE: Espera, el almuerzo.

 

NOVIO: Déjalo. Comeré uvas. Dame la navaja.

 

MADRE: ¿Para qué?

 

NOVIO: (Riendo) Para cortarlas.

 

MADRE: (Entre dientes y buscándola) La navaja, la navaja... Malditas sean todas y el bribón que las inventó.

 

NOVIO: Ya estamos...

 

MADRE: Y las escopetas, y las pistolas, y el cuchillo más pequeño…

 

NOVIO: Bueno...

 

MADRE: Y todo lo que puede cortar el cuerpo de un hombre. Un hombre hermoso, con su flor en la boca, que sale a las viñas o va a sus olivos propios, porque son de él, heredados...

 

NOVIO: (Bajando la cabeza) Calle usted.

 

MADRE: ... y ese hombre no vuelve. O si vuelve, es para ponerle una mortaja encima.

 

NOVIO: ¿Has acabado ya?

 

Madre: Cien años que yo viviera no hablaría de otra cosa. Primero, tu padre, que me olía a clavel y lo disfruté tres años escasos. Luego, tu hermano. ¿Y es justo y puede ser que una cosa pequeña como una pistola o una navaja pueda acabar con un hombre, que es un toro? No callaría nunca.

 

NOVIO: ¿Te has desahogado ya?

 

MADRE: No... Si hablo, es porque... ¿Cómo no voy a hablar viéndote salir por esa puerta? Es que no me gusta que lleves navaja. Es que.... que no quisiera que salieras al campo. Quisiera que fueras una mujer, y te quedarás en casa conmigo, a salvo de esos aparatos del demonio.

 

NOVIO: (Riendo) ¡Vamos, vamos! ¿Y si yo la llevara conmigo al campo?

 

MADRE: ¿Y qué haría en las viñas una vieja como yo?

 

NOVIO: (Levantándola en sus brazos) Vieja, revieja, requetevieja.

 

MADRE: ¡Vale, vale! ¡Bájame ya, antes de que me mandes con tu padre!

 

NOVIO: (Bajándola) Por cierto, madre, sobre mi asunto…

 

Madre: ¿Tu qué?

 

Novio: ¿Necesito decírselo otra vez?

 

Madre: (Seria) ¡Ah!

 

Novio: ¿Es que le parece mal?

 

Madre: No.

 

Novio: ¿Entonces...?

 

Madre: No lo sé yo misma. Así, de pronto, siempre me sorprende. Yo sé que la muchacha es buena. ¿Verdad que sí? Modosa. Trabajadora. Amasa su pan y cose sus faldas, y siento, sin embargo, cuando la nombro, como si me dieran una pedrada en la frente. A fin de cuentas, estuvo prometida con…

 

Novio: Tonterías. Eso fue hace mucho tiempo.

 

Madre: Ya, tonterías… Leonardo, el de los Felix que te dejaron sin padre y hermano, estuvo rondándola un tiempo. Y esas ascuas dicen que no se han apagado.

 

Novio: Esos son chismes del pueblo, madre. Déjese de habladurías y escúcheme. Él ya se casó. Esa niña es honrada, y llevo con ella tres años. Nos queremos, créame.

 

Madre: No lo dudo, pero hijo…

 

Novio: ¿Qué quiere usted?

 

Madre: ¡Que es verdad! ¡Que tienes razón! ¿Cuándo quieres que la pida?

 

Novio: (Alegre) ¿Le parece bien el domingo?

 

Madre: (Seria) Le llevaré los pendientes de azófar, que son antiguos de la familia.

 

Novio: ¡Muchas gracias, madre!

 

Madre: Sí, sí; y a ver si me alegras con seis nietos, o lo que te dé la gana, ya que tu padre no tuvo lugar de hacérmelos a mí.

 

Novio: (La abraza) Me voy.

 

Madre: Que caves bien.

 

Novio: ¡Lo dicho!

 

Madre: Anda con Dios.

 

(Se van el NOVIO y la MADRE. PUCK se adelanta)

 

PUCK: Mmmm, me da que ese muchacho

también ha sido engañado

por las perfidias de Cupido.

No tengo tan claro

que la pasión entre Leonardo y su novia

esté del todo apagada.

Veamos en su casa…

ACTO UNO, ESCENA CUATRO

 

(Aparecen LEONARDO y su MUJER. LEONARDO se sienta en la mesa y empieza a comer de una olla que le sirve su MUJER)

 

Leonardo: ¿Y el niño?

 

Mujer: Se durmió.

 

Leonardo: Ayer no estuvo bien. Lloró por la noche.

 

Mujer: (Alegre) Hoy está como una dalia. ¿Y tú? ¿Fuiste a casa del herrador?

 

Leonardo: De allí vengo. ¿Querrás creer? Llevo más de dos meses poniendo herraduras nuevas al caballo y siempre se le caen. Por lo visto se las arranca con las piedras.

 

Mujer: ¿Y no será que lo usas mucho?

 

Leonardo: No. Casi no lo utilizo.

 

Mujer: Ayer me dijeron las vecinas que te habían visto al límite de los llanos.

 

Leonardo: ¿Quién lo dijo?

 

Mujer: Las mujeres que cogen las alcaparras. Por cierto que me sorprendió. ¿Eras tú?

 

Leonardo: No. ¿Qué iba a hacer yo allí en aquel secano?

 

Mujer: Eso dije. Pero el caballo estaba reventando de sudor.

 

Leonardo: ¿Lo viste tú?

 

Mujer: No. Mi padre. (LEONARDO calla y come) Por cierto, ¿cómo no viniste a comer?

 

Leonardo: Estuve con los medidores del trigo. Siempre entretienen.

 

Suegro: (Entrando) Pero ¿quién da esas carreras al caballo? Está abajo, tendido, con los ojos desorbitados, como si llegara del fin del mundo.

 

Leonardo: (Agrio) Yo.

 

Suegro: Perdona; tuyo es.

 

Mujer: (Tímida) Estuvo con los medidores del trigo.

 

Suegro: Por mí, que reviente. (Se sienta.) (Pausa)

 

Mujer: ¿Sabes que piden a mi prima?

 

Leonardo: ¿Cuándo?

 

Mujer: Mañana. La boda será dentro de un mes. Espero que vengan a invitarnos.

 

Leonardo: (Serio) No sé.

 

Suegro: La madre de él creo que no estaba muy satisfecha con el casamiento.

 

Leonardo: Y quizá tenga razón. Ella es de cuidado.

 

Mujer: No me gusta que penséis mal de una buena muchacha.

 

Suegro: (Con intención.) Pero cuando dice eso es porque la conoce. ¿No ves que fue tres años novia suya?

 

Leonardo: Pero la dejé. (A su mujer.) ¿Vas a llorar ahora? ¡Quita! (La aparta bruscamente las manos de la cara.) Vamos a ver al niño. (Salen abrazados.)

 

(El SUEGRO recoge la mesa y pone los muebles a un lado)

 

PUCK: Uy, uy, uy, qué raro… Algo huele a podrido en Granada.

 

(Sale)

INTERMEDIO I: El rufián cobarde

 

(SALEN SIGÜENZA Y SEBASTIANA, agarrados del brazo. SEBASTIANA está llorando)

 

SIGÜENZA: Pasa, pasa, mi querida Sebastiana, y cuéntame, con todo lujo de detalles, lo que te ha hecho esa piltrafa de Estepa.

 

SEBASTIANA: No quisiera causar pleito entre ustedes.

 

SIGÜENZA: Descuide, que le daré cumplida venganza si así fuera menester.

 

SEBASTIANA: Pues me llamó… Me llamó… Bueno, me llamó de todo, y me dijo que la suela de su bota valía más que yo.

 

SIGÜENZA: ¡Ah rufián! Como si él no supiera que es hijo de mujer de vida alegre. Si hubiera estado allí, le habría dado lo suyo.

 

SEBASTIANA: Si le amenacé contigo, y te llamó “ladrón desorejado”.

 

SIGÜENZA: ¿Que tal osó decir ese sinvergüenza?

 

SEBASTIANA: Y que si no te hubieras fugado de prisión, ya estarías remando en las galeras de por vida.

 

SIGÜENZA: ¡Toma ya mentiras!

 

SEBASTIANA: Y no te digo más porque no te quiero hacer enfadar, que si no…

 

SIGÜENZA: Maldito bellaco malnacido. ¡Mal rayo le parta! Anda que si estuviera aquí, buena le iba a dar yo, como cuando maté a cien hombres en Flandes… ¡Se iba a reír de su tía!

 

SEBASTIANA: Él dice que huisteis del campo de batalla como una gallina mojada.

 

SIGÜENZA: ¡Pero será…! ¡Él es el que tiene esa fama! ¡Y de ladrón! ¿Pues no es verdad que sale sin monedas todas las mañanas, y regresa a casa lleno de ellas, cuando no tiene ni oficio ni beneficio? ¡Ah, si le pudiera aplicar la justicia de mi acero, al diablo se iba con sus cuentos!

 

SEBASTIANA: Eso le dije yo.

 

SIGÜENZA: (con tono acobardado) ¿Que le dijiste qué?

 

SEBASTIANA: Que usted era un hombre de honor y que, si se terciara, le daría su merecido por sus infamias. Y mirad, ahí viene el sinvergüenza. Dele, dele lo suyo.

 

SIGÜENZA: Válgame Dios. (Dándole rápidamente la espada a SEBASTIANA) ¡Tomad, tomad!

 

SEBASTIANA: Pero, señor mío, sin ella, ¿cómo podréis…?

 

SIGÜENZA: Déjalo estar, mujer, y permite a los hombres que solucionen sus asuntos a su modo.

 

(Aparece ESTEPA, enfadado y con la espada en la mano)

 

ESTEPA: ¿Conque aquí andas, maldito? He oído por ahí que vas diciendo que soy un ladrón y un cobarde. ¡Pues saca tu espada y te demostraré quién es el cobarde!

 

SIGÜENZA: (Con tono amable) Por favor, señor, está claro que es todo un malentendido.

 

SEBASTIANA: ¿Cómo que un malentendido? Ese bribón ha mancillado mi honor por defender yo sus palabras. Tome, tome la espada y dele una buena.

 

SIGÜENZA: Señora mía, tranquila, que no hace falta rebajarse por ahora al nivel de esa chusma.

 

ESTEPA: ¿Qué me has llamado? ¿Chusma he oído?

 

SIGÜENZA: No, faltaría más.

 

SEBASTIANA: Sí, malnacido, chusma. ¡Y poco es para lo que te mereces!

 

ESTEPA: ¡Maldita sea tu estampa! ¡Te voy a ensartar como a un cochino! (Se acerca a ellos)

 

SEBASTIANA: ¡Eso! ¡Ven aquí, que te va a dar de lo lindo! (A SIGÜENZA) ¡Toma, toma tu florete!

 

SIGÜENZA: Por favor, señores, haya calma. (A SEBASTIANA) Y tú, guarda ya la espada, por Dios, que vas a conseguir que alguien acabe visitando a San Pedro.

 

SEBASTIANA: A Pepe Botero, más bien, que es quien ha de recibir a esa alimaña.

 

ESTEPA: Señora, que me pierdo, y no quiero pegar a mujeres.

 

SEBASTIANA: Descuidad, que aquí hay todo un hombre que me va a defender. Toma la espada de una vez y empieza con la lección.

 

SIGÜENZA: ¡Que la guardes ya, mujer! ¡Que me vas a causar una desgracia!

 

ESTEPA: (Poniendo su espada en la garganta de SIGÜENZA) ¡Eso! ¡Coge esa birria de acero y demuéstrame esas lecciones que dices que me das, embustero!

 

SIGÜENZA: Señor mío, creo que no hay necesidad de…

 

ESTEPA: Pues yo creo que sí, a menos, claro está, que sea mentira todo lo que dijo.

 

SEBASTIANA: ¡El embustero eres tú, bastardo! (Poniéndole la espada en la mano a SIGÚENZA) ¡Coge tu espada y dale de una vez, hombre!

 

(SIGÜENZA la suelta con un respingo)

 

ESTEPA: ¡De rodillas!

 

SIGÜENZA: (Arrodillándose) Claro, faltaría más.

 

ESTEPA: Y ahora repetid conmigo: soy un maldito farsante.

 

SIGÜENZA: Soy un maldito farsante.

 

SEBASTIANA: ¡Pero Sigüenza!

 

SIGÜENZA: ¡Calla mujer! ¡Que esto es cosa de caballeros!

 

ESTEPA: Y ahora, decid: soy tan ladrón que hasta robó la pelusa de los bolsillos para comerlas estofadas.

 

SIGÜENZA: Soy tan ladrón que hasta robó la pelusa de los bolsillos para comerlas estofadas.

 

ESTEPA: Y soy tan feo como el culo de un mono.

 

SIGÜENZA: ¿En serio esto es neces…? (ESTEPA le vuelve a poner la espada en el pescuezo) Está bien, si insistes: Y soy tan feo como el culo de un mono.

 

ESTEPA: ¿Y por esta piltrafa te peleaste conmigo, guapa?

 

SEBASTIANA: Sí que es poca cosa, en verdad. Menudo desperdicio de hombre… ¡Vamos Estepa! Convídame a un vino para olvidar a semejante mamarracho.

 

ESTEPA: (Ofreciéndole el brazo) Por supuesto, acompañadme a la posada. (A SIGÜENZA) ¡Y a vos no os quiero oír más tonterías! ¿Entendido?

 

SIGÜENZA: (Con voz temblorosa) Sí, señor.

 

(ESTEPA y SEBASTIANA se marchan juntos, y ella le propina una patada en el culo a SIGÜENZA. Este se cae y se queda en el suelo)

 

SIGÜENZA: ¡Eso! ¡Idos! ¿Quién necesita a dos ratas como vosotros?

 

AMBOS: ¡¿Qué has dicho?!

 

SIGÜENZA: ¡Nada, nada! (SIGÜENZA se va por el lado contrario, corriendo con la espada)

ACTO DOS, ESCENA UNO

 

OBERÓN: (Gritando desde fuera del escenario) ¡Puck! ¡Maldito idiota!

¿Dónde te has metido?

Como te pille haciendo una de las tuyas…

Mas, ¿qué oigo?

¿Humanos discutiendo en mi bosque?

Como soy invisibles, escucharé lo que acontece.

 

(Entra DEMETRIO seguido de HELENA)

 

DEMETRIO: No te quiero, así que no me sigas.

¿Dónde están Lisandro y la bella Hermia?

Me dijiste que se escondieron en el bosque:

pues aquí estoy y mi Hermia no aparece

junto a ese maldito Lisandro, que tuvo a mal

robármela, cuando a mí fue prometida.

¡Vamos, vete y deja de seguirme!

 

HELENA: ¡Tú me atraes, imán duro y despiadado!

 

DEMETRIO: ¿Acaso te incito?

Más bien, ¿no te digo con toda franqueza

que ni te quiero ni podré quererte?

 

HELENA: Y yo te quiero más por decir eso.

Demetrio, cuanto peor me trates tú, más cariñosa seré yo.

 

DEMETRIO: No fuerces tanto el odio de mi alma,

que sólo de verte ya me pongo malo.

 

HELENA: Y yo me siento mal si no te veo.

 

DEMETRIO: Te arriesgas demasiado

saliendo de Atenas de noche y entregándote

a los brazos de quien no puede quererte, en un bosque

completamente alejado del mundo.

 

HELENA: Tu rostro disipa los peligros de la noche.

Y al bosque no le falta la compañía del mundo,

pues tú eres para mí el mundo entero.

 

DEMETRIO: Huiré de ti, me esconderé entre las matas

y te dejaré a merced de las fieras.

 

HELENA: Ni la más cruel tiene tu corazón.

 

DEMETRIO: No pienso discutir más. Déjame

o, si me sigues, ten por cierto

que voy a hacerte daño aquí, en el bosque.

 

HELENA: ¡Si daño ya me haces a todas horas

con tu desprecio!

 

[Sale DEMETRIO]

 

HELENA: Te seguiré, y de mi infierno haré un cielo

si me mata quien yo tanto quiero.

 

(Sale HELENA)

 

OBERÓN: Adiós, ninfa. Antes que salga del bosque,

él te perseguirá, enfermo de amores.

 

(Entra PUCK)

 

OBERÓN: ¡Menos mal que ibas a ir rápido!

Un poco más y el niño robado

sería ya un vetusto anciano.

 

PUCK: Discúlpeme. Es que…

 

OBERÓN: (Gritando) ¡Basta de excusas!

¿Tienes ahí la flor, al menos?

 

PUCK: Aquí la tiene, mi señor.

 

OBERÓN: Te lo ruego, dámela.

Más allá hay una loma repleta de hermosas flores.

Parte de la noche duerme allí Titania.

Yo con esta esencia le untaré los ojos

y la llenaré de torpes antojos.

Tú llévate un poco; busca en el bosque

a una ateniense que está enamorada

de un joven desagradable: úntale a él los ojos

de forma que vea, primero de todo,

a la propia dama. Podrás conocerle

porque va vestido con ropa ateniense.

Hazlo con cuidado, de modo que esté

más loco por ella que ella por él.

 

PUCK: Tu siervo lo hará. No tema mi amo.

 

(Sale OBERÓN)

 

PUCK: ¡No falla! ¡Basta que uno se entretenga

un rato para que le carguen de trabajos y tareas!

¿Y dónde andarán ahora esos humanos?

 

(Sale PUCK. Entran LISANDRO y HERMIA)

 

LISANDRO: Amor, de andar por el bosque desfalleces

y, en verdad, a mí el camino

hacia las tierras de mi familia,

donde nos casaremos,

se me olvida.

Hermia, más nos vale descansar.

 

HERMIA: Muy bien. Tú búscate un lecho, buen Lisandro.

 

LISANDRO: Que el césped nos sirva de almohada a los dos.

 

HERMIA: No, mi buen Lisandro. Por mi amor, intenta

descansar más lejos.

 

LISANDRO: ¡Amor mío, mi intención es inocente!

 

HERMIA: Por favor, Lisandro, por amor y cortesía

acuéstate lejos, si a mí me estimas.

Las buenas normas recomiendan que

un soltero honesto y una doncella

separados estén por esta distancia. Muy bien, que descanses

y que, mientras vivas, tu amor jamás cambie.

 

LISANDRO: Así sea.

 

Se duermen.

Entra PUCK.

 

PUCK: Todo el bosque he recorrido,

pero al de Atenas no he visto.

Mas, ¿quién duerme ahí?

Viste con ropa ateniense.

¡Éste es quien dijo Oberón

que despreciaba a su amor!

Y aquí está ella, durmiendo

en el sucio y frío suelo.

Pobrecilla, no se ha echado

junto a ese cruel joven.

Ruin, a tus ojos aplico

este hechizo.

Que el amor, cuando despiertes,

ciegue tus ojos para siempre.

Y ahora, a buscar a Oberón

para darle parte de esto.

 

Sale PUCK.

Entran DEMETRIO y HELENA, corriendo.

 

HELENA: Detente ya, aunque me mates, buen Demetrio.

 

DEMETRIO: Aléjate, no me acoses, te lo ordeno.

 

HELENA: ¿Es que piensas dejarme en la oscuridad?

 

DEMETRIO: Me voy solo. Quédate o lo sufrirás.

 

Sale.

 

HELENA: Me roba el aliento esta caza loca.

Mas, ¿quién hay aquí? ¿Es Lisandro?

¿Duerme o está muerto? No veo que haya sangre.

Si vives, despierta, Lisandro, señor.

 

LISANDRO [despertándose]: Y andaré por fuego en pos de tu amor.

¿Dónde está Demetrio? ¡Ah, qué bien le quedaría mi espada en su pecho

por todo el daño que ha hecho!

 

HELENA: No digas eso, Lisandro, no lo digas.

¿Qué más da que ame a Hermia? Hermia te quiere.

Vive, pues, en paz.

 

LISANDRO: ¿En paz yo con Hermia? No, pues hice mal

malgastando en ella minutos de más.

Hermia, no: Helena es a la que amo ahora.

¿Quién no cambiaría cuervo por paloma?

La razón me dice que tú vales más.

 

HELENA: ¿Nací yo para sufrir la burla cruel?

¿Qué habré hecho para merecer esto?

Eres muy injusto, de veras lo eres.

Mas queda con Dios. De verdad confieso

que te había tenido por más caballero.

 

Sale HELENA.

 

LISANDRO: No ha visto a Hermia. - Hermia, duerme tú ahí

y ojalá ya nunca te acerques a mí.

Ahora consagro mi amor y energías

a ser caballero de Helena y servirla.

 

Sale LISANDRO.

 

HERMIA [despertándose]: ¡Socorro, Lisandro! ¡Ven a defenderme

y quítame de mi pecho esta serpiente!

¡Ay de mí, piedad! - ¡Ah, qué terrible sueño!

Lisandro, mira cómo tiemblo de miedo.

El corazón una sierpe me comía,

mientras tú despreocupado sonreías.

¡Lisandro! ¿Se ha ido? ¡Lisandro!

¿No estás? ¿No me oyes?

¡Ay! ¿Dónde estás? Si es que me oyes, di algo;

por amor, habla. Del miedo me desmayo.

¿No? ¿Nada? Entonces, si aquí ya no estás,

a ti o a la muerte tengo que encontrar.

 

Sale HERMIA.

 

ACTO DOS, ESCENA DOS

 

(Entra PUCK)

 

PUCK: Bueno, pues ahora que mi misión está cumplida,

tengo curiosidad por ver que habrá pasado en Sevilla.

¿Habrá cumplido don Juan con sus amenazas?

Mirad, allí está su casa.

¿Y no es cierto que veo en ella a una joven novicia?

¡Qué bribón! ¡La ha raptado!

 

(PUCK se esconde a un lado. Entran BRÍGIDA y CIUTTI, quien sostiene a DOÑA INÉS, desmayada, por un brazo)

 

BRÍGIDA: ¡Ay, Ciutti! Molida estoy.

 

CIUTTI: ¿Pues qué os duele?

 

BRÍGIDA: Todo el cuerpo

y toda el alma además.

 

CIUTTI: ¡Ya! No estáis acostumbrada

al caballo, es natural.

Pues de estas cosas veréis,

si en esta casa os quedáis,

lo menos seis por semana.

 

BRÍGIDA: ¡Jesús!

 

CIUTTI: ¿Y esa niña está

reposando todavía?

 

BRÍGIDA: ¿Y a qué se ha de despertar?

 

CIUTTI: Sí, es mejor que abra los ojos

en los brazos de don Juan.

 

BRÍGIDA: Preciso es que tu amo tenga

algún diablo familiar.

 

CIUTTI: Yo creo que sea él mismo

un diablo en carne mortal.

 

BRÍGIDA: ¡Salir así de un convento

en medio de una ciudad

como Sevilla!

 

CIUTTI: Es empresa

tan sólo para hombre tal.

Mas, ¡qué diablos!, si a su lado

la fortuna siempre va.

 

BRÍGIDA: Sí, decís bien.

¡Chist! Ya siento a doña Inés.

 

CIUTTI: Pues yo me voy, que don Juan

encargó que sola vos

debíais con ella hablar.

 

BRÍGIDA: Y encargó bien, que yo entiendo

de esto.

 

CIUTTI: Adiós, pues.

 

BRÍGIDA: Vete en paz.

 

INÉS: Dios mío, ¡cuánto he soñado!

Loca estoy: ¿qué hora será?

¿Pero qué es esto, ay de mí?

No recuerdo que jamás

haya visto este aposento.

¿Quién me trajo aquí?

 

BRÍGIDA: Don Juan.

 

INÉS: Siempre don Juan..., ¿mas

conmigo

aquí tú también estás,

Brígida?

 

BRÍGIDA: Sí, doña Inés.

 

INÉS: Pero dime, en caridad,

¿dónde estamos? ¿Este cuarto

es del convento?

 

BRÍGIDA: No tal:

Mirad por este balcón,

y alcanzaréis lo que va

desde un convento de monjas

a una quinta de don Juan.

 

INÉS: ¿Es de don Juan esta quinta?

 

BRÍGIDA: Y creo que vuestra ya.

 

INÉS: Pero no comprendo, Brígida,

lo que hablas.

 

BRÍGIDA: Escuchad.

Estabais en el convento

leyendo con mucho afán

una carta de don Juan,

cuando estalló en un momento

un incendio formidable.

 

INÉS: ¡Jesús!

 

BRÍGIDA: Espantoso, inmenso;

el humo era ya tan denso,

que el aire se hizo palpable.

 

INÉS: Pues no recuerdo...

 

BRÍGIDA: Las dos

con la carta entretenidas,

olvidamos nuestras vidas,

yo oyendo, y leyendo vos.

Apenas ya respirar

podíamos, y las llamas

prendían ya en nuestras camas

nos íbamos a asfixiar,

cuando don Juan, que os adora,

y que rondaba el convento,

al ver la llama devastadora,

con inaudito valor,

se metió para salvaros,

por donde pudo mejor.

Él en sus brazos os tomó

y echó a huir; yo le seguí,

y del fuego nos sacó.

¿Dónde íbamos a esta hora?

Vos seguíais desmayada,

yo estaba ya casi ahogada.

Dijo, pues: «Hasta la aurora

en mi casa las tendré.»

Y henos, doña Inés, aquí.

 

INÉS: ¿Conque ésta es su casa?

 

BRÍGIDA: Sí. Y la de las afueras de la ciudad.

 

INÉS: ¡Oh Brígida! No sé qué redes

son las que entre estas paredes

temo que me estás tendiendo.

Nunca el claustro abandoné,

ni sé del mundo exterior

los usos: mas tengo honor.

Noble soy, Brígida, y sé

que la casa de don Juan

no es buen sitio para mí.

Ven, huyamos.

 

BRÍGIDA. Doña Inés,

la existencia os ha salvado.

 

INÉS. Sí, pero me ha envenenado

el corazón.

 

BRÍGIDA. ¿Le amáis, pues?

 

INÉS. No sé ... Mas, por compasión,

huyamos pronto de ese hombre,

tras de cuyo solo nombre

se me escapa el corazón.

Tú, Brígida, a todas horas

me venías de él a hablar,

haciéndome recordar

sus gracias fascinadoras.

Tú me dijiste que estaba

para mí destinado

por mi padre, y me has jurado

en su nombre que me amaba.

¿Que le amo, dices?... Pues bien,

si esto es amar, sí, le amo

Vamos, pues; vamos de aquí

antes de que ese hombre venga;

pues fuerza acaso no tenga

si le veo junto a mí.

Vamos, Brígida.

 

BRÍGIDA. Esperad

¿No oís?

 

INÉS. ¿Qué?

 

BRÍGIDA. Ruido de remos. Mirad, mirad, doña Inés,

 

INÉS. Acaba por Dios, partamos.

 

BRÍGIDA. Ya imposible que salgamos.

 

INÉS. ¿Por qué razón?

 

BRÍGIDA. Porque él es

quien en ese barquichuelo

se llega por el río.

 

INÉS. ¡Ay! ¡Dadme fuerzas, Dios mío!

 

CIUTTI.  (Dentro.) Aquí están.

 

JUAN. ¿A dónde vais, doña Inés?

 

INÉS. Dejadme salir, don Juan.

 

JUAN. ¿Que os deje salir?

 

BRÍGIDA. Señor,

sabiendo ya el accidente

del fuego, estará impaciente

por su hija el comendador.

 

JUAN. ¡El fuego! ¡Ah! No os dé

cuidado

por don Gonzalo, que ya

dormir tranquilo le hará

el mensaje que le he enviado.

 

INÉS. ¿Le habéis dicho...?

 

JUAN. Ciutti, Brígida. Dejadnos.

 

CIUTTI: Sí señor.

 

(CIUTTI agarra a BRÍGIDA, quien finge resistirse, y se van. DOÑA INÉS trata de impedirlo, pero DON JUAN se lo impide.)

 

JUAN: ¡Cálmate, pues, vida mía!

Reposa aquí; y un momento

olvida de tu convento.

¡Ah! ¿No es cierto, ángel de

amor,

que en esta apartada orilla

más pura la luna brilla

y se respira mejor?

¿No es verdad, gacela mía,

que estás respirando amor?

 

INÉS. Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!,

que no podré resistir

mucho tiempo sin morir,

tan nunca sentido afán.

¡Ah! Callad, por compasión,

que oyéndoos, me parece

que mi cerebro enloquece,

y se arde mi corazón.

 ¡Don Juan!, ¡don Juan!, yo lo

imploro

de tu hidalga compasión

o arráncame el corazón,

o ámame, porque te adoro.

 

JUAN. ¡Oh, alma mía!

El amor que hoy se atesora

en mi corazón mortal,

no es un amor terrenal

como el que sentí hasta ahora.

Desecha, pues, tu inquietud,

bellísima doña Inés,

porque me siento a tus pies

capaz aún de la virtud.

Sí; iré mi orgullo a postrar

ante el buen comendador,

y o habrá de darme tu amor,

o me tendrá que matar,

 

INÉS. ¡Don Juan de mi corazón!

 

JUAN. ¡Silencio! ¿Habéis escuchado?

 

INÉS. ¿Qué?

 

JUAN. Sí, una barca ha atracado

(Mira por el balcón.)

¡Dios, alguaciles son!

 

INÉS. ¿Alguaciles? ¿Pero por…?

 

JUAN. No tengáis cuidado, doña Inés,

que un problema de nada

ha de ser.

Marchad con Brígida y Ciutti,

que enseguida nos volveremos a ver.

 

INÉS. Y a mi padre.

 

JUAN. Sí, en cuanto empiece a clarear.

Adiós.

 

(DOÑA INÉS se marcha. Entra DON GONZALO, espada en mano. DON JUAN se pone de rodillas)

 

DON GONZALO. ¿Dónde está? ¿Adónde está ese traidor?

 

JUAN. Aquí está, comendador.

 

DON GONZALO. ¿De rodillas?

 

JUAN. Y a tus pies.

 

DON GONZALO.  Vil eres hasta en tus crímenes.

 

JUAN. Anciano, la lengua ten,

y escúchame un solo instante.

 

DON GONZALO.  ¿Qué puede en tu lengua haber

que borre lo que tu mano

escribió en este papel?

¡Infame! Tú has robado a mí hija Inés

de su convento, y yo vengo

por tu vida, o por mi bien.

 

JUAN. Jamás delante de un hombre

mi alta cerviz incliné,

ni he suplicado jamás,

ni a mi padre, ni a mi rey.

Y pues conservo a tus plantas

la postura en que me ves,

considera, don Gonzalo,

que razón debo tener.

 

DON GONZALO.  Lo que tienes es pavor

de mi justicia.

 

JUAN. ¡Pardiez!

Óyeme, comendador,

o tenerme no sabré,

y seré quien siempre he sido,

no queriéndolo ahora ser.

 

DON GONZALO.  ¡Vive Dios!

 

JUAN. Comendador,

yo idolatro a doña Inés,

persuadido de que el cielo

nos la quiso conceder

para enderezar mis pasos

por el sendero del bien.

Su amor me torna en otro

hombre, en uno de buen corazón.

Escucha, pues, don Gonzalo,

lo que te puede ofrecer

el audaz don Juan Tenorio

de rodillas a tus pies.

Yo seré esclavo de tu hija,

cuantas pruebas exigieres

con sumisión te daré:

y cuando estime tu juicio

que la puedo merecer,

yo la daré un buen esposo

y ella me dará el Edén.

 

DON GONZALO.  Basta, don Juan; no sé cómo

me he podido contener,

oyendo tan, torpes pruebas

de tu infame avilantez.

 

JUAN. ¡Don Gonzalo!

 

DON GONZALO.  Y me avergüenzo

de mirarte así a mis pies,

lo que apostabas por fuerza

suplicando por merced.

¿Tú su esposo?

Primero la mataré.

 

JUAN. Míralo bien, don Gonzalo;

que vas a hacerme perder

con ella hasta la esperanza

de mi salvación tal vez.

 

DON GONZALO.  ¿Y qué tengo yo, don Juan,

con tu salvación que ver?

 

JUAN. ¡Comendador, que me pierdes!

 

DON GONZALO.  ¡Mi hija!

 

(Aparece DON LUIS, soltando una carcajada de burla)

 

LUIS. Muy bien, don Juan.

 

JUAN. ¡Vive Dios!

 

DON GONZALO.  ¿Quién es ese hombre?

 

LUIS. Un testigo

de su miedo, y un amigo,

Comendador, para vos.

 

JUAN. ¡Don Luis!

 

LUIS. Ya he visto bastante,

don Juan.Y pues la ira soberana

de Dios junta, como ves,

al padre de doña Inés

y al vengador de doña Ana,

mira el fin que aquí te espera.

 

DON GONZALO.  ¡Oh! Ahora comprendo... ¿Sois

vos el que...?

 

LUIS. Soy don Luis Mejía,

quien viene a luchar

por la honra de su prometida.

 

JUAN. ¡Basta, pues, de tal suplicio!

Si no creéis en mi palabra,

lo haréis en mi espada.

 

LUIS. Sea; y cae a nuestros pies,

digno al menos de esa fama

que por tan bravo te aclama.

 

JUAN. Y venza el infierno, pues.

Ulloa, pues mi alma así

vuelves a hundir en el vicio,

cuando Dios me llame a juicio,

tú responderás por mí.

(Le da un pistoletazo.)

 

DON GONZALO.  ¡Asesino! (Cae.)

 

JUAN. Y tú, insensato,

que me llamas vil ladrón,

di en prueba de tu razón

que cara a cara te mato.

(Riñen, y le da una estocada.)

 

LUIS ¡Jesús! (Cae.)

 

CIUTTI.  (Dentro.) ¡Don Juan!

¡Vienen los soldados!

¡Por aquí; salvaos!

 

JUAN. Allá voy.

Llamé al cielo y no me oyó,

y pues sus puertas me cierra,

de mis pasos en la tierra

responda el cielo, y no yo.

 

(Se arroja por el balcón, y se le oye caer en el agua del río, al mismo tiempo que el ruido de los remos muestra la rapidez del barco en que parte; se oyen golpes en las puertas de la habitación, poco después entra la justicia, soldados, etc.)

 

ALGUACIL. 1º El tiro ha sonado aquí.

 

ALGUACIL.  2º Aún hay humo.

 

ALGUACIL.  1º ¡Santo Dios!

Aquí hay un cadáver.

 

ALGUACIL.  2º Dos.

 

ALGUACIL.  1º ¿Y el matador?

 

ALGUACIL.  2º Por allí.

 

(Abren el cuarto en que están DOÑA INÉS y BRÍGIDA, y las sacan a la escena; DOÑA INÉS reconoce el cadáver de su padre.)

 

ALGUACIL.  2º ¡Dos mujeres!

 

INÉS. ¡Ah, qué horror,

padre mío!

 

ALGUACIL.  1º ¡Es su hija!

 

BRÍGIDA. Sí.

 

INÉS. ¡Ay! ¿Dó estás, don Juan, que

aquí

me olvidas en tal dolor?

 

ALGUACIL.  1º Él le asesinó.

 

INÉS. ¡Dios mío!

¿Me guardabas esto más?

 

ALGUACIL.  2º Por aquí ese Satanás

se arrojó, sin duda, al río.

 

ALGUACIL.  1º Miradlos, a bordo están

del bergantín calabrés.

 

TODOS. ¡Justicia por doña Inés!

 

INÉS. Pero no contra don Juan.

 

(Cayendo de rodillas.)

 

ACTO DOS, ESCENA TRES

 

PUCK: (Adelantándose, mientras los alguaciles se llevan a DOÑA INÉS y BRÍGIDA) ¿No os lo dije? Fijaos las desgracias que ha traído el amor. Y esto no para aquí. ¡Menuda se va a liar en Granada! Mirad, mirad.

 

(La NOVIA sale con enaguas blancas encañonadas, llenas de encajes y puntas bordadas, y un corpiño blanco, con los brazos al aire. Coge una silla, se sienta y empieza a peinarse)

 

Novia: “¡Dichosa tú que vas a abrazar a un hombre, que lo vas a besar, que vas a sentir su peso!”. Eso me cantan, y bien dichosa debería sentirme el día de mi boda. Entonces, ¿por qué siento este dolor en mi pecho? ¿Por qué quiero que callen las voces que me felicitan? (Tira su corona de novia al suelo). Lo quiero. Dios sabe que lo amo, pero este es un paso muy grande. Demasiado…

 

(Se oyen unos aldabonazos.)

 

Novia: Abierta está la puerta, pero dejadme tranquila. No quiero que nadie me vea.

 

(Entra LEONARDO)

 

Novia: ¿Tú?

 

Leonardo: Yo. Buenos días.

 

Novia: ¿Qué haces aquí?

 

Leonardo: ¿No me han convidado?

 

Novia: Sí.

 

Leonardo: Por eso vengo.

 

Novia: ¿Y tu mujer?

 

Leonardo: Yo vine a caballo. Ella se acerca por el camino.

 

Novia: ¿No te has encontrado a nadie?

 

Leonardo: Los pasé con el caballo.

 

Novia: Vas a matar al animal con tanta carrera.

 

Leonardo: ¡Cuando se muera, muerto está! (Pausa)¡La novia! ¡Estará contenta!

 

Novia: (Variando la conversación.) ¿Y el niño?

 

Leonardo: ¿Cuál?

 

Novia: Tu hijo.

 

Leonardo: (Recordando como soñoliento) ¡Ah!

 

Novia: ¿Lo traen?

 

Leonardo: No. (Pausa. Va acercándose a la NOVIA) ¿Y trajo ya el novio el azahar que se tiene que poner en ese blanco pecho?

 

Novia: Lo trajo. ¿Por qué preguntas si trajeron el azahar? ¿Llevas intención?

 

Leonardo: Ninguna. ¿Qué intención iba a tener? (Acercándose.) Tú, que me conoces, sabes que no la llevo. Dímelo. ¿Quién he sido yo para ti? Abre y refresca tu recuerdo.

 

Novia: ¿A qué vienes?

 

Leonardo: A ver tu casamiento.

 

Novia: ¡También yo vi el tuyo!

 

Leonardo: Amarrado por ti, hecho con tus dos manos.

 

Novia: ¡Mentira!

 

Leonardo: No quiero hablar, porque soy hombre de sangre, y no quiero que todos estos cerros oigan mis voces.

 

Novia: Las mías serían más fuertes, aunque yo no debo hablarte siquiera. Pero se me calienta el alma de que vengas a verme y atisbar mi boda y preguntes con intención por el azahar. Vete y espera a tu mujer en la puerta.

 

Leonardo: ¿Es que tú y yo no podemos hablar?

 

Novia: (Con rabia) No; no podemos hablar. Ya no, desde que me dejaste por otra.

 

Leonardo: (Agarrándola) Después de mi casamiento he pensado noche y día de quién era la culpa, y cada vez que pienso sale una culpa nueva que se come a la otra; pero ¡siempre hay culpa!

 

Novia: ¡No te acerques!

 

Leonardo: Callar y quemarse es el castigo más grande que nos podemos echar encima. ¿De qué me sirvió a mí el orgullo y el no mirarte y el dejarte despierta noches y noches? ¡De nada!

 

Novia: (Temblando) No puedo oírte. No puedo oír tu voz. Es como si me bebiera una botella de anís y me durmiera en una colcha de rosas. Y me arrastra y sé que me ahogo, pero voy detrás. Y sé que estoy loca y sé que tengo el pecho podrido de aguantar, y aquí estoy quieta por oírlo, por verlo menear los brazos.

 

Leonardo: No me quedo tranquilo si no te digo estas cosas. Yo me casé. Cásate tú ahora.

 

(LEONARDO se marcha corriendo. La NOVIA duda un segundo y le sigue)

 

ACTO DOS, ESCENA CUATRO

 

(Se escucha un ¡Vivan los novios! y sale la NOVIA, corriendo y quedándose parada, pensando entristecida. A continuación, sale el NOVIO y la abraza por la espalda)

 

Novia: (Con gran sobresalto) ¡Quita!

 

Novio: ¿Te asustas de mí?

 

Novia: ¡Ay! ¿Eras tú?

 

Novio: ¿Quién iba a ser? (Pausa.) Tu padre o yo.

 

Novia: ¡Es verdad!

 

Novio: Ahora que tu padre te hubiera abrazado más blando.

 

Novia: (Sombría) ¡Claro!

 

Novio: Porque es viejo. ( La abraza fuertemente de un modo un poco brusco.)

 

Novia: (Seca) ¡Déjame!

 

Novio: ¿Por qué? (La deja.)

 

Novia: Pues... la gente. Pueden vernos.

 

Novio: ¿Y qué? Ya es sagrado.

 

Novia: Sí, pero, déjame... Luego.

 

Novio: ¿Qué tienes? ¡Estás como asustada!

 

Novia: No tengo nada. No te vayas.

 

(Sale LA MUJER DE LEONARDO.)

 

Mujer: No quiero interrumpir...

 

Novio: Dime.

 

Mujer: ¿Pasó por aquí mi marido?

 

Novio: No.

 

Mujer: Es que no le encuentro y el caballo no está tampoco en el establo.

 

Novio: (Alegre) Debe estar dándole una carrera.

 

(Se, inquieta)

 

Novia: ¡Tengo como un golpe en las sienes!

 

Novio: (Abrazándola) Vamos un rato al baile.

 

Novia: (Angustiada) No. Quisiera echarme en la cama un poco.

 

Novio: Yo te haré compañía.

 

Novia: ¡Nunca! ¿Con toda la gente aquí? ¿Qué dirían? Déjame sosegar un momento.

 

Novio: ¡Lo que quieras! ¡Pero no estés así por la noche!

 

Novia: A la noche estaré mejor.

 

Novio: ¡Que es lo que yo quiero!

 

(Se va la NOVIA. Aparece la MADRE.)

 

Madre: Hijo.

 

Novio: ¿Dónde anda usted?

 

Madre: En todo ese ruido. ¿Estás contento?

 

Novio: Sí.

 

Madre: ¿Y tu mujer?

 

Novio: Descansa un poco. ¡Mal día para las novias!

 

Madre: ¿Mal día? El único bueno

 

Novio: ¿Usted se va a ir?

 

Madre: Sí. Yo tengo que estar en mi casa.

 

Novio: Sola.

 

Madre: Sola, no. Que tengo la cabeza llena de cosas y de hombres y de luchas.

 

Padre: (Entrando) ¿Y mi hija?

 

Novio: Está dentro.

 

Padre: (Saliendo) ¡Aquí no está!

 

Novio: ¿No?

 

Padre: Debe haber subido a la baranda.

 

Novio: ¡Voy a ver! (Entrando y saliendo con sobresalto) No está.

 

Madre: (Inquieta) ¿No?

 

Padre: ¿Y adónde puede haber ido? ¿No está en el baile?

Hay mucha gente. ¡Mirad!

 

Novio: (Entrando y saliendo de nuevo) Nada. En ningún sitio.

 

Madre: (Al padre) ¿Qué es esto? ¿Dónde está tu hija?

 

(Entra LA MUJER DE LEONARDO.)

 

Mujer: ¡Han huido! ¡Han huido! Ella y Leonardo. En el caballo. Van abrazados, como una exhalación.

 

(Salen todos corriendo. Puck, apesadumbrado, se marcha también)

 

INTERMEDIO II: El milagro

 

(APARECEN LORENZO Y EUFRASIA, corriendo EUFRASIA entre lágrimas detrás de LORENZO)

 

EUFRASIA: ¡Por favor, padre, escuchad mi súplica!

 

LORENZO: ¡Nada he de escuchar de tus labios! ¡Harás lo que yo te diga!

 

EUFRASIA: Pero…

 

LORENZO: (acercándose amenazador) No hay peros que valgan, ni peras, ni sandías.

 

(EUFRASIA sale llorando de la escena)

 

LORENZO: (mirando de un lado a otro) ¡Ah, por fin me ha dejado solo esa mocosa! (Saca una gran bolsa llena de monedas) ¡Hola, mi querido oro! ¿Me has echado de menos? (Acercando su oído a la bolsa) ¿Cómo dices? ¿Que no quieres acabar en las manos del infame Segismundo? Tú tranquilo, que eso jamás ocurrirá. ¡Antes muerto que darle la mano de mi hija a ese sinvergüenza, que dice amarla solo para robarme mi preciado oro! ¡Así es, es un ladrón infame! ¡Un ratero! ¡Un manilargo! Además, si dejo marchar a mi hija, no solo perderé lo que me cueste su dote… ¡Perderé a una magnífica criada que me cuidará gratis cuando sea anciano! ¡Ah, no! ¡No se casará! ¡NUNCA!

 

(Se marcha. Entran a continuación SEGISMUNDO y EUFRASIA, abrazados)

 

SEGISMUNDO: (consolando a EUFRASIA) Tranquila, mi amor, que todo se arreglará. Ya lo verás.

 

EUFRASIA: (entre lágrimas) ¿Arreglarse? ¡Pues ya me dirás cómo! Mi padre me prohíbe verte y no quiere oír hablar de nuestro casamiento. Le he llorado, le he suplicado, he apelado a su amor de padre… ¡Y nada!

 

SEGISMUNDO: Sin duda, tu padre es un hueso duro de roer.

 

EUFRASIA: ¡Una moneda dura de roer, más bien! Pues únicamente piensa en su maldito oro. Si ya sé yo que no nos deja casar porque no quiere soltar la mosca ni un poquitín.

 

SEGISMUNDO: Si fuera el rey Midas, nunca lloraría por su cruel destino.

 

EUFRASIA: Si fuera Midas, yo sería de oro y mi corazón nunca más lloraría por no tenerte en mis brazos.

 

SEGISMUNDO: (abrazándola) Destierra esos oscuros pensamientos de una vez, mi amor. Iré a hablar con él y verás cómo la honradez de mis palabras le convence de la sinceridad de nuestro afecto.

 

EUFRASIA: (agarrándolo del brazo) ¡No, insensato! En cuanto te vea, te mata. O peor aún: llamará a la guardia real y te acusará de ladrón y mil mentiras más.

SEGISMUNDO: Si enterrarme en una cárcel es la única manera de que entre en razón, que así sea.

 

PADRE TRONADOR: (fuera) Puede que haya otra forma, hijos míos.

 

SEGISMUNDO Y EUFRASIA: ¿Quién habla?

 

PADRE TRONADOR: (entra) Tranquilos, niños. Soy yo, el padre Tronador.

 

EUFRASIA: (lanzándose a los brazos del cura) ¡Ay padre! ¿Acaso ha escuchado nuestro dilema?

 

PADRE TRONADOR: Así es, hija mía. Y creo que puede haber un modo de convencer a vuestro padre de que os deje casaros.

 

SEGISMUNDO: ¿Y cuál es? Haremos lo que sea.

 

PADRE TRONADOR: Venid conmigo. Tenemos mucho que planear y poco tiempo para hacerlo.

 

(Salen los tres. Entra LORENZO con su bolsa de monedas y ataviado para dormir)

 

LORENZO: (bostezando y desperezándose) ¡Menudo sueño tengo! Sin duda alguna, ha sido un gran día. Mi hija me ha garantizado que, por amor a mí, rechazará a ese Segismundo y a todos los hombres que se crucen en su camino. ¡Ja, sí que la he criado bien! ¡Obediente y servicial, como ha de ser toda mujer! (Acariciando la bolsa) Ya puedes descansar tranquilo, mi amor, mi tesoro. (Pone la bolsa debajo de su cama) Por fin no hay nada que temer. (Se tumba en la cama)

 

EUFRASIA: (chillando desde fuera) ¡Ay, Dios mío! ¡Qué desgracia!

 

LORENZO: (levantándose sobresaltado) ¡Pero qué demonios! ¿A qué vienen esos gritos, niña? ¿Es que me quieres matar?

 

EUFRASIA: (chillando desde fuera) ¿Por qué, Dios, por qué? ¡Tan joven como era!

 

LORENZO: ¿Se habrá quitado la vida el tal Segismundo? ¡Bah, qué más me da! ¡Deja de chillar o te muelo a palos!

 

EUFRASIA: (chillando desde fuera) ¡Ay, qué desgraciada soy!

 

LORENZO: (levantándose) ¡Se acabó! ¡Acabaré con tus gritos a base de golpes, histérica!

 

(Sale. Entra el PADRE TRONADOR, le quita el oro y sale. Entra EUFRASIA, vestida de luto, se sienta en una silla y finge llorar)

 

EUFRASIA: ¡Ay, ay! ¡Qué pena más grande!

 

LORENZO: (Entra) Pero, niña, ¿se puede saber qué demonios te pasa? Tus lamentos se oyen por toda la casa.

 

EUFRASIA: ¡Ay, padre!

 

LORENZO: A ver, ¿qué te aflige? Si quieres echarte atrás de lo de tu matrimonio, olvídate.

 

EUFRASIA: ¡Ay, padre!

 

LORENZO: ¿Pero qué te pasa?

 

EUFRASIA: ¡Mi padre, que era tan bueno y tan santo y tan magnífico!

 

LORENZO: (vanagloriándose al oír esos halagos) Bueno, hija, eso no es motivo para llorar… Un momento… ¿Era? ¿Cómo que “era”?

 

EUFRASIA: ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué te lo has llevado al Cielo y me has dejado aquí sola, en la Tierra?

 

LORENZO: ¿Cómo?

 

EUFRASIA: ¡Ay, por qué se ha tenido que morir mi padre!

 

LORENZO: Pero, ¿tú estás tonta? ¿No ves que estoy aquí?

 

EUFRASIA: ¡Ay, qué dolor más grande! ¡Mi padre, que estaba en la flor de la vida!

 

LORENZO: ¡Déjate ya de tonterías o te doy tan fuerte que vas a ser tú la que acabe en el Cielo!

 

EUFRASIA: ¡Ay! ¡AY!

 

LORENZO: ¡Suficiente! ¡Ya me he cansado de esta estupidez!

 

(LORENZO se dirige a EUFRASIA con intención de pegarle. En ese momento, el PADRE entra y EUFRASIA se abraza a él, entre lágrimas)

 

EUFRASIA: (Aparte) Menos mal que ha llegado, que ya se iba a dar cuenta.

 

PADRE: (Aparte) Descuida, que todo marcha como planeamos. (En voz alta) ¡Ay, hija mía! He venido lo antes que he podido. Ya me ha dicho el señor Damián, el físico, que su padre ha… pasado a mejor vida.

 

LORENZO: ¿Usted también, padre? ¿Pero qué clase de locura global es esta?

 

EUFRASIA: ¡Ay, padre! ¿Y ahora qué hago yo sin mi lucero del alba, sin mi agua de pozo, sin mi pan nuestro de cada día?

 

PADRE: Lo primero es preparar su santo entierro. Es lo que la Santa Madre Iglesia dispone.

 

LORENZO: ¡Pero qué entierro ni qué ocho cuartos! ¡Que estoy aquí! (Tira un jarro al suelo de la casa)

 

EUFRASIA: (sobresaltada) ¡Ah, qué ha sido eso! ¿Acaso el fantasma de mi padre?

 

PADRE: No, tranquila. Solo ha sido el viento.

 

LORENZO: ¡Ni viento ni gaitas! ¡Que soy yo! ¿Os habéis quedado ciegos, sordos y tontos a la vez? (Empieza a brincar exageradamente alrededor de ellos)

 

EUFRASIA: ¡Ay, padre! Pensé que podría despedirme de él. Ni siquiera he podido darle las gracias por todo lo que ha hecho en vida por mí.

 

PADRE: No te preocupes. Podemos oficiar el funeral aquí. Ya verás cómo eso consuela su alma. Y también la tuya.

 

(Los dos salen. LORENZO se queda solo en la casa)

 

LORENZO: No entiendo nada de esta broma pesada, pero, voto a bríos, que cuando salga a la calle, seguro que toda la tontería se acaba de una vez.

 

(Sale LORENZO. Entran el PADRE y EUFRASIA)

 

EUFRASIA: ¡Menos mal! Pensé que nos acabaría pillando. Oiga, padre, ¿está convencido de que el pueblo nos ayudará?

 

PADRE: ¡Convencidísimo! Nadie aguanta a tu padre y estaban todos deseando darle una lección.

 

EUFRASIA: Pobre… Tampoco es tan malo…

 

PADRE: ¡No te pierdas, hija! ¡Recuerda que el éxito de mi plan depende de ti! Ahora, ayúdame a montar el “funeral”.

 

(Los dos preparan el salón con velas, telas negras y un gran crucifijo. Cuando terminan, el PADRE abre la Biblia y empieza a rezar salmos de difuntos. EUFRASIA se sienta y finge llorar. Entra LORENZO)

 

LORENZO: No me lo puedo creer… ¡Nadie me ve! ¡Y todos dicen que he muerto durante la noche! Dios mío, ¿será verdad que soy un espíritu? Es… Es… ¡Increíble! ¡Pero si yo estaba ayer como una rosa! (Se acerca a la mesa y la toca) Y puedo tocar cosas… ¡Al final las historias de fantasmas van a ser ciertas! ¡Y yo soy uno de ellos!

 

PADRE: (Aparte) Ya picó el anzuelo. (En voz alta) In nomine patris, et filis, et Spiritus Sancti. Amén.

 

EUFRASIA: Amén.

PADRE: Bien, hija mía. Eso es todo. Que el alma de tu padre descanse para siempre.

 

LORENZO: ¿Para siempre? ¡Oh, Dios mío! ¡Yo no quiero estar muerto para siempre!

 

EUFRASIA: Muchas gracias, padre. Estoy segura de que mi padre os agradece todo lo que habéis hecho por él.

 

LORENZO: ¡Sí, agradecidísimo! ¡Muerto, eso es lo que estoy!

 

PADRE: Y ahora, hay un asunto económico del que hemos de hablar.

 

LORENZO: ¡Hala! ¡Ya está la Iglesia aprovechándose de los muertos! ¡Buitres!

 

EUFRASIA: ¿De cuál, padre?

 

PADRE: Como bien sabes, eres la única hija de Lorenzo. Si estuvieras casada, todos sus bienes irían a parar a tu marido y a ti, porque así lo establece la ley. Sin embargo, eres soltera y sin hermanos. Y eso significa…

 

EUFRASIA: ¿Qué significa?

 

LORENZO: Eso, eso. ¿Qué significa?

 

PADRE: Siento decirlo, pero no podrás heredar todos los bienes de tu padre. Tendrás que dormir en la calle.

 

EUFRASIA: ¡Ay, pobre de mí, que tendré que dormir a la intemperie!

 

LORENZO: ¡Ay, pobrecitos mis bienes! ¡Mi dinero! ¡Que todo se va a perder!

 

EUFRASIA: Padre, ¿y no hay nada que podamos hacer para remediarlo?

 

PADRE: Me temo que no, hija mía. La única posibilidad es que estuvieras casada, pero claro, sin el consentimiento de tu padre, no hay nada que hacer…

 

LORENZO: ¿Mi consentimiento? ¡Tómelo, tómelo! ¡Ay, Dios mío, si me escuchas, permite a ese sacerdote tuyo escuchar mis palabras! ¡Que doy mi consentimiento!

 

PADRE: No puede ser… ¡Hija mía, estoy escuchando la voz de tu padre!

 

EUFRASIA: Usted me quiere engañar…

 

PADRE: ¡Que no! Le escucho lejano, seguramente desde el Cielo. ¡Nos da su consentimiento! ¡Te puedes casar!

 

EUFRASIA: ¡Ay, es un milagro! ¡Gracias, padre bendito, por apiadarte de mi destino cruel!

 

LORENZO: Pero no con Segismundo, ¿eh? Que me lo prometió antes de yo morir.

 

PADRE: Hija mía, me dice tu padre que no consiente con un tal Segismundo.

 

EUFRASIA: Me da igual. Me casaré… ¡Con el primer hombre que aparezca por esa puerta! ¿Le place?

 

LORENZO: Siempre será mejor que con Segismundo.

 

PADRE: ¡Consiente así, hija mía! Ahora lo único que hemos de hacer es esperar a que UN HOMBRE entre por esa puerta.

 

(Entra SEGISMUNDO)

 

SEGISMUNDO: Buenos días. Vengo a dar el pésame de parte de toda mi familia.

 

PADRE: Vaya. Esto sí que es una contrariedad.

 

LORENZO: ¡Ah no! ¡Con ese no se casa!

 

SEGISMUNDO: ¿Qué sucede? ¿Vengo en mal momento?

 

EUFRASIA: ¡Ay, Segismundo! Mi padre, desde el Cielo, me ha dado permiso para casarme y así no perder mi casa. Ha aceptado que me case con el primer hombre que apareciera por aquí…

 

SEGISMUNDO: ¿Y ese soy yo? ¡Entonces es una grata noticia! ¿Por qué te pones así?

 

PADRE: Ha consentido con cualquier hombre, salvo contigo.

 

SEGISMUNDO: Vaya…

 

LORENZO: ¡Ja! Ya pensabas que, estando yo muerto, me podrías robar fácilmente, ¿verdad? ¡Pues te quedas con las ganas!

 

PADRE: ¡Un momento! Estoy…

 

EUFRASIA Y SEGISMUNDO: ¿Qué le sucede, padre?

 

PADRE: ¡Estoy oyendo la voz de la Santísima Virgen María!

 

(Todos se arrodillan. LORENZO es el último en hacerlo)

 

SEGISMUNDO: ¿Y qué le dice, padre?

 

PADRE: ¡Oh, Gloriosa! ¡No somos dignos de contemplar tu poder!

 

EUFRASIA: ¿Qué sucede?

 

LORENZO: ¡Eso! ¡Que los demás no oímos nada!

 

PADRE: Nuestra Santa Madre me dice que, si Lorenzo consiente que os caséis, ¡le resucitará!

 

LORENZO: ¿En serio? ¡Ay, Madre!

 

EUFRASIA: Pero mi padre no aceptará ese…

 

LORENZO: ¡Acepto, acepto! ¡Mil veces acepto!

 

PADRE: ¡Acepta, hijos míos! ¡Dice que acepta!

 

EUFRASIA: ¡Bendito sea Dios!

 

SEGISMUNDO: ¡Bendito sea San Lorenzo, patrón del amor perdido!

 

LORENZO: ¡Eso, bendito yo! ¿Has escuchado, Virgencita? ¡Devuélveme a la vida!

 

PADRE: Tendremos que hacerlo rápido, entonces, antes de que el cuerpo de Lorenzo empiece a apestar.

 

LORENZO: ¡Cierto! ¡Corra, por Dios!

 

PADRE: Segismundo, ¿aceptas a Eufrasia como tu amada esposa?

 

SEGISMUNDO: Acepto.

 

PADRE: Y tú, Eufrasia…

 

EUFRASIA: ¡Acepto, acepto!

 

PADRE: Por el poder que me ha conferido la Santa Madre Iglesia, os declaro marido y mujer. (Los novios se abrazan)

 

EUFRASIA: ¡Ay, qué feliz soy! ¡Tan solo falta que mi padre vuelva de entre los muertos!

 

PADRE: Dale tiempo a su alma, hija mía. Tiene que volver a unirse con el cuerpo, que está tumbado en la cama. De otro modo, será imposible.

 

(LORENZO sale corriendo y vuelve a entrar en escena)

 

LORENZO: ¡Aquí estoy!

 

SEGISMUNDO: ¡No es posible!

 

EUFRASIA: ¡Papá querido!

 

PADRE: ¡Es un milagro divino! ¡Aleluya!

 

TODOS: ¡ALELUYA!

INTERMEDIO III: Las aceitunas

 

Toruvio: (cargando un hato de leña) ¡Válgame Dios, y qué tempestad ha hecho desde el resquebrajo del monte acá, que no parecía sino que el cielo se quería hundir y las nubes venir abajo! ¡Y habrá que ver qué porquería tendrá preparada de comer la señora de mi mujer, así mala rabia la mate. ¿Oíslo, muchacha?

 

Mencigüela: ¡Jesús, padre, las cosas que dice!

 

Toruvio: ¿Y adónde está vuestra madre, señora?

 

Mencigüela: Allá está en casa de la vecina, que le ha ido a ayudar a cocer unas madejillas.

 

Toruvio:  Malas madejillas vengan por ella y por vos: andad, y llamadla.

 

Agueda: ¡Ya va, ya va! Que vienes de cargar un poco de leña y no hay quien te aguante.

 

Toruvio: ¡Un poco le parece a la señora! Juro al cielo de Dios, que éramos yo y vuestro ahijado para cargarla, y no podíamos con ello.

 

Agueda: Ya, lo que digáis, marido; ¡y qué mojado que venís!

 

Toruvio: Vengo hecho una sopa de agua. Mujer, por vida vuestra que me deis algo que cenar.

 

Agueda: ¿Yo qué diablos os tengo de dar si no tengo cosa ninguna?

 

Mencigüela: (agachada, registrando la leña) ¡Jesús , padre, y qué mojada que venía aquella leña!

 

Agueda: (agarrando a Mencigüela) Anda, corred, muchacha, y prepara un par de huevos para que cene tu padre (Sale Mencigüela). Y vos, ¿qué? ¿Ya se os ha olvidado plantar el olivo que os pedí?

 

Toruvio: ¿Pues en qué me he detenido sino en plantarlo como me rogaste?

 

Agueda: Calla, marido, ¿y adónde lo plantaste?

 

Toruvio: Allí, junto a la higuera, donde si os acordáis os di un beso.

 

(Entra Mencigüela con la mesa servida para su padre)

 

Mencigüela: Padre, bien puede entrar a cenar que ya está todo listo.

 

(Toruvio se sienta a cenar en silencio. Su mujer, Agueda, se pone a su lado)

 

Agueda: Marido, ¿no sabéis qué he pensado? Que de los olivos que plantasteis hoy, de aquí a seis o siete años nos darán cuatro o cinco hanegas de aceitunas. Y en poco tiempo, tendremos un olivar bien hermoso.

 

Toruvio: (sin mirarla) Eso es verdad, mujer, que no puede dejar de ser lindo.

 

Agueda: Mira, marido, ¿ sabéis qué he pensado? Que yo cogeré las aceitunas, y vos las cargaréis con el asnillo y Mencigüela las venderá en la plaza. (Acercándose a Mencigüela) Y mira, muchacha, que te mando que no las des a menos de dos reales castellanos.

 

Toruvio: (alzando la vista) ¿Cómo a dos reales castellanos? ¿No veis que ese precio es una barbaridad? Basta pedir catorce o quince dineros.

 

Agueda: Callad, marido, que serán unas aceitunas como las de Córdoba.

 

Toruvio: ¡Como si son de Jaén! ¡Basta pedir lo que tengo dicho!

 

Agueda: ¡Ahora no me  vayáis a discutir! Mira muchacha, que te mando que no las des a menos de dos reales castellanos.

 

Toruvio: ¿Cómo a dos reales castellanos? (haciendo señas a Mencigüela) Ven acá, niña. ¿A cómo has de pedir?

 

Mencigüela:        A como quisiéredes , padre.

 

Toruvio: A catorce o quince dineros.

 

Mencigüela: Así lo haré, padre.

 

Agueda: (arrastrando a Mencigüela) ¿Cómo así lo haré, padre? Ven acá, muchacha, ¿á cómo has de pedir?

 

Mencigüela:        A como mandáredes madre.

 

Agueda:                A dos reales castellanos.

 

Toruvio:               (levantándose y arrastrando a la niña) ¿Cómo a dos reales castellanos? Yo os prometo que si no hacéis lo que yo os mando, os daré más de doscientos azotes. ¿A cómo has de pedir?

 

Mencigüela:        A como decís vos, padre.

 

Toruvio:               ¡ A catorce o quince dineros!

 

Mencigüela:        Así lo haré, padre.

 

Agueda:                ¿Cómo así lo haré, padre? (empieza a pegar a Mencigüela) ¡Toma, toma, haced lo que yo os mando!

Toruvio:               ¡Dejad a la muchacha!

 

(Toruvio agarra por un brazo a Mencigüela, y Agueda por el otro. Ambos tiran violentamente hacia su lado)

 

Mencigüela:        ¡Ay madre! ¡ Ay padre! ¡Que me matan!

 

(Entra Aloja, la vecina)

 

Aloja:   ¿Qué es esto, vecinos? ¿Por qué maltratáis así a la muchacha?

 

Agueda:                ¡Ay señora¡ Este mal hombre, que me quiere dar las cosas a menos precio, y quiere echar a perder mi casa y unas aceitunas que son como nueces.

 

Toruvio:               Yo juro a los huesos de mi linaje, que no son ni aun como piñones.

 

Agueda:                Sí son.

 

Toruvio:               No son.

 

Agueda:                (encarándose con él) ¡Sí son!

 

Toruvio:               ¡No son!

 

Aloja:   (separándolos) Vamos, señora vecina, hacedme tamaño placer de entrar allá dentro, que yo lo resolveré todo.

 

Agueda:                Eso, eso, averigüe, averigüe.

 

(Se marcha Agueda enfadada)

 

Aloja:   Señor vecino, ¿qué son esas aceitunas? Sacadlas acá fuera, que yo las compraré.

 

Toruvio:               Que no señora, que no es de esa manera que vuesa merced se piensa. Que no están las aceitunas aquí en casa, sino en la huerta.

 

Aloja:   Pues traedlas aquí, que yo os las compraré todas al precio que justo fuere.

 

Mencigüela:        A dos reales quiere mi madre que se vendan.

 

Aloja:   Cara cosa es esa.

 

Toruvio:               ¿No le parece a vuesa merced?

 

Mencigüela:        Y mi padre a quince dineros.

 

Aloja:   Tenga yo una muestra dellas.

 

Toruvio:               Válgame Dios, señora, vuesa merced no me quiere entender. Hoy he yo plantado un olivo, y dice mi mujer que de aquí a seis o siete años nos daría cuatro o cinco cestos de aceitunas; y que ella la cogería y que yo la cargaría y la muchacha la vendería. Y, que a fuerza de derecho, había de pedir a dos reales; yo que no, y ella que sí, y sobre esto ha sido la cuestión.

 

Aloja:   ¡Pues menuda cuestión! Nunca tal se ha visto: las aceitunas no están plantadas, ¿y habéis pegado a la muchacha por ellas?

 

Mencigüela:        (sollozando) ¿Qué le parece, señora?

 

Toruvio:               (abrazándola) No llores, rapaza. La muchacha, señora, es como un oro. Ahora andad, hija, y ponedme la mesa, que yo os prometo de hacer un sayuelo de las primeras aceitunas que se vendieren.

 

(sale Mencigüela)

 

Aloja:   Ahora , andad , vecino, entraos allá dentro, y tened paz con vuestra mujer.

 

Toruvio:               ¡Adiós señora! (se marcha)

 

Aloja:   Desde luego, qué cosas vemos en esta vida, que ponen espanto. Las aceitunas no están plantadas y ya las hemos visto reñidas. ¡Menuda bufonada!

ACTO TRES, ESCENA UNO

 

(Entra PUCK)

 

PUCK: Pero bueno, ¿qué ha pasado?

Menuda se ha montado, ¿no?

Una novia a la fuga,

Don Juan huido de la justicia…

¡Uy! ¡Ahí viene el novio!

¡Que no pase nada!

 

(Entra el NOVIO)

 

NOVIO: ¡¿Dónde estáis, malnacidos?!

¡Dejad de esconderos y dad la cara

si aún tenéis honra!

¿Veis este brazo? Pues no es mi brazo. Es el brazo de mi hermano y el de mi padre y el de toda mi familia que está muerta por tu culpa, Leonardo. Y tiene tanto poderío, que puede arrancar este árbol de raíz si quiere.

 

(Sale y entra LA MUERTE, disfrazada de mendiga)

 

MUERTE: Esa luna se va, y ellos se acercan.

De aquí no pasan. El rumor del río

apagará con el rumor de troncos

el desgarrado vuelo de los gritos.

Aquí ha de ser, y pronto. Estoy cansada,

pero que tarden mucho en morir. Que la sangre

me ponga entre los dedos su delicado silbo.

¡Mira que ya mis valles de ceniza despiertan

en ansia de esta fuente de chorro estremecido!

 

(Entra de nuevo el NOVIO)

 

NOVIO: Anciana, ¿has visto pasar a un cobarde

a lomos de un caballo

junto a una mujer más sucia

que el animal?

 

MUERTE: Hace poco que les vi pasar.

A pocos metros los vas a encontrar.

Su caballo, agotado, murió

y a pie su aventura siguió.

Por ahí los puedes ya ver.

Corre, corre a más poder.

 

NOVIO: Muchas gracias, señora.

 

(Sale el NOVIO)

 

MUERTE: ¡No pueden escaparse!

 

(Aparecen Leonardo y la novia.)

 

Leonardo: ¡Calla!

 

Novia: Desde aquí yo me iré sola.

¡Vete! ¡Quiero que te vuelvas!

 

Leonardo:

¡Calla, digo!

 

Novia:

Con los dientes,

con las manos, como puedas.

quita de mi cuello honrado

el metal de esta cadena,

dejándome arrinconada

allá en mi casa de tierra.

 

Leonardo:

Ya dimos el paso; ¡calla!

porque nos persiguen cerca

y te he de llevar conmigo.

 

Novia:

¡Pero ha de ser a la fuerza!

 

Leonardo:

¿A la fuerza? ¿Quién bajó

primero las escaleras?

 

Novia:

Yo las bajé.

 

Leonardo:

¿Quién le puso

al caballo bridas nuevas?

 

Novia:

Yo misma. Verdad.

 

Leonardo:

¿Y qué manos

me calzaron las espuelas?

 

Novia:

Estas manos que son tuyas.

¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Aparta!

¡Déjame sola! ¡Huye tú!

No hay nadie que te defienda.

 

Leonardo:

La noche se está muriendo

en el filo de la piedra.

Vamos al rincón oscuro,

donde yo siempre te quiera,

que no me importa la gente,

ni el veneno que nos echa.

(La abraza fuertemente.)

 

Novia:

Y yo dormiré a tus pies

para guardar lo que sueñas.

 

Leonardo: ¡Chist! Viene gente.

 

Novia:

¡Huye!

Es justo que yo aquí muera.

 

Leonardo: Cállate. Ya suben.

 

Novia: ¡Vete!

 

Leonardo:

Silencio. Que no nos sientan.

 

Novia: ¡Los dos juntos!

 

Leonardo: (Abrazándola)

¡Como quieras!

Si nos separan, será

porque esté muerto.

 

Novia:

Y yo muerta.

 

(Salen abrazados. Enseguida entra el NOVIO, navaja en mano, y se lanza sobre LEONARDO. Ambos pelean y se hunden sus cuchillos en el estómago. Los dos caen muertos. La NOVIA llora sobre ambos, coge una de las navajas y se la clava en el pecho. La MUERTE se acerca, los toca y se levantan, con la cabeza agachada)

 

Muerte: Míos sois ya. Jóvenes cuerpos que lloran sangre por la estupidez.

Acompañadme. Os llevaré a vuestro último lecho, lleno de flores, tristeza y olvido. Para siempre.

 

(Salen)

 

ACTO TRES, ESCENA DOS

 

PUCK: ¡Menuda es la vieja de la guadaña!

A nada que pone a alguien en su mira,

no se libra ni el más pintado.

¡Qué horror!

 

(Entra OBERÓN)

 

OBERÓN: ¡Mi buen Puck!

¿Qué hacéis aquí solo?

 

PUCK: ¿Yo? Nada, mi señor.

Viendo lo tontos que pueden ser los mortales.

 

OBERÓN: Hablando de eso,

¿hiciste lo que te pedí con el joven ateniense?

 

PUCK: Sí, señor. Así lo hice.

 

OBERÓN: ¡Perfecto! Yo le he hecho lo mismo a Titania.

¡Se ha enamorado de un burro!

¡Qué feliz soy, amigo mío!

He recuperado a mi muchacho

y todos mis planes se han cumplido a la perfección.

¡Rápido! Escóndete aquí, que éste es el joven.

 

PUCK: Ésta es la mujer, pero él no es el hombre.

 

(Entran DEMETRIO y HERMIA)

 

DEMETRIO: ¿Cómo es que rechazas al que así te quiere?

 

HERMIA: ¿Quererme? ¿Cómo podría yo amarte si

a Lisandro has muerto? Ya que has manchado tus manos

de su bella sangre, coge también la mía

y báñate en tu odio.

¿Dónde está? Ah, buen Demetrio, ¿quieres dármelo?

 

DEMETRIO: Antes diera su carnaza a mis perros.

 

HERMIA: ¡Conque le mataste!

¿Y le mataste mientras dormía?

¡Sí que eres valiente!

 

DEMETRIO: Te equivocas, Hermia.

Yo no he matado a Lisandro.

 

HERMIA: Entonces, Demetrio, dime que está bien.

 

DEMETRIO: Si pudiera, ¿tú qué me darías?

 

HERMIA: El privilegio de no verme en la vida.

 

Sale HERMIA.

 

DEMETRIO: ¿Para qué seguirla con tal enfado?

Más vale que aquí me tome un descanso.

 

Se acuesta [y duerme].

 

OBERÓN: Pero, ¿qué has hecho? Te has equivocado

poniendo el jugo de amor a un hombre enamorado de veras.

 

PUCK: Bueno, cosas del destino.

 

OBERÓN: ¡No tientes mi paciencia, duende!

Más raudo que el viento corre

y haz por encontrar a la ateniense Helena.

Procura atraerla con alguna astucia;

a éste habré hechizado cuando ella acuda.

 

PUCK: Me voy, me voy. Mira cómo salgo:

más deprisa que el capricho de los enamorados.

 

Sale.

 

OBERÓN [aplicando el jugo a los ojos de Demetrio]:

Flor de púrpura teñida,

cuando él vea a Helena,

que ella luzca tan divina

como la Venus que brilla.

 

Entra PUCK.

 

PUCK: Capitán de nuestras hadas,

Helena ya está cercana

y el joven que fue mi error

suplica por su amor.

¿Vemos a estos comediantes?

¡Pero qué tontos son los mortales!

 

OBERÓN: ¡A un lado! El ruido de ésos

va a despertar a Demetrio.

 

PUCK: La cortejarán los dos.

¡Qué incomparable función!

Pues no hay nada que me guste más

como un total disparate.

 

[Se apartan OBERÓN y PUCK.] Entran LISANDRO y HELENA.

 

LISANDRO: ¿Por qué piensas que me burlo de ti?

Te juro que te amo, bella Helena.

 

HELENA: Juraste amor a Hermia, ¿recuerdas?

¿Ahora vas a dejarla?

 

LISÁNDRO: Actué sin juicio al jurarle mi amor.

 

HELENA: Como ahora, al dejarla, obras sin razón.

 

LISANDRO: Demetrio la ama, y no te ama a ti.

 

DEMETRIO [despertándose]:

¡Oh, mi diosa Helena, ninfa sin igual!

¿Con qué podría tus ojos comparar?

¡Deja que bese esos hermosos labios!

 

HELENA: ¿Pero qué infierno es este? Os habéis propuesto

divertiros a mi costa, burlándoos ambos de mí.

 

LISANDRO: Ya basta, Demetrio: no seas tan cruel,

pues amas a Hermia (sabes que lo sé).

Yo aquí de buen grado, con el corazón,

de Hermia te entrego mi parte de amor.

Cédeme tú a mí tu parte de Helena,

a la que amaré hasta que me muera.

 

HELENA: Nunca dos burlones más tiempo perdieran.

 

DEMETRIO: Para ti toda tu Hermia, buen Lisandro:

si una vez la amé, es amor pasado.

Mi amor por Hermia fue fugaz,

y ahora ya por siempre con Helena ha vuelto.

 

LISANDRO: ¡Helena, él miente!

 

DEMETRIO: No te atrevas a insultarme,

o lo pagarás caro.

Además, mira, ahí viene tu amor.

 

Entra HERMIA.

 

HERMIA: ¡Al fin te encuentro, mi querido Lisandro!

Tu voz me ha guiado entre las tinieblas de la noche.

Mas, ¿por qué me dejaste?

 

LISANDRO: Si el amor me alejaba, ¿por qué iba a quedarme?

 

HERMIA: ¿Qué amor podría alejarte de mi lado?

 

LISANDRO: El amor que ahora empuja a Lisandro por la bella Helena.

 

HERMIA: No es posible. Tú no dices lo que piensas.

 

HELENA: ¡Conque en esta broma también está metida ella!

¡Injuriosa Hermia, mujer ingrata!

¿Con ellos conspiras

para acosarme con tan zafia burla?

Eso no es de amiga, ni es de mujer.

 

HERMIA: ¡Cómo dices! Yo de ti no me burlo; más bien tú de mí.

 

HELENA: ¿No has mandado a Lisandro que me siga

en son de burla y que alabe mis ojos y mi cara?

¿Y no has hecho que Demetrio, tu otro amor,

que hace poco me trataba a puntapiés,

me llame diosa, ninfa, única, divina,

joya celestial?

 

HERMIA: No entiendo qué quieres decir.

 

HELENA: ¡Eso! Tú sigue así: finge seriedad;

haz muecas a mi espalda, guiñaos

el ojo y, ¡adelante con la broma!

¡Pues se acabó! ¡Me marcho ahora mismo!

 

LISANDRO: Espera, dulce Helena. Deja que te explique,

 

HELENA: ¡Admirable!

 

HERMIA [a LISANDRO]: Mi amor, no te burles de ella.

 

DEMETRIO: Si no le convence, yo le obligaré.

 

LISANDRO: Ni tú vas a obligarme, ni ella a convencerme.

Te quiero, Helena; por mi vida que te quiero.

 

DEMETRIO [a HELENA]: Yo digo que te quiero más que él.

 

LISANDRO: Entonces ven conmigo a demostrarlo.

 

DEMETRIO: Vamos, pronto.

 

HERMIA: Lisandro, ¿adónde lleva todo esto?

 

LISANDRO: ¡Suéltame, cosa horrorosa!

¡Quita, gata, lapa! ¡Suéltame, engendro,

o te sacudiré de mí como a una víbora!

 

HERMIA: ¿Por qué te pones tan grosero?

¿Por qué este cambio, amor mío?

 

LISANDRO: ¿Amor tuyo? ¡Aparta, zíngara!

¡Quita, medicina vil, repugnante pócima!

 

HERMIA: ¿Estás bromeando?

 

HELENA: Sí, claro, y tú también.

 

LISANDRO: Demetrio, mantengo mi palabra.

 

DEMETRIO: No me fío de ella.

 

LISANDRO: ¡Cómo! ¿Quieres que le pegue, la hiera, la mate?

 

HERMIA: ¿Y qué daño podría ser mayor que el odio?

¿Tú odiarme? ¿Por qué? ¡Ay de mí! ¿Qué ocurre, amor?

¿He de entender

que me has dejado de verdad?

 

LISANDRO: Sí, por mi vida, y no quería volver a verte.

Mi corazón ya sólo suspira por Helena.

 

HERMIA: ¡Ah, tramposa, oruga roedora, ladrona

de amores! ¿Le has robado a mi Lisandro

el corazón al amparo de la noche?

 

HELENA: ¡Eso está bien!

¿Quieres que mi dulce lengua te responda

con rabia? ¡Quita, comediante, títere!

 

HERMIA: ¿Cómo «títere»? ¡Ah, ése es tu juego!

Pues no soy tan títere para

que mis uñas no lleguen a tus ojos.

 

HELENA: Amigos, os lo ruego, aunque os burléis de mí,

no dejéis que me haga daño.

 

LISANDRO: No temas, Helena; ella no te hará daño.

 

DEMETRIO: Ningún daño, aunque tú estés de su parte.

 

HELENA: Ah, cuando se irrita tiene la lengua afilada.

Cuando iba a la escuela era una víbora

y, aunque sea menuda, es una fiera.

 

HERMIA: ¿¡«Menuda»!? Dejádmela a mí

que le voy a demostrar lo menuda que soy.

 

LISANDRO: ¡Aparta, enana!

¡Minúscula, cuerpo atrofiado,

bellota, comino!

 

DEMETRIO: ¡Qué obsequioso eres!

 

LISANDRO: Ahora ya no me sujeta,

conque, si te atreves, sígueme y veremos

quién tiene más derecho al amor de Helena.

 

DEMETRIO: ¿Seguirte? A ti iré pegado.

 

Salen LISANDRO y DEMETRIO.

 

HERMIA: Helena, todo esto es por tu culpa.

No, no; no te vayas.

 

HELENA: De ti no me fío,

ni voy por más tiempo a quedarme contigo.

Para pelear eres más hábil que yo,

pero, para escapar, son más largas mis piernas.

 

[Sale HELENA.]

 

HERMIA: ¡Ven aquí arpía!

 

Sale HERMIA.

Se adelantan OBERÓN y PUCK.

 

OBERÓN: ¿Ya ves la que has liado? ¿Siempre te equivocas

o es que lo haces a propósito?

 

PUCK: Créeme, Rey de las Sombras: fue un error.

¿No me dijiste que podía conocerle

porque iba vestido con ropa ateniense?

 

OBERÓN: Esos dos han ido a luchar en el bosque;

corre tú, Puck, y crea un manto de niebla

tan negra como el propio infierno

y haz que esos rivales se pierdan de tal modo

que no puedan encontrarse.

Haz que corran en círculos hasta que se cansen

y les venza el sueño.

Entonces echa en los ojos de Lisandro esta hierba,

para que vuelva a enamorarse de su amada Hermia.

 

PUCK: Señor de las Hadas, hay que hacerlo pronto,

pues el día se acerca ya.

 

OBERÓN: En ese caso no te retrases, date prisa,

que podemos hacer esto antes del día.

 

[Sale OBERÓN.]

 

Entra LISANDRO.

 

LISANDRO: ¿Dónde estás, bravo Demetrio? ¡Habla ya!

 

PUCK: Aquí, infame, con mi espada. ¿Dónde estás?

 

LISANDRO: Me desquitaré.

 

PUCK: Ven conmigo entonces a un terreno llano.

 

[Sale LISANDRO]

Entra DEMETRIO.

 

DEMETRIO: ¡Lisandro, responde!

¡Fugitivo, cobarde! ¿Te has escapado?

¡Habla! ¿En dónde te ocultas? ¿Tras un árbol?

 

PUCK: ¡Cobarde!¿Le dices al bosque que quieres pelea

pero huyes de mí? ¡Ven, gallina, niño!

Te daré de azotes.

 

DEMETRIO: ¿Estás ahí?

 

PUCK: Tú sigue mi voz. No luchemos aquí.

 

Salen.

[Entra LISANDRO.]

 

LISANDRO: Se me adelanta y me sigue retando.

Cuando llego al sitio, él ya se ha marchado.

El ruin tiene el pie más veloz que el mío:

le sigo de prisa, pero él ya ha huido.

Voy a descansar. - Ven ya, gentil día,

pues, en cuanto asome tu luz,

hallaré a Demetrio y vengaré su ofensa.

 

Se acuesta y [duerme.]

Entran PUCK y DEMETRIO.

 

PUCK: ¡Jo, jo, jo! ¡Cobarde! ¿Es que no me ves?

 

DEMETRIO: Si te atreves, hazme frente, pues sé bien

que huyes de mí, y de sitio cambias,

cedes y no osas mirarme a la cara.

¿Dónde estás ahora?

 

PUCK: Aquí estoy, ven ya.

 

DEMETRIO: Así que te burlas. Lo vas a pagar

si te veo la cara cuando venga el día.

Ahora déjame: el cansancio me obliga

a tender mi cuerpo en la fría tierra.

A la luz del sol haz que no te pierda.

 

[Se acuesta y duerme.]

Entra HELENA.

 

HELENA: ¡Ah, noche sin fin!

Acórtate, y que luzca por fin el Sol.

Que yo vuelva a Atenas sin la compañía

de quienes mi humilde persona aborrecen.

 

[Se acuesta y] duerme.

 

PUCK: ¿Sólo tres? ¡Que alguien más venga!

Entra HERMIA.

 

HERMIA: Nunca me he cansado, ni he sufrido así;

No puedo arrastrarme, no puedo seguir.

Mis piernas no hacen lo que se les manda.

Voy a descansar hasta que amanezca.

 

[Se acuesta y duerme.]

 

PUCK: Sobre el suelo

duerme quieto.

A tus ojos

proporciono,

dulce amante, curación.

[Aplica el jugo a los ojos de LISANDRO.]

Gozarás

al despertar

cuando veas

que está cerca

la que siempre fue tu amor.

Cada Juana con su Juan,

y nada irá mal.

 

[Sale.] Los amantes quedan en escena, dormidos.

 

ACTO TRES, ESCENA TRES

 

Entran TESEO y EGEO.

 

TESEO: ¡Que vaya uno a buscar al guardabosque!

¡Traed mis perros! Ya veréis, Egeo,

lo hermosos y feroces que son mis canes.

¡Un momento! ¿Estarán las ninfas engañando mis ojos?

¿Es posible que sean…? No, imposible.

 

EGEO: ¡Válgame! Señor, la que aquí duerme es mi hija,

y éste es Lisandro; éste, Demetrio;

ésta, Helena.

Me asombra verlos aquí a todos juntos.

 

TESEO: Seguramente madrugaron por cumplir

con las fiestas de mayo.

Pero dime, Egeo. ¿No es hoy el día

en que Hermia ha de decir a quién prefiere?

 

EGEO: Sí, mi señor.

 

Se sobresaltan todos [los amantes].

 

TESEO: Buenos días, amigos. San Valentín ya pasó.

¿Se emparejan ahora estas aves del bosque?.

 

[Los amantes se arrodillan.]

 

LISANDRO: Perdónanos, mi señor.

 

TESEO: Levantaos todos, os lo ruego.

Sé que vosotros dos sois enemigos.

¿Cómo es posible que ahora durmáis juntos?

 

LISANDRO: Señor, responderé aturdido,

medio en sueños, medio en vela, mas te juro

que no sé de verdad cómo estoy aquí.

Me parece (no quiero faltar a la verdad)

que, tal como recuerdo... Sí, eso es:

yo vine aquí con Hermia. Pensábamos

salir de Atenas...

 

EGEO: ¡Basta, basta! - Señor, habéis oído bastante.

¡Exijo que el peso de la ley caiga sobre su cabeza!

Se habrían escapado. Sí, Demetrio:

te habrían engañado a ti y a mí.

 

DEMETRIO: Mi señor, Helena me habló de su fuga,

de su intención de venir a este bosque,

y yo, en mi furia, los seguí hasta aquí,

y a mí por amor me siguió la hermosa Helena.

Mas, señor, ignoro por qué poder

(pues algún poder ha sido) mi amor a Hermia ha desaparecido

como la nieve en verano.

Ahora mi corazón y mi alma

pertenecen sólo a Helena. A ella, mi señor,

yo estaba prometido antes de ver a Hermia,

y ahora la deseo, la ansío, la amo

y voy a serle fiel eternamente.

 

TESEO: Queridos amantes, el encuentro es afortunado.

Después continuaréis con vuestra historia.

Egeo, tengo que impedir tu voluntad,

pues muy pronto, en el templo, ambas parejas

se unirán conjuntamente con nosotros.

Volvamos a Atenas. Tres parejas son;

gozaremos de una gran celebración.

 

EGEO: Que así sea. Vamos.

 

Salen todos. Entra TITANIA del brazo de OBERÓN y, por detrás, PUCK

 

TITANIA: ¡Ah, mi Oberón, he vivido una quimera!

Soñé que estaba enamorada de un asno.

 

OBERÓN: Y así ha sido de verdad, mi amor.

 

TITANIA: ¡Ah! ¿Qué habrá pasado?

 

OBERÓN: No le des más importancia.

Titania, que suene ahora una música

que nos envuelva

en el sueño más profundo.

 

TITANIA: ¡Música, una música que hechice el sueño!

 

PUCK: Al despertar, mira con tus ojos necios.

 

OBERÓN: ¡Música ya! - Mi reina, tu mano.

Con nuestro amor ya renovado, mañana

tú y yo bailaremos en las bodas de Teseo, a medianoche,

para llenarlas de bendiciones.

Y esas dos parejas, junto con Teseo,

se casarán con grande festejo.

 

PUCK: Rey Oberón, presta oídos:

es el gallo con sus trinos.

 

OBERÓN: Marchémonos, pues.

 

TITANIA: Ven, esposo, y en el aire

dime por qué entre mortales

fui encontrada durmiendo

esta noche sobre el suelo.

(Salen todos menos PUCK)

 

ACTO TRES, ESCENA CUATRO

 

PUCK: Bueno, al final parece que

el amor no siempre acaba mal.

Aunque no estoy tan seguro

de que eso le suceda al buen

Don Juan.

¡La Muerte lo acosa!

¡Mirad!

 

(Entra DON JUAN, de espaldas, asustado, mirando al fantasma de DON GONZALO y a la MUERTE)

 

DON GONZALO. Aquí me tienes, don Juan,

y he aquí que vienen conmigo

los que tu eterno castigo

De Dios reclamando están.

JUAN. ¡Jesús!

MUERTE. ¿Y de qué te alteras,

si nada hay que a ti te asombre,

y para hacerte eres hombre

plato con sus calaveras?

JUAN. ¡Ay de mí!

DON GONZALO. Qué, ¿el corazón

te desmaya?

JUAN. No lo sé;

concibo que me engañé;

no son sueños... ¡Ellos son!

(Salen los espectros de DON LUIS y otros.)

MUERTE. Eso es, don Juan, que se va

concluyendo tu existencia,

y el plazo de tu sentencia

está cumpliéndose ya.

JUAN. ¡Qué dices!

DON GONZALO. Y aquí te doy yo fuego, y allí ceniza.

JUAN. El cabello se me eriza.

DON GONZALO. Te doy lo que tú serás.

JUAN. ¡Fuego y ceniza he de ser!

Ceniza, bien; ¡pero fuego!

DON GONZALO. El de la ira omnipotente,

do arderás eternamente

por tu desenfreno ciego.

JUAN. ¿Conque hay otra vida más

y otro mundo que el de aquí?

¿Conque es verdad, ¡ay de mí!,

lo que no creí jamás?

¿Y ese reloj?

MUERTE. Es la medida

de tu tiempo.

JUAN. ¡Expira ya!

MUERTE. Sí; en cada grano se va

un instante de tu vida.

JUAN. ¿Y esos me quedan no más?

MUERTE. Sí.

JUAN. ¡Injusto Dios! Tu poder

me haces ahora conocer,

cuando tiempo no me das

de arrepentirme.

(A DON GONZALO)

¿Qué me auguráis, sombras

fieras?

¿Qué esperan de mí?

DON GONZALO. Que mueras

para llevarse tu alma.

Y adiós, don Juan; ya tu vida

toca a su fin, y pues vano

todo fue, dame la mano

en señal de despedida.

JUAN. ¿Muéstrasme ahora amistad?

DON GONZALO. Sí: que injusto fui contigo,

y Dios me manda tu amigo

volver a la eternidad.

JUAN. Toma, pues.

DON GONZALO. Ahora, don Juan,

pues desperdicias también

el momento que te dan,

conmigo al infierno ven.

JUAN. ¡Aparta! ¡Señor, ten piedad de mí!

DON GONZALO. Ya es tarde.

(DON JUAN se hinca de rodillas, tendiendo al cielo la mano que le deja libre la estatua. Las sombras, esqueletos, etc., van a abalanzarse sobre él, en cuyo momento aparece el fantasma de DOÑA INÉS, que toma la mano que DON JUAN tiende al cielo.)

INÉS. ¡No! Heme ya aquí,

don Juan mi mano asegura

esta mano que a la altura

tendió tu contrito afán,

y Dios perdona a don Juan

al pie de la sepultura.

JUAN. ¡Dios clemente! ¡Doña Inés!

INÉS. Fantasmas, desvaneceos:

su fe nos salva..., volveos

a vuestros sepulcros, pues.

La voluntad de Dios es

de mi alma con la amargura

purifiqué su alma impura,

y Dios concedió a mi afán

la salvación de don Juan. (Desaparecen todos los fantasmas)

JUAN. ¡Inés de mi corazón!

INÉS. Yo mi alma he dado por ti,

y Dios te otorga por mí

tu dudosa salvación

JUAN. ¡Clemente Dios, gloria a Ti!

Mañana a los sevillanos

aterrará el creer que a manos

de mis víctimas caí.

Mas es justo: quede aquí

al universo notorio

que, pues me abre el

purgatorio

un punto de penitencia,

es el Dios de la clemencia

el Dios de Don Juan Tenorio.

(Cae DON JUAN a los pies de DOÑA INÉS, y mueren ambos)

PUCK: ¿Ha salvado el alma?

¡Increíble!

Queda claro que el poder del amor

lo puede todo.

Puede volvernos locos;

puede obligarnos a decir tonterías;

puede quitarnos la vida

y evitar nuestra condena eterna.

¡Ay, el amor!

¡Cuánto poder posees en tus alas!

Aun así, a mí que no me lleve.

Pues prefiero ser el Puck

de siempre

y casarme solo

con mis diabluras.

¡Adiós a todos!

Espero que las historias os hayan gustado

y si así ha sido

aplaudid fuerte

que el Amor y Puck

os lo sabrán premiar.

FIN