Veinticinco años
Sé que leeréis estas líneas con la frustración de no haber conseguido convencerme de que las cosas debieron suceder de otra forma, o de que no sucedieron en absoluto. No os culpéis por ello. Sólo yo sé lo que viví en aquella habitación del hotel de París y nunca habríais podido cambiar mis recuerdos. Yo, por mi parte, tampoco os culpo por no haberme creído, aunque a mí todavía me quedan fuerzas para un último intento de convenceros.
Ya conocéis la historia, os la he contado miles de veces sin cambiar nada, a pesar de que como siempre argumentáis eran los tiempos de las drogas y la mala vida. Por eso mismo ese junio del 91 hicimos el viaje de estudios por nuestra cuenta, para estar solos los de la cuadrilla en el hotel sin que los demás interfirieran en nuestros planes. Tuve la suerte de que me tocara una habitación individual en la última planta, aunque no tardé en darme cuenta de qué tipo de suerte era la que me había tocado.
Esa tarde la fiebre de una repentina gripe me había dejado tirado en la habitación, mientras vosotros, canallas, disfrutábais de la primavera parisina. ¡Cómo os envidié entonces (el sol, las chicas, los paseos) y cuánto más os he envidiado estos últimos años la tranquilidad de vivir sin saber! Recordaréis el hotel en la Plaza de la República, un edificio antiguo remodelado para acoger viajeros de bajo presupuesto. Las habitaciones eran minúsculas, apenas había sitio para una cama, una silla y una pequeña mesa junto a la ventana. Decoración minimalista y funcional, el suelo de madera vieja, las paredes encaladas sin cuadros ni adornos. Pero las vistas no estaban mal, se veían los tejados llenos de chimeneas y sobre ellas las torres de Notre Dame. Aunque no es que eso importara mucho.
Había despertado de una siesta plagada de pesadillas, temblando en una cama empapada de sudores fríos. El corazón parecía rebotarme dentro del pecho y tenía la boca pastosa como si hubiera estado masticando las colillas del cenicero. Pero la perspectiva de una noche de sábado de fiesta me dio fuerzas para arrastrarme hasta la ducha. Tiritaba de frío y cerré la puerta del cuarto de baño para que se calentara con los vahos del agua caliente. Me estaba afeitando, luchando contra el espejo empañado, cuando escuché un chasquido tras la puerta. Le siguieron ruidos de pasos y crujidos del suelo y de los muebles. Imaginé que alguno de vosotros había entrado para gastarme una broma y decidí anticiparme. Conté hasta tres regodeándome en el susto que os iba a dar a dar, haciendo apuestas mentales sobre cuál de vosotros sería el que estaba al otro lado. Abrí la puerta de golpe gritando, vestido solo con la toalla atada a la cintura y la cara llena de espuma de afeitar.
Me recibió la mirada de un hombre mayor, aunque no más de lo que nosotros somos ahora. Estaba vestido con un elegante uniforme gris con el cuello de color negro. La chaqueta, ceñida con un cinturón de piel, lucía en el pecho derecho la insignia del águila sobre la esvástica. Sentado en la silla, que estaba girada hacia la puerta del baño, se apuntaba a la cabeza con una pistola. Paralizado, mantuve la mirada del hombre durante unos segundos. Él me vió, no tengo ninguna duda sobre eso. Me miró e incluso esbozó una triste sonrisa justo antes de dispararse. La habitación se llenó del ruido del disparo y del olor a pólvora y sangre fresca. El cuerpo del hombre cayó sobre la mesa y poco a poco fue resbalando hasta quedar sobre la alfombra del suelo en una postura absurda, como si se estuviera abrazando.
Es gracioso cómo son las cosas. De todo eso lo que más raro se le hacía a mi cerebro era el suelo alfombrado. Era como si estuviera enfocado únicamente en las cosquillas que el áspero tejido hacía en los pies descalzos y yo tuviera que obligarle a que se fijara en las demás maravillas de la habitación: el horrible papel pintado con motivos florales, la cama pulcramente hecha, la botella y la copa de brandy sobre la mesa, la lluvia torrencial que se veía a través de la ventana. Y el oficial nazi tirado en el suelo junto a la Luger.
No sé si pasaron unos segundos o unos minutos, pero el charquito de mi orina todavía no estaba frío cuando escuché un barullo de pasos atropellados al otro lado de la puerta. Siguieron voces en francés y en alemán, golpes de nudillos e intentos de abrir la puerta a la fuerza que terminaron con el sonido de una llave girando en la cerradura. Entré de un salto en el cuarto de baño. Cerré la puerta y sujeté el pomo con fuerza, pero al ruido del portazo no le siguió el esperado jaleo de la invasión al otro lado de la puerta, ni tampoco nadie intentó forzar la entrada al baño. De hecho, no se escuchaba nada en la habitación.
Empecé a temblar de nuevo por la fiebre o por el miedo, y me dejé caer al suelo. Sentado contra la puerta, enroscado en el pequeño espacio, revivía la escena una y otra vez en mi cabeza. Los temblores dieron paso al dolor de las piernas anquilosadas por la postura, a las ganas de fumar y a un rugir de tripas. El cuerpo despertaba y me mostraba lo absurdo de mi posición: no podía quedarme a vivir en aquél minúsculo cuarto de baño, tendría que salir en algún momento. Me levanté, estiré las piernas y abrí despacio la puerta.
La habitación estaba iluminada por la luz que entraba por la ventana abierta. Hacía calor. Apoyada contra el marco de la ventana una chica fumaba y miraba hacia fuera. Vestía solo una camisa, muy floreada y suelta. Apoyada contra la pared había un palo con una bandera roja, medio desenrollada, con letras pintadas en blanco. Sobre la mesita un ejemplar de un periódico, “L’Humanite”, llamaba a la huelga general.
La chica dio entonces un respingo y empezó a girarse hacia mí. Cerré la puerta del baño sin saber si me había llegado a ver. Pasaron unos minutos sin que ninguna rubia medio desnuda o un conserje cabreado abriera la puerta. Solté el pomo y eché un vistazo a mi alrededor. Todo estaba igual: mi maquinilla de afeitar azul, mi desodorante, la ropa sucia hecha un montón en el suelo. Abrí el grifo y dejé correr el agua caliente, que me pareció apenas tibia al echármela sobre la cara a pesar del vapor que soltaba.
En aquél momento no tenía lucidez como para plantearme qué estaba pasando, la fiebre no me dejaba pensar con claridad. Asumí la situación con una naturalidad que ahora me asusta. Me sentía como un espectador en una película rara. Decidí volver a abrir la puerta, dispuesto esta vez a encontrar alguna explicación o alguna señal de que no estaba loco. A hablar con quien sea que estuviera al otro lado. Mejor si era la rubia que el nazi muerto, claro.
Abrí la puerta. La habitación era la misma, pero ahora las paredes tenían detalles decorativos en madera negra con el fondo liso en blanco. Frente a mí había un cuadro con una especie de bodegón en colores verdes y negros. En una esquina había una pantalla que parecía un cuadro, pero con imágenes en movimiento. Cómo os reísteis entonces, una televisión tan plana como un cuadro. Pero ahora ya no os hace tanta gracia, ¿no? Os dije que en la pantalla se veían imágenes de los prolegómenos de un partido de fútbol entre Inglaterra y Francia, pero que no conocía a ningún jugador de los que salían. ¿Y os acordáis qué más os dije? Sabéis que nunca he cambiado la historia. El Kalashnikov sobre la cama, y el tipo arrodillado sobre la alfombra, el cuerpo rodeado de cinturones con balas y paquetes de plástico.
¿Qué más os puedo contar? Que todavía hice un viaje más, antes del último, antes de que el que el familiar olor mezcla de mi sudor y de tabaco y costo concentrado en la habitación cerrada, la cama desordenada y mis cosas tiradas por el suelo me anunciaron que todo parecía haber vuelto a la normalidad. Aún tardé un rato en reunir el valor para salir del cuarto. Os encontré medio borrachos en el hall del hotel. No tardé en ponerme a vuestro nivel.
También os conté lo que vi antes de la última vez, lo que pasará dentro de poco. Apenas me hizo falta un fugaz vistazo por la rendija de la puerta abierta: las ruinas humeantes de la ciudad vistas desde la habitación sin paredes ni techo, apenas un instante antes de que el vacío al otro lado cerrara la puerta y me cegara la vista del enorme sol rojo cereza sobre mi cabeza.
Esa noche no creísteis la historia ni nunca lo habéis hecho. Pero hoy ya no tendréis más dudas. Espero que la Luger tirada en el suelo junto a mi cuerpo y esta última nota os convenzan de que nunca os he engañado. Y del poco tiempo que os queda.