HOGAR, DULCE HOGAR. Juan Luis Muñoz.
Primera versión: 22 Julio 2016
Segunda: 14 Septiembre 2016
El autobús del colegio se detuvo con un ruidoso frenazo. Sentado en la tercera fila, Dani agachó la cabeza y apretó la vejiga mientras los otros niños pasaban a su lado. Había aprendido a base de codazos cuál era su lugar. Los miraba solo de reojo; hoy, más que otros días, prefería evitar llamar la atención. Si empezaban a empujarle e insultarle acabaría por hacérselo encima. No quería pasar por esa vergüenza otra vez.
Se apeó el último, saltando cuando la puerta ya casi se cerraba. Al aterrizar resbaló en un charco que había junto a la acera, pero esperó a que los otros chicos se perdieran de vista antes de lamentarse del dolor del tobillo que se acababa de torcer. Cojeando y apretando la tripa para no orinarse cruzó la plaza hacia su portal. Ignoró las primeras gotas de la llovizna helada de cada tarde, y se adentró en la negrura proyectada por las moles de los edificios vecinales que cerraban la plaza por tres de sus lados, dando por terminado un día más de colegio. La mitad de cada suplicio diario.
Como de costumbre la puerta del portal estaba cerrada. Dani la levantó un poco agarrándola del tirador y dio un empujón con el hombro. Se abrió con un chasquido. Aunque no tenía llaves del piso, siempre podía confiar en que la puerta siguiera estropeada. La decadencia del mundo que le rodeaba era lo único en que podía confiar.
Ya en el ascensor, Dani daba saltitos para olvidarse de las ganas de ir al baño. Según la postura alternaba el dolor del tobillo torcido con la presión de la vejiga llena. El ascensor anunciaba el paso por cada piso con un ruido metálico, distinto en cada uno de los pisos. Dani enlazaba esos sonidos como si fueran parte de una melodía que solo existía en su cabeza. Daba igual qué música escogiera, los sonidos siempre encajaban bien. Como en un juego, creía que si la canción terminaba justo al llegar al noveno piso tendría una tarde tranquila en casa. Hoy tampoco lo consiguió.
Cruzó el rellano cojeando y dando saltitos hasta llegar a la puerta. Tocó el timbre varias veces, canturreando entre dientes. "Vamos Jennifer, abre, ¡que no puedo más!" Insistió con el timbre y luego con los nudillos; su hermana a veces escuchaba música con los cascos y no oía las llamadas. Contuvo las ganas con una contorsión casi espasmódica del cuerpo. Le dolían hasta las muelas.
Tras un rato sin respuesta se convenció de que no había nadie en la casa. La realización de que su hermana le había vuelto a fallar fue como una golpe de realidad que le hizo chocar de espaldas contra la pared. Se dejó caer al suelo lanzando un gemido de frustración. Un retortijón le recordó sus urgencias fisiológicas y se tragó las lágrimas que se agolpaban en su garganta. Tenía que tranquilizarse, ya había pasado por esto otras veces. El truco era distraerse, pensar en otra cosa. Sería poco tiempo, Jenny no tardaría en llegar. No se atrevería a no tener hecha la cena para su padre. El pensar en él le hizo apretar un poco más las tripas. Si llegaba a mojar los pantalones y su padre se enteraba la paliza sería de las buenas. Y ya podía olvidarse de que le dieran por fin un juego de llaves o un móvil cuando cumpliera trece años el mes que viene. Si no era un hombre para unas cosas tampoco merecía serlo para otras.
Sentado de espaldas a la pared, abrió la mochila y empezó a sacar las muñecas.
La escasa luz que entraba por el ventanuco del patio interior difuminaba las desgastadas facciones de las figuras, ayudando al chico a cambiarlas en su cabeza por otros rostros. Agarró una muñequita regordeta. Tenía un desvaído vestido azul celeste y un pelo estropajoso color cobre. Hacía muchos años, cuando todavía jugaba con muñecas, su hermana la llamaba Lulú. Dani la hizo caminar por el suelo con paso bamboleante. “Jo, tío, ¡cómo mola Rammstein, son la caña!”
Sentó a la muñeca en el suelo y le acercó una mano hacia la cara como si fumara un cigarro. Luego sacó otra muñeca, más grande. Tenía el pelo rubio platino y una enorme sonrisa. Iba vestida de hada madrina, con una varita que terminaba en una estrella de purpurina brillante a la que le faltaba una punta. No recordaba si esa tenía nombre. Moviendo el brazo de la varita, Dani hizo que le muñeca amonestara a la otra. “Jennifer, no te retrases, que tu hermano te está esperando”. Sacó a continuación de la mochila una pequeña tortuga ninja y la acercó a las demás dando grandes saltos. “Sí, sí, no tardes, que no aguanto más.”
Agarró otra vez a la muñeca del vestido azul. Hacía mucho que no jugaba con ésta y algo no le terminaba de convencer. Sacó una navajita y empezó a rasurarle el pelo hasta dejar a la vista el plástico rosado de la cabeza. Luego rebuscó en la mochila un bolígrafo y se dispuso a dibujarle el tatuaje en la cabeza rapada, pero apenas había ya luz y no veía bien lo que hacía. Se levantó y arrastró el peso de sus penurias corporales hasta el interruptor de la luz. El rítmico soniquete del temporizador le acompañó mientras se sentaba de nuevo de cuclillas.
El hada madrina continuó regañando a la otra muñeca. “Jenny, no fumes esas cosas, ya sabes que no me gusta.” La otra muñeca seguía a lo suyo. “Cállate Mamá, fumo lo que me da la gana, no haberte muerto.”
El ascensor empezó de nuevo a subir. Dani continuó la cancioncilla en su cabeza, esperando terminarla cuando se detuviera en su piso, pero el ascensor pasó de largo. Allí no vivía nadie más que ellos.
El hada madrina, en la mano derecha de Dani, dio golpecitos con la varita en la calva cabeza de la otra, como si quisiera que le volviera a crecer el pelo. “Pobrecita mi niña, con el pelo tan bonito que tenía. No aguantaste que él te lo empezara a acariciar, ¿no?”
Dani se calló, pensando en lo que acababa de poner en boca de la muñeca. ¿Por qué había dicho eso? Él nunca le había acariciado el pelo a su hermana. Se me estará subiendo el pis al cerebro y ya no carburo, pensó con un encogimiento de hombros. El hada siguió golpeando a la otra con la varita. “Pobrecita mi niña. Te dejé sola con él. Pero tú sabes que yo no me morí, ¿verdad? A mí me mató. A ti te hacía daño y a mí me mató.”
Empezó entonces a golpear a la tortuguita, que Dani sostenía en su regazo. “Y este idiota no hacía nada.” La varita golpeaba a la tortuga, una vez, otra. La voz de Dani sonaba rara saliendo a través de los dientes apretados. “Este idiota enano no hace nada, ¡solo sabe mearse encima!”.
La varita se rompió contra el cuerpo de la tortuga. En ese momento se apagó la luz de la escalera. En la oscuridad, el siguiente golpe de la muñeca acertó a Dani en la entrepierna con toda la fuerza de su brazo. El dolor le hizo arquearse hacia adelante y exhaló un estertor agónico y profundo. Levantó el brazo de nuevo, pero antes de que se volviera a golpear arrojó lejos la muñeca. La escuchó golpear contra algo.
Dani jadeaba. Sin atreverse a moverse fue recuperando la respiración mientras disminuía la intensidad del dolor. No entendía por qué había hecho eso, ni por qué había puesto esas palabras tan terribles en boca del hada madrina. Su mamá había muerto de una enfermedad. ¿Y por qué había golpeado a la pequeña tortuga, hasta hacerse daño él mismo? Escuchó entonces de nuevo la musiquilla del ascensor subiendo. Sus manos se lanzaron a palpar la entrepierna, comprobando aliviado que estaba todavía seca. Se levantó y encendió la luz. El hada madrina yacía unos metros más allá, apoyada contra la puerta de una casa.
Dani recogió y guardó todas las muñecas en su mochila y se acercó al hada. Vio entonces que la puerta del piso en que se apoyaba estaba abierta. El brazo que sujetaba la varita rota cruzaba el umbral, como con un gesto que invitara a entrar. Tenía la cabeza girada hacia Dani. La misma sonrisa de siempre, congelada en el plástico, parecía ahora burlarse de él.
Al otro lado de la puerta estaba oscuro y no se escuchaba nada. Que él supiera, en esa casa no vivía nadie, como en ninguna de las casas de esa planta. Quizá hubiera nuevos vecinos, o a lo mejor estaban enseñando la casa a unos compradores. El ascensor pasó de largo y se alejó hacia los pisos superiores. Dani se acercó despacio a la puerta y se agachó hacia la muñeca. El gesto hizo que la puerta se abriera un poco más, quizá la había empujado al agacharse. El ver la puerta abriéndose activó algo en su cerebro que hizo que sus fuerzas de contención abdominal empezaran a fallar. Con un gemido y un sabor metálico en la boca detuvo las primeras gotas. Ya no aguantaba más.
Sin pensarlo empujó la puerta y entró en el casa. Estaba a oscuras salvo por la luz que se colaba desde el rellano. Allí no había nadie. En la pared frente a él había un cuadro con unos girasoles y un pasillo que se extendía a su derecha. Conocía ese cuadro. Dani caminó por el pasillo, con la muñeca en un mano, la otra pegada a la pared. El tacto rugoso del papel pintado le hizo recordar carreras, peleas y juegos con su hermana. Pasó junto a una puerta. Vio que daba a la cocina. Reconoció los muebles, la mesa con su superficie verde brillante, sus patas metálicas y los taburetes a juego. Casi podía oler la tortilla de patata. Unos pasos más allá otra habitación, la que compartía él con su hermana, y después la puerta del baño. Aunque la luz apenas llegaba hasta allí, sabía exactamente dónde estaba.
Sin poder aguantar más llegó hasta la taza, levantó la tapa y empezó a aliviarse. El relajar de músculos vino acompañado de unos dolores que hasta entonces habían estado ocultos y unos espasmos sacudieron todo su cuerpo. La luz de la entrada finalmente se apagó y se quedó a oscuras. Sin inmutarse siguió concentrado en la tarea que le ocupaba, orientándose con el sonido. Se dio cuenta, con cierta sorpresa, de que no estaba asustado. ¿Cómo iba a estarlo? Esa era su casa. Soltó una carcajada. Claro, esa era la casa en la que había crecido. ¿Qué pasó, se mudaron a la otra casa, a la de al lado? No lo recordaba, pero la época cercana a la muerte de su madre estaba bastante confusa en su cabeza. ¿Cómo no se había acordado de eso hasta ahora? Cuando volviera su hermana se lo preguntaría todo. Ella tendría que saber lo de este piso.
Cuando pensaba que ya había terminado, su manantial interior encontró fuentes ocultas y continuó orinando con otro espasmo de todo el cuerpo.
“Te tengo dicho que no hagas pis cuando te dan los tembleques, que lo vas a salpicar todo.”
“¡Que sí, Amatxu!” -replicó Dani.
“Cuidado con ese tonito, Iñaki, a ver si te voy a dar un bofetón.”
El pis se le cortó de repente y un latigazo eléctrico le corrió desde los testículos hasta la garganta. Fue consciente en ese momento del frío que tenía, de lo oscuro que estaba y del miedo que sentía. Como si se acabara de despertar de una pesadilla rebobinó los últimos minutos en su cabeza. Él no conocía esa casa, era la primera vez que entraba. ¿Y esa conversación? No tenía ni idea de quién era ese Iñaki y por qué había usado palabras en euskera. Aunque cuando llegaron de Bolivia él era muy pequeño, todavía no se había acostumbrado a usar las palabras que decían aquí.
Se subió los pantalones, despacio. El tintineo de la hebilla del cinturón retumbó en el silencio como las campanas de una iglesia. La duda de si había sido él el que había hablado o si todo había sucedido en su cabeza le carcomía el cerebro. En la oscuridad, Dani probó a decir una palabra que hacía mucho que no decía, solo para comprobar cómo sonaba en su voz.
“¿Mamá?”
Sintió entonces una presencia cercana y la suavidad de una caricia en la cara. Una mano firme pero delicada le retiró el pelo de la frente y le acomodó el cuello de la camisa. “Ya sé que no eres mi niño, no eres mi Iñaki. Pero no tengas miedo. Ven a verme cuando quieras. Y si te vuelve a pegar, tráelo hasta aquí.”
La mano, de repente fría y cortante como un alambre, se le cerró en la garganta. Dani corrió hacia la puerta y salió al rellano. Palmeó la pared buscando el interruptor durante unos larguísimos segundos, con el tobillo explotándole de dolor, esperando sentir de nuevo la mano helada en cualquier momento. Finalmente accionó el interruptor y la luz del rellano le cegó. El temporizador sonaba al mismo ritmo que los latidos que se le agolpaban en la garganta. Se giró hacia la puerta. Alcanzó a ver cómo se cerraba con un leve chasquido del mecanismo de la cerradura que retumbó en el silencio del rellano como un cañonazo. La muñeca hada madrina estaba sentada en el suelo, frente a la puerta, la eterna sonrisa congelada en su cara de plástico.
El ascensor comenzó a subir de nuevo. Dani se acercó a la muñeca. Despacio se agachó, alargó la mano hacia ella preparado para quitarla en cualquier momento, pero la agarró sin que pasara nada. El ascensor se detuvo en el piso, justo cuando una canción que no sabía que estaba tarareando terminó, y la puerta se abrió. Dani guardó la muñeca en la mochila.
Su hermana Jennifer, con su camiseta estampada y su larga melena negra, le miraba con una mezcla de desdén y cariño, como solo las hermanas mayores saben hacerlo.
“Hey”, dijo.
“Hey”, respondió Dani.
Sin decir nada más fueron hacia su casa.