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LOS MEJORES FINALES DE NOVELAS

“¿Qué hay detrás de la ventana?”

(Los detectives salvajes. Roberto Bolaño)

‘Yo me aburrí mucho aquel verano pero puedo decir que al menos mi padre fue feliz. Bastante feliz’”.

(Carreteras secundarias. Ignacio Martínez Pisón)

"Y ahora, mi pequeño Dodo, habrá que morir. No tengas miedo te enseñaré".

(Diario de un cuerpo. Daniel Pennac)

"a fin de cuentas, daba igual la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en el que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas"

(Las vírgenes suicidas. Jefrey Eugenides)

«Los labios de Rose se movieron con delicadeza entre el pelo del hombre. Ella levantó la vista y miró hacia el exterior del granero, y sus labios se juntaron y dibujaron una sonrisa misteriosa».

(Las uvas de la ira. John Steinbeck)

“No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo”

(El guardián entre el centeno. J.D. Salinger)

“—Señor Portnoy —dijo ella, recogiendo del suelo la mochila—, no es usted más que uno de esos judíos que se desprecian a sí mismos.

—Sí, Naomi, pero quizá seamos los mejores”.

(El lamento de Portnoy. Philip Roth)

 “y las castañuelas y la noche que perdimos el barco en Algeciras el guardia haciendo su ronda de sereno con su linterna y oh ese horroroso torrente profundo oh y el mar el mar carmesí a veces como el fuego y las gloriosas puestas de sol y las higueras en los jardines de la Alameda sí y todas las extrañas callejuelas y las casas rosadas y azules y amarillas y los jardínes de rosas y de jazmines y de geranios y de cactos y Gibraltar cuando yo era chica y donde yo era una flor de la montaña sí cuando me puse la rosa en el cabello como hacían las chicas andaluzas o me pondré una colorada sí y cómo me besó bajo la pared morisca y yo pensé bueno tanto da él como otro y después le pedí con los ojos que me lo preguntara otra vez y después el me preguntó si yo quería sí para que dijera sí mi flor de la montaña y yo primero lo rodeé con mis brazos sí y lo atraje hacia mí para que pudiera sentirme todo perfume sí y su corazón golpeaba loco y sí yo dije quiero sí.”

(Ulises. James Joyce)


“Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin sentido.

La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y dejaban el templo en tinieblas.

Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando.

Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.

Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces...

Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un suspiro.

Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada.

Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.

Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.

Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.”

(La Regenta. Leopoldo Alas Clarín)

Lo recuerdo todo.

La bala que salió de la pistola de Tyler me rajó la otra mejilla dejándome una sonrisa desigual de oreja a oreja. Sí, como una calabaza de Halloween enfadada. Un demonio japonés. El dragón de la avaricia.

Marla está aún en la Tierra y me escribe. Algún día, dice ella, me llevarán de vuelta.

Y si hubiera teléfono en el cielo, llamaría a Marla desde el cielo y en cuanto dijera «¿Diga?», no colgaría.

Le diría: «Hola. ¿Cómo te va? Cuéntamelo todo con detalle».

Pero no quiero volver. Todavía no. Porque.

Porque de vez en cuando alguien me trae la bandeja con el almuerzo y las medicinas, y lleva un ojo morado o la frente hinchada con puntos de sutura, y dice:

—Lo echamos de menos, señor Durden.

O pasa alguien con la nariz rota limpiando con una fregona y susurra:

—Todo marcha según el plan.

Susurra:

—Vamos a acabar con la civilización para hacer del mundo algo mejor.

Susurra:

—Estamos impacientes por su vuelta.

(El club de la lucha. Chuck Palahniuk)

-Contéstame.

El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez.

-Qué se puede hacer si no se puede vender nada -repitió la mujer.

-Entonces ya será veinte de enero -dijo el coronel, perfectamente consciente-. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.

-Si el gallo gana -dijo la mujer-. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo pueda perder.

-Es un gallo que no puede perder.

-Pero suponte que pierda.

-Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso -dijo el coronel.

La mujer se desesperó.

«Y mientras tanto qué comemos», preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía.

-Dime, qué comemos.

El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:

-Mierda.

(El Coronel no tiene quien le escriba. Gabriel García Márquez)