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DIVERSAS GEOGRAFÍAS IV

Jair Cortés

La Otra, revista y casa a un mismo tiempo, abre sus puertas para recibir a cuatro voces que dialogan y cantan en los tiempos oscuros de México. La poesía de Mercedes Alvarado (Ciudad de México, 1984) urde confesiones, íntimos secretos que florecen en el poema: un manifiesto personal en el que asume su voluntaria soledad sin descendencia, su amor por un hombre casado, la relación ancestral con el mar en donde la figura de la mujer aparece como un juego de espejos líquidos: la abuela, la madre, la hija; y la oración por un día de muertos, en donde el amor y la muerte se confunden y entrelazan sus misteriosas raíces: “amor/ amor del muerto que no fuiste/ amor del vivo que no eres …”. Su poesía, que se asume como una liberación, conmueve al lector desde el primer verso, en ella todo lo íntimo tiende lazos con el mundo: la ciudad y sus gestos, el cuerpo del amado, los vecinos, el sonido cotidiano de la vida.

Por su parte, Luis Paniagua (San Pablo Pejo, Guanajuato, 1979), mira al mundo suceder desde un Maverick 71, la velocidad de la vida en este road poem se presenta a veces vertiginosa, otras lenta, en un viaje que inicia el poeta desde la evocación de la infancia hasta la madurez de la conciencia: la luz, la noche, la carretera, metáforas de la vida misma, sucesión de imágenes pero también de emociones. El automóvil en su asombro “futurista” es, para Luis Paniagua, una mezcla de pasado y futuro: adelante el horizonte y el camino y, al mismo tiempo, un espejo retrovisor que da noticia de lo que ya ha sucedido y ha quedado atrás; su poesía toca las fibras más sensibles de todo viajero: “Si es cierto que un hombre es,/ en determinadas circunstancias, la especie toda,/ el reflejo infinito/ de los hombres;/ entonces,/ ¿puede un automóvil ser,/ muy a su manera, todos los autos?”.

Miranda Guerrero (Ciudad de México, 1993) vuelve al mito de Adán y Eva y lo aborda de una manera sutil pero con una resolución brutal. Su poética es una búsqueda por la revelación y estudio de un árbol genealógico que explique la existencia humana: “Querido padre/u hombre que me enseñó a odiar…”, su propia existencia, custodiada por una familia que es una tribu amenazada por el tiempo, la enfermedad, el miedo y la angustia.

Por último, Fernando Alarriba (Mazatlán, Sinaloa, 1983), dueño de una voz pausada, reflexiva, ofrece en sus poemas otro tempo donde la figura mítica de Cleopatra se erige contra Roma: la mujer y la ciudad, la belleza y la fuerza de un pueblo, las batallas de siempre. Después, el desenfreno de otra ciudad: la moderna Nueva York y el exceso del rock se mezclan en una peligrosa, pero vital, alianza. Y al final, un poema de una belleza sublime, versos cortos que develan, sin prisa, los misterios de la naturaleza y los conjugan con el verbo poético: “La caverna, ojo de búfalo,/ mira alucinar el alma/ de las estrellas.”

En estas Diversas geografías, el poema va de la confesión al viaje, del cuestionamiento existencial a la encarnación del ser visionario; hay aquí cuatro poetas que encuentran en la palabra la mejor manera de declararse vivos.

Mercedes Alvarado

Sangraré

tu ausencia entre mis piernas.

Sangraré el hueco en la cama.

Sangraré.

No pujaré para reconocer

la forma de tus cejas

en un cuerpo novísimo.

No habrá

respiraciones agitadas

la cuenta atormentada

        uno         dos

                uno         dos

                        uno         dos.

No pujaré, no

una cabeza que abraces

a tu pecho, como salvación.

Sangraré.

No saldrán de mí dos manos

pequeñísimas, que te sostengan.

No habrá pañales

no habrá leche en polvo

ni pelotas de colores

ni muñecas que cierren los ojos

ni triciclos, ni avalanchas.

Yo dormiré la noche y las mañanas

serviré un ron los lunes por la tarde

caminaré en tacones hacia los bares

comeré en cocinas contemporáneas

dormiré en hoteles blancos, con baños

aún más blancos, luminosos

donde cambiaré mis compresas

cuando sangre,

éstos hijos

míos

escurriéndome las piernas suaves,

morenas, relajadas

que no van a pujar, no

van a ser cuna, no

andarán empujando triciclos. No:

mis piernas se ocuparán sólo en su sangre.

Declaración de amor para un hombre casado.

(en tres tiempos)

I

Una a una

          despeñándose

todas las letras

que el tiempo nos vio hilar

(porque el tiempo se define

también

en las palabras)

el lenguaje se nos hizo un hueco

        hondo

desde donde estaba el corazón

hasta los días que no respiramos

(también la distancia

se arquea en las palabras)

hasta la noción de una fecha póstuma

en que las cenizas vuelven sobre sus formas

para reconstruirnos

                        infinitamente

más allá de nuestro propio nombre.

II

A tu cuerpo no puedo nombrarlo

                –  ¿cómo decir de una piel que no ha sido

                en mis manos? –.

Tu cuerpo como posibilidad

        probable

como sonido de selva

apenas escuchado, a lo lejos,

desde mi ciudad concurrida

por sombras de futuros

que alzan apenas unos metros

para perderse en el ruido de mí,

distorsionado y cierto, que te busca

en las contracciones de la garganta

en el trayecto de los labios

en la lengua

        ésta lengua propia

que sin poder nombrarte

te conoce.

III

Tus palabras construyen barricadas

        fuertes como tu voz

        o como la mirada con que no me miras.

A mí no me levantas una casa

pero tenemos tus palabras

siempre cercándonos

quitándonos de quienes fuimos

haciéndonos camino;

no alcanzamos calificación

        ni adjetivos

somos un verbo gerundio

        -sólo un verbo-

siempre acabándonos

          encontrándonos

          dejándonos

          desgastándonos

        

          hablándonos.

El mundo está pobre de muros

para contener nuestro temblor.


Una vez entré al mar sin decirle a nadie.

Caminé hasta el agua, en esa playa

        tan llena de Pacífico como si no lo fuera

y me desvestí

apenas como una se desviste cuando sólo quiere

quitarse la ropa.

Mi madre habrá estado tejiendo

        o platicando con las vecinas

        o peleando con mi abuela

con esas palabras prudentes que se arrojan

a media mañana, junto al café con leche.

Me fui mojando las piernas

el pubis

el ombligo

los pechos.

Mojada hasta los hombros

me quedé

en el bikini

        - creo que verde

          creo que azul-

mirando a la gente seca

que se pone a mirar el mar

        -tras las gafas-

sin mirarse, haciendo que miran

algo más que un montón de agua.

Mi madre habrá estado contando

que su hija viaja

        ‘todo lo que puede’

por no decir nomás

que su hija viaja

porque no aprendió a quedarse.

Habrá dicho cualquier cosa

        -si es que hablaba de ésta hija-

casi sin saber de esa playa

        tan llena de Pacífico

en la que nadie me miraba

mojadísima

hasta los hombros

en  el bikini

más bien grande

        -creo que verde

        creo que azul-.

Día de muertos

Amor, amor de carne

de ojos con carne

de manos con carne

amor de cuerpos vivos

amor de voces

amor de los que fuimos

amor

amor de puertas cerradas

de libros cerrados

de cocinas limpias

de fotos en la pared

amor de rezo

de misa de cuerpo presente

amor de altar de muertos

amor de historias

amor

amor y sólo amor

amor de cuerpos secos

amor de cementerios

amor

amor del muerto que no fuiste

amor del vivo que no eres

amor

amor hasta la muerte

y hasta la muerte amar.

Mercedes Alvarado (Ciudad de México, 1984). Autora del poemario Apuntes de algún tiempo (Verso Destierro, 2013) y Cuerpos Ajenos (Ed. Factor 22, 2006). Parte de su trabajo se ha publicado en revistas y periódicos en México, Portugal y Noruega. Fue reconocida con la Mención Honorífica en los XXXVI Juegos Florales Margarito Sández Villarino de Los Cabos (2008).

Luis Paniagua

Prendidas a lo oscuro    

las luces de los faros.

(No de halógeno    

sino de puro filamento    

que incandecía en sí mismo.)

Prendidas al tablero    

las luces de maniobra:

era la noche un cuento

que leíamos en voz alta  

con pobre dicción

de niños de primaria.

No quitar el dedo del renglón.

Irnos de pe a pa    

de cabo a rabo

por las líneas inseguras

que la niebla borraba.

Con las marcas del kilometraje

grabadas en los ojos,    

sin distinguir,

a la distancia,  

las lindes ya de un pueblo,  

ya del otro.

Sin quitar el dedo del renglón,    

acaudalados de esperanza,

subrayamos las letras de este verso    

con el puro fulgor de los neumáticos.

Hemos atravesado hace kilómetros

la zona de silencio.

Hemos dejado atrás hace años luz

la zona de confort.

Animales incontables nos rodean sin estar.

Llenan el auto.

Nos balanceamos lento.

Oscila nuestro punto de equilibrio

a trote de caballo.

Somos más rojos que la sangre.

Somos más viejos y más rojos

que este Maverick viejo

y rojamente rengueante.

Somos más viejos

que la herida de toda cacería.

Somos más viejos

que todo lo que vemos.

Aquí abajo

este Maverick lleva

el ejército suspenso de los grillos.

Una bandada de patos salvajes

brota de los faros.

Tu angustia es la del ave

que ha sido escindida de la parvada

y que se va quedando atrás

sólo para morir.

Mi alma es una especie

de quinta llanta para el carro.

En el claxon se desangra

un alce herido.

En el parachoques,

el metal frío sueña

con una agilidad de daga

que atraviesa la dulce piel

de un cordero perdido.

Miro pasar los carros.

No sé de dónde vienen.

No sé a dónde van. ¿Existen antes

o después de su presencia ante mis ojos?

No sé si más allá de mi mirada

su maquinaria se desfase

 Y sus engranajes pierdan consistencia.

No sé qué letra o qué signo del alfabeto

del mundo sean: no sé si tienen sentido.

De mi viaje, la única certeza es el viaje.

Y que el Maverick rojo resalta en el paisaje.

Si es cierto que un hombre es,    

en determinadas circunstancias,

la especie toda,    

el reflejo infinito    

de los hombres;

entonces,

¿puede un automóvil ser,    

muy a su manera,   

todos los autos?

Si esto último da para afirmarse

si lo que dijo el ciego    

disipa estas tinieblas

entonces    

este auto en el que viajo,    

en el que voy sentado

mirando el paisaje que al lado se dilata    

como si no quisiera partir de la mirada,

tiene que ser otro;

este fuego que anima sus pistones

(fuete que azuza sus caballos)

es todos e igualmente    

es otro:

este Maverick rojo    

que deja atrás cada línea    

del asfalto

es un sol poniéndose,    

hacia otros días bajando.

Este Maverick rojo no es más rojo    

ni más Maverick    

ni más setentaiuno

de lo que puede ser    

un Peugeot doscientos seis gris fer

ni más bólido    

que el pequeño coupé    

con sus dos puertas

con sus cuatro ruedas  

moviéndose  

por avenida Insurgentes sur,    

digamos,    

a unos treinta kilómetros por hora

de un viernes veinticuatro de noviembre

(las ocho de la noche u ocho treinta)

[el arroyo vehicular es,    

por momentos,    

un río congelado],

ni más ardiente que sus ojos    

 —encendidos—  

 mirándome,

ni más glamoroso    

que la Piaf cantando    

/como un ave

petrificando el bosque con su canto/,    

petrificando con su canto    

los sonidos del mundo.

Entonces cruzamos,    

por decir algo,    

de alguna forma,

en cierto modo    

(Izuzu azul    

otra vez yo de copiloto),

avenida Periferal    

saliendo de Trujillo  

rumbo al viejo san Juan,

pongamos,    

por puro afán de suponer,    

doce de julio, mediodía,    

cuarenta millas    

por hora

[y el mar a lo lejos    

batiéndose en contra    

de sí mismo],

y un ave que pasa    

cortando el aire en la mirada    

y sobre todo    

en la respiración:

pisar el freno, exaltados,    

y dar el volantazo    

para evitar colisión    

con el auto    

que velozmente allá atrás    

se aproxima

y yo sin cinturón    

chocar contra el cristal    

en la cabina vieja,

contemporánea del Maverick    

(rojo, para más señas),

detenido,    

hecho estatua de sal en esta orilla

leyendo en el espejo lateral:    

“los objetos    

[como los autos    

o como los recuerdos]

pueden estar    

[peligrosamente]    

más cerca de lo que aparentan.”

Para William Rodríguez, desde el principio y de muchos modos, conmigo en el camino.

Luis Paniagua (San Pablo Pejo, Guanajuato, 1979) estudió literatura en la UNAM. Es autor de Los pasos del visitante (UNAM, 2006) y Maverick 71 (Literal Publishing, 2013). Ha sido beneficiario del programa Jóvenes Creadores del FONCA en 2011-2012 y del FOCAEM en 2014-2015 y 2015-2016; todas las ocasiones en la especialidad de poesía.

Miranda Guerrero

ADÁN Y EVA

El primer día que fue creado,

estuvo solo

y si alguien le hubiese preguntado dónde estaba,

él hubiera roto en llanto.

Nunca se hubiera imaginado

que estaba en el paraíso.

Cinco lunas pasaron

para que Dios hubiera comprendido.

En lugar de haber creado al hombre,

había engendrado algo mutilado

Dios abrió la carne de Adán

con sus dedos.

Quería lavarse las manos

de la soledad del hombre.

Cuando Adán la vio,

le pareció muy pequeña.

Creyó que era por su origen.

Después de todo,

las costillas no son tan grandes.

La primer palabra que aprendió Eva

fue el nombre de Adán.

No fue difícil.

Era el único hombre en la tierra.

Eso no hizo que se quisieran

y Dios no podía creer

que habiendo sólo dos personas,

aún estando tan cerca

no pudieran coincidir.

Nadie sabe los años que siguieron

y cuando Eva y Adán se miraban

parecían cerrar los ojos.

Ninguno podía ver al otro.

Entonces, Dios los sacó del paraíso

Sin antes decirles algo,

pero fue muy tarde.

Ni Adán y Eva pudieron escucharlo.

Dios se había vuelto a quedar solo.

APOLOGÍA AL PADRE (FRAGMENTO)

I.

Querido padre/u hombre que me enseñó a odiar:

es un hábito no verte cuando caminas por la casa,

pálido con una o dos canas de más.

Todavía recuerdo cuando eras joven.

Yo solía envidiarte por tu cabello,

oscuro como tus ojos que muchas veces no me querían ver.

Creo que yo siempre fui una rama rota para ti

y tal vez, en tus momentos más honestos

habrías visto lo mismo.

II.

Dicen que el hijo se marchita en el árbol genealógico,

que sus pies columpiarán de una de sus ramas.

—Padre, ¿tú crees que voy a morir?

Una vez me contaste algo.

Lo recuerdo porque hay muchas cosas que dices,

pero la mayoría de las veces

trato de esconderme entre las ramas.

La historia giraba en torno al hombre que te dio su apellido y tus gestos.

El mismo que te corrió de casa como su padre lo hizo con él.

Tenías once años y la rabia ya escurría de tus axilas,

del sexo que todavía no era sexo, sino un ave dormida.

Después de eso tardarías mucho en aprender a volar,

a abandonar el árbol—nuestro árbol—.

Pasarían años para que volviera a crecer un brote, y cuando lo hizo,

Dios lo nombró decepción.

III

—No quiero morir — fue lo que dijo mi abuelo

con toda una generación que hacía eco a sus palabras,

pero era demasiado tarde.

Padre, como buen hijo no te atreviste a cuestionar a Dios

y ahora cargas con una daga en el pecho.

Mi abuelo murió un día de un mes cualquiera.

—Otro escapulario más —dicen las hojas del árbol,

antes de volverse a marchitar.

Aunque tú y yo sabemos que no es cierto.

IV

Desde la muerte de tu padre

aprendí que tú y yo éramos hermanos,

hijos de una misma ausencia.

Aunque la mía aún no viene.

Sólo al ponerme a pensar en eso,

escucho a las hojas crepitar.

Tal vez ya ni siquiera estás aquí

y tu espectro

sea lo único que pueda odiar.

LOS CANGREJOS

Nunca supe qué era un páncreas

hasta que mi abuela murió.

Los doctores dijeron —la verdad no sé quién lo dijo—

que el cáncer fue más rápido de lo que pensaron,

como si la muerte tuviera prisa

y mi abuela poco tiempo para quedarse.

Nadie de sus hijos tuvo la osadía de decirle a mi abuela

qué le estaba matando.

La enfermedad también ataca a los más cercanos al paciente.

Los deja mudos.

Tal vez por eso nadie dijo nada cuando ella murió.

El cáncer es un cangrejo que borra sus pasos

y perfora la arena con sus agujeros.

Las mujeres de mi familia

han muerto por sus tenazas.

Yo también moriré de eso,

si tengo suerte.

Ahora entiendo a mi madre.

Ella ama el mar,

tanto que a veces olvida que no es un pez.

Pero también le teme

cuando ve a los cangrejos pasar.

Los cangrejos pueden estar en cualquier lado,

no sólo en el mar,

por eso  la última vez que vino mi abuela visitarme

se llevó sus zapatos y abrigos.

Ya podía escuchar las tenazas aproximándose.

¡A cuánta sal apesta la muerte!

El día en que murió mi abuela,

mi mamá me contó cómo el azul

pintaba sus labios.

—Todos venimos del mar—dijo mi madre con la mirada perdida

—todos terminamos ahogados.

Miranda Guerrero (Ciudad de México, 1993). Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UAM Iztapalapa. Su carrera artística involucra tanto narrativa, poesía y elaboración de collages. Ha publicado en diversos medios impresos y electrónicos.

Fernando Alarriba

Cleopatra

El oleaje de las antorchas

lustraba la hierba tierna

anunciándote, Cleopatra.

La piel de los soldados,

henchida de licor verde,

reventó al presentir tu roce.

Ellos pasaron la tarde

lavando sus cuerpos

en las lenguas del Nilo

para luego volver a ti.

Cien falos invocaron a Orus,

y al ascender sobre tu boca,

un cáliz de oro inundó Roma

ahora blanca sobre tus labios.

El humo endulza la madrugada

y el ojo de agua en tu pubis

quema las eras, Cleopatra.


¿Cuánto más podrá resistir Roma?

Park Avenue II

I wanna tear your world apart

The Rolling Stones

Nueva York… ilumíname

Sea tu sangre de metal

bajo la lluvia un beso,

el roce en mi espalda

el salto febril, sordo,

de las bestias en la vena.

La madrugada, glauca,

lleva peste de calle

y luz neón, de luna

y entrepierna.

Estoy harta de aspirar la coca,

mirar de un salto rojo el Empire State,

montarme sobre el puente de Brooklyn

de regreso al Park Avenue 432 y a su luz

lívida carne,

la vagina inflamada, reseca,

por no saber cuántas noches,

cuánto viento ha soplado por mi cara

que parda, amarilla, azul,

siempre oscura,

mira cómo mis cabellos se agotan,

cómo mis pezones, flores de azafrán,

se extinguen en este invierno duro,

rígido de flashes, lúbrico, gigante

y sordo de tanto y tanto tragar semen

frotar culos, lamer anos,

rosas,

perderme de un portazo en el baño,

venirme en un parpadeo

frente a un luminoso iris gris,

como esa nube,

linterna ahogada en el Hudson

con Mick y Keith susurrándome al oído,

hondo… Doo Doo Doo Doo!

Nueva York… ilumíname

Yule

Arribas con el solsticio

Húmeda,

la caverna

bufa oscura

con tus dedos.

La carne de los robles

crepita generosa

y el humo te empapa

los muslos, resbala

por tus pechos que,

enormes, mamados,

desprenden su rocío.

La caverna, ojo de búfalo,

mira alucinar el alma

de las estrellas.

Húmeda,

tallas sus labios

y la tierra apesta a ti,

a tus vellos de castaña

que muerde levísimo

el musgo seco

que aguarda

en la cima de las rocas.

Con la mirada mansa,

el Sabbat ya es un río pardo

que enmudece absoluto

cuando tu mano entra

en la fogata y un hedor

de almizcle excita la madrugada.

A la mañana siguiente,

lluvia y alba resbalan

por los gaznates rojos

de los osos, las liebres

y las aves que agitan sus alas

agotadas rumbo al sur.

 

Ahora, una parvada de brazas

araña el cielo virgen,

las madrigueras vierten

humo blanco y dulzor de hierba,

y en lo profundo del bosque

las fieras copulan hasta desbordar

un silencio que inflamará las galaxias.

 

Fernando Alarriba (Mazatlán, Sinaloa, 1983). Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. En 2010 fue Co-fundador del primer Festival de Poesía Mazatlán. Parte de su obra aparece en la antología Moebius: Memoria del primer encuentro 2010. Poetas nacidos en los 80”. En 2013 el Fondo Editorial Tierra Adentro publicó su poemario Loto. En 2015 sus poemas fueron incluidos en el libro Poetas del sur de Sinaloa (Instituto Municipal de Cultura Culiacán). En 2016 fue invitado a participar en el Festival Internacional de Poesía Flor y Canto, en San Francisco, California. Sus poemas han sido traducidos al inglés.