Pbro. Félix Mejía Jirón
Secretario Académico del Seminario Nacional
La palabra del Señor permanece por siempre. Ésta es la palabra que os ha traído el evangelio » (1 P 1, 25). Una Palabra que es capaz de hacer feliz el corazón del hombre. Una felicidad real y continua, no una desesperación ilusoria.
Pero ¿a qué viene todo esto? Salimos al paso de una cultura llena de inseguridad en la que el caos, la muerte, la guerra y las aberraciones políticas y religiosas ya no son una novedad, una cultura angustiada de insensibilidad. Ajena y separada del proyecto de Dios. En la cual el creerle a Dios resulta una ilusión para unos pocos y por ende se crean sustitutos de la divinidad.
En consecuencia, tendremos una cultura positivista y pragmatizada que hunde sus raíces en la frustración, la inseguridad y la adicción desenfrenada al placer narcótico. De alguna manera, es una cultura aferrada en hacer lo que se puede mientras se pueda e ignorar el proyecto de Dios, incluso conscientes de que todo es fútil y que sin ÉL carece de sentido.
A esta adicción la llamamos el más alto nivel de vida social, buena vida e incluso buena esperanza. Amamos estar distraídos en visiones magníficas, las vibraciones del sonido y nos excitamos en el bagaje de discursos ficticios y pasatiempos ilusorios en el que procuramos que el tiempo sea más breve.
Son tantos signos y manifestaciones sociales que solo puedo detenerme para nombrar una cultura que se basa en la ambigüedad. Son muchas las cosas que suceden en el mismo momento y cada una sigue su propia dirección como una contraposición tan radical en la que somos capaces de promover la vida y financiar la muerte sin que esto parezca una doble moral.
Si bien es cierto, “por las vísperas se saca el día” pero nuestros signos actuales solo representan un desafío y no una premonición del futuro. Por primera vez estamos viviendo en el caos y la oscuridad. Es un desafío a la fe de los creyentes, una fe cada vez más pisoteada e incluso prostituida en los centros de ocultismo y leyendas mágicas.
Con todo es fácil percibir, que a pesar de ser una cultura ambigua y ansiosa, estamos necesitados de espiritualidad, una espiritualidad que llene los vacíos del individualismo y convenza nuestro afán de razón y autosuficiencia, que ponga quietud a la ambición del profesionalismo sin sentido que es capaz de perder los mejores momentos de la vida por conseguir una miseria salarial.
Ante estos desafíos, que encausan nuestra era digital, Jesús sigue siendo la respuesta a las inquietudes humanas. Pero no solo una respuesta sino la razón de la auténtica felicidad del hombre. Porque él “es la Palabra divina que ilumina la existencia humana y mueve a la conciencia a revisar en profundidad la propia vida” (VD 99).
Del mismo modo, la Palabra de Dios debe instaurar en nuestros corazones un verdadero compromiso con la rectitud de la justicia desde la que se denuncie “sin ambigüedades las injusticias y promueva la solidaridad y la igualdad” (Cf. VD 100) entre todos los seres humanos. Corresponde principalmente a los jóvenes hacer brillar con sus ideas a una cultura que hunda sus raíces en la verdad y la transparencia, pero sobretodo en la fraternidad y la concordia.
Esta actuación de la Palabra de Dios en el mundo debe ser un verdadero motivo para el compromiso de acogida y cercanía con los más necesitados, principalmente con los emigrantes a los que “se les ha de ofrecer mejores condiciones de vida, salud y trabajo” (VD 105).
En este mismo sentido, los cristianos estamos llamados a seguir siendo inspiradores de la cultura, constructores de nuevas sociedades, defendiendo los valores fundamentales. Biblia, fe y cultura no han de ser una tricotomía distanciada sino una unidad vinculada con lo sagrado.
En consecuencia, hemos de seguir afirmando que la Palabra de Dios sigue siendo una respuesta a los desafíos a los que el hombre se enfrenta. Pero la Biblia no es, en ningún modo, un libro de recetas ambiguas, es ante todo una Palabra que inspira el corazón del hombre y le prepara para el diálogo con su Señor.
Como es natural, la Biblia también debe ser leída desde nuestra realidad histórica, porque en ella encontramos la Palabra actuante, real y presente en cada época y en cada nación y en ella encontramos la solución a todos nuestros problemas y la iluminación para todas nuestras realidades.
Sin embargo, no hemos de prestarnos al fanatismo en el que muchos han caído. La Biblia que narra la historia sagrada de Dios y su pueblo no ha de ser un arma contra tu prójimo, no es una fuente para sacar argumentos de abogacía contra quien no confiese tu fe o no practique tu espiritualidad. Es ante todo, una Palabra para ponerse en acción.
Con el envío de Jesús al maestro de la ley, después del episodio del buen samaritano, “vete y has tú lo mismo” (Lc 10, 37) quiero hacer manifiesto el profundo deseo de nuestra y misión de nuestra revista: que las Sagradas Escrituras sean realmente una experiencia de encuentro con el Dios vivo que se ha manifestado plenamente en Jesucristo.
En definitiva, que este numeral de nuestra revista SEMINARIUM sea para muchos una ayuda para emprender el camino del encuentro y también sea un punto de impulso para recobrar el ánimo y perseverar al lado de la Palabra divina. Recordemos que la verdadera respuesta a los desafíos de nuestro tiempo no está en las distracciones cotidianas y tampoco en los devocionales consecuentes sino en el corazón enamorado que ama con todas sus fuerzas. Por ello, que cada lector se ponga en marcha, presuroso a enamorarse de las letras sagradas de la Biblia, de ella brotará la conversión y el auténtico amor al prójimo, el Espíritu de Dios se encargará de lo demás.
Finalizo recordando que el auténtico discipulado cristiano es fruto de una llamada constante y de una respuesta inmediata que se auténtica al pie de la cruz, junto al crucificado. Es un camino que se orienta exclusivamente al amor manifestado en la cruz frente al contraste paradójico de la fácil felicidad y las extravagantes ideas triunfalistas de un mesianismo sin cruz.
Que María, la mujer dichosa por creer, escuchar y poner por obra la Palabra del Padre (Cf. Lc 1, 45; 11, 28), nos auxilie y nos encamine al encuentro con la Palabra de Dios que se ha hecho carne en su seno virginal y nos ha transformado en herederos del Reino.