Política y Violencia. Aproximación a las cualidades represivas del Estado.

 *Eduardo García Cruz.

La siguiente exposición pretende incitar la reflexión del papel de la violencia en el Estado. Para lo cual propongo, inicialmente, partir de la tradición Hobbesiana -ya que en ésta el Estado tiene cualidades positivas- y problematizarla con las perspectivas de filósofos de la región, tales como Carlos Pereyra y Horacio Cerutti. Analizar el problema de la violencia Estatal permitiría comprender no sólo la lógica que existe en su acción, también los medios de los que se vale el Estado para generarla y de las razones que motivan su uso. Por ellos es necesario partir del concepto mismo de Estado.

     Hobbes, en su texto El Leviatán, dice que el Estado es un gran aglomerado de personas que tienen, por común acuerdo, elegir a una persona o grupo de ellos para que regule la relación entre los pactantes. Todos deben someter su voluntad y lealtad al pacto para que el/los elegidos establezcan el orden y la paz.

El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. […] es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mí derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina ESTADO, en latín, CIVITAS. Esta es la generación de aquel gran LEVIATÁN, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa.[1]

     Una vez que se ha hecho el pacto, se asignan dos roles: súbdito y soberano:

Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos se constituye en autora una gran multitud mediante pactos recíprocos de sus miembros con el fin de que esa persona pueda emplear la fuerza y medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO Suyo.[2]

     Hobbes justifica la necesidad de su creación bajo el argumento de que el ser humano se encuentra en constante estado de guerra, pero también nos dice que los pactos, cuando no están respaldados por una autoridad, tienden a ser vulnerables a las pasiones naturales. Razón por la cual, dice “[los] pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno”[3] 

     Ahora bien, se puede llegar a ser soberano por dos conductos. Por adquisición y por institución.

     La soberanía por adquisición es un Estado en que “[…] el poder soberano se obtiene por la fuerza. Y por fuerza se adquiere cuando los hombres, singularmente o unidos por la pluralidad de votos, por temor a la muerte o a la servidumbre, autorizan todas las acciones de aquel hombre o asamblea que tiene en su poder sus vidas y su libertad”[4]. En la soberanía por institución se escoge al soberano por unanimidad y si bien la elección es por miedo, la diferencia radica en que este miedo es a los demás, no al soberano, a quien por adquisición sí se le teme, pues ejerce su dominio a través del miedo a su fuerza y poder.

     Como puede verse, el Estado es concebido por Hobbes como una entidad con cargas éticas en sentido positivo, pues éste es instituido por la necesidad de establecer orden y la paz entre sujetos disgregados. Sin embargo, en la actualidad no es así. Cada día somos testigos de las atrocidades que el Estado comete para mantener el control de la sociedad. Del mismo modo, las expresiones de violencia por parte de grupos delictivos son responsabilidad suya, en tanto que es éste quien rige, regula y legitima cada una de estas acciones. Esta ‘falla’ en el sistema da cabida a la violencia en nuestra sociedad, dando lugar al conflicto entre sujetos. Incluso, podría aventurar que no es una falla, sino la forma por la cual realmente funciona el Estado, pues todo parece indicar que éste tiene por “superestructura” ese doble discurso donde, por un lado, es justo y parcial y, por otro, somete y violenta a los sujetos (esferas sociales) que son dominados, no sólo por el Estado mismo, sino por los otros grupos sociales y económicos que forman parte de nuestra sociedad.

     Muestra de ello es la reflexión que hace Carlos Pereyra respecto de la violencia del Estado.

Un examen incluso superficial de la historia reciente muestra hasta qué grado la violencia es un factor omnipresente. 20 millones de muertos en la primera Guerra Mundial y 50 millones en la segunda; un millón de muertos en la Revolución Mexicana y cifras semejantes para la Guerra Civil Española, la lucha de liberación argentina, la formidable resistencia victoriosa del pueblo vietnamita [...] De 50 a 100 mil asesinatos en las pugnas entre conservadores y liberales en los cuarentas y cincuentas, en Colombia; más de 10 mil muertos en Guatemala desde la caída de Árbenz, ¿cuántos en la invasión norteamericana de la República Dominicana en 1965? El conflicto de Irlanda casi llega al millar de muertos y no hay contabilización posible de la Barbarie de los militares chilenos.[5]

     Éstos son sólo algunos ejemplos de la forma en que la violencia del Estado se manifiesta en relación con otros Estados, pero visto desde la perspectiva de las pérdidas humanas que esa represión generó a partir de movimientos de liberación. También se puede ver que las pérdidas humanas y los asesinatos se presentan dentro de las esferas en las cuales debe preservar el orden.

Además, hay que hacer referencia no sólo a las formas extremas de violencia –guerras y revoluciones- sino a la más sorda y sórdida violencia cotidiana en épocas de supuesta paz social. ¿Cuántos estudiantes han muerto en los últimos años en las calles de México, Venezuela, Uruguay, y otros tantos países? ¿Cuántos obreros desaparecidos al reprimirse huelgas y manifestaciones en España, Bolivia, Perú, y en otras tantas naciones? [...] es necesario considerar además de estos efectos límite de la violencia política –asesinatos y torturas- aquellas otras modalidades menos bárbaras que van desde el encarcelamiento hasta la pérdida de trabajo, la censura y las amenazas.[6]

     Hay que remarcar aquí dos puntos cruciales en esta crítica. El primero es la diferenciación del uso de las herramientas del Estado para preservar el orden. Para ejemplificar esto pensemos en el sistema carcelario. Es una forma de violencia, cuando el Estado hace uso de éste para reprimir a las clases dominadas y a todo aquel que se manifieste en contra de sus decisiones. Del mismo modo, es injusto e injustificado cuando los encarcelados son puestos en confinamiento sin hacer uso de las normas establecidas, en beneficio de la clase dominante o del Estado mismo.

     El segundo punto es la inherencia de la violencia a la naturaleza del Estado, es decir, que el Estado no puede existir ni preservarse sin tener la fuerza para mantener el estado de dominio. A propósito, cabe recordar la cita de Hobbes antes mencionada, la cual sostiene que los pactos que no descansan en la espada, no tienen fuerza alguna[7]. Aunado a este punto, Pereyra dice que “[...] la violencia es inherente al sistema político capitalista, como es, en general, consustancial a todo modo de producción en el que se establece una relación de dominio de unas clases por otras.”[8]

     Queda claro que la creación del Estado es a partir de sujetos segregados en constante estado de guerra, pero las complicaciones no terminan allí, porque la violencia se gesta de forma inversa a su creación. Cuando el Estado se instaura, la violencia la ejerce sólo contra los grupos opositores a la institución, y conforme su gestión pasa y los desacuerdos crecen, la violencia represiva aumenta. Estas ‘manifestaciones aisladas’ no sólo se presentan directamente contra el Estado, también son contra la clase dominante que ejerce su poder hacia las clases dominadas mediante las herramientas estatales.

     Retomando la exposición Hobbesiana del Estado, puede verse la contrariedad estructural que hay en contraste con la visión de Pereyra, pues dentro de la conceptualización de Hobbes, el Estado tiene una asignación ética positiva y su estructuración depende sólo del buen juicio del sujeto o sujetos que sustentan el poder. Además, la acción del gobernante está fundamentada en la confianza y legitimidad que le otorgan los gobernados.

     En Pereyra, el Estado tiende a corromperse progresivamente dentro de su gestación debido a la influencia y crecimiento de la clase dominante -pues éste representa las relaciones entre clases y, por tanto, a la clase dominante-. La finalidad de esta violencia institucionalizada es la de interiorizar, en las clases dominadas, su condición y lugar dentro de la escala valorativa de la sociedad en la que se encuentran y, al mismo tiempo, los incita a ignorar y rechazar cualquier manifestación de inconformidad. Esta es la legitimación social de la represión que usa para suprimir a los sujetos inconformes.

     El Estado tiene diversos medios para evitar que las clases dominadas sean conscientes de su lugar en las relaciones sociales establecidas. Esto no quiere decir que el Estado cumple únicamente la voluntad de la clase dominante, sino que ejerce acción a partir de las condiciones presentadas en la interacción social, tal como llega a suceder cuando la acción política beneficia a la clase dominada con la finalidad de reforzar su poder y fuerza de dominio. Estas acciones son efectuadas a conveniencia del Estado.

     Así, los medios ilusorios muestran en la estructura del Estado dos aparatos que administran el uso y la legitimación de la violencia: los aparatos represivos y los aparatos ideológicos.

     Los aparatos ideológicos son aquellas instituciones -públicas o privadas- que establecen el orden mediante un discurso que surge de la ilusoria apariencia de representación universal -violencia objetiva-, es decir, el Estado mediante estas instituciones otorga universalidad a las necesidades de la clase que representa, la clase dominante. Las instituciones que cumplen esta función no sólo son aquellas constitutivas al Estado mismo; también forman parte las que gestan una ideología y orden dentro de la sociedad: instituciones religiosas, educativas, sindicales, familiares, culturales, informativas, etc.

     Los aparatos de represión son aquellos que se manifiestan mediante la acción violenta visible -violencia subjetiva[9]-. Si me es permitida una alusión, los aparatos represivos son “los puños” del Estado. Entre ellas contamos al ejército, la marina y la policía en todas sus modalidades: federal, estatal y municipal. Además de los espacios de confinamiento, las prisiones.

     Estos aparatos son complementarios uno del otro, es decir, que la relación y permanencia depende de la capacidad del Estado para hacer uso de cada uno de los aparatos en la manipulación de las circunstancias que se presentan con relación a las clases dominadas. También, puede verse que la manifestación de un aparato es inversamente proporcional a la efectividad del otro. Siempre será visible el uso de los aparatos ideológicos y, en la medida en que pierden efectividad, los aparatos represivos intentarán reinstaurar el orden. Sin embargo, esta combinación no es gradual, se intercalan dependiendo de las circunstancias y la efectividad que cada una tenga en relación al conflicto:

[...] la acción represiva organizada subsana las deficiencias de la dominación ideológica y el discurso ideológico legitima la acción violenta represiva. La primera -la acción represiva- se presenta como un recurso excepcional que altera sólo provisionalmente el orden, la paz social y la estabilidad política; más aún, se presenta como una acción positiva por cuanto no tiene más finalidad reconocida que la de restablecer ese orden, esa paz social y esa estabilidad política. El segundo -el discurso ideológico- se empeña en presentar la acción represiva como “violencia constitucional”, sometida a la normatividad del “Estado de derecho”, es decir, se empeña en justificar la represión obligando al reconocimiento de la legitimidad del monopolio que detenta el Estado como aparato de coerción.[10]

     

       El uso de estas herramientas puede justificar, incluso, que el Estado renuncie a su actuar legítimo. Un Estado puede erigirse mediante el uso de la fuerza y, del mismo modo, mantener el poder. De esta forma se demuestra que violencia y legitimidad se presentan en sentido contrario, pues cuando se pierde la legitimidad, la violencia surge como la herramienta que intenta restaurarla al Estado, esto sucede porque la legitimidad no le es inherente, pero la violencia y el poder sí. Muestra de ello es la existencia de Dictaduras, porque éstas son instituidas mediante el uso de la violencia armada y en ello no hay legitimidad alguna, pero sí poder. Cuando el Estado pierde su legitimidad, pierde poder y es ahí cuando la violencia se manifiesta, porque la legitimidad es poder.

[...] si bien es cierto que el dominio de la violencia pura aparece cuando el poder se está perdiendo, no es menos cierto que la finalidad de las soluciones de fuerza es precisamente recuperar el poder perdido.

     De ahí que [...] deba reiterarse que tanto el poder como la violencia son realmente la esencia de todo gobierno, pero no así la legitimidad. [...] Violencia y legitimidad son términos contrarios; donde una domina por completo, la otra está ausente. Violencia y poder son términos complementarios; cuando éste flaquea, aquélla se dispone a respaldarlo.[11]

     Para finalizar la exposición del Estado como aparato represivo y todas las cualidades que posee para ejercer la violencia, es necesario resaltar que la toma de posición con respecto al Estado no es su aniquilación. Debe descartarse toda postura anarquista, porque dadas las circunstancias actuales, sería contraproducente desequilibrar el triángulo del que nos habla Horacio Cerutti en su ensayo “¿Violencia es destino?” Donde expone una relación histórica entre el Estado, el mercado y la sociedad.

     Cerutti dice que la crítica al Estado no debe resultar en su aniquilación, pues incluso su debilitación implica el desequilibrio de los componentes del triángulo que se suponen separados. “Me refiero a la tendencia a hipostasiar, aislándolos, cada uno de los componentes del triángulo Estado, mercado, sociedad. Impulsando, de este modo, la tendencia a ocultar o, simplemente, a desestimar que la distinción entre ellos es puramente analítica pero que de facto se encuentran inextricablemente unidos.”[12]. La postura de suponerlos aislados e independientes nos deja ver el peligro de debilitar alguno de los componentes. Si eliminamos al Estado de la relación, se corre el riesgo de que los otros elementos del triángulo se confronten ejerciendo cada uno la fuerza para mantener su status.

     La suposición de un mercado libre y autorregulado o una sociedad sin gobierno, buscaría hacerse del poder que el Estado ya no ostenta. De hecho, en cuanto al crecimiento del mercado en las relaciones sociales y políticas, puede verse que su influencia -no sólo nacional, sino internacionalmente- sobrepasa y modifica las leyes y estatutos nacionales a su conveniencia.

     Lo mismo sucedería si quien toma la batuta es la sociedad, pues la violencia se intensificaría dentro de las esferas sociales.

¿Alternativas? [Pregunta Cerutti] Quizá no sea una salida retórica o menos moralista pretender el diseño de un proyecto de convivencia [...] compartible y generoso que dé cabida a todos y todas. [...] la alternativa no es siquiera concebible, ni apenas el diagnóstico que a ella conduce como se ha visto, sin incluir en la misma conceptualización la dimensión política. [...] Pero reinventar la política exige reinventar todos los componentes del triángulo. Quizá así se cerraría la metáfora y la figura compuesta por esos tres ángulos delimitarían los confines de lo político como su elemento viabilizador. [...] Sin embargo, cabe observar que ni siquiera en el plano metafórico aquí insinuado es suficiente la geometría clásica. Parece más pertinente apelar a un tercer plano e introducir un cuarto elemento; quizá desplazar la metáfora del triángulo hacia un prisma para incluir el aspecto más delicado: una dimensión utópica o el horizonte axiológico de todo proyecto, más indispensable todavía, si se pretende alternativo.[13]

     Como puede verse, existe una relación directa entre la violencia y el Estado, teniendo a ésta como parte fundamental, no sólo en su institución, sino en su permanencia. Del mismo modo, han quedado asentadas las cualidades que necesita la violencia para manifestarse y las herramientas que tiene el Estado para ejercerla: los aparatos ideológicos y los represivos; también la finalidad por la que busca el poder: mantener la hegemonía de la clase dominante a conveniencia de sus intereses.

     Pero también encontramos que dentro de su institución existen cualidades que pueden ser necesarias dentro de las relaciones sociales, siempre y cuando, el Estado cumpliera las funciones por las cuales fue instituido y, del mismo modo, queda evidenciado el peligro de prescindir de su existencia. La tarea consiste en mostrar la necesidad de reinventar no sólo al Estado, sino al mercado y a las sociedades que se relacionan dentro de la interacción del supuesto triángulo, con miras a transformarlo en un prisma que rija no sólo su orden y dirección, sino también el camino para llegar a él. Labor que habrá de ser colectiva de manera tal que tenga siempre en consideración ese horizonte utópico, no a modo de ‘imposible’, sino como proyectos político-alternativos a debatir y construir.


[1]Hobbes, Thomas. Leviatán o de la Materia, Forma y Poder de una República, Eclesiástica y Civil, Traducción de Manuel Sánchez Sarto. México, FCE, 1980, pp. 140 y 141. Cursivas y mayúsculas en original.

[2]Ibid., p. 141. Cursivas y mayúsculas en original.

[3] Ibid., p. 137. Esta fuerza depende del número de personas y la concordia que tengan, porque los grupos unidos por las mismas necesidades y opiniones son más fuertes que uno dividido por necesidades y aspiraciones individuales.

[4] Ibid., Cap. XX, p. 162.

[5] Pereyra, Carlos. Política y Violencia. México, FCE, 1974, p. 9.

[6] Ibidem.

[7]Cfr. Hobbes, Thomas., El Leviatán, Cap. XVII,  p. 137.

[8] Pereyra, Carlos, p. 10

[9] Al respecto de ‘violencia objetiva’ y ‘violencia subjetiva’, véase Žižek, Slavoj. Sobre la Violencia. Seis Reflexiones Marginales. Traducción de Antonio José Antón Fernández, España-México, Paidós, 2009.

[10]Ibid., p. 18.

[11] Ibid., p. 20.

[12] Cerutti, Horacio. “¿Violencia es destino?” en Sánchez Vázquez, Adolfo (coord.), El Mundo de la Violencia. México, UNAM-FCE, 1998. p. 225.

[13] Ibid., pp. 227 y 228. El concepto de Utopía, Cerutti lo desarrolla ampliamente en el libro titulado Filosofía desde Nuestra América. Ensayo Problematizador de su Modus Operandi. México, Centro Regional de Investigación Multidisciplinario-Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos, 2000.